domingo, abril 30, 2006

La inmortalidad deseada


Desde que tiempo atrás leyera en La loca de la casa, de Rosa Montero, una cita atribuida, si mal no recuerdo, a Graciela Cabal según la cual "los lectores de ficción viven más porque no consienten morirse hasta que no terminan de leer la novela que tienen empezada", no puedo evitar pensar que la voracidad lectora de la que soy presa de un tiempo a esta parte no sea tanto por el placer que depara la lectura como por el efecto que esa afirmación haya causado en mi subconsciente, lo que sin duda explicaría por qué he adquirido el habito reciente de iniciar la lectura de un libro sin haber finalizado el anterior como intento desesperado de prolongar mi existencia, costumbre esta -leer dos libros a un tiempo- que siempre me había negado a llevar a la práctica por más que ignore las causas, quizá por pereza mental o porque es cierto esa leyenda que tan orgullosas esgrimen las mujeres y con tanta eficacia y celeridad propagan de que el hombre es incapaz de hacer bien dos cosas simultáneamente, lo cual estoy dispuesto a rebatir en cuanto acabe de escribir esta entrada y no antes.

viernes, abril 28, 2006

Desolación (relato breve)






Apenas intercambian unas pocas frases cuando están a solas, las necesarias para mitigar el silencio abrumador que se cierne sobre ellos en la soledad de la casa. Aunque ella prácticamente no pone el televisor en todo el día y prefiere pasar el tiempo con un libro en las manos, se apresura a hacerlo en cuanto lo escucha hurgar con la llave en la cerradura, para que así el sonido que emite el aparato atenúe, disimule o sustituya el interminable silencio que se suscita entre ambos, como cuando alguien, transcurridas largas horas en soledad, deja escapar un carraspeo innecesario o tararea alguna melodía antigua para creerse acompañado. Ella, a menudo, pospone la conclusión de alguna tarea doméstica hasta que él llega, con el propósito de tener el tiempo ocupado y no hacer frente a los silencios embarazosos con algún comentario banal que ponga de manifiesto todo cuanto han dejado de decirse.
Se sientan en el sofá, con un océano de cojines de por medio, y musitan un saludo vago mientras él cambia de canal, esgrimiendo el mando a distancia con el brazo completamente estirado y efectuando bruscos golpes de muñeca cada vez que pulsa el botón, como si en lugar de buscar un programa estuviera tratando de descerrajar un tiro al televisor.
Ella lo mira de soslayo y advierte una vez más que no soporta su comportamiento, no aguanta su desgana, su constante apatía. Cada vez está más convencida de su pereza mental y su falta de interés por todos aquellos proyectos que ha menudo ella ha deseado emprender, y de los cuales él siempre ha parecido mantenerse al margen, o no mostrar todo el entusiasmo y respaldo que ella hubiera deseado.
Ella, no obstante, recuerda que hubo un tiempo en que las cosas fueron de otra forma y él era locuaz y reía todo el rato. Admite que entonces le producía contento que él le dijera sandeces y se condujera como un adorable payaso impredecible, porque sentía el halago pueril de que su propósito era llamar la atención de ella, y una —demasiado tarde lo ha sabido ella— no se enamora de otra persona sino de lo que la otra persona siente por una. Más tarde, según se fueron conociendo, a ella se le revelaron pequeños detalles que dejaban entrever que las afinidades entre ambos no eran tantas como en un principio había presumido, pero le restó importancia porque pensó que era consecuencia lógica del proceso de madurez y consolidación al que debe someterse cualquier relación. Hoy día ella, sabiendo cuanto sabe, abriga sin embargo la desafortunada certeza de que él posee las cualidades y carencias de un patrón de comportamiento que no le suscita interés alguno y del que, por descontado, nunca podría enamorarse por más empeño que pusiera. Se pregunta por qué entonces, en la adolescencia y juventud, no fue capaz de percibir y ver lo que tan claramente percibe y ve ahora, y se pregunta, asimismo, si él, su marido, será presa de similares reflexiones respecto a ella. Puede ser, después de todo, que también ella haya defraudado las expectativas que él había depositado en ella y encarne hoy día todo aquello que él detesta y desprecia, y por esa razón y no otra él se demora llavero en mano frente a la puerta de casa, haciendo más ruido de lo normal al introducir la llave, de tal forma que sin apenas darse cuenta ambos hayan caído atrapados en ese sumidero de mutuos reproches en silencio. De ser así ella se pregunta quién fue el primero en iniciar semejante proceso de desgaste y deterioro sin fin, quién el primero en desengañarse del otro y perder toda esperanza y desistir. ¿Él? ¿Ella?, ¿Ambos a un tiempo? Al fin y al cabo quizá sea ella, después de todo, la que ha decidido no compartir con él proyectos e inquietudes ni concederle a él el préstamo de alguna confidencia, ella la que lo ha mantenido alejado a causa de su propensión a sumirme en reflexiones que la conducen a un dédalo de cavilaciones, a un continuo lamento porque lo que finalmente ha sucedido en su vida ha dejado intacto lo que pudo suceder. ¿Acaso no es precisamente eso lo que está ocurriendo en ese momento?, ella inmersa en interminables conjeturas mientras él permanece sentado en silencio a su lado, aguardando acaso a que ella lance el señuelo de una palabra o un gesto para iniciar una conversación.
—¿Qué tal el día? —pregunta ella de repente.
Él se la queda mirando fijo y ella diría que sus ojos manifiestan sorpresa.
—Bien —responde él.
—¿El trabajo bien? —insiste ella.
—Sí, bien. Como siempre.
Se miran en silencio por espacio de un instante. Él parece meditar y mueve los labios, como si tuviera intención de decir algo, en cambio alarga el brazo en cuya mano sostiene el mando a distancia y aumenta el volumen del televisor.

jueves, abril 27, 2006

La encerrona (relato breve)



Desde hace varios días mantengo confinado en mi buzón a un repartidor de correo comercial cuyo comportamiento me venía exasperando desde hacía varias semanas. Se preguntarán ustedes cómo ha podido caber toda una persona en un repceptáculo tan pequeño. Créanme si les digo que se sorprenderían de la infinita ductilidad que posee el cuerpo humano para adaptarse a cualquier espacio por pequeño que este sea. El caso, en suma, es que dicho repartidor tenía por costumbre atiborrar mi buzón con toda clase de impresos publicitarios hasta dejarlo saturardo, de tal forma que mi correspondencia privada —razón de ser, no olvidemos, de los buzones—, al no hallar el cartero el mínimo espacio libre por el que introducirla, acababa las más de las veces esparcida por el suelo o apoyada en alto contra la pared, en el borde exterior del conjunto de buzones del edificio y por tanto no en su interior como es de rigor. Lo que más rabia me producía, sin embargo, era que el buen hombre, en lugar de dejar un solo ejemplar de la hoja o folleto publicitario o lo que fuera que ese día cargara consigo, cogía un grueso fajo repetido y lo introducia apresuradamente de cualquier manera con el fin, imagino, de agotar cuanto antes las existencias para así dar por concluida su jornada laboral sin atender a la obiedad de que con un solo folleto ya se apaña el cumún de los mortales.
El caso es que el día de autos —siempre he querido utilizar esa expresión— estuve aguardando agazapado en la penumbra del portal a que apareciera el individuo para expresarle mi descontento y pedirle que depusiera su actitud y en adelante procediera con mayor civismo y respeto a la propiedad ajena. Una cosa llevó a la otra y sin apenas advertirlo lo que empezó como una discusión acalorada pero inofensiva desembocó en una pelea barriobajera en la que el tipo se llevó la peor parte. En un rapto de furia irreprimible lo inmovilizé por el brazo mediante una llave de defensa personal que seguramente estaría instalada en mi subconsciente de mis tiempos de espectador de películas de Chuck Norris (que alce el brazo quien no tenga un pasado), y lo introduje poco a poco en el interior del buzón, empezando por el dedo meñique y acabando por la cabeza, extremidad esta en la que de más está señalar empleé mayor energía y me causó más fatigas que el resto del cuerpo junto.
Así pues, desde el día de autos —le he cogido gusto a la expresión— me he convertido en un héroe para mis vecinos, pues también ellos eran al parecer víctimas del problema pero habían decidio padecerlo en silencio. No dejan de destacar el arrojo del que he hecho acopio para enfrentarme a una problemática que aseguran se da en todas las comunidades de vecinos. El repartidor, entretanto, no sólo continua alojado en el interior de mi buzón sino que, para mi sorpresa y no poca preocupación (pues todo fue resultado de un arrebato de rabia y en modo alguno esperaba que semejante situación se prolongara más de lo imprescindible), amenaza con establecerse indefinidamente porque asegura que le ha cogido cierto cariño al angosto habitáculo. Con voz fatigada y nasal por la estrechez pero feliz señala que para padecer estrechezes a la intemperie prefiere padecerlas bajo techo. Tan de verás lo desea que para no contrariarme y mitigar en lo posible las molestias que su estancia puedan acarrear en el desarrollo cotidiano de mi vida, ha realizado un gran esfuerzo y ha conseguido moverse la distancia justa para que el cartero pueda intruducir sin problemas mi correspondencia privada, lo cual pone de manifiesto que el ser humano, además de poseer ductilidad y una enorme capacida para adaptarse a cualquier situación, es de una naturaleza acomodaticia que da asco.


lunes, abril 24, 2006

El sufrimiento necesario



El escritor mexicano Sergio Pitol señaló en El arte de al fuga que "uno es una suma mermada por infinitas restas". Puesto que en infinidad de ocasiones se ha dicho y he leído que nada que se escriba desde un estado de felicidad absoluta o de tránsito a ella puede devenir alta literatura (en mejor ocasión devatiremos quién está facultado para aventurar qué es o deja de ser literatura) y en cambio se cree que las mejores obras pueden surgir a partir del dolor que una pérdida u otra forma de sufrimiento causa en su autor, he reflexionado a menudo sobre esa terrible paradoja que se da en los escritores, según la cual para concebir textos excepcionales (objetivo de escritor que se precie por más que insista en negarlo) es necesario padecer el desconsuelo de asistir a la muerte o la aflicción de aquellos a los que quieren y asimismo a los que no les une parentesco alguno pero cuyo dolor contemplan y necesitan como aliento para su inspiración.

jueves, abril 20, 2006

Libretas


Poseo numerosas libretas en las que anoto escrupulosamente todo lo que considero me será de utilidad en el futuro, y también aquello que en principio pudiera carecer de interés o provecho para otras personas pero a mí me depara un beneficio en ocasiones discutible o desatinado pero tentador por alguna extraña razón imposible de explicar. Es un hábito este -el acopio de libretas- que se remonta a mis tiempos de enseñaza primara, cuando uno de esos profesores indispensables que todos hemos tenido alguna vez -Luis se llamaba el mío- me persuadió de que mientras leía debía acostumbrarme a buscar en el diccionario todas y cada una de las palabras cuyo significado ignorara. Yo, que suelo llevar al exceso la menor sugerencia o consejo -simpre y cuando juzgue me será de provecho- no sólo lo llevé a efecto en adelante sino que además decidí anotarlas en una libreta y memorizar su significado. A partir de entonces procuraba cargarla siempre conmigo y aprevechar la menor oportundiad que se me presentaba -en la parada del autobus o mientras viajaba, también en la cola del supermercado o en la sala de espera del médico- para leer y releer su contendio. Aquel cuaderno -hoy día un tanto maltrecho por el uso pero aún de gran utilidad- fue el primero de una larga lista: los que contienen citas de personajes ilustres, los destinados a glosar términos de teoría literaria, los de gramática, los de historia, etc.
Si bien no hace falta llegar a semejantes extremos, todo el que lee debería hacerlo con el diccionario a su alcance -ese cementerio del que uno desentierra las palabras, que decía Cortázar- e indagar el significado de los términos que desconozcamos y asimismo aquellos a los que por similitud con otros les presumamos un sentido en ocasiones equivocado. Hagan la prueba.

martes, abril 18, 2006

¿Quiénes somos?


Recientemente tuve oportunidad de asistir como testigo involuntario a una charla que me deparó cierta perplejidad. Vagaba yo por entre los anaqueles atestados de libros de una conocidísima tienda o centro especializado, no tanto con idea de adquirir uno como por la necesidad física de proximidad que de vez en cuando necesitamos satisfacer quienes apreciamos el libro no sólo por su tan cacareada función divulgativa (en el supuesto caso de que la poseyera, lo cual habría que empezar a cuestionar habida cuenta el analfabetismo cultural que parece haberse instalado en todo cuanto nos rodea), sino como un objeto valioso por sus cualidades meramente estéticas.
Pues bien, en ésas andaba yo, mirando con el entrecejo fruncido el lomo de los libros, tratando de alcanzar, fatigosamente erguido debido a mi corta estatura, los situados en los anaqueles más altos, o bien en cuclillas, examinando los dispuestos a la altura de mi cintura, cuando a un par de metros de mí se concentraron cuatro jóvenes empleados de la tienda e iniciaron una tertulia o conciliábulo en el que cada uno de ellos expuso, entre un escándalo más bien inapropiado de risas y burlas, los más disparatados ejemplos de clientes que, siendo neófitos en asuntos literarios, habían dejado constancia de su desconocimiento al acudir sin el menor sonrojo en busca de la ayuda de dichos empleados para localizar libros tales como Cazuela, en lugar de Rayuela de Julio Cortázar, A la zaga de los espíritus, en vez de La casa de los espíritus de Isabel Allende, y tantos más ejemplos que no me detendré en enumerar. Debo reconocer que al principio participé del estupor que les producía a los ociosos dependientes semejante suerte de laguna intelectual, y incluso me permití, allí agachado haciendo ver que buscaba y removía libros cuando toda mi atención se había concentrado ya en escucharlos, me permití, digo, una sonrisa burlona como muestra de complicidad. Pronto caí en la cuenta, sin embargo, de que yo mismo podía haber sido uno de los clientes que eran objeto de sus burlas, si no en materia literaria sí en cualquier otra de la larguísima lista de asuntos de los que lo ignoro absolutamente todo, y si no en una librería sí en cualquiera de los innumerables comercios en los que he entrado sin apenas tener más que alguna noción confusa de aquello que quería adquirir. Y entonces; ¿qué no habrán dicho de mí los dependientes a mi marcha? ¿Cuánto regocijo y momentos de guasa les habré deparado? ¿Durante cuánto tiempo habré encabezado la lista de ignaros —el top ten — que probablemente guardaran en algún rincón inaccesible de la tienda para su privado alborozo?
Semejantes reflexiones me condujeron a conjeturas respecto a qué sucedería si tuviera acceso a lo que de mí piensan u opinan quienes me conocen poco o mucho, o bien los que lo ignoran todo de mí y sin embargo se toman la licencia de observarme y juzgarme en virtud a supuestos equivocados que han elaborado tras un fugaz encuentro conmigo, pongamos por caso mientras ambos subíamos en silencio en un ascensor o aguardábamos uno tras otro en la cola del supermercado. Estamos, en verdad, a merced de los supuestos que de nosotros alcance el desconocido que nos observa a hurtadillas, o a las certezas que posee un amigo o familiar y sin embargo nos oculta y no se atreverá nunca a mencionarnos, poseemos más identidades de las que jamás podremos conocer, pues no sólo somos quienes creemos ser, sino todos aquellos que la mirada y el juicio ajeno nos revela.