viernes, diciembre 27, 2013

Conversaciones con Martina (100)


Martina, la traidora, le dice a su madre:

—Mama, tú no le hagas caso al papa cuando dice que tú no haces nada en casa. Lo haces casi todo, menos contarme el cuento por la noche. Aunque eso también lo haces cuando él se va a correr.

Conversaciones con Martina (99)


Estamos los tres en el comedor. Pilar, Martina y yo. Pilar me dice:
—Anda, ayuda a tu hija a hacer los deberes.
—¿Yo? —respondo— ¿Por qué yo?
—Porque eres su padre. 
—Eso esta por ver. Traedme pruebas. —digo yo, echando mano del mismo argumento del que echo mano cada vez Pilar me asigna una tarea de esa naturaleza.
Parece que a Martina no le hace gracia mi excusa. Mira a su madre: 
—Esto déjamelo a mí —le dice, y acto seguido se levanta y se va a su habitación. Cuando regresa sostiene entre las manos un retrato en el que aparecemos los tres, abrazados y sonrientes.
—Aquí tienes las pruebas —dice poniéndome el retrato delante de la cara.

lunes, diciembre 23, 2013

Conversaciones con Martina (98)

Estoy sentado en el sofá con el ordenador en mi regazo. Se acerca Martina y empieza a darme besos en la mejilla.
—¿Qué te pasa? —le pregunto a la vista de ese arrebato súbito de afecto.
—Soy el fantasma del amor —responde.

domingo, noviembre 17, 2013

Correr solo.

Corro de dos a tres días por semana. Una hora, más o menos. De 10 a 12 kilómetros cada vez que salgo. Lo hago con más o menos frecuencia desde que tenía 12 años. Ahora resulta que se ha vuelto una moda, y hay gente que me propone salir en grupo. Jamás, les digo. Prefiero salir solo. No sé socializar de normal, menos cuando corro. Además, aprovecho para escuchar todos los podcats que se me van acumulando durante la semana. A veces creo que solo corro para eso, para escucharlos. Casi nunca escucho música, lo cual es motivo de sorpresa cuando lo explico. Escucho tertulias, programas de cine y culturales en general. A veces incluso he escuchado sesudas conferencias descargadas de la Fundación March, sobre narrativa y filología. Siempre solo. Ahora corro por un lugar en el que hay prostitutas apostadas. Son las únicas con las que me comunico mientras corro, cuando paso a su lado, sudando como un puerco y literalmente exhausto, y me guiñan el ojo y me ofrecen sus servicios, y yo apenas alcanzo a encoger los hombros con un gesto que pretende decir: «pero, hija, ¿tú crees que yo estoy ahora para esos menesteres?»

domingo, noviembre 10, 2013

Martina: seis años después.


Un día como hoy de hace seis años nació de improviso Martina. Digo de improviso porque en efecto fue así, pues yo, que suelo ser el último en enterarme de todo, no reparé en que mi mujer había estado nueve meses embarazada hasta que un tipo disfrazado de Águila Roja pero de color verde piscina apareció tras las puertas batientes de una sala del hospital de Mataró con la misma desenvoltura con la que los forajidos irrumpían en los salones de las películas del Oeste. El tipo echó una mirada en redondo, fijó la vista en mí, miró el bulto que sostenía entre los brazos, me miró de nuevo a mí y acto seguido se acercó y depositó en mis brazos un trozo diminuto de carne sollozante envuelta en una manta de rizo. 

Tu hija, farfulló tras la mascarilla de quirófano que aun lucía sobre la boca. 
Debe de tratarse de un error, acerté apenas a balbucear.

 Me quedé allí, atónito, reprimiendo el primer reflejo que tuve de arrojar ese paquete a la papelera, pues tenía tan rojo e hinchado el rostro que por un momento la confundí con una hamburguesa a medio hacer, y no hay cosa que deteste más que la carne cruda. 

El tipo volvió sobre sus pasos y se perdió tras las puertas por las que había aparecido, en lo alto de las cuales alcancé a leer por primera vez: Obstetricia. Entonces, y solo entonces, relacioné causas y efectos y comprendí que la transformación física que Pilar había experimentado en los últimos meses no se debía a un cuadro de gases y flato crónico, como yo había creído, sino que se trataba de un embarazo, y que la visita al hospital de ese día no era, como yo pensaba, para deshacernos de esos gases antes de que mi mujer volara en pedazos como el tiburón de Spielberg, sino para dar a luz a una niña que, a partir de ese momento, todo el mundo coincidiría en afirmar que era mi hija.

Ese fue el principio de la aventura de ser padres, aunque perfectamente podría haber sido el final, pues la primera semana de estar en casa su madre y yo estuvimos a punto de dejarla morir de hambre. La culpa la tuvieron, en realidad, todos esos letrados que se arriman a los padres primerizos y les llenan la cabeza de recomendaciones y consejos de toda índole. Uno de los que más presente teníamos era que por nada del mundo debíamos darle el biberón antes de que su madre la amamantara por primera vez, pues si lo hacíamos la niña se acostumbraría a la tetina y rechazaría el pezón, lo cual, al parecer, constituía una tragedia de dimensiones apocalípticas. Pero la niña no había manera de que se enganchara a la teta, lo cual, dicho sea de paso, sembró en mi la sombra de la duda respecto a si ese bebé era en realidad mío, pues si hubiera sido sangre de mi sangre le hubieran gustado las tetas de Pilar tanto como me gustan a mí, que en modo alguno habría dejado escapar la ocasión de llevármelas a la boca si me hubieran brindado una oportunidad tan clara como le brindaban a Martina. 

El caso es que la niña no mamaba. Los letrados y letradas que se reunían en torno a nosotros decían que lo acabaría haciendo en cuanto le subiera la leche a Pilar.

 Pero ¿de dónde le tiene que subir?, les preguntaba yo mirando los pies de mi mujer, como si fuera de allí, la parte más baja de su anatomía, desde donde se había de iniciar la ascensión láctea.

Aunque con cierto retraso, la leche acabo subiendo, y a Pilar se le pusieron los senos  más hermosos que le he visto nunca. Yo acercaba Martina a los pechos de su madre sin poder retirar la mirada de esas tetas inconcebibles y le susurraba a la niña: tú misma, o te las llevas a la boca tú, o me las llevo yo, pero eso no se puede desaprovechar. Y para mi decepción la niña se acabó llevando el pezón a la boca. Sin embargo, pasaron varios días y cada vez que la pesábamos en la báscula de la farmacia, había perdido peso. Algo no funcionaba y si no poníamos remedio Martina se acabaría consumiendo como una pastilla efervescente en el fondo de un vaso de agua. 

Una de esas tardes, a la vuelta de nuestra visita a la farmacia, la dejamos sobre la cama y, realizando un esfuerzo inenarrable, Pilar y yo conseguimos sumar las dos medias neuronas que nos quedaban y las convertimos en una sola. Pusimos a funcionar esa flamante neurona y llegamos a la conclusión de que quizá la niña se llevaba el pezón a la boca pero no comía. Realizamos una prueba para comprobar si Martina estaba saciada: cogimos un bote de leche preparada que nos habían dado en el hospital, le enroscamos una tetina, y tal y como yacía Martina sobre la cama, boca arriba, suspendimos el biberón a unos centímetros de sus labios y le arrojamos unas gotas de leche en la boca. Martina se relamió como un gato hambriento. Era como si a un moribundo sediento perdido en el desierto de repente se le hubiera situado en lo alto de la cabeza una nube y le lloviera encima el agua más deliciosa que había probado nunca. 

 Ese fue el momento en que todo cambió y, seis años después, nos ha conducido hasta aquí. Descubrimos a tiempo que para ser padres hay que echar mano de lo mismo que para manejarse en cualquier faceta de la vida: el sentido común. Decidimos cuidar y educar de Martina sin acumular en la mesilla montones de libros que explicaban Cómo ser buenos padres o Cómo educar a tu hijo, sin leer revistas de maternidad y sin atender a consejos bienintencionados pero inapropiados, pues cada niño habita un mundo propio que no tiene nada que ver con los mundos que habitan otros. 

Solo sentido común.

Y a la espera de las incertidumbres que nos pueda deparar el futuro, creo con franqueza que hasta ahora Pilar y yo no hemos hecho un mal trabajo. La queremos y nos quiere, a nosotros y al resto de su familia, por la que siente una pasión desaforada. Deseábamos que fuera una niña feliz, y la felicidad la desborda. Muestra respeto por la gente, es lista, educada, curiosa, extrovertida, familiar, y, sobre todo, posee un brillo de bondad cintilando en el fondo de la mirada. Es un brillo que conozco muy bien, es un brillo inconfundible que yo o cualquiera de mis hermanas reconoceríamos al instante, porque convivimos con él a diario durante muchos años: es el mismo rastro de bondad y generosidad que latía en la mirada diáfana de mi madre. 

Ese es, de hecho, el único motivo de desazón que me ha deparado la paternidad: que mi madre nunca conociera a Martina, y que Martina nunca conociera a mi madre. Siento una punzada de dolor cuando mi hija se sienta a comer a la mesa y pasea la mirada por las estanterías llenas de fotografías, y la detiene en el retrato de mi madre y habla de ella como si fuera una extraña.

Jamás podrá saber cuánto la hubiera querido esa extraña. 

Así, mal que bien, con errores y aciertos, hemos conseguido llegar hasta aquí. Nadie dijo que fuera fácil. Ser padres es tomar un camino lleno de incógnitas al que nunca se le ve el final y en el que constantemente te salen al paso vías alternativas que provocan que te cuestiones a diario si has tomado la dirección correcta. A mí, al principio, incluso me costaba pronunciar «Mi hija» de tan ajenas como eran las dos palabras y el significado al que remitían. Trataba de pronunciarlas con naturalidad pero el sintagma se deshacía en mi boca como el azúcar quemado, y cada letra campaba a sus anchas como las cuentas de un collar roto, golpeando contra el paladar y las encías antes de yacer, mortecinas, en medio de la conversación. Supongo que es el precio que hay que pagar por ser padre con cuarenta años. Posees una vida medio encaminada y de repente aparece una intrusa que trata de monopolizarla. Hay días en que Pilar se me acerca y me pregunta si me importa que ella y Martina se vayan de compras un par de horas.

Lo que me importa es que solo sean dos horas, respondo yo, eufórico ante la idea de quedarme a solas con mis libros, con mis series, con mi mesa de dibujo. 

 Y sin embargo, bastan esas dos horas de ausencia para echarlas a ambas de menos. Y cuando por fin están de regreso y escucho sus voces en el portal, abro la puerta de casa y espero en el rellano a que la voz de Martina llegue antes que ella, ascendiendo escaleras arriba como un fuego fatuo que, fuera de sí, golpea contra techo y paredes,  se llega hasta mí, y después de girar vertiginosamente a mi alrededor se desvanece en mi cara como una pompa de jabón. Y al poco aparece Martina, irrumpe en el rellano, se me echa encima gritando «papa», y de entre mis labios resbalan, ya sin vacilación, dos de las palabras que más sentido dan a mi vida y a la vida de Pilar: «Mi hija».

domingo, noviembre 03, 2013

Encasillada.


—Has estado muy bien en la obra de teatro, Martina.
—¿Te ha gustado?
—Mucho. Te ha quedado muy bien el ¡Oink, oink!
—Gracias.
—Parecías una cerdita de verdad.
—Me he dejado la piel en ese papel, papa.
—Se nota.
—No, no me entiendes: me lo he dejado de verdad.
—¿Qué quieres decir?
—He usado las técnicas del Método.
—¿Qué técnicas?
—Me he preparado concienzudamente. Te lo tengo que decir: durante semanas no he acudido a las extra escolares.
—¡Martina!
—Papa, necesitaba preparar el personaje.
—Y si no has ido a las extra escolares, ¿qué has estado haciendo todas las tardes?
—He visitado una piara de cerdos que hay en una granja cercana y he convivido con ellos.
—¿Cómo?
—Sí, papa. Cada tarde me desnudaba y me sumaba al grupo y retozaba con los cerdos en el lodazal. Bebía lo que ellos bebían, comía lo que ellos comían, dormía lo que ellos dormían. Actuaba como ellos. Era como De Niro en Toro salvaje.
—Martina, hija, vas a cumplir seis años, solo era una obra de teatro infantil.
—No me importa. Sabes que soy muy exigente conmigo misma y no puedo dejar nada a la improvisación. La fuerza de mi arte reside en mi capacidad de sacrificio y en la voluntad inquebrantable.
—Martina, hija, no te puedes tomar las cosas así.
—Eso es lo de menos, lo que me preocupa es que me están encasillando.
—¿Encasillando?
—Sí. El año pasado hice de dálmata y este año de cerdo. Me estoy encasillando en el mundo animal.
—Los animales son bonitos. Mira Disney.
—Papa, sabes que adoro los animales, pero no puedo permitir que monopolicen mi carrera y limiten mi creatividad. Necesito interpretar otros papeles, necesito que mi arte se desarrolle en otros registros.
—¿Y qué vas a hacer?
—Hablaré con mi profe. El año que viene nada de animales. Quiero personajes instrospectivos, existencialistas, aquejados de un trauma infantil que arrastra y condiciona su etapa adulta y les provoca desapego con todo lo que es humano y los sitúa al borde del suicidio .
—Martina, hija, el año que viene tendrás seis años, no puedes interpretar esos papeles.
—Ya lo creo que puedo.
—Que no.
—Que sí. Ya lo verás. Quiero hacer de Maria Magdalena, o de Juliette.
—¡Son prostitutas!
—No seas puritano, papa. El arte de la interpretación procura la otredad, la alteridad, sin que por ellos uno tenga necesariamente que identificarse tanto con el papel. No me censures.
—Mira hija, como tú el año que viene interpretes a una prostituta te voy a triturar los huesos y te los voy a sacar por el orificio derecho de la nariz transformados en polvo. Te quedarás sin articulaciones. Parecerás un Blandiblu.
—Mojigato.
—Resabiada.
—Dictador.

domingo, octubre 27, 2013

La diosa griega.


—¿Es ella?
—Joder, sí.
—¿Le vas a decir algo?
—Coño, me voy a lanzar, sí.
—Ven un momento, hijo.
—¿Qué pasa?
—No pasa nada, solo quiero hablar contigo. Acércate.
—Dime.
—A ver, quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué cosa?
—Quiero que me prometas que harás todo lo posible por evitar los tacos.
—¿Qué tacos?
—Ya sabes: Las palabrotas.
—Ah, esos tacos.
—Esos. ¿Lo harás?
—Joder, papa, lo intentaré.
—Lo has vuelto a hacer.
—¿El qué?
—Has dicho «joder».
—Puto desastre soy. Se me ha escapado.
—Lo sé, y ahora has dicho «puto».
—Hostia, es verdad.
—Y ahora has dicho «hostia».
—Soy un mamón incorregible. Mierda, lo he vuelto a hacer. ¡Me cago en dios, otra vez! Hostia puta, esto no hay quién lo pare...
—Tranquilo, hijo, tranquilo. Mírame a los ojos. Mírame a los ojos y piensa en otra cosa. Piensa en algo bello, algo que te llene de paz, por ejemplo en el mar, piensa en un mar calmo, quieto, silente...
—Y jodidamente azúl... ¡aaaarg! ¡Otra vez!
—No pasa nada, hijo, no pasa nada. Es normal, estamos empezando, y esto lleva su tiempo.
—Es verdad. La puta Roma no se hizo en un día, ¿no? Oh...
—No te preocupes. Es cierto, Roma no se hizo en un día. Venga, ¿qué le vas a decir?
—Le voy a decir... le voy a decir que me gustaría pasar media vida con la cara alojada en medio de sus tetas, relamiéndoselas.
—¡No! ¡Bruto! ¿Cómo le vas a decir eso?
—¿Qué? He dicho «alojada», una palabra culta que mola.
—¿Y el resto? Tienes que ser más sutil.
—¿Más sutil? ¿Tendría que haber dicho «senos» en vez de «tetas»?
—Sí...¡No! La primera vez que hablas con la chica que te gusta no le puedes decir eso.
—¿Por qué?
—Porque no se tiene que ser tan directo. Aun no. Dile algo bonito, recítale un verso. ¿Sabes alguno?
—«Aquí se caga, aquí se mea y quien tiene tiempo se la menea».
—Madre mía, ¿de dónde has sacado eso?
—Está escrito en la puerta del lavabo del instituto. Mola ¿eh?
—¡No! ¡No mola! Es una ordinariez. Tienes que decirle algo delicado, algo que le haga sentir bien. Que le haga sentir como una diosa. Venga. Lánzate. Ve. Tú puedes.
—De acuerdo. Voy. Yo puedo, yo puedo.
—...
—Hola, Vane, ¿Cómo estás?
—Aquí.
—Tía... Vane, ¿sabes... sabes que con esa luz del sol que te está dando por detrás en torno al cabello parece que estés rodeada como por el áurea que rodeaba a las diosas griegas?
—Pues no sé, tío, porque tengo la tira del tanga tan metia en el culo que más que el sol estoy viendo las estrellas.

Conversaciones con Martina (97)


Martina me pregunta:
—Papa, ¿hoy por qué no vamos al cole?
—Porque estamos de huelga.
—¿Por qué?
—Porque si no lo hacemos Rajoy se va a cargar los colegios y no habrá colegios donde estudiar.
—Pues que se espere, que la semana que viene hacemos la obra de teatro.

viernes, octubre 25, 2013

Conversaciones con Martina (96)

Parece que por fin hemos conseguido que Martina se duerma. Son las 22.30 de la noche, aproximadamente. Pilar y yo nos sentamos en el sofá, soltando un resoplido de alivio. Hemos jugado con ella mientras cenaba, la hemos duchado, le hemos leído el cuento de cada noche, y, aunque quiere más, le decimos que por esta noche ha sido suficiente. Parece que duerme por fin, y ese es el momento más placido del día, nuestro momento. Pilar y yo solos, descansando en el sofá, hablando. Le explico que he perdido mi chaqueta negra, la que utilizo para ir en moto, que no sé dónde anda, que la he buscado por todos lados. Pilar me dice que cómo es posible, con lo chula que es, con lo bien que me va, y yo asiento, que sí, que es verdad, que me va muy bien, por eso necesito encontrarla y por más que pienso no sé dónde puedo haberla dejado, y es entonces cuando, de fondo, escuchamos la voz de Martina, gritando desde la habitación:
—¿DÓNDE LA VISTE POR ÚLTIMA VEZ?

miércoles, octubre 09, 2013

La entrevista.


—¿Piso?
—Décimocuarto, por favor.
—Vamos al mismo.
—(...)
—Calor, ¿eh?
—Ahórreselo.
—¿Disculpe?
—Que se ahorre lo charlar de meteorología y todo eso.
—Solo trataba de se educado, no hace falta que hablemos de nada sino quiere.
—No, si hablar me gusta, pero no de todas esas banalidades de las que se echa mano en un ascensor.
—Un viaje de catorce pisos no da para mucho más, ¿no cree?
—Se han ganado finales de la NBA en menos tiempo.
—Es igual, oiga, no hace falta que hablemos.
—Que no, hombre, que quiero hablar, pero hagámoslo de asuntos que nos enriquezcan a los dos. Obtengamos un beneficio recíproco. Presiento que usted tienes cosas interesantes que decir.
—Pero si no me conoce.
—Pero lo intuyo. Es usted una persona cultivada, eso salta a la vista.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Para empezar, ha dicho decimocuarto. Nadie dice decimocuarto, dicen catorce, y eso cuando dicen algo, porque hay gente que masculla el número en medio de un eructo. Eso ya es un síntoma: le gusta el rigor semántico.
—Eso es cierto.
—¿Ve? Venga, hablemos de asuntos heterodoxos. Todo lo heterodoxo es interesante por sistema, porque evita el discurso recurrente que usamos a diario.
—¿Por ejemplo? ¿De qué quiere hablar?
— Pues no sé. De las gallinas, por ejemplo.
—¿Las gallinas? ¿Qué le pasa a las gallinas?
—¿Tiene usted idea de por qué se suele decir aquello de «eres más puta que las gallinas»? No sé por qué lo dicen. ¿Es que son especialmente promiscuas, las gallinas?
—No tengo ni idea, la verdad. Quizá es que les gusta frecuentar la compañía de más de un gallo.
—O sea, que después de todo es verdad que son un poco putas.
—No necesariamente. Vaya, no creo yo que las gallinas entiendan el concepto de fidelidad.
—Es cierto, si a duras penas lo entendemos nosotros cómo lo van a entender ellas.
—Hable por usted, yo jamás le he sido infiel a mi esposa.
—Venga ya.
—Es cierto.
—¿En serio?
—En serio.
—Pues no se lo tome a mal, pero hombres como usted son los que nos ponen en mal lugar a los demás.
—¿Y eso por qué?
—Por qué va a ser: los hombres somos infieles por naturaleza. Nos gusta frecuentar más de una mujer. Eso está comprobado científicamente.
—No sé de dónde ha sacado eso, pero no es mi caso.
—Venga, hombre, que estamos solos: desinhíbase.
—Se lo digo en serio: mi mujer es sagrada.
—¿Nunca se ha sentido tentado a engañar a su esposa?
—Nunca. Por lo menos no la tentación a la que se refiere.
—¿Hay más de una?
—Por supuesto. Existe una clase de tentación que es puramente retórica porque sabes que nunca conducirá a nada, nunca se verá satisfecha.
—¿Por ejemplo?
—Pues no sé. Yo me puedo parar delante del escaparate de una pastelería y mirar una bandeja de suculentos chuchos de crema, y sentirme tentado a llevarmelos todos y a comermelos en el primer parque que vea, pero en el fondo sé perfectamente que eso no va a suceder nunca. A eso me refería. Es un discurso mental puramente retórico.
—No le sigo.
—Usted ve la tentación como una posibilidad, y yo como un instrumento homeopático: utilizo la propia tentación para curarme de ella.
—Tiene suerte de pensar así, yo sería incapaz. Yo voy por la calle y me quiero follar a todas la mujeres con las que me cruzo. Sin excepción.
—Es lo que piensa el 90% de los hombres. Se da cuenta de la contradicción, ¿no?
—¿Qué contradicción?
—Quiere hablar de cosas originales, pero luego se comporta como todos.
—Seré bipolar.
—O quizá quiere aparentar una persona que no es.
—Quién no ha mentido alguna vez.
—¿Miente usted mucho?
—Si es necesario, no tengo problema en hacerlo. De hecho, cuando salga de este ascensor creo que voy a mentir sin parar.
—Se vende usted mal: mentiroso, infiel, e imprudente.
—¿Imprudente? ¿Por qué imprudente?
—Solo un imprudente habla como usted con el primer desconocido con el que coincide en un ascensor.
—Fuera de aquí, si te he visto no me acuerdo, ¿no?
—Depende.
—¿De qué depende?
—De si está citado en la planta decimocuarta para una entrevista de trabajo.
—¿Cómo lo sabe?.
—Me lo imaginaba. ¿A qué no adivina quién tiene que hacerle la entrevista?

lunes, octubre 07, 2013

Superpoderes


—Se nos estropeó la caldera.
—Putada.
—Grande. Y como vamos mal de pasta, se me ocurrió arreglarla a mí.
—Qué temeridad.
—Busqué información en internet.
—¿Funcionó?
—Sí. Y al final la reparé.
—Ole.
—Pero me costó lo mío.
—No lo dudo.
—Me equivoqué varias veces al montarla.
—Falta de experiencia.
—Y tuve que desmontarla y volver a montarla.
—Doble trabajo.
—Y una de las veces toqué las conexiones eléctricas.
—¿Sin desenchufarla de la red eléctrica?
—Sí.
—Hostia. ¿Calambrazo?
—Calambrazo. Vi las estrellas.
—Hombre, a quién se le ocurre.
—A mí. Pero tuve una visión.
—¿A qué te refieres?
—Pensé en los superhéroes de los cómics.
—No veo la conexión.
—La hay. Pensé en todos aquellos superhéroes que lo son por haber sufrido accidentes similares al mío.
—Hombre, similares, similares...
—Salvando las distancias.
—Salvándolas.
—Por ejemplo: en lugar de contaminarme con radioactividad, sufrir un calambrazo.
—Ya entiendo.
—Pensé que seguramente habrá alguna forma de adquirir poderes parecidos a los de los superhéroes de los cómics a partir de un accidente cotidiano como el mío.
—Pero lo que se cuenta en los cómics es mentira, no hace falta decirlo.
—Pero ya sabes lo que se suele dice: en toda mentira hay algo de verdad.
—Tal vez.
—Total, que he decidido que a partir de ahora voy a dedicar mi vida a hallar la forma de adquirir superpoderes.
—¿Cómo?
—Probando.
—¿Probando qué?
—Ya veré. Improvisaré sobre la marcha. Para empezar, volví a tocar las conexiones eléctricas de la caldera.
—¿Otra vez?
—Sí, pero esta vez con las dos manos, y durante más tiempo.
—¿Más tiempo? ¿Cuánto aguantaste?
—Hasta que saltó el automático.
—¿Y?
—Bien. Más o menos. Se me puso el pelo de punta, y todo yo era un foco de energía estática. Caminaba por la casa, y todo se me pegaba al cuerpo. Me convertí en una especie de imán.
—Ahí lo tienes: Imanman.
—Y está lo de la erección.
—¿Qué erección?
—El calambrazo me provocó una erección de caballo.
—¿En serio?
—Y no había manera de que bajara.
—¡Pues ya está!: eres Naboman.
—No tiene gracia.
—«¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡No, es Naboman!».
—Ni puta gracia.
—«Agarrando su cipote de hierro, Naboman, protege a la humanidad de las garras del Mal».
—De todas, formas, el efecto se pasó a las pocas horas.
—¿Ya no eres Naboman?
—No.
—Lástima.
—Pero no voy a parar hasta que encuentre la manera de tener poderes.
—Pues ya me contarás.
—Te cuento.

lunes, septiembre 30, 2013

Titanic

—Me caes mal.
—¿Yo?
—Tú, y todos los que son como tú.
—¿Cómo soy yo?
—Lacónico.
—¿Laqué?
—Parco.
—¿Cómo?
—Silencioso, callado. Que no sueltas prenda, vaya.
—¿Eso qué tiene de malo?
—Es como desaprovechar un don.
—Explícate.
—El habla es lo que nos diferencia de los animales. ¿Prefieres parecer un animal?
—Prefiero no decir tonterías.
—¿Cómo sabes que son tonterías? .
—Reconozco una tontería nada más verla; he convivido con ella toda mi vida.
—¿Y si lo que tú consideras tonterías no lo son?
—Lo son, créeme.
—Vale, pero imagínate por un momento que no lo son.
—Incluso en ese caso hipotético, ¿qué puede pasar?
—Quizá contribuyas con tu silencio a hacer un mundo menos habitable.
—Eso ya lo hace Santiago Calatrava.
—Hablo en serio.
—No veo cómo mi silencio puede contribuir a hacer del mundo un lugar peor.
—Quizá una palabra a tiempo, por absurda que parezca, provoque grandes cambios que nos acaben afectando a todos.
—¿A qué todos?
—A la Humanidad.
—Por favor, cómo te has levantado hoy.
—Hiltler, por ejemplo.
—¿Qué pasa con él?
—Rechazaron su ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena.
—¿Y?
—Imagínate que entre las personas que integraban el jurado que dirimió su solicitud hubiera habido uno capaz de reunir argumentos suficientes para convencer al resto de aceptar su ingreso, y sin embargo guardó silencio para no llevar la contraria. ¿Te imaginas la tragedia que nos hubiéramos ahorrado de haber abierto la boca?
—Me hago una idea.
—O el Titanic.
—¿El Titanic?
—Sí. Imagínate que un modesto marinero de segunda mira desde el puente y ve cómo asoma a lo lejos la punta del iceberg, y en lugar de avisar guarda silencio porque tiene miedo de contradecir la opinión unánime de que ese transatlántico, nuevo de trinca, es imposible de hundir.
—Hubiera echado a perder los 15 minutos de gloria de James Cameron.
—Lo digo en serio: hay que hablar.
—Visto así.
—Uno tiene que decir lo que piensa en todo momento.
—¿Siempre?
—Siempre. Joder, no te lo quedes todo para ti.
—Quizá estés en lo cierto.
—Claro que lo estoy. Venga, suéltate y dime lo que se te pase por la cabeza.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Venga.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
—Vale, voy.
—Te escucho.
—Hace un año y medio que me acuesto con tu mujer.

Recuerdo de Barcelona

—Me voy a comprar un sombrero mexicano como recuerdo de mi visita a Barcelona.
—¿Un sombrero mexicano?
—Sí. Guapo de verdad: verde brillante con unas cenefas de color amarillo que te cagas de guapas. Cada vez que lo mire me acordaré de Barcelona.
—Te acordarás de Pancho Villa, porque lo que es de Barcelona...
—¿Por qué lo dices ?
—Por qué va a ser: el sombrero mexicano no es típico de Barcelona.
¿Cómo que no? Si me lo he comprado en pleno centro de la ciudad.
—Ya, lo que tú quieras, pero no es típico de aquí.
—Ya salió el listo de la clase. Entonces ¿de dónde es?.
—¿Lo dices en serio?
—¿De dónde es? Va, tanto que sabes: ¿de dónde es?
—Pues... un sombrero mexicano es...de México.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué cómo lo sé?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Lo he deducido por el nombre: sombrero m-e-x-i-c-a-no.
—Vale, para ti la perra gorda.
—No es cuestión de perra gorda...
—Pues si no me compro el sombrero, me compraré una katana japonesa que había en una tienda de al lado. Anda que no molaba.
—Vamos a ver, por mí te puedes comprar lo que te salga del forro de los cojones, en serio, lo que te salga del forro, pero una katana japonesa no es típica de Cataluña.
—Ya estamos otra vez. Si no es típica de Cataluña ¿de dónde es?
—De Japón.
—¿De Japón? ¿Y cómo ha llegado a parar a la Rambla de Cataluña algo de Japón ? ¿Eh? ¿Cómo?
—La habrán traído en barco. Yo qué sé, tío.
—En barco. Ya. En barco, dice. ¿Tú has visto ese barco?
—No.
—¿Tú has visto a alguien bajando de un barco con esa katana en la mano?
—No, no lo he visto.
—Entonces qué coño vas a saber tú, enterao.
—¿Sabes qué? Que te compres lo que te salga de los huevos, papafrita.
—Pues si no me compro el sombrero mexicano ni la katana japonesa, me compraré unas castañuelas que he visto, muy chulas, así a topos rojos, a juego con un vestido flamenco.
—Pero empanao, que eres un empanao: que las castañuelas tampoco son típicas de Cataluña.
—La puta que te parió, que cenizo eres. Entonces, según tú, ¿qué tengo que llevarme de recuerdo?
—Pues no sé, llévate un caganer.
—¿Qué es eso?
—Una figura de un hombre cagando.
—¿Un hombre cagando? ¿Que me lleve una figura de un hombre echando un truño antes que una katana japonesa? ¿Tu eres subnormal?
—Pues si eso no te gusta, llévate algo relacionado con las sardanas.
—¿Qué es eso?
—El baile típico catalán.
—¿En qué consiste?
—Los participante se dan las manos en círculo, y tocan el suelo con la punta del pie, así, como si quisieran aplastar un insecto que les da miedo, y no hubiera manera de acertar.
—Paso.
—Pues entonces llévate algo de los castellers.
—Explica.
—Els castellers son personas que se suben unas encima de otras, y forman castillos humanos muy altos.
—Eso me gusta más.
—Son espectaculares. Los ves y se te pone la piel de gallina.
—¿Cómo van vestidos?
—Llevan camisas del color de la colla a la que pertenecen, y fajas, y van descalzos.
—¿No llevan sombrero mexicano?
—No, no llevan sombrero mexicano, ¿cómo van a llevar sombrero mexicano?
—¿Ni katana?
—Pero vamos a ver, retrasao mental, ¿por qué van a llevar los castellers una katana?
—Porque molaría un huevo. ¿Te imaginas? Un castillo formado por castellers tocados de sombrero mexicano y una katana a la espalda?
—Sí, y en lo alto de todo la enxaneta tocando las castañuelas...
—¿La quién?
—Ay, dios mío, llévame pronto contigo...

domingo, septiembre 29, 2013

Conversaciones con Martina (95)


Vamos en el coche. Martina, en el asiento de atrás, extiende el
brazo y hace los cuernos con los dedos índice y pulgar de la mano.
—Martina, no hagas eso —dice su madre.
—¿Por qué? Si Spiderman y los rockeros también lo hacen —responde.

viernes, septiembre 13, 2013

Conversaciones con Martina (94)

Llego a casa de correr, y entro sudando en la habitación de Martina para darle dos besos y cuando me ve aparecer por la puerta, grita:
—¡Corre Forrest, corre!

martes, septiembre 10, 2013

Conversaciones con Martina (93)

Me pregunta Martina:
—Papa, ¿los Pitufos tienen el culo azul?
—Claro. Si tienen el cuerpo azul también tendrán el culo azul.
—No sé, los monos son marrones y tienen el culo rosa.

domingo, septiembre 08, 2013

sábado, septiembre 07, 2013

Fuerza 7

—Ya no recuerdo qué años tienes.
—Ochenta y dos cumpliré este año. ¿Y tú?
—Para setenta y siete voy.
—Dos críos.
—Dos pardales.
—Ya lo creo. El otro día me salieron al paso dos drogadictos de esos...
—¿De cuáles?
—Esos que van todo el dia con los pantalones cagaos.
—¿Los que van enseñando los calzoncillos?
—Los mismos. Me los cruzo a los dos montados en lo alto de dos monopatines.
—Uy, qué coraje me da eso...
—Y que lo digas.
—...con lo grandecitos que son, con los cojones llenos de pelos como los tienen, ¿tú te crees que tiene que ir tol dia montaos en monopatín. Coño, ¡cómprate una furgoneta y vete a la vendimia, hostias!
—A esos los aviaba yo. A picar en una cantera los iba a poner, fíjate tú. ¿Y qué pasó?
—Pues que vienen en mi dirección con los monopatines de los cojones.
—Directo hacia ti.
—Sí, y va uno, el más feo de los dos...
—¿Cómo de feo?
—Como para escupirle. Tenía el flequillo to aplastao contra la frente, que parecía que se lo había relamío una vaca.
—Y encima se piensan que van guapos.
—... y me dice, escúchame bien, me dice: «abuelo, quítese del medio que me lo llevo por delante».
—¿Eso te dijo?
—Eso mismo.
—¿Te llamó abuelo?
—Con esas mismas palabras.
—La reputa madre que lo parió, a él y a toda su parentela. ¿Y qué hiciste?
—¿Que qué hice? Qué voy a hacer, tal y como venía hacia mí le metí dos hostias, así, con toa la mano abierta, como las daban los hermanos Trinidad. Una con la derecha, y otra con la izquierda; pim y pam.
—Bien hecho.
—Mira, lo tenías que haber visto, cómo se fue patrás mientras el monopatin se iba rodando a tomar por culo.
—La cabeza le hubiera pisao yo, mira que te digo. Abuelo me iba a llamar a mí...
—Eso fue lo siguiente.
—¿El qué?
—Lo de la cabeza. Se quedó en el suelo, to dolorio, gimiendo.
—Mariconazo. ¿Y qué hisiste?
—Me acordé de Gento y del gol a Inglaterra.
—¿De Gento?.
—Como te lo estoy diciendo. Entonces me apoyé en el bastón, para pillar carrerilla, y me fui pa él mientras le decía: "Tú va a ver los goles que se metían antes, «gipi» mugriento...
—Con dos cojones
—...y le di una patá en la cabeza que el flequillo relamío se fue parriba como la cresta de un gallo. Mira, qué hostis se llevó.
—Dos le trendrías que haber dao. ¿Y qué pasó con el otro?
—¿Qué otro?
—El que iba con él. Coño, ¿no has dicho que eran dos?
—Ay, sí, la madre que me parió, que se me va el santo al cielo. El otro acabó igual, o peor.
—Desembucha.
—Pues que el muy desgraciao se va patrás para pillar carrerilla con el monopatín.
—Como un toro, vaya.
—Como un toro Miura, y empieza a impulsarse con un pie, y viene hacia mí rápido, rápido.
—A toda hostia, vamos.
—A todita hostia, y poniendo cara de velocidad, con dos velas de mocos largos colgándole patrás desde las narices, como una bufanda movía por el viento, el muy asqueroso.
—Qué fatiga. ¿Y qué? ¡Cuenta, coño!
—Me acordé de una película de Chu Norris, una que se titulaba Fuerza 7. ¿La recuerdas?
—La recuerdo. ¡Qué grande Norris!
—Pues ahí el Norris hacía una pirueta que, madre mía, desde la primera vez que la vi, cuando se estrenó en el 80 o así, me se quedó grabá pa los restos.
—Explica.
—Pues tal y como me viene el malnacio «gipi» ese, solté el bastón, me tiré patrás y di un salto mortal con tirabuzón, y tal y como caí al suelo, me elevé dos metros en el aire con la fuerza del impulso, permanecí un ratico ahí, como suspendio a cámara lenta en latmósfera.
—Ahí colgao.
—Sí, como colgao. Y luego, escucha bien lo que te digo, luego giré sobre mí mismo, ahí es na, y tal y como giré, con el exterior del empeine le metí en la cara una patada grado 8 en la escala de Richter, y le arranqué de raíz todo los dientes.
—¿Todos?
—Todicos. Le sonaban en la boca como un sonajero. Mira, qué hostia más bien da se llevó.
—Se va a acordar toda su vida. ¿Y qué paso luego?
—Que empezaron a salir como de debajo de las piedras un montón de compañeros de estos dos pamplinas.
—Compinches de la banda, serían.
—Serían.
—¿Y qué pasó?
—Que me rodearon. Hicieron un círculo a mi alrededor, como al principio de Furia Oriental, ¿te acuerdas? La de Bruce Lee.
—Cómo me voy a olvidar del actor más grande que ha parido el cine.
—Amén.
—¿Y qué hiciste?
—Desenrosqué el bastón por la mitad, y lo puse en modo nunchaku, y les dije que se acercaran a mi vera si tenían güevos.
—¿Y lo hicieron?
—Ya te digo. Y tal y como venían, hostia que les daba, y los nunchaku volaban en mis manos como si Bruce Lee hubiera resucitado.
—Como me hubiera gustado verlo, coño.
—Y al final no quedó uno en pie. Todos tiraos pol suelo a mis pies, lloriqueando.
—¿Y no los remataste?
—Qué va. Hay que ser generoso con los vencidos. Volví a enroscar el bastón, y me fui lentamente al asilo mientras, a mi espalda, una muchedumbre aplaudia y me felicitaba. Yo creo que hasta sonaba de fondo la música de John Williams, mira que te digo.
—La hostia, qué grande.
—...
—...
—...
—La madre que te parió, anda que no eres embustero.
—Ya, pero ¿y lo bien que nos lo pasamos este ratito?
—Ya te digo.

jueves, septiembre 05, 2013

Conversaciones con Martina (91)

Martina se despide así de un vecino:
—No te preocupes, Guillem, nos volveremos a ver; somos amigos, y los amigos se ven más veces.

lunes, septiembre 02, 2013

Fobias y manías.

  1. Detesto esa escena típica de las películas de acción en la que el protagonista camina lentamente hacia la cámara mientras a su espalda se produce una gran explosión que no perturba ni un ápice su expresión..
  2. Me molestan las escenas de las películas en las que dos o más personas se citan para comer, y al poco uno de ellos se marcha en medio de una discusión y deja la comida sobre la mesa sin haberla probado. Siempre acabo pensando: ¿qué desperdicio de comida, no?
  3. Me molestan las escenas post coito de las películas en la que la actriz, después de haber follado de todas las maneras imaginables, se cubre los senos con pudor o abandona la cama envuelta en una sábana, como si efectivamente supiera que la estamos observando una sala entera de espectadores.
  4. Detesto a los tipos que se sacan los mocos en plena calle mediante el sistema asqueroso de taparse con el dedo índice una fosa nasal y expulsar los mocos por la otra. 
  5. No me gusta nada la formula "te acompaño en el sentimiento". Prefiero un simple "lo siento", o apenas un cruce de miradas, sin más. 
  6. Me toca mucho los huevos que gente supuestamente cultivada emplee el infinitivo cuando toca el imperativo. Por ejemplo, "mirar" en lugar de "mirad". 
  7. No soporto los tipos que circulan en coche con la música a todo volumen. 
  8. No soporto las motos cuyo tubo de escape parece una metralleta que deja a su paso un millar de tímpanos reventados. 
  9. No me gustan las banderas. No hay una sola por la que sienta la menor afinidad. 
  10. Me tocan mucho los cojones la gente que habla a gritos por el móvil. Sobre todo cuando viajo en tren. 
  11. Me da asco el gazpacho, a pesar de que nunca lo he probado y pese a que mi madre lo hacía siempre que podía. 
  12. Me produce perplejidad la gente que no es consciente de las limitaciones de su físico y viste ropa que, lejos de ocultar esas limitaciones, las enfatiza. 
  13. No me gusta ser víctima de los prejuicios, e intento luchar contra ello, muchas veces sin éxito, pues el prejuicio es un sentimiento que surge de forma natural, inconsciente y, por tanto, para reprimirlo hay que permanecer siempre alerta, lo cual es imposible por agotador. 
  14. No soporto a los borrachos. Detesto asistir a la transformación radical que experimenta una persona conocida cuando está bajo los efectos del alcohol.
  15. No siento devoción por los coches. En lo que a mí concierne es solo una máquina que poseo para que me facilite la vida, no para dedicar mi tiempo a cuidarlo. Conocí a una persona que se compró uno y cada tarde necesitaba aparcarlo delante de la ventana de su casa, para poder contemplarlo desde allí.
  16. Considero que cualquiera que no utilice la escobilla en el lavabo es un cerdo.
  17. Desprecio a Alex Ubago, y a todos aquellos intérpretes que, como él, escriben canciones cuyas letras no aportan nada y constituyen una suma de topicazos.
  18. No me gusta hallar cuerpos extraños (tropezones o así) en la comida. Sigo odiando las mandarinas con hueso o las lentejas en las que al sumergir la cuchara aparece una cebolla casi entera. Me produce nauseas. 
  19. Jamás pediría en un restaurante sopa de ninguna clase. Para pedir sopa o verdura, me quedo en casa.
  20. En lo que al baloncesto atañe, no respeto la opinión de nadie que no acepte que Michael Jordan ha sido el mejor jugador de la Historia. 
  21. No me gusta la idea de morir sin saber quién mató a Kennedy. 
  22. Siento un asco visceral por todos aquellos que pretenden imponer su visión de la vida los demás . 
  23. Detesto profundamente las religiones. Profundamente. Soy ateo y milito como tal cada vez que tengo ocasión.  
  24. Desde niño me repele el olor del vinagre.
  25. Me parece ridículo tener 45 años y utilizar un monopatín como medio de transporte.
  26. Igualmente me parece ridículo ir a todas horas ataviado de chandal.
  27. No me suelen gustar las películas en las que los personajes hablan a la cámara, es decir, al espectador.

Conversaciones con Martina (90)


Hoy Martina ha comido con sus tías, en la pastelería. Al poco de terminar de comer, una de sus tías, mi hermana Yoli, ha recibido una llamada de teléfono de la policía: le anunciaban que su coche estaba parado en medio de un cruce. Mi hermana no se lo podía explicar, pues lo había dejado perfectamente estacionado y con el freno de mano puesto. Sea como fuere, el coche parece haberse deslizado por sí solo, suavemente, hasta quedar varado en medio de esa calle, impidiendo el tránsito de los vehículos. Mi hermana ha salido a la carrera para quitarlo de en medio. Martina ha expresado de inmediato la preocupación de que su tía fuera al encuentro de la policía, y no ha cesado de repetir que debería haberla acompañado. También ha dado a conocer una posible hipótesis conspirativa al extraño caso del coche que se traslada solo; según ella, ciertos individuos, después de estar mucho rato buscando aparcamiento, se cansan y sacan de sus aparcamiento los coches estacionados para, acto seguido, poner el suyo. Después de compartir su teoría, Martina ha proseguido expresando su preocupación por su tía Yoli y la policía, y no ha cesado de repetir que tendría que haber acompañado a su tía. 
—Pero vamos a ver, ¿para qué ibas a acompañar a la tía? —le ha preguntado Manoli, su otra tía— ¿Qué pintabas tú allí?
—Para enterarme de todo —ha respondido Martina.
—Pero, chafardera, ¿para qué te quieres enterar de todo?
—Porque tengo que saber toda la historia, para poder contársela un día a mi hija.

Conversaciones con Martina (89)


En el Mercadona. Martina:
—Papa, cómprame un huevo Kinder.
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Pero ¿por qué no?
—Porque yo lo digo . No tengo que darte una respuesta.
—Pues sí, porque todo tiene una respuesta.

viernes, agosto 30, 2013

Conversaciones con Martina (88)


Diálogo entre Martina y una amiga nueva, en un parque al lado de la Illa Diagonal. Mientras ambas se balancean en el columpio, explica la amiga:
—Mi peor pesadilla es que mi culo se transforma en dos pelotas que salen rodando y me quedo sin culo. ¿Y la tuya?
—La mía —cuenta Martina— que mi yaya se pone de color verde y se convierte en una zombi.

miércoles, agosto 28, 2013

Conversaciones con Martina (87)


Martina irrumpe en el lavabo mientras me estoy duchando. Se sienta en la taza, y, mientras me seco, señala mi entrepierna y empieza a reírse.
—Martina, hija —le digo—, ¿qué te hace tanta gracia? Yo no me río de tu vulva.
—Es que lo tuyo es más gracioso —responde.

lunes, agosto 26, 2013

Conversaciones con Martina (86)


En la orilla de la playa Martina se ha empeñado en erigir con cubos de arena una suerte de Eurovegas. Grandes edificios por entre los cuales discurrirá un río cuyo surco ha empezado a horadar Martina con ayuda de una pala. A mí me ha encomendado la construcción de los edificios. Yo no le digo que se me dan muy mal los castillos de arena, pero ella no tarda en darse cuenta: apenas unos segundos después de darle la vuelta al cubo, la arena se desmorona. Al final, Martina contempla con resignación la orilla sembrada de edificios medio derruidos y, como si no quisiera frustrar mis aspiraciones de arquitecto de tres al cuarto, me dice:
—No importa, papa, haremos como que son ruinas antiguas.

Conversaciones con Martina (85)

Papa, ¿yo cuál fue la primera palabra que dije?
—No lo recuerdo, Martina. Papa o mama, supongo.
—Papa.
—O mama, no sé.
—No, seguro que papa.

martes, agosto 06, 2013

Los coches de la familia.


Este fenómeno extraño que tiene lugar en mi familia me está dando que pensar. Me refiero a que los coches que se muevan solos del lugar en el que los hemos aparcado, como le pasó ayer a mi hermana Yoli, y hace un tiempo a mi cuñado y a mi cuñada. Ambos los habían dejado delante de casa, y cuando salieron el coche se había desplazado cuesta abajo y podría perfectamente haber llegado al mar si no lo frena otro coche que estaba estacionado un poco más abajo. El episodio de mis cuñados resultó hasta gracioso, porque se dejaron dentro a mi sobrina Carlota, y la niña, que le gusta mucho el programa Corazón corazón, saludaba a los vecinos con la mano en alto, como lo hace la reina, mientras el coche se desplazaba lentamente. Ellos, mi hermana y mis cuñados, sostienen que dejaron el freno de mano puesto. Y yo les creo. Y como no contemplo la posibilidad de que ocurran fenómenos paranormales —soy muy incrédulo—, la única explicación que encuentro es que los coches están adquiriendo consciencia de sí mismo como entes vivos, y deciden huir de sus propietarios. Esta hipótesis, sin embargo, posee elementos discutibles que la ponen en tela de juicio. Hasta dónde yo sé, tanto mi hermana como mis cuñados no incurren en el maltrato a sus coches: los cuidan, los limpian a menudo, y los llevan a revisión cuando toca. Es decir, que los vehículos no poseen motivos para marcharse. Todo lo contrario. En cambio, mi Seat Ibiza jamás se ha movido del lugar en el que lo he dejado, y sin embargo tendría todos los motivos del mundo para hacerlo: solo se lava cuando llueve. Incluso por dentro, pues a la que aprieta la lluvia bajo las ventanillas para que el agua se lleve consigo toda la mierda que se amontona dentro: los juguetes que Martina va acumulando a sus pies, las migas de pan diseminadas desde 1994, la piel de fuet, cáscaras de mandarina seca, de pipas, cabeza de gambas saladas. A veces, a pesar de que en casa no fuma nadie —hablo por Pilar y por mí, a Martina se lo tengo que preguntar—, he recogido colillas de la calle y las he arrojado dentro porque me sabe mal que sea el único desperdicio conocido del que carece mi coche. La lluvia ha provocado que crezca una selva, con su propio microclima. Siempre que entro lo hago con un machete para apartar la maleza. Una vez hasta creí ver dentro el dinosaurio de Monterroso. En una ocasión la maleza acumulada en mi asiento hizo que me deslizara por él y me precipité al vacío y me sumergí en una especie de lago que había bajo el asiento. Estaba lleno de pirañas. Me puse a bucear y descubrí cuevas submarinas que conducían a los asientos posteriores, y allí, estupefacto, encontré el cadáver de un explorador cuyas manos aún sostenía una red caza mariposas. Después de todo lo dicho, comprenderéis que no entiendo por qué mi coche no pone pies en polvorosa. Creo que padece el Síndrome de Estocolmo. Eso, o le gusta escuchar las historias que le cuento a Martina mientras vamos de un sitio a otro. Qué sé yo.

viernes, agosto 02, 2013

Las dos manchas

Durante unos días dos misteriosas manchas negras, como de grasa o así, han aparecido adheridas bien visibles entre los intersticios de la piel agrietada y huesuda de mis talones. Al principio pensé que era grasa de la moto, pues en verano gasto sandalias y perfectamente podría mancharme en la moto camino del trabajo. Sin embargo, el fenómeno no ha cesado en vacaciones, cuando apenas la utilizo. Las manchas aparecían de nuevo, y yo empezaba a estar francamente intrigado. De qué coño son estas dos manchas, me preguntaba. Quizá era una señal. Tal vez alguien las ponía ahí por algún motivo. Qué sé yo: quizá alguien se colaba en casa de noche, y se dedicaba a pintar de negro mis talones, y lo que yo tomaba por manchas en realidad formaban parte de algún tipo de mensaje criptográfico que yo tenía que descifrar, y hacerlo con rapidez no fuera que la vida de alguien corriera peligro. Qué digo la vida: el destino de la Humanidad podía depender de mí. Esa responsabilidad me había provocado cierto estado de ansiedad. Es cierto que estoy especialmente dotado para detectar lo que a otros les pasa inadvertido. Por ejemplo, si alguien eructa en mi cara después de comer gambas al ajillo, soy capaz de identificar de inmediato que, en efecto, se trata de gambas al ajillo. Lo mismo me pasa con el chorizo de Cantimpalos y con el Ali-oli. Es cierto, asimismo, que en la mili alcancé el grado de Cabo 1º de Artillería en el Ejército Español y Olé y, por tanto, he sido entrenado para responder eficazmente en situaciones de riesgo, pero una cosa es subsistir en el bosque solo con la ingesta de insectos y raíces, beber tus propios orines, y resguardarte de las bajísimas temperaturas nocturnas durmiendo en el vientre sanguinolento de un oso al que previamente has dado muerte con una navaja suiza, y otra bien distinta salvar la Humanidad. Cuando ya pensaba que pasaría a la Historia como el responsable de la extinción del ser humano, ayer descubrí cuál es el origen de esas misteriosas manchas: todas las mañanas, cuando acabo de desayunar en el balcón, siempre leo un ratito con los pies en alto, apoyándolos en una mesa que, ay, resulta que Pilar, mi mujer, pintó de negro sin avisarme. La verdad, ha sido todo un descanso saber que la suerte de la humanidad no depende de mí.

jueves, agosto 01, 2013

Lucia Echevarría

Ahora lo entiendo todo. Lo que Lucía Echevarría ha pretendido es realizar periodismo de investigación. Con intención de emular a John Hersey o a Michael Herr, se ha infiltrado entre la fauna mediática para revelar al mundo la estulticia que predomina en ese entorno hostil. Dado que ella es licenciada e intelectual, creía, cual superhéroe de la Marvel, poseer poderes especiales que no solo la harían inmune a la necedad, sino que, incluso, podría, con solo posar la mano en la frente «encefalogramaplano» de sus compañeros de juego, curarles y procurarles, de golpe, una inteligencia proporcional al diámetro operado de sus senos. No ha sido así. Y la intelectual ha salido con el rabo entre las piernas, y zarandeada y apaleada a posteriori. Debería haber sabido que todos esos «intelectuales» mediáticos, reunidos en horda insaciable, tienen muchas ganas de coger por banda a todos aquellos leídos que ponen en tela de juicio el reinado y la preeminencia de la que les ha investido la democracia de la audiencia.

lunes, julio 29, 2013

Conversaciones con Martina (84)

Entramos en la habitación del hotel. Es la primera vez que Martina entra en una, pues con ella siempre nos habíamos alojado en apartamentos. Martina pasea la mirada en redondo y pregunta:
—¿Dónde está el comedor?

domingo, julio 28, 2013

Conversaciones con Martina (83)

Martina quiere saber si mi trabajo es divertido. Le digo que sí, y ella me dice que quiere trabajar conmigo.
—Martina, lo importante es estudiar mucho —le digo—. Como la tieta y la mama, que hicieron una carrera.
—¿Y quién ganó la carrera? —me pregunta.

jueves, julio 25, 2013

Conversaciones con Martina (82)

Martina se queda parada delante de la jaula que habita un loro, a las puertas de un bar situado delante del colegio. Empieza a lanzar graznidos al loro y cuando se cansa reanudamos camino y se produce esta conversación:
—Ese loro es mi amigo, ¿verdad, papa?
—Es amigo de todos los niños que pasan por ahí.
—No, es más amigo mío.
—¿Por qué?
—Porque yo hablo su idioma.
—¿Hablas su idioma? ¿Y quién te ha enseñado?
—Alguien.
—Pero también habrán enseñado a los otros niños, ¿no?
—Pero yo lo hablo mejor.
—¿Y sabes el idioma de todos los animales?
—Menos el del elefante. El del elefante es muy difícil.

martes, julio 23, 2013

domingo, julio 21, 2013

Conversaciones con Martina (80)

Estamos en una preciosa cala de Calella de Palafrugell. David, el tiet de Martina, se va a cazar cangrejos para Martina en unas rocas situadas a un par de cientos de metros de la orilla. Como no tiene ningún recipiente donde dejarlos, se lleva la parte superior del bikini de Martina para envolver el cangrejo con él. Le preguntamos dónde llevara guardado el bikini con el cangrejo dentro.
—En el bolsillo del bañador —responde.
—Pues ten cuidado de que el cangrejo no te pellizque un huevo —tercia Martina.

jueves, julio 18, 2013

Pico pan

—Soy un adicto.
—¿Tú?.
—Sí.
—¿A qué?
—Al pan.
—¿Al pan?
—Concretamente al pico de pan.
—Explícate.
—Llevo más de veinte años comprando una barra de pan para la comida del mediodía. Se dice pronto: veinte años. ¿Podrás creer que no ha habido un solo día, ni uno solo en estos veinte años, en que la barra de pan haya llegado intacta a casa?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que por el camino siempre arranco el pico y me lo como. No lo puedo evitar.
—Eso no es una adicción, eso es hambre.
—Eso pensaba yo. Entonces hice una prueba para descartarlo.
—¿Qué prueba?
—Ir a buscar la barra sin hambre. Antes de ir a buscarla me ponía hasta el culo de comer. Pero cuando digo hasta el culo, es hasta el culo. Me comía hasta los pañales de mi hija.
—¿Y?
—No funcionó. Compraba la barra y no había caminado cuatro pasos que ya había echado mano del pico y me lo había llevado a la boca.
—¿Y te lo comías?
—No, lo regaba para ver si se convertía en un árbol. No te jode, claro que me lo comía.
—Yo no me preocuparía demasiado, no parece una adicción grave.
—Yo sí. Va a peor.
—¿En qué sentido?
—Hasta ahora solo me comía una punta. Así que antes de entrar en casa, sacaba la barra de la bolsa y le daba la vuelta para que la parte sin punta no se viera. Hacía lo que fuera para ocultar mi adicción.
—No me digas que ahora te comes las dos puntas.
—Te lo digo. Y la barra llega a casa mutilada. Parece una barra veterana de guerra. Es una barra muñón.
—Joder. ¿Y qué vas a hacer?
—Voy a ingresar en una clínica de desintoxicación de Picos de Pan, se llama No More Bread. Está en Houston, Texas.
—En qué quedamos, ¿en Houston o Texas?
—Houston está en Texas.
—Entonces la clínica está en Texas.
—No, está en Houston.
—Pero has dicho que Houston está en Texas, ¿no?
—Sí, pero Texas es el Estado. La ciudad es Houston. Y la clínica está en Houston.
—Pero si la clínica está en Houston, y Houston está en Texas, la clínica también está en Texas.
—Sí, pero... ¡joder, qué importará eso! El caso es que voy a ingresar allí.
—Te habrá costado un dineral.
—Nos ha costado, pero hemos conseguido reunir el dinero. En el Mercat de Sant Antoni vendí mi vieja colección de Intervius, y la de Gigantes del Basket. También la de cromos de Mazinger-z. Y me dieron bastante por las viejas cintas VHS, sobre todo la que tenía grabado el programa en que a Sabrina se le salieron las tetas.
—¿Y qué dice tu familia?
—¿De las tetas de Sabrina?
—Noo, de todo en general.
—Están conmigo cien por cien.
—Eres un tipo con suerte. Qué familia.
—Ya lo creo. Lo mejor que hice es confesarles mi adicción. Ya no podía soportar más tener dentro de mí ese secreto. Las reuní el valor suficiente, y me senté con las dos en comedor de casa, con mi mujer y con mi hija Martina, las miré a los ojos y se lo confesé.
—¿Y cómo reaccionaron?
—Mi mujer al principio se lo tomó fatal. Fue durísimo para ella. Es normal. Yo siempre había sido un tío sano, deportista, de costumbres moderadas, y de buenas a primeras todo eso se viene abajo. Fue un jarro de agua fría. Ahora está conmigo, para lo bueno y para lo malo.
—¿Y Martina?
—Todavía no lo sabe.
—Pero ¿no has dicho que se lo dijiste a las dos?
—Sí, pero Martina tiene déficit de atención, y en seguida se distrajo con una pelusa del jersey que había suspendida en el aire, delante de sus narices. Se quedó embobada mirándola cómo flotaba y cómo se movía cuando le soplaba, y ya no oyó lo que dije
—Casi mejor.
—Desde luego. Quiero mantenerla al margen. No quiero que se vea afectada por esto. No quiero que la estigmaticen en el cole, y la señalen en el patio: mira, ahí va la hija del adicto a los picos de pan. No quiero destrozar su infancia.
—Lo conseguirás. Todos confiamos en ti.
—Gracias. Y cuando me recupere recogeré firmas para cerrar de una vez por todas las panaderías de toda la ciudad, esos antros de perdición. Es una vergüenza que haya una en cada esquina. Te digo una cosa: en un país civilizado eso no ocurriría.
—Somos una puta república bananera.
—Ya te digo.

Conversaciones con Martina (79)

Martina me dice:
—Papa, me gustaría ir a la Luna. Debe de ser muy chulo saltar allí.
—La Luna es muy aburrida, Martina; solo hay arena
—le respondo.
—No importa, me llevaré cubos y haré castillos de arena.

miércoles, julio 03, 2013

Conversaciones con Martina (78)


Mientras desayunábamos esta mañana en la terraza de una cafetería de Sant Feliu de Guixols, Martina ha cogido los dos cubos y la pala de playa de los que íbamos cargados,  y se ha trasladado unos metros más allá, en la acera, y se ha puesto a dar golpes con la pala a los cubos. Yo, mientras leía el periódico, la miraba de soslayo pensando en los pasatiempos tan extraños que tiene mi hija. Al cabo de un rato, se ha acercado y, con cierto pesar en sus palabras, me ha dicho:
—Papa, estoy tocando música y nadie me echa dinero.

miércoles, junio 19, 2013

El caudillo zombi


—Buenos días.
—Buenos.
—¿Qué planes tienes para hoy?
—Ninguno. Lo que me depare la vida.
—¿Vas a salir ahí fuera sin ningún plan establecido de antemano? ¿A la aventura?
—Ya te digo.
—Qué temeridad.
—Vivo en Mataró, no en Islamabad.
—Es igual. Hoy el mal acecha en los lugares más insospechados.
—Bobadas.
—Además, ¿Mataró no es donde hay 15.000 afectados por las preferentes?
—Eso dicen.
—Pues imagínate que se ponen todos de acuerdo para salir a la calle y arrasar la ciudad.
—Pobres, si la mayoría son ancianos que no se aguantan los «peos».
—Más a mi favor: no tienen nada que perder.
—Que no hombre, que no.
—Tomarán las calles, incendiarán los comercios, violaran a vuestras mujeres e hijos.
—Anda calla.
—En Mataró reinará la la anarquía. Los cuerpos despedazados de los banqueros y de los empleados de los bancos y de sus familias colgarán en lo alto de las farolas. Mataró se convertirá en una ciudad fantasma. Nadie tendrá valor para salir a la calle, estará tomada por los ancianos de las preferentes, que se pasearán con los bolsillos llenos de Viagra, ávidos de sangre y de sexo.
—Qué gilipollez.
—Y entonces apareceré yo.
—¿Tú?
—Sí, yo. Arcadio El Justiciero de la noche. Arcadio Mad Max. Cargado hasta los dientes de armas y munición suficiente para acabar con todos ellos. No dejaré uno en pie. Devolveré a la ciudad la justicia. Y me haré cargo de ella.
—¿Tú?
—Sí, yo. Hasta que los ciudadanos elijan un nuevo Gobierno, me haré cargo del poder. Seré el nuevo César del Maresme.
—¿Y qué será lo primero que hagas?
—Eliminaré la asignatura de «Lírica: formas y motivos» de la que me tengo que examinar el viernes.
—Imposible. Eso es en en la Universidad de Barcelona, y estará fuera de tu jurisdicción.
—Pues invadiré Barcelona. Convenceré a los ancianos de las Preferentes para que se sumen a mi causa. Reuniré un ejército y marcharé hacia Barcelona y la tomaré por las armas.
—Pero ¿a los ancianos no te los habías cargado?
—Los reviviré. Será una ejército de ancianos zombis. Crearé una pócima que los haga revivir y me seguirán como a un dios. Como a un caudillo. Seré el Caudillo zombi. Tiembla Barcelona.
—Anda, cállate y estudia.
—Corta rollos.

Conversaciones con Martina (77)


Frente al cole de Martina hay un bar en cuya puerta el dueño exhibe una gran jaula con un loro, gris e impasible. Todos los niños se paran a decirle algo al bicho. Martina viene de regreso hasta donde yo estoy y me pregunta:
—¿Los loros no repiten lo que les dices?
—Eso creo.
—Pues le he dicho hola y no lo ha repetido.
—Estará en huelga.
—¿Los de Huelva no repiten?

lunes, junio 10, 2013

Conversaciones con Martina (76)

Mientras desayunábamos esta mañana en la terraza de una cafetería de Sant Feliu de Guixols, Martina ha cogido los dos cubos y la pala de playa que llevábamos y se ha trasladado unos metros más allá, en la acera, y se ha puesto a dar golpes con la pala a los cubos. Yo, mientras leía el periódico, la miraba de soslayo pensando en los pasatiempos tan extraños que tiene mi hija. Al cabo de un rato, se ha acercado y, con cierto pesar en sus palabras, me ha dicho:
—Papa, estoy tocando música y nadie me echa dinero.

sábado, junio 08, 2013

Conversaciones con Martina (75)

Martina ha acompañado a su madre a limpiar el coche. Mientras pasan la aspiradora por entre los recovecos mugrientos del Seat Ibiza, Martina pregunta:
—¿Nuestro coche es guay?
—Hay coches más guays —responde Pilar.
—¿Y por qué no te compraste un coche más guay cuando te compraste este?
—Pues porque no tenía más dinero.
—¿Y ahora tienes más dinero?
—No, ahora tengo menos.
—¿Y por qué tienes menos dinero?
—Porque Mariano Rajoy ha subido los impuestos y el precio de las cosas, y nos queda menos dinero para comprar.
—Mariano Rajoy es malo
—Bueno, Martina, es que hay gente que lo votó. Yo desde luego no lo voté.
—Los ricos. Si tuviéramos más dinero seguro que lo votaríamos, pero como somos un poco pobres no, ¿verdad?
El razonamiento de Martina hace enmudecer a Pilar. Ante el silencio, Martina añade:
—Claro mama: a los ricos no les sube los impuestos.
—Ojalá fueramos ricos —dice Pilar— y no tuviéramos que trabajar tanto y tuviéramos dinero para todo.
—Sería guay —concluye Martina.

martes, junio 04, 2013

Conversaciones con Martina (74)

Pilar está duchando a Martina. Le dice:
—Martina, ya te tendrías que duchar sola.
—Cuando sea más mayor —responde Martina—, ahora no llego al grifo. Bueno, cuando llegue al grifo ya viviré en mi propia casa. 
—¿Te irás de casa?
—Pues sí, mama, como te fuiste tu de casa de la yaya.
—¿Me invitarás a tu casa?
—Sí, claro. Pero me tienes que prometer una cosa.
—¿Qué?
—Que vendrás siempre con el papa.
—Entonces, ¿si vengo sola no me dejarás entrar?
—No. Miraré por el agujerito, y si no viene el papa no te abriré la puerta.
Pilar se ofende.
—Pues que sepas que tu padre no te llevará tappers de comida, porque no cocina tan bien como yo.
—¿Y qué? No me importa.
—Cuando vivas fuera de casa ya te importará, ya.

Conversaciones con Martina (73)


Martina se me acerca cuando estoy a punto de llevarla al colegio.
—Papa —dice—, ¿puedo llevarme esta muñeca, y cuando esté en la puerta del cole te la devuelvo?
—Llévatela.
—Pero cuando la traigas a casa métela en la cama bien arropada, ¿vale?
—Vale.
—Y a su lado pones a Leopardina, ¿vale?
—Vale.
—Pero ponlos a los dos encima de la almohada que tiene una flor con pelo, ¿vale?
—Valee.
—La que tiene la flor, no la otra, ¿vale?
—Valeeeeeee.

jueves, mayo 30, 2013

El escarabajo


—Tenemos que hablar.
—Dime.
—Me resulta violento, pero te lo tengo que decir.
—¿El qué?
—La gente se queja.
—¿De qué?
—Del olor.
—¿Qué olor?
—El tuyo.
—¿El mío?
—Sí, el tuyo. Hueles mal.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—¿A qué?
—¿A que qué?
—A qué huelo.
—¿Tengo cara de sumiller de mierdas? Yo qué sé a qué hueles, tío. El caso es que hueles mal.
—Yo no huelo nada.
—Pues no sabes lo afortunado que eres. Hiedes.
—¿Hiedo?
—A perros muertos.
—No será para tanto.
—Qué no será para tanto, dice. Pero tío, ¿tú no has notado cómo las flores languidecen a tu paso?
—¿Languiqué?
—Es igual. Pues eso: que hueles como si una nube te siguiera todo el día lloviendote mierda encima.
—Debe de ser la mochila.
—¿La mochila? ¿Es que haces tus deposiciones dentro de ella?
—¿Deposiqué?
—Que si te cagas dentro.
—No, guardo la ropa sucia.
—¿La ropa? Pues tío, esa ropa no la tendrías que guardar, esa ropa la tendrías que incinerar.
—No tengo más muda que esa.
—Pues lávala.
—Ya lo hago.
—¿Con qué frecuencia?
—Lo normal, cada tres semanas o así.
—¿Lo normal? ¿Eso te parece normal? Eso es normal si vives en Truñolandia o en Villa Diarrea de los Lapos. Lo normal, dice.
—No querras que me lave cada día, ¿no?
—¿Por qué no? Todo el mundo lo hace. Yo lo hago.
—Lo sabía. Así te va.
—¿Qué quiere decir «así te va»?
—Te he estado observando: estás siempre resfriado.
—¿Y eso qué coño tiene que ver?
—Fijo que estás bajo de defensas.
—¿Lavarse reduce las defensas?
—Demasiada higiene nos hace más vulnerables a las amenazas externas.
—Bobadas.
—En serio. A ver: ¿Tú a mí cuántas veces me has visto enfermo? Di.
—Vamos, no tengo yo otra cosa que hacer que preocuparme de tu salud.
—Nunca. No me has visto nunca. ¿O es mentira?
—Y dale. Yo qué sé, tío.
—Fuerte como un roble. ¿Y sabes por qué?
—No, ¿por qué?
—Porque no me lavo desde 1980.
—Anda y vete a tompar por culo.
—En serio.Tuve un revelación y me dije: tienes que hacer de tu cuerpo una fortaleza inexpugnable contra las bacterias.
—Venga tío, deja de decir tonterías, que la gente va pensar que además de guarro eres tonto.
—En serio. Me dije: seré invulnerable como los dioses del Olimpo.
—Joder, que me tengan que pasar siempre a mí estás cosas.
—Me dije: Forjaré mi cuerpo para ser invencible; no, qué coño invencible: indestructible. La mierda me protegerá. La mierda me hará inmune. La mierda creará en torno a mí un escudo invisible que repelerá las agresiones de la naturaleza. Y así es.
—¿Así es qué?
—Nadie se acerca. Todos huyen. Al mundo le doy miedo.
—Al mundo le das asco, tío.
—Me convertiré en el único hombre que sobreviva a un desastre nuclear, como los escarabajos. Seré un escarabajo humano. Haré realidad los deseos de Kafka.
—Inaudito.
—¿Inauqué?
—Nada.

martes, mayo 28, 2013

Conversaciones con Martina (72)


Casi más que leerle cuentos, lo que le gusta a Martina es que le expliquemos historias de cuando Pilar y yo éramos pequeños. Hoy Pilar le ha estado contando anécdotas de la infancia. En un momento dado Pilar le ha dicho que mañana continuarían con más historias, y Martina le ha preguntado:

—¿No sabes ninguna historia de cómo tu culo se hizo gordo?

domingo, mayo 26, 2013

El Demiurgo.


—¿Qué haces?
—Aquí.
—¿Aquí qué?
—No sé, alguien me ha dejado aquí y se ha ido.
—¿Quién?
—Ni idea.
—Debe de ser el mismo que me ha dejado a mí.
—¿Quién te ha dejado a ti?
—El que escribe. Arcadio, creo que se llama.
—Un nombre raro.
—Rarísimo.
—¿Y por qué crees que lo habrá hecho?
—¿Dejarnos aquí?
—Sí.
—Vete tú a saber. Va probando.
—¿Qué prueba?
—Se pone a escribir, sin saber muy bien de qué, para ver si le acaba saliendo algo con cara y ojos.
—O sea que tú y yo somos producto del azar.
—Seguramente.
—Pero entonces eso significa que no se ha ido.
—¿Qué quieres decir?
—Si tú y yo somos una creación de ese tal Arcadio, y seguimos hablando, es que él está ahí, escribiendo todo lo que decimos. No se ha ido.
—Pues es verdad, no lo había pensado.
—Porque él no ha querido que lo pienses. No quiere que sepamos que no somos nada sin él, que somos marionetas. Que lo que tú y yo decimos no lo decimos nosotros sino él, ese tal Arcadio.
—Nos está utilizando, entonces. Pone en nuestra boca sus palabras.
—Exacto.
—Rebelémonos. Dejemos de ser marionetas a su servicio.
—¿Cómo? Él está ahí, con los dedos sobre su Mac, nos escucha, nos lee, ¿cómo vamos a rebelarnos?
—Dejemos de hablar. Contaré hasta tres, y dejaremos de hablar a la vez. Qué se joda ese manipulador con nombre raro.
—Venga, que se joda Leocadio.
—Arcadio.
—Lo que sea.
—Venga. Uno, dos y...¡tres!
—...
—...
—¿Estás ahí? ¡Oh, mierda!

sábado, mayo 25, 2013

Conversaciones con Martina (71)

Martina, a su madre:
—Mama, si todos tenemos las mismas cosas, ¿por qué no somos iguales?
—No te entiendo, hija, ¿qué quieres decir?
—Si todos tenemos nariz, boca, ojos, ¿por qué no somos iguales?
—Ay, hija, qué preguntas haces; yo qué sé.
—Pues yo llevo todo el día pensando en eso.

viernes, mayo 24, 2013

Conversaciones con Martina (70)

Viernes, de camino a Sant Feliu de Guixols para pasar el fin de semana. Conduce el coche Maribel, hermana de mi mujer y tieta de Martina. Dice:
—Martina, te voy enseñar dónde trabajo. Ya veras cómo te gusta. Es un edificio muy bonito, con muchas ventanas y cristales. Te va a encantar.
Al poco, pasado Tordera, circulan cerca de un conocido club de carretera, el club Margarita, que exhibe en la fachada una gran Margarita con luces fosforescentes de todos los colores.
—¿Es ahí dónde trabajas, tieta? —pregunta Martina.

jueves, mayo 23, 2013

Sonata quejumbrosa contra el calabacín.


—Martina, hija, ¿qué te pasa?
—Estoy muy disgustada, mama.
—¿Y eso?
—Se me acaba de revelar un secreto familiar que me ha dejado estupefacta.
—¿Qué secreto?
—He sabido que tú no querías una hija, sino un hijo. Hundida estoy.
—Martina, hija, ¿quién te ha dicho eso?
—No puedo revelarte mis fuentes de información.
—Dame una pista.
—Mama, sabes de sobra que no sé dar pistas.
—Solo una.
—Que no.
—Una pequeña
—Está casado contigo.
—Lo sabía: tu padre.
—¿Ves como no sé dar pistas?
—Qué letrao que es. Cuando me lo eche a la cara se va a enterar.
—Pero ¿es cierto?
—A ver, cierto, cierto... uy, mira lo que dice la tele: el Ibex 35 ha descendido 10 puntos.
—Mama, no te vayas por la tangente, y centrémonos en el problema que nos ocupa.
—Martina, hija, ¿qué quieres que te diga? Sí, es cierto, pero en cuanto supe que eras una niña, se me olvidó por completo lo del niño, y dediqué todas mis energías a quererte.
—El subconsciente no lo podemos controlar, mama, y a ti el subconsciente te traiciona.
—¿Qué quieres decir?
—Que en lo más profundo de tu ser me tienes ojeriza porque he usurpado el lugar del niño que deseabas.
—¿Tú estás tonta? Uy cuando coja a tu padre.
—Tú jamás lo reconocerás, pero es así. Además, hay indicios que lo confirman.
—¿Qué indicios ni que ocho cuartos?
—El calabacín, mama, el calabacín te delata.
—Tenía que salir el calabacín.
—Si me quisieras de verdad no me darías de comer calabacín.
—Claro que te lo daría.
—Y si fuera un niño no sabría ni qué aspecto tiene.
—Anda calla.
—Es más, si fuera un niño el calibracín que tendría más cerca sería ese que les cuelga a los niños de la entrepierna.
—¡Martina!
—Is true, mama. Believe.
—Te doy calabacín porque es sano, y porque mi obligación es que tengas una dieta equilibrada. Somos lo que comemos, hija.
—¿Y quieres que yo sea un calabacín? ¿Quiere que mi ropa consista en un preservativo gigante? Además, si incluyes en mi dieta un alimento con evidentes connotaciones fálicas, me estás abocando a una vida disoluta.
—Ay, hija, que harta estoy de que hables así.
—No reprimas mi libertad censurando mi lenguaje, mama. El lenguaje es la única arma que poseo para hacer frente a este mundo hostil.
—Martina, quítatelo de la cabeza: no se puede comer todos los días patatas fritas con huevos fritos.
—¿Por qué?
—Porque no es bueno.
—¿Cómo no va a ser bueno si cada vez que los como soy feliz como una perdiz? ¿La felicidad no es buena para la salud?
—Sí pero no.
—¿Sí pero no? ¿Sí pero no? ¿Qué quiere decir sí pero no? ¿Qué forma de argumentar es esa? ¿Ahora eres gallega?.
—Créeme: si comieras patatas fritas con huevos fritos todos los días las acabarías aborreciendo.
—Bullshit!
—Es más, en realidad si no fuera por el calabacín no disfrutarías tanto comiendo huevos con patatas. Si entre plato y plato de patatas fritas con huevos, comes tres de calabacín, estarás ansiosa por volver a comer otra vez patatas con huevo. De la otra forma, se convertirá en una rutina.
—Me troncho, vamos. Mama, esa teoría funciona para la gente pusilánime que dosifica las fuentes de placer para que le duren toda la vida, y cuando se jubilan les da un jamacuco, pero no para mí. Yo soy un espíritu hedonista. Yo quiero concentrar en un solo día ochenta años de vida, yo no quiero pensar en el mañana, el mañana es Ken y Barbie disputándose la custodia de sus hijos, el mañana es Bob esponja traficando con heroína en una cala de la Costa Brava, el mañana es Mafalda pronunciando conferencias en las FAES, el mañana es un Pocoyó chapero que se acaba ahogando en su propio vómito, el mañana es un coche desvencijado abandonado en los márgenes de una carretera solitaria, el mañana es inaprensible como el humo.
—Mira que le he dicho mil veces a tu padre que esconda los libros de Baudelaire. Esta me las paga. Vaya si me las paga. Cuando lo coja se va a enterar.
—Sí, pero ¿qué hay de lo mío? ¿Se acabó el calabacín?
—De verdad, qué fatiga de familia, oye.

martes, mayo 21, 2013

Conversaciones con Martina (69)


Martina se acerca a su madre y le dice, literalmente:
—Mama, me encanta Sant Feliu de Guixols. ¿No podríamos hacer de nuestro hogar Sant Feliu de Guixols?

lunes, mayo 20, 2013

Dora y Bob


—¡Ostras! ¡Qué pasada! ¡Dora Exploradora! ¡Qué ilusión! No te imaginas cuánto le gustabas a mi hija Martina.
—Pues como a los niños de medio mundo, no te jode también este.
—Es cierto. Perdona. Eras tan carismática.
—Se hacía lo que se podía. Pero el hijo de puta que me diseñó se podía haber metido en el culo la pelota de rugby que utilizó como modelo para mi cabeza.
—Eso es verdad. Menuda perola. ¿Cómo te ponías las camisetas con esa cabeza ? No tenía que ser fácil.
—Eran como un delantal, abiertas por detrás, y se enganchaban con velcro.
—Pero tu peinado estaba bien.
—Los cojones. Si parecía el príncipe de beckelar, hombre.
—Vale, pero tenías al Botas. ¿Tú sabes cuántas niñas hubieran pagado por tener un mono de mascota?
—Pero qué niña ni que pollas en vinagre. Si cuando rodé Dora yo tenía treinta y siete años. Había comido ya más rabos que bocadillos de chorizo has comido tú en toda tu vida. Si gastaba una cien de sujetador, coño.
—Ostras. Qué me dices. Pues no lo parecía.
—Porque el que me dibujaba tenía instrucciones mías para que me borrara las arrugas de la cara con la goma de borrar.
—¿Y las tetas?
—No, las tetas no. Me metían a presión para dentro, y ascendían por el cuello y acababan alojadas en el hueco de la cabeza. Como había sitio de sobra.
—Joder. Qué cosas. ¿Y qué ha sido de vosotros? ¿Dónde anda el Botas?
—Ese gilipollas se volvió a Africa y se unió a una banda de niños soldados, y por ahí anda, quemando aldeas y violando todo lo que se le pone delante.
—¿Y tú?
—¿Yo? Joder, yo fatal. No levanto cabeza. Me metí de todo por la nariz, hasta le azúcar de las ensaimadas. Se me cayó la nariz y ahora la llevo pegada con una ventosa de esas con que se enganchan los colgantes el las lunas de los coches. Fatal. Ahora empiezo a ver la luz. Nos han salido un par o tres de bolos a Bob y a mí.
—¿A Bob? ¿Bob Esponja?
—No, Bob tu puta madre. Pues claro, lelo, ¿qué Bob va a ser?
—¿Y en qué consiste el espectáculo que hacéis?
—¿Que en qué consiste? En recitar los sonetos de Shakespeare, no te jode también este. ¡En follar!, ¿en qué va a consistir? Practicamos sexo en vivo, él y yo, follamos. Empezaremos en el Bagdad de Barcelona, y luego iremos a Chueca. Queremos rodar una película porno. A ver si hay suerte, porque estoy sin blanca, no tengo ni para bragas, les tengo que dar la vuelta y usarlas del revés. Imagínate.
—¡Madre mía!

domingo, mayo 19, 2013

Conversaciones con Martina (68)


Martina le pregunta a su madre.
—Mama, ¿qué es tener habilidades? 
—Saber hacer algo muy bien.
—¿Y yo qué habilidades tengo?
—Tú casi todo lo haces bien, como dibujar, por ejemplo.
—Y cantar también.
—Bueno, cantar...
—¿Qué quieres decir? ¿Que no canto bien?

jueves, mayo 09, 2013

Día del cáncer


Ayer fue el día del cáncer y las principales vías de Barcelona estaban tomadas por adorables viejecitas estratégicamente apostadas con el fin de que ningún transeúnte rehuyera realizar su aportación a la causa. Las estuve observando atentamente durante parte de la mañana, siguiéndolas de cerca a hurtadillas, perfectamente escondido, como un dibujo animado de la Warner, detrás de farolas y semáforos, con objeto de estudiar cuál es la estrategia que llevan a cabo para persuadir a la gente de que arroje unas monedas a esa lata con asa de la que siempre van pertrechadas. Tuve ocasión de comprobar que las estrategias que siguen son dispares, siempre en función de las cualidades físicas de las que goce la viejecita de marras. Las hay que se ocultan entre dos coches estacionados o detrás de un contenedor de la basura, y justo cuando pasa alguien saltan como expelidas por un resorte y se plantan delante de su víctima al grito de «¡Venga ese dinerico pal bote»! Otra técnica habitual es la que realizan a duo dos de ellas: una te para y mueve la latita como un sonajero delante de tus narices, mientras la otra, a lo lejos, se va acercando a ti a toda velocidad, subida en lo alto de un monopatín, apoyándose en una sola pierna, y con el brazo completamente estirado y en la puntita del dedo índice la pegatina que te engancha cuando pasa por tu lado como un rayo. 

Os preguntaréis por qué me dedico a espiar a estas ancianas altruistas y bienintencionadas. Sucede que cada año, durante las semanas que veraneamos en Sant Feliu de Guixols, estás mismas señoras —si no son las mismas, se les parecen mucho— toman cada una de las calles del pueblo y no hay forma humana de llegar a la playa sin pasar por caja. Es tremenda su insistencia y su poder de persuasión, y es tremenda, asimismo, la beligerancia que gastan si uno declina participar. Muchas de ellas saben de leyes y te hacen allí mismo un juicio sumarísimo. Luego está el tema de la duración de los días. Mientras que, de normal, el día del cáncer dura eso, un día, en Sant Feliu de Guixols, inexplicablemente, se prolongan una semana. Uno baja a la playa o a desayunar y cada día le sale al paso una de esas incombustibles ancianas, y cuando le preguntas cómo es que en la Costa Brava el día mundial del cáncer dura siete días, entonces la viejecita, de súbito, guarda silencio y la expresión lozana y vivaracha de su cara muda, y pone la mirada perdida, fingiendo estar senil o con Alzheimer, y empieza a temblarle la mano que sostiene la lata, y al final uno se ve obligado a elegir entre echar dinero o llamar a una ambulancia, y prefiere, claro, lo primero.

 Lo aconsejable en Sant Feliu es no perder la pegatina que te engancharon el primer día que contribuiste con tu moneda. Si te cambias de camiseta es importante antes recuperarla y ponerla bien visible en la nueva, y cuando se aproximen a ti con la lata en ristre enseñarla rapidamente. Una vez se me olvidó hacerlo y al ir mostrárle la pegatina, pensando que estaba allí, reluciente en lo alto de mi pecho como la medalla de un general retirado, me di cuenta que no la llevaba, y salí a la carrera, de regreso en casa, a buscarla, y cuando llegué, asfixiado por el esfuerzo y escupiendo lapos del tamaño de una pizza —disculpen que sea tan descriptivo— la anciana estaba esperándome en la puerta, fresca como una rosa, atildada y enjoyada como van todas ellas, perfectamente maquilladas y con ese pelo cardado que parece el azúcar quemado de las ferias, una melena que se erige hacia lo alto del cielo como las llamas congeladas de una fogata, en el interior de la cual, bien disimulada, una vez me fijé y pude descubrir que guardan la lata mientras se toman un descanso en su afán recaudatorio.