sábado, marzo 29, 2008

Lo suficientemente vivo



Es alto y corpulento y de apariencia ciertamente rocosa, el aspecto disuasorio imprescindible que uno imagina debe exhibir alguien de su profesión, policía del GEI, (Grupo Especial de Intervención), para más señas los agentes que aparecen a menudo en televisión accediendo subrepticiamente con el arma apercibida, en ordenado tropel, a domicilios susceptibles de acoger delincuentes extremadamente peligrosos. Sin embargo, él es exquisitamente afable en el trato, e incluso posee cierto aire de irremediable candidez que contrasta con la labor que cabe imaginar desempeña a diario. La frecuencia de nuestros encuentros y la recién inaugurada paternidad de ambos (su hijo tiene un mes más que la mía) ha suscitado una complicidad de la que se nutren nuestras conversaciones. A menudo las vicisitudes idénticas que experimentamos en nuestro aprendizaje como padres nos hacen romper a reír. Hoy ha sido inevitable mencionar el caso de Mari Luz, la niña asesinada en Huelva por un pederasta reincidente que ha escapado de la justicia sin más esfuerzo que aguardar a que ésta pusiera de manifiesto su obscena incompetencia.

Él ha sido de una franqueza contundente: tengo un arma en casa, y si un tío le hace eso a mi hijo, lo mato, ha mascullado, encogiendo los hombros, como si se disculpara por expresar una opinión que yo pudiera reprocharle procediendo de un representante de la ley.

Yo guardo silencio y pienso en mi hija, y no me atrevo a confierle, por pudor similar al suyo, cuanto me viene a la cabeza, a saber: que yo no mataría al tipo, lo retendría conmigo durante días, recluido en un lugar inhóspito, a merced de mi ira, y lo dejaría, ni más ni menos, lo suficientemente vivo para que el resto de su vida deseara haber muerto.

sábado, marzo 08, 2008



A un día de un plebiscito de suma importancia bueno es recordar, para quien tienda a la desmemoria, que estos cuatro años de legislatura que ahora concluyen han significado la consolidación de una derecha caciquil y ultramontana, conducida por la ira y un resentimiento manifiesto a causa de la sorpresiva y muy merecida pérdida del poder en las elecciones anteriores. Un poder, vale decir, que ellos, los del PP, consideran les pertenece por alguna suerte de derecho divino y cualquier intento por arrebatárselo, aunque sea mediante unas elecciones democráticas, como sucedió el 14-M, será contemplado con el ceño fruncido y la animadversión silente de quien se guarda para sí el derecho de ejercer cumplida venganza.

El escritor César Mallorquí enumera en su web diez razones por las que votar mañana contra el PP. Yo las suscribo de principio a fin.

sábado, marzo 01, 2008

Mañana ociosa en el parque


Después de varios días de niebla pertinaz y la consiguiente ausencia de sol, ayer viernes amaneció un día radiante que invitaba a pasear sin rumbo, sin duda la mejor y más provechosa forma de perder el tiempo que se ha inventado. Más aún si tiene uno a su cargo a una deliciosa mocosa de tres meses que se complace con fruición en la práctica diaria de dos únicas actividades que la tienen ocupada todo el tiempo: comer y dormir; y, si se quiere, una tercera resultado inevitable y consecuente de las otras dos: defecar de tanto en tanto. Martina y yo habíamos alcanzado a ese respecto un acuerdo tácito según el cual yo la sacaba a pasear con la condición de que, por decirlo sin ambages, cagara por las tardes, que es cuando Pilar se hace cargo de ella, aliviándome a mí, en detrimento de su madre, del trago fatigoso de cambiar ese pañal que mi pequeña hijita, bien que de manera involuntaria, pone en cuarentena cada vez que lo mancha.

Pues bien, hasta ahora el pacto había sido respetado por ambas partes. Yo la montaba en su carrito y la paseaba mientras Martina dormitaba con la vista fija en el cielo, y ella correspondía expulsando por su angelical culito, durante la tarde, unas terribles mierdas que por fuerza, en mi ausencia, debía de limpiar su madre en medio de arcadas.

Debo anunciar con pesar que ayer tarde ese pacto fue roto unilateralmente por Martina, que excretó una mierda descomunal del tamaño de una pizza familiar. Por si semejante deslealtad no fuera suficiente, cuando yo, equipado con una máscara antigas que he adquirido ex profeso en Internet, procedía con escrúpulo a retirar el pañal contaminado, Martina ha sonreído con una picardía impropia de una niña de tan corta edad y ha untado el pastel erigido bajo su culo con una súbita meada que ha dado como resultado una mezcla que, créanme, evitaré describir para no herir sensibilidades.

Pero qué carajo, pelillos a la mar, he pensado para mí. Y como no soy de naturaleza rencorosa y además le perdono todo a la niña de mis ojos (no confundir, por favor, con la niña de Rajoy), acabada la difícil tarea de retirar el producto tóxico incrustado bajo sus nalgas, Martina y yo hemos vagado por el Parque Central de Mataró, que lucía un aspecto luminoso bajo un sol de primavera anticipada. Por doquier erraban, ociosos, otros padres en idéntica situación que yo, empujando un carrito tuneado mientras tarareaban o silbaban la banda sonora de Verano azul, y yo, cuando me cruzaba con ellos, los saludaba solidariamente, extendiendo mi mano e imitando con mis dedos el gesto que tienen a bien practicar los motoristas cuando se cruzan unos con otros por esas carreteras de dios. La sorpresa ha sido mayúscula cuando la mayoría de padres no han respondido a mi saludo y más bien me han dirigido una mirada hosca, como si pensaran que era un tarado o me faltara un hervor o quién sabe qué otras barbaridades.

Pero ya digo que no soy rencoroso y he hecho caso omiso a sus desplantes y en el primer banco que me ha salido al paso, he tomado asiento y he sacado mi libro de Antonio Muñoz Molina, Días de diario, y mientras Martina entraba en un sueño profundo bajo un sol que penetraba por entre los intersticios de la capota e invadía el refugio umbrío de su carrito, yo pasaba las páginas y asistía con placer a la descripción morosa y deliberadamente descuidada que Muñoz Molina efectuaba de sus días en Madrid, de las vicisitudes diarias de enfrentarse a la escritura de un libro de carácter autobiográfico, El viento de la luna, y de su posterior marcha a Nueva York, donde, con sorpresa y no poca nostalgia para mí, describe cómo pasea con su hijo por las calles asfixiantes de un Nueva York en pleno agosto, y visita los mismos lugares que Pilar y yo habíamos frecuentado durante nuestro viaje, e incluso cenan en el mismo restaurante desde el que nosotros, en una noche mágica e inolvidable, contemplamos un Nueva York que se alzaba en medio de una oscuridad abisal y se disgregaba en millones de luces diminutas.

Acabé de leer el libro cuando faltaba poco menos de un cuarto de hora para que Martina exiguiera su biberón de las dos de la tarde. Me puse en pie y sin urgencia arrastré el carro en dirección a casa. La mano de Martina, entretanto, aparecía, desperezándose, por entre la loneta que cubre el carro, y con sus uñas diminutas, como las zarpas inofensivas de un gato soñoliento, rozaba la tela.