lunes, enero 28, 2008

La azarosa memoria



Decía el escritor Juan Benet que la memoria es un dedo tembloroso. No seré yo quien contradiga a tan insigne personaje, antes al contrario creo que pocas veces se ha sostenido afirmación más cierta. La memoria es arbitraria y azarosa y a menudo comete agravios imperdonables. Olvida situaciones, o datos, o pormenores sumamente importantes, y preserva de por vida absurdas vaguedades, o la más insólita y disparatada de las menudencias, aquella que no posee más utilidad que la de ocupar en nuestra cabeza un espacio inmerecido, acaso necesario para albergar asuntos de mayor enjundia.

Tenemos tendencia a la desmemoria, y tal circunstancia la conocen los políticos mejor que nadie, sean de la ideología que sea. Tanto da. Por eso causa perplejidad (o más bien aburrimiento o hastío, nada de sorpresa depara ese proceder al que con tanta frecuencia recurren) que se reprochen unos a otros que sea ahora, a pocas semanas de unas elecciones, cuando se obsequie a los ciudadanos con toda suerte de prebendas oportunistas: bajada de impuesto, o sorpresivas cifras en euros que aliviaran nuestro maltrecho bolsillo, o alguna ley o medida que facilitará en el futuro nuestras vidas y procurará bienestar a la sociedad.

¿Cuándo si no habrían de hacerlo? Cualquier político sabe que de haber ofrecido al inicio de la legislatura cuanto ofrecen ahora, el ciudadano ya lo habría echado al olvido y, lejos de tenerlo en consideración en el momento de votar, se habría desvanecido del recuerdo y lo que con mayor empeño rescataría la memoria sería lo sucedido en las postreras semanas. Lo que en última instancia, dicen los expertos, más determina la decisión del votante a la hora de introducir la papeleta en la urna.
Esta reflexión, por cierto, me conduce a otro aserto igualmente oportuno que el genial escritor cubano, Gillermo Cabrera Infante, dijo con ocasión de una entrevista a Felipe Gonzales: Los políticos no tienen convicciones, tienen conveniencias.

miércoles, enero 09, 2008

A su disposición



Espero que sean indulgentes conmigo y sepan disculpar la tardanza en publicar entradas. Siempre he procurado mantener una frecuencia similar en la publicación de los textos, pero durante el pasado mes de diciembre surgieron no pocos imponderables. No sólo hemos debido de adaptarnos a las necesidades de Martina, mi hija recién nacida, sino que asimismo se nos ha ocurrido la brillante idea de cambiarnos de domicilio. Si ya una mudanza es un acontecimiento del que huyo como la peste, imaginen llevarla a cabo, además, con un bebé de pocos días. Qué gozada. Yo, si estuviera en mi mano, la repetiría una vez al año. Qué digo una vez al año, ¡cada mes! ¡Hay que mudarse cada mes! Cuánto disfruto bajando y subiendo cajas y enseres y muebles. Cómo se beneficia mi capacidad cognitiva y motriz desmontando y volviendo a montar todo el mobiliario, ¿Que una vez montados sobran tornillos? Pues se tiran, qué coño. ¿Qué no encajan las puertas que antes ajustaban como anillo al dedo? Qué más da, hombre, mientras haya puertas. A estas alturas no vamos a mostrarnos tiquismiquis.

En otro orden de cosa les diré que Martina crece saludable y hermosa. Qué quieren que les diga, he tardado, pero cuando me he puesto, ¡menuda niña ha salido! No quiero adolecer de pedante o almibarado en exceso, pero tiene unos ojos que parecen dos esmeraldas de color azabache, se asoma uno a ellos y experimenta un vértigo inmediato, como si te atrajeran irremediablemente hacia ellos. Los contempla uno y se siente desfallecer. Es, créanme, como asomarse a un precipicio sin fondo. Lástima que no los muestre con la frecuencia que uno desearía. Les cuento: Martina nos ha salido algo dormilona. Qué digo dormilona, si el derrumbe de las Torres Gemelas le hubiera pillado al lado, hubiera sido la ultima en enterarse. Ya sé que dirán ustedes que, de ordinario, el estado normal de un recién nacido es el del sueño más o menos profundo, pero yo les digo que no, que lo de Martina no tiene nada de corriente, afortunadamente ha heredado la pasión por dormir que aqueja a Pilar, su madre, que también podría perfectamente quedarse dormida en la farola que se alzaba delante de la puerta del Word Trade Center, y al despertarse mirar en derredor, como quien no quiere la cosa, y sacudirse el polvo de encima de los hombros y marcharse silbando. Ahí es nada.

Ahora entraremos en terreno privado o delicado, espero que si Martina lo lee algún día no me reproche haberme tomado demasiadas libertades. El caso es que mi niña, tan pequeña ella, tan poca cosa, tan angelical diría yo a riesgo de sonar pedante o frecuentar lugares comunes, mi cosita, en definitiva, es capaz de... como lo diría yo sin parecer ordinario o soez, es capaz de excretar, o hacer de cuerpo, o defecar o aliviarse, o, seamos rigurosos, cagar, sí, cagar cada plasta por ese culito cándido que el piso, casi al mismos tiempo que la niña procede a su alivio intestinal, hay que ponerlo en cuarentena. Pero no en cuarentena de huy hija qué mal huele hija mía, voy a abrir la ventana para que se ventile, o aquella otra de: hija, comerás gloria... No, de eso nada, me refiero al tipo de cuarentena de salir a la calle y avisar a los vecinos para que desalojen de inmediato sus casas y no regresen hasta que la nube tóxica se haya alejado o disipado, me refiero a la cuarentena de ¡todos a cubierto! Yo, qué quieren que les diga, pensaba, incauto de mí, que un bebé defecaba de manera proporcional a su aspecto o tamaño o, cuando menos, que el producto defecado desprendía aroma a colonia Nenuco. Qué coño, de eso nada. Si parece que se hayan reunido en su estómago todos las ratas del infierno y se hayan puesto a eructar al unísono. Qué hedor.
Lo que pasa es que, la muy ladina, es capaz de hacer todo eso sonriendo, y, ay, cuando sonríe, cuando su boca desdentada se tuerce en arco y profiere una risa espontánea, o cuando bosteza y se despereza poniendo los brazos en cruz, o cuando cargo con ella camino de su habitación, y apoya su cabecita en mi hombro y me contempla desde lo más profundo de su plácido letargo, por entre los resquicios mínimos que dejan sus párpados semi cerrados, entonces, ay, entonces no soy más que un guiñapo sin criterio que consiente y se entrega y se muestra, gozoso y complacido, a su entera disposición.