miércoles, junio 28, 2006

Rajar

Cada día me levanto con intención de dejar a un lado la cautela que me caracteriza y comportarme como un osado irrespetuoso e imprudente. Salir a la calle dispuesto a decir en voz alta cuanto pienso de quienes se cruzan en mi camino. Empezaría por todos aquellos que circulan en automóvil con la música a todo volumen, acaso con idea de que deben compartir con el resto de ciudadanos su melomanía disparatada y demostrar asimismo cuánta potencia posee el equipo de música que han adquirido. No se iban a librar de mi rapto de sinceridad aquellas personas que tienen el hábito irritante de golpear por detrás la butaca que uno ocupa en la sala de cine durante el tiempo en que se prolonga la película, o aquella otra estúpida variedad de los mismos que pagan por ver un film y luego se pasan todo el metraje hablando y susurrando ajenos por completo al metraje, como si los muy oligofrénicos no pudieran hacer lo mismo en cualquier otro lugar sin necesidad de desembolsar lo que cuesta la entrada, será que no hay sitios en los que departir gratuitamente sin molestar a nadie. Especial mención merecerían por mi parte los funcionarios que habitualmente atienden al público, y no se inmutan por más que la cola que les aguarda crezca hasta hacerse interminable y, pese a todo, ellos continúen a su ritmo moroso y pausado e incluso se permitan interrumpir de tiempo en tiempo los trámites que tanto desea culminar el ciudadano que espera, para ponerse a conversar sobre banalidades con algún compañero ocioso mientras la gente espera y espera sin atreverse a llamarles la atención, no fuera que soliviantarán al intocable funcionario y éste reaccionara boicoteando el papeleo con alguna suerte de maniobra fraudulenta. Y no es que uno le exija al funcionario en cuestión que trabaje a un ritmo frenético durante el tiempo que se prolonga su jornada laboral (no deseo para otros lo que no quiero para mí), pero sí cierta apostura o interés, siquiera fingido, respecto a lo que le sucede a la persona que espera, que no está ahí para fastidiar al funcionario, pues de poder hacerlo seguramente hubiera escogido encontrarse en cualquier otro lugar más apetecible que no en esa larguísima cola. También serian víctimas de mi enojo las personas enemistadas con el agua y el jabón, cuya presencia es anunciada con antelación por una fetidez de cloaca que todavía persiste una vez han marchado, les llamaría guarros a la puñetera cara, y pegaría con pegamento extra fuerte su hocico al sobaco del más guarro de todos ellos, el líder en podredumbre, el number one del desaseo y la inmundicia, y allí lo dejaría durante días para que padeciera una sobredosis del pútrido aroma con el que nos maltrata a los demás.

viernes, junio 23, 2006

Página en blanco


Para todos aquellos que eluden el acto de escribir persuadidos por la idea de que todo cuanto había de escribirse ya se ha escrito, ahí va ese epígrafe de uno de los grandes, si no el que más:

Un palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco y compromete el porvernir.
Borges.

miércoles, junio 07, 2006

De qué se trata


Se trata al fin y al cabo de recuperar la más reciente memoria. Se trata de retroceder en el tiempo y evocar los días en que los informativos iniciaban sus emisiones con cuerpos desmembrados que yacían esparcidos sobre el asfalto o entre los hierros retorcidos de un coche calcinado. En que los periódicos mostraban en portada la fotografía de un cadáver inerte bajo cuya cabeza se intuía el lento dilatar de un charco de sangre. Se trata de intentar evitar, en la medida de lo posible, que nada de eso se vuelva a producir o asistir a su repetición con la frustrante resignación de haber hecho cuanto estaba a nuestro alcance para impedirlo. Se trata simplemente de hablar, de iniciar un diálogo que puede no conducir a nada y fracasar de manera estrepitosa, pero al final del cual restará intacta la dignidad —la obligación— de haberlo intentado. Se trata de no rendir tributo a las víctimas pasadas con el sacrificio innecesario o gratuito de víctimas futuras.

Desdichada buena salud



En los últimos días he sido testigo involuntario de sendas conversaciones en las que se daba cuenta, en cada una de ellas, de la desgraciada y súbita defunción de dos individuos relativamente jóvenes. La sorpresa que manifestaban quienes de ello departían no era tanto del hecho mismo de morir como hacerlo los individuos cuando gozaban de perfecto estado de salud, de disfrutar, los fallecidos, de una vida saludable en permanente cuidado, tanto en lo que respectaba a la dieta como asimismo al deporte, que al parecer practicaban con frecuencia semanal con el objetivo último, presumo, no sólo de mejorar su estado anímico sino de alargar la vida. Semejantes conversaciones me han deparado cierta desazón, porque también yo acostumbro a seguir no tanto un plan como un modo de vida determinado con idea de que el camino a la vejez no acabe obstaculizado por un sin fin de achaques dispares que finalmente la compliquen y dificulten. Sin duda alcanzar la jubilación en un estado de salud que garantice su máximo disfrute requiere algún sacrificio inevitable, por lo general en lo que se refiere a la dieta y al esfuerzo físico. Sin embargo, ya va siendo costumbre escuchar cómo tras años de someterse a semejante disciplina, algunos fallecen de improviso sin la posibilidad de amortizar el empeño realizado y, en cambio, aquéllos que han llevado una vida desaforada de excesos ininterrumpidos acaban sobreviviendo más años que quienes se han sometido a cuidados y prevenciones constantes. Caso parecido y frecuente es el de las personas afables de íntegro comportamiento y hasta serviciales y compasivos con el prójimo que fallecen prematuramente y por lo general de manera aparatosa, y sin embargo los que han llevado a cabo desatinos y se han mostrado crueles e infligido dolor y humillación a todo el que les ha salido al paso han acabado sus días dulcemente en un lecho plácido, rodeado de leales aduladores y a edad longeva. En semejante tesitura se siente uno tentado de olvidarse de toda prevención y hacer acopio de cuanta sustancia insalubre exista en el mercado para ingerirlas en dosis inapropiadas y hacer de tu cuerpo una cobaya feliz que se apresura a ofrecerse voluntaria a toda suerte de experimentos. Ser, además, extremadamente despiadado y no mostrar respeto por nada ni por nadie, manejarse como un temerario insensato y provocar trifulca con los tipos más pendencieros y peligrosos de la ciudad y en modo alguno rehuirlos como acostumbraba hacer hasta entonces; agarrarlos por la pechera y mentar a su madre y adjudicarle la profesión más antigua del mundo, deambular asimismo de madrugada por los garitos más lascivos y peligrosos de la ciudad para hacer y dejarse hacer cuanto a la imaginación se le antoje y tenga a bien paladear, y morir finalmente satisfecho y ahíto de placer y con la seguridad de no pertenecer a ese grupo de desdichados pusilánimes que inspiran fugaz compasión.

viernes, junio 02, 2006

Clases de ética


Parece ser que el preclaro Bush ha reflexionado (qué extraña sensación me produce escribir el verbo reflexionar junto semejante individuo, ¿seré el primero que lo ha hecho?) y ha decidido que, ante las tropelias o travesuras veniales que perpetran en Irak sus bravos soldados, se les imparta a todos ellos clases de moral y ética a fin de rebajar la furia desatada con la que se desenvuelven los traviesos marines por entre las calles arenosas y desoladas de ese país desmoronado. Bueno, como se suele decir: nunca es tarde si la dicha es buena. Sólo pido una cosa: líbrenos la bendita diosa de la fortuna de que sea el propio Bush quien las imparta.