miércoles, diciembre 03, 2008

Bocetos y demás...

A veces dibujo. Muy de tanto en tanto. Lo hacía con frecuencia hace años. A decir verdad hubo una época en que no hacía otra cosa, cuando aún albergaba el prúrito de ser un dibujante de cómics que escribiera sus propias historias. De aquel entonces procede el hábito de realizar bocetos a partir de fotografías o dibujos de ilustradores a los que admiro. Lo hago casi siembre directamente a bolígrafo. Un Bic, cuya punta se presta con suma facilidad al boceto veloz. También a lápiz, aunque estos suelen ser más elaborados, con trabajo de sombra y difuminio. He aquí una muestra.


















domingo, noviembre 23, 2008

Genio y figura... (y II)




P
ero sin duda el top ten de circunstancias disparatadas que he tenido el dudoso honor de protagonizar se lo disputan la que ocurrió un domingo no muy lejano, ya en edad adulta para mayor menoscabo mío, y en la que se vieron involucrados dos teléfonos, y asimismo la que tuvo lugar una tarde a la salida de la librería Robafaves. Ésta última en particular se desarrolló como sigue: me dirigía hacia el coche, estacionado a pocas calles de distancia, y lo hacía ensimismado, por completo absorto a causa de mil historias que me rondaban en la cabeza con idea de escribir un relato. Por lo general siempre entro en estado de trance cada vez que visito una librería y ojeo libros durante largos minutos, aunque ese día fue mucho más acusado y se diría que deambulaba en estado de semi inconsciencia. Abrí la puerta del coche y entré. Y allí me quedé por mucho tiempo sentado, caviloso y por completo ausente de cuanto acontecía a mi alrededor. No sé cuánto tiempo transcurrió desde que tomé asiento y el instante en que desperté de mi ensimismamiento letárgico y estiré las manos para arrancar el coche, pero fue entonces, al palpar el espacio vacío en el que de normal debía hallarse el volante, como un soñoliento que camina a tientas por una casa a oscuras, cuando me percaté de que había subido en la parte trasera del coche y allí había permanecido todo ese tiempo como un pasmarote. Cuando fui consciente de lo que me había pasado, sentí tal vergüenza que todavía hube de permanecer largo rato sentado, quieto, como si me ocultara, sin decidirme a bajar, pues se me antojaba más embarazoso el acto mismo de cambiar de asiento que el propio hecho en sí, y temía que al descender del auto una multitud de ociosos ciudadanos que habían sido testigos de todo me señalaran con el dedo en medio de una hilaridad unánime.

También fue memorable el suceso con los dos teléfonos aludidos más arriba, memorable al decir de mi familia y de todo el que acaba conociendo la anécdota. Sucedió, como ya he señalado, un domingo de hace pocos años. Mi mujer (en rigor todavía no lo era oficialmente y tardaría en serlo algún año más, hacía poco que vivíamos juntos, a decir verdad) había salido a hacer un recado y a su regreso estábamos citados para comer en casa de mis suegros. Debo dejar claro que mi esposa es de normal impuntual, de una impuntualidad exasperante y atávica, al extremo que si la impuntualidad fuera una carrera universitaria, ella hace siglos que hubiera obtenido su cátedra y estaría pronunciando conferencias por el mundo entero para ganar adeptos a su causa.

El caso es que a la hora en que la comida estaba programada Pilar no había aparecido y no daba señales de vida por más intentos que hacía yo por localizarla, lo cual era ciertamente complicado, pues además se había dejado su móvil encima de la mesa, al lado del teléfono fijo. Era tal la tardanza que barajé la posibilidad de que hubiera habido un malentendido y ella estuviera esperándome en casa de sus padres mientras yo la hacía de pingoneo por esos mundos de dios, quizá haciendo cola a las puertas de un centro comercial, que son los templos donde se rinde tributo a la religión que profesa Pilar. Eché mano de su móvil (por aquel entonces yo no tenía y no lo tuve hasta que no se me antojó imprescindible, así pues poco sabía de ellos, de cómo funcionaban, aún hoy me cuesta entenderlos y me paso la vida pulsando las teclas equivocadas de tal modo que más que facilitarme la vida me la dificultan), y me puse a palpar botones a diestro y siniestro, me paseé por todas las opciones de menú que un móvil puede tener cuando no alguna más que yo mismo creé en ese toqueteo incesante, hasta que di con la agenda y en la agenda con los nombres y en los nombres con uno que rezaba CASA. Y yo quise entender que CASA era el modo en que Pilar había designado el teléfono de sus padres, al fin y al cabo hasta hacía bien poco en efecto había sido su casa.

Y marqué ese número y casi al instante sonó el teléfono fijo que había junto a mí, depositado sobre la mesa, y yo, sagaz como pocos hay, lejos de sospechar que se trataba de mi propia llamada, y por tanto que CASA no correspondía al número de mis suegros sino a nuestro hogar común, al piso en el que en ese preciso instante me hallaba, no hice otra cosa que descolgarlo rápidamente y responder con un ¿Si? Sostuve contra la oreja el aparato esperando inútilmente que alguien respondiera en tanto en la otra mano sostenía el móvil, mientras repetía con impaciencia un segundo ¿Siiii? menos resolutivo que airado al no obtener respuesta al primero. Y como fuera que al otro lado de la línea no contestaba nadie colgué de un manotazo y proseguí con la tarea de llamar con el móvil a casa de mis suegros al tiempo que no dejaba de farfullar y maldecir en increpar para mí al gilipollas que me había interrumpido con esa llamada inoportuna. Y marqué y de nuevo sonó el fijo que tenía al lado, y déjenme decirles que ya cualquier otra persona más perspicaz y despierta que yo se hubiera percatado que era yo quien me estaba llamando a mí mismo al fijo desde el móvil, pero qué se puede esperar de un tipo que toma asiento en la parte posterior de un coche y casi pasa la noche en él sin perturbarse. Lo único que se puede esperar es que, en efecto, el muy botarate, yo, descuelgue por segunda vez e insista con un ¿Siiii? mucho más impaciente y destemplado que los anteriores, pero un sí al fin y al cabo, y que, de nuevo, me vea obligado a colgar porque al otro lado nadie responde, un abismo de silencio media entre los dos extremos de la línea telefónica. Y una vez colgado el fijo, marco de nuevo las teclas numeradas del móvil en la búsqueda infructuosa de mi mujer mising, y las pulso con ira mal que bien contenida, mientras mi voz irrumpe en el comedor de casa e insulto en voz alta al mamón, al muy cabronazo que no deja de interrumpirme e importunarme con esas llamadas extemporáneas y silentes, y empiezo a pensar que también anónimas, algún hijoeputa que se entretiene a mi costa mientras trato de averiguar el paradero de mi Pilar, secuestrada o captada por una secta o abducida por unos extraterrestres por los que yo no podía sentir más que consternación sincera, sólo de pensar en Pilar haciendo de las suyas en el OVNI o la nave espacial en la que la tuvieran retenida.

Y, ay señores, damas y caballeros, dignos lectores, frecuentadores habituales u ocasionales de este blog, me consta que es difícil de creer, que resulta sorprendente viniendo de una persona, un servidor, que hasta la fecha no ha dado muestras de padecer ninguna anomalía que merme su entendimiento, un tipo que todo parece indicar conserva sus cualidades intelectuales más o menos intactas o, como poco, acorde a la media española. Resulta, digo, asombroso o más bien alucinante y peripatético, pero sí, lo admito, aún hube de realizar una tercera tentativa, una tercera llamada con el móvil por increíble que pueda resultar, antes de que mi mendalerenda recapacitara y razonara y atara cabos y llegara, por fin, a la conclusión de que era yo el que me estaba llamando a mí mismo, y que por esa razón nadie respondían mis ¿Siiiii? cada vez más iracundos, pues para haberlo hecho debiera haber ido yo alternativamente de un teléfono a otro, en una conversación disparatada que hipotéticamente me aventuro a reproducir aquí:

¿Siiiii?
Soy yo,
¿Qué yo?

¿Tú?
Sí, yo, que también es tú. Es decir, que yo soy tú.
Mira, no me toques los huevos, que no está el horno para bollos. Y no ocupes el teléfono que espero una llamada de mi mujer.
Tu mujer es la mía.
¿Mi mujer es tuya?
Y tuya también, que estás hablando conmigo pero también es contigo, porque yo soy tú.
Mira, tú eres idiota tío.
Entonces tú también.
Mamón
Idem pues.
¿Me quieres dejar en paz, mamonazo?.
Pero si eres tú quien me ha llamado a mí.
Yo no te he llamado a ti.
No, claro, en realidad te has llamado a ti, y he respondido yo, que soy tú.
Que te vayas a la mierda, hombre
Pues voy, pero tu vienes conmigo.
Tontoelculo eres tío.
No menos que tú, en todo caso.
Y semejante conversación disparatada podía haberse prolongado hasta la eternidad.

miércoles, noviembre 12, 2008

Genio y figura... (I)



Tengo especial predisposición a que me sucedan las mayores estupideces que imaginarse quepa. Esta no es una afirmación irreflexiva resultado de un rapto de clarividencia repentino. Es una certeza largo tiempo meditada antes de aventurarme a expresarlo en público o ponerlo por escrito. Poseo numerosas evidencias reunidas a lo largo de mi vida que lo confirman. Aquí van algunas.

El primer recuerdo al respecto que soy capaz de evocar se remonta a la infancia. Vaya por delante que siempre he sido una persona excesivamente responsable, muy discreto, y en extremo obediente. Jamás hice campana. No falté un solo día a la escuela ni desobedecí las sugerencias que tenía a bien hacerme mi madre. Nunca ejercí de líder ni encabecé un grupo de niñatos beligerantes dispuestos a hacer frente a códigos sociales preestablecidos. Pero un día, estando en compañía de un grupo de amigos, y en contra de mi costumbre habitual de no inmiscuirme en asuntos que no me atañían, vi pasar a otro amigo que sostenía en su mano un paquete vacío de cigarrillos marca Winston. Me destaqué del grupo y le salí al paso con el brazo en alto y la palma de la mano extendida, como el bandolero que en el camino polvoriento de una sierra remota aborda el carruaje que se dispone a asaltar. Quietoparao, le vine a decir al chico. Y acto seguido, a la manera de un niño resabiado y repelente, recité un largo discurso en el que le enumeré los graves inconvenientes de fumar, y lo muy desaconsejable que era hacerlo a edad tan temprana y asimismo lo muy arrepentido que estaría en el futuro, cuando mudara en un adulto desfondado con alopecia prematura que apenas si pudiera subir dos peldaños sin resollar y lanzar un denso esputo del tamaño de una paellera. Concluido mi discurso le arrebaté sin más el paquete de tabaco y lo rompí en mil pedazos frente a su nariz, y acto seguido arrojé delante de él los trocitos diminutos de cartón, dejándolos caer de entre mis dedos poco a poco, como si depositara con mimo un condimento sobre un plato a medio cocinar. A continuación giré en redondo y regresé al grupo de amigos convencido de haber hecho lo correcto, y persuadido de que algún día el chico me lo agradecería. Al poco apareció el padre, un tipo enorme y corpulento con expresión iracunda. El hijo le iba a la zaga, oculto entre sus larguísimas piernas, con el brazo en alto y el dedo índice delator señalando directamente hacia mí. Resultó que el padre había mandado a su retoño a comprar tabaco, y le había dado como muestra para que no se equivocara de marca, el paquete vacío que yo había hecho pedazos . Y yo me encogí por momentos, me replegué sobre mí mismo como un pene a la intemperie disminuye en un invierno gélido, en tanto el padre me leía la cartilla, para mayor regocijo de mis amigos, que se dieron a la fuga entre risas no fuera que también ellos se vieran salpicados por la bronca.

El 2 de septiembre de 1978, mientras jugaba frente a la televisión con mi muñeco Geyperman, interrumpieron la programación para emitir un especial informativo en el que difundieron una noticia de última hora: el Papa Juan Pablo I, de nombre Albino Luciani, había fallecido repentinamente apenas 33 días después de resultar elegido. Yo estaba sólo en casa, pero en breve había de aparecer mi madre de regreso del trabajo. Supuse que ella y mi padre, así como el resto de mi familia ausente, probablemente aún ignorarían la noticia cuando llegaran a casa. Así pues, a mí y sólo a mí se me había confiado, bien que de manera casual, el cometido de darles a conocer semejante suceso de trascendencia y calado, a juzgar por la solemnidad y el gesto adusto con el que los periodistas habían relatado el suceso en televisión. Yo era, pues, depositario de un secreto de suma importancia y mía era la responsabilidad de darla a conocer con similar solemnidad que la manifestada por los periodistas. Me propuse hacerlo y planifiqué y memoricé las palabras con que lo haría y hasta imité mentalmente el proceder reposado y el tono severo de los periodistas. Sin embargo, cuando oí cómo una llave hurgaba en el paño de la puerta de entrada, me dejé llevar por una euforia desatada y la impaciencia que de adulto me ha caracterizado, como si temiera que algún vecino se me anticipara y me robara la primicia que el azar me había puesto en bandeja, y me precipité por el pasillo gritando con desafuero:
–¡Mama, el Papa se ha muerto! ¡El Papa se ha muerto!

El semblante de mi madre, quieta con las llaves en la mano bajo el quicio de la puerta medio abierta, adquirió de inmediato la lividez de un cadáver y apenas pareció sostenerse en pie en precario equilibrio. Tardo de reflejos como soy, no fue sino al cabo de unos segundos interminables que caí en la cuenta que el Papa fallecido al que yo me había referido no era, ni de lejos, el mismo papa que a mi madre le había venido al pensamiento. Y así fue como por unos segundos fui responsable de que mi madre creyera haber enviudado. (To be continued... qué hay más vaya...)

sábado, octubre 25, 2008

Los García Sánchez, unos adelantados a su tiempo




De repente he tenido una revelación cuya sospecha siempre me ha acompañado: mi familia se anticipó a su tiempo, éramos pioneros que nos aventuramos a experimentar lo que otros estaban lejos siquiera de imaginar. La confirmación me ha llegado hoy al leer una noticia publicada en prensa. Según parece la crisis económica ha abocado a matrimonios con elevadas hipotecas a recurrir a Cáritas en procura de ayuda. Puesto que hasta ahora, por razones obvias, quienes mayoritariamente acudían en busca de asistencia era la población inmigrante, se deduce que la novedad en la noticia radica en que quienes ahora se han visto en la tesitura de adoptar semejante decisión es la ciudadanía autóctona, los españoles de bien, constreñidos por la crisis galopante que no ha hecho sino comenzar. Ja. Dejadme que os diga algo: hace más de veinte años, cuando el desembarco migratorio daba comienzo y los españoles iniciábamos el largo período de prosperidad que según parece acaba de concluir, mi padre, anticipándose a lo que había de suceder hoy, decidió llevar a la familia a la ruina con el único objetivo de que estuviéramos debidamente preparados para afrontar la situación que se ha acabado desatando. En consecuencia, mis hermanas y yo ya acudíamos entonces a la noble institución de Cáritas en busca de auxilio en forma de ollas tremendas llenas de cocido que trasladábamos hasta casa en el interior de una bolsa, cuyas asas agarrábamos como el naúfrago a la deriva se aferra al único mástil que lo mantiene a flote. Y a raíz de esa súbita evocación, me ha dado por pensar en qué otros asuntos hoy día muy en boga mi familia pudiera haberse adelantado algún lustro, y mira por donde he concluido que, de alguna manera, en el arte del reciclaje también nos anticipamos varios años. Dos décadas atrás, allá por los años ochenta, cuando el término reciclar carecía de función y deambulaba extraviado en las páginas del diccionario de la RAE, a la espera de que algún lexicógrafo resabiado le buscara utilidad, nosotros, los García Sánchez de toda la vida, practicábamos el reciclaje y además lo hacíamos en sentido inverso. Es decir, cualquier producto alimenticio caducado que había sido arrojado a un vertedero, en particular los yogures, era rescatado por mi bendito padre y depositado con alborozo sobre la mesa de casa para que saciáramos nuestro voraz apetito de menesterosos de clase media venida a menos.

¿Y qué me decís de esos individuos bienintencionados que se pasean sudorosos de un lado a otro de las playas del litoral español, pertrechados al hombro de una nevera o una bolsa repleta de avituallamiento que venden a cambio de una módica cantidad al turista panzudo que se reseca al sol? Ja. Hace dos décadas mi padre ya realizaba su particular ruta playera, sólo que en lugar de bebidas y piscolabis varios decidió invertir el poco dinero que nos quedaba (el que debiera haber empleado en la adquisición de yogures en buen estado) adquirió, digo, un saco lleno de gafas de sol de diferentes modelos y estilos (todos ellos de dudoso gusto e ínfima calidad) que algún gitano astuto y tahúr le había vendido en los Encantes de Barcelona, lugar, como sabéis, de contrastado prestigio y larga tradición en el trueque barriobajero que destaca por sus elegantes instalaciones, cuyos mostradores son mantas arrojadas al suelo, sobre las cuales uno puede encontrar desde una muñeca Nancy en cuero picado, como la empresa Famosa la trajo al mundo, estrábica y con la larga cabellera rubia enredada por un chicle Bang-Bang, a una camiseta roída en cuya pechera (des) luce el estampado desvaído del célebre Naranjito de los Mundiales de España 82.

Pero si semejantes ejemplos no fueran suficientes tengo la completa seguridad de que la moda tan practicada en los últimos tiempos de calcinar coches a diestro y siniestro, como de tanto en tanto lleva a cabo algún baboso descerebrado y asimismo practicaron con profusión hace un par de años en Francia, tengo la seguridad, digo, que quienes tuvieron a bien iniciar semejante moda sin duda tomaron prestada la idea de uno de mis hermanos, que hace más de veinte años ya prendió fuego a un SEAT Seiscientos en una curva de una carretera del Empordá catalán, camino de Gerona, donde lo abandonó a su suerte hasta que las llamas calcinaron la histórica carrocería de tan emblemático símbolo del automovilismo patrio. Pero no todo acaba ahí, ¿quién diríais que inspiró a mi hermano en la práctica de hábitos tan desaconsejables? Pues nada menos que mi padre, el (des) cabeza de familia, que muchísimo tiempo antes, cuando residíamos en Extremadura, prendió fuego accidental (o no) a su flamante motocicleta marca Puch, mientras le sacaba brillo a las puertas de casa con un trapo untado en gasolina y un pitillo colgando temerariamente en la comisura de sus labios, lo que sin lugar a dudas explica que se produjera la deflagración y posterior hoguera, que, dicho sea de paso, hizo las delicias de los niños del lugar.

martes, octubre 14, 2008

Martina y la lectura




Antes de que naciera mi hija Martina la disposición de mi tiempo era empleado principalmente en la lectura imprescindible de libros, también en salidas más o menos regulares al cine, o la asistencia esporádica a talleres, o a cursos o alguna conferencia, sobre todo en el Caixa Forum de Barcelona. Tampoco faltaban presentaciones de libros, o acudir a teatros (menos frecuentes habida cuenta el precio de las entradas) o visitas a museos; o dibujar, afición que desde niño le disputa a la literatura la primacía en las disciplinas que más prefiero frecuentar. Semejante cúmulo de actividades han pasado a un segundo o tercer plano. Ahora mi única obsesión parece ser que radica en que la boca de Martina alcance el suficiente diámetro como para insertarle a traición la cuchara cargada con una notable porción de comida, maniobra a la que previamente le ha precedido toda una gama de muecas que no repetiría en público sino es bajo coacción o tortura. En definitiva realizo una gestualidad excesiva y hasta bochornosa si las llevara a cabo en público, además de entonar todo un listado de canciones improvisadas cuya letra, las más de las veces, carece de sentido o, en el peor de los casos, cuando Martina se resiste a comer, resulta ser una sucesión de blasfemias que afectan principalmente a Dios y a la Virgen y a los sacerdotes y a las respectivas familias y difuntos de todos ellos, y a la iglesia en general, y que me permito farfullar en presencia de mi hija con la seguridad de que es todavía muy pequeña para entenderlas. Lo que sea, en suma, a fin de persuadir a una mocosa de once meses a que efectivamente abra de una vez por todas su boquita desdentada y engulla la cuchara que se dirige hasta su boca en vuelo rasante.

Pese a todo, cabe señalar que de entre las actividades que la paternidad me ha obligado a posponer, trato en lo posible que no se halle la lectura, y acudo a ella con frecuencia a fin de aliviar las pequeñas servidumbres propias de mi condición de padre.

Leer es imprescindible. Cualquiera que alguna vez ha aspirado a escribir con más o menos pretensiones sabe que la escritura se acaba ejercitando tras una larga y placentera y sobre todo perseverante afición a la lectura. La lectura aboca a la escritura casi de forma irremediable. Todo escritor es antes que nada un lector impenitente, un devorador de libros cuyo voraz apetito és tanto mayor cuanto mayor es el deseo de saciarlo. ¿La causa?, la lectura, las más de las veces, depara momentos impagables de placer, incluso cuando nos enfrentamos a un texto complejo que exige de nosotros la máxima atención crítica, nuestro mayor esfuerzo intelectual. Uno, además, lee sin la presión, en ocasiones desasosegante y pavorosa, que en cambió experimenta y padece quien practica la escritura. Cuando uno escribe con pretensión de exponer en público el resultado sabe que se está prestando voluntariamente a ser juzgado, en ocasiones con virulencia innecesaria o innusual. Y se le juzga doblemente, por el fondo y por la forma, pues un lector exigente y bregado y alerta no sólo presta atención a lo que el texto pretende contar o transmitir, sino asimismo a cómo lo cuenta o transmite, qué vocabulario ha empleado el autor en el proceso de redacción y cómo de diáfano o enrevesado resulta cuanto se ha aventurado a explicar. El lector, en cambio, libre de toda exigencia, a salvo de todo juicio, se presta a la lectura de una obra detentando una suerte de poder o autoridad divino que puede ser despótico y arbitrario, redentora y paternalista, y a partir del cual, a la conclusión de la lectura, dilucida los méritos y deméritos en que incurre el texto, y los censura o redime efectuando un gesto de su pulgar, señalando al cielo o a la tierra en función del veredicto que le merezca la obra, a la manera de esa turba de espectadores enfervorizados que en la antigua Roma contemplaban las vicisitudes sobre la arena de un gladiador en defensa de su vida.

viernes, octubre 03, 2008

La Palin



A mí me resulta ciertamente obscena la reiterada insistencia con la que Sarah Palin exhibe sin pudor a su bebé, aquejado, como saben, de síndrome de Down. No hay acontecimiento público al que la candidata no se preste a aparecer en el escenario de rigor sosteniendo contra su pecho a su pequeño hijo de cuatro meses, que entretanto parece mirar en derredor con ojos desorbitados, ajeno a cuanto sucede en torno a él. De más está señalar que semejante decisión persigue obtener réditos políticos. En modo alguno cabe suponer que toda una candidata a la vicepresidencia de los EEUU se haya visto en la tesitura de cargar con su bebé ante el imponderable de no hallar voluntario que ejerciera de canguro mientras ella declamaba en los cientos de discursos que da a fin de persuadir al ciudadano de que ella y sólo ella será la mejor vicepresidenta que imaginarse quepa.
Palin es una ultra conservadora que respalda con vehemencia los valores familiares, entre los que me aventuro a imaginar se encontrará una inequivoca defensa en favor de la lactancia materna. Podría, pues, mientras se pasea de un lado a otro del escenario, atender a las necesidades alimenticias de su hijo y no dudar en sacarse el pecho para amamantarlo frente a los millones de telespectadores, y demostrar así que efectivamente es una madre muy familiar y responsable que permanece atenta a las necesidades de su bebé.

lunes, julio 14, 2008

Busquémosle una ocupación



Como a partir de noviembre George Bush se quedará con toda certeza sin empleo, y el hombrecito ha demostrado ser tan eficaz, y brillantísimo en el que hasta ahora ha desempeñada, he pensado que habría que empezar a buscarle una ocupación acorde con su perfil y valía, no fuera que permanecer ocioso tras la salida de la Casa Blanca lo deprimiera y semejante estado lo condujera a pensar, y se le ocurrieran ideas que llevar a cabo, que ya se sabe cuál es el resultado de las ocurrencias del individuo en cuestión. Además, como decía el escritor Augusto Monterroso, lo mejor para acabar con una idea es llevarla a la práctica.

Dado la cantidad exagerada de mierdas de perro que yacen por las aceras de las ciudades más populosas y aun las menos habitadas, no estaría de más que George, nuestro George, se dedicara a recogerlas y clasificarlas por densidad y sabor. Para lo primero sólo debería hundir su dedo índice y comprobar hasta que profundidad penetra. Para el sabor obviamente lo más indicado y práctico sería extraer el mismo dedo e introducírselo en la boca, y durante unos segundos frotárselos por las encías y pasárselos por el paladar y los labios con el fin de arriesgar un veredicto respecto a la raza del perro que lo ha excretado, con objeto de efectuar una especie de padrón canino de las diferentes variedades caninas que existen en cada barrio. Asimismo, a fin facilitar posteriores estudios, no estaría de más realizar una comparativa del excremento canino versus el humano, para lo cual George, nuestro querido George, sólo debería sacarse dicho dedo de la boca e introducírselo en su propio ano o recto, y seguidamente volverlo a introducir en la boca, y así sucesivamente hasta alcanzar una opinión más o menos científica en relación a la acidez, olor, etcétera.

Otro empleo que he pensado que se ajustaría a su traza de hombre curtido en toda suerte de ocupaciones sería la recientemente inaugurada por un urólogo australiano a fin de hallar una solución médica a la patología comúnmente conocida como Atascus Penis, consistente, como indica la propia expresión, en la obturación de la uretra o conducto por donde circula la orina o el semen. El médico australiano ha concebido un sistema ciertamente rudimentario pero eficaz para proceder al desatasco, a saber: se sitúa en el interior de la uretra o conducto de orina un pequeño e inofensivo petardo, de tal modo que de la punta de la polla, pene, falo o cipote sólo asome la mecha que producirá la combustión. Se prende fuego a dicha mecha, cuidando de que la llama no se expanda demasiado no fuera que ardiera el glande o punta del cipote, polla, falo o pene, y acto seguido, ¡pum!, una pequeña explosión acaba con todo atasco. En caso de que nuestro entrañable Bush accediera al desempeño de semejante empleo, se obtendrían dos importantes beneficios: el desatasco en sí mismo, y por tanto la solución al Atascus Penis, y de paso acabar con la posibilidad de que la familia Bush aportara a la humanidad más descendencia que pudiera perpetuar la saga y, en consecuencia, acelerar la desaparición de la raza humana a causa de alguno de los desastres que se precian de provocar a diario sin apenas parpadear los vástagos de tan desafortunada y necia estirpe.

jueves, junio 26, 2008

Recoge Gargajos



Oficios del mundo.
Con este texto inauguro una serie de artículos dedicados a difundir las diferentes profesiones que por una u otra causa están injustamente condenadas a desaparecer.

Lo que es yo le puedo asegurar que me siento orgullosísimo de haber desempeñado semejante labor durante tanto tiempo. Toda mi vida a decir verdad. Y antes que yo la llevó a cabo mi padre, y antes que él mi abuelo, y asimismo el abuelo de mi abuelo, en una saga de Recoge Gargajos que se remonta al principio de los tiempos, cuando los esputos aparecían por doquier debido a que no existía voluntad de buscarles un lugar adecuado. Creo sinceramente que con mi trabajo contribuyo a hacer del mundo un lugar más habitable. En eso no creo que haya nadie en desacuerdo. Y si lo que a usted le interesa, y por extensión a sus lectores, es saber en qué consiste mi trabajo y cómo se desarrolla una jornada normal de un día cualquiera, le diré que lo que hago, de bien amanecido, es situarme en un rincón discreto del lavabo público del Casino del pueblo, concretamente al lado de la escupidera (un recipiente que cuenta con un siglo de historia, pues siempre se ha utilizado el mismo desde que se instauró este servicio municipal. Los primeros veinticinco años no se adquirió otro porque ciertamente el municipio carecía de fondos para desembolsar semejan-te dispendio, y más adelante debido a que se pensó, con acierto creo yo, que con el transcurrir de los años el oficio adquiriría la denominación de atracción turística y la mencionada escupidera el rango abstracto de objeto valiosos por su perfil histórico), me coloco, digo, al lado de la escupidera, para ser más exactos con una mano apoyada en ella, y aguardo a que vayan entrando los clientes a realizar todo aquello que el organismo del ser humano necesita para mantener la máquina en perfecto estado. Ya sabe usted a qué me refiero: orinar, defecar o evacuar, hacer gárgaras o proceder a la extracción voluntaria de sustancias alojadas entre los intersticios de la dentadura, e incluso, créame usted, alguno que otro ciudadano desesperado (e insensato, permita que le diga) que acude con la urgencia de una masturbación apresurada, que de todo hay en la villa del señor, si lo sabré yo que he visto de todo. Y también a lanzar es-putos, o gargajos o escupitajos, como usted quiera denominarlos, y es aquí donde aparezco yo, siempre al quite para corregir el tino defectuoso del ciudadano medio, situando velozmente la escupidera bajo el esputo o gargajo o escupitajo, o dónde yo sospeche que posiblemente se aventurará a caer. Y le puedo decir, con humildad no exenta de orgullo, que desde que yo estoy a cargo no ha habido una sola vez que el esputo o gargajo o escupitajo haya caído fuera de la escupidera. Aunque esté mal que sea yo quien lo diga, ciertamente se necesita una visión de águila y un olfato afilado para adelantarse y acertar a coger al vuelo los residuos orgánicos o efluvios interiores de según qué individuos, habida cuenta algunos ancianos cuya dentadura desdentada provoca inesperados cambios de dirección en el esputo o gargajo o escupitajo expulsado.

Le digo una cosa: la mayor decepción que me he llevado en la vida fue el día en que mi hijo me dio a conocer su decisión de no seguir con la tradición familiar de Recoge Gargajos. No se imagina usted que disgusto. Y es que la juventud está echada a perder, prefieren gastar el tiempo en adquirir cultura, en ir a la Universidad. Yo se lo dije a mi mujer el día que vi a mi hijo con un libro en las manos: este se nos tuerce, le dije. Y efectivamente así fue. Con las expectativas que yo había depositado en él. A partir de entonces cada día que llegaba a casa lo encontraba leyendo o estudiando, y claro, eso no podía conducir a na-da bueno. Y en efecto, la semana que viene se gradúa cum laudem en Técnicas de Investigación Robótica Aplicadas a la Aeronáutica. A ver quién recoge ahora los esputos o gargajos o escupitajos. Perra vida.









martes, junio 17, 2008

El sueño de Martina



Martina duerme como un pequeño y entrañable osezno aquejado de narcolepsia. De siete y media de la mañana a ocho la saco de la cuna, tomo asiento en una butaca situada al lado de nuestra cama, y se zampa un biberón más grande que ella sin apenas despegar los párpados ni mostrar el menor síntoma de que tan opíparo festín haya perturbado su sueño. Luego se despereza. Con restos de leche impregnando el cerco de su boca, lo más que se aventura a hacer es relamerse y esbozar un mohín con sus labios de golosina en señal de felicidad. Hasta que se despierta, de once a once y media, no me quedo tranquilo sino es yendo de tanto en tanto a echar un vistazo desde la puerta entornada. Al abrirla el haz de luz que penetra en la habitación traza un pasillo que conduce a Martina en mitad de la penumbra. Contemplo cómo duerme enroscada sobre sí misma, con el chupete apenas sostenido ligeramente en el borde justo de sus labios, quizá sujetos sólo por los dos diminutos y precoces dientes que apenas asoman en las encías inferiores como dos lágrimas de leche invertidas. Observo con atención sus interminables pestañas, las miro una y otra vez para asegurarme si son de verdad o, como yo creo, producto de mi imaginación. Le miro sus manitas, con las que palpa con sorpresa los objetos que le revelan el mundo. Las manos que a veces, si me acompaña la suerte, cuando de anochecido la tomo en brazos dormida para llevarla del comedor a su cuna, inopinadamente se enroscan en mi cuello y la yema de sus dedos diminutos se adhiere a mi piel, y ese breve trayecto que va del comedor al dormitorio se convierte en el mejor y más intenso momento del día. Observo el pliegue de su cuello que con tanta fruición su madre y yo besamos y soplamos para que rompa a reír. La miro sin descanso y constato el prodigio inefable de cómo ese término tan abstracto llamado amor se cosifica y crece bajo las mismas sábanas donde fue engendrada.


jueves, junio 12, 2008

¿Con IVA o sin él?



He leído en La Vanguardia el caso de dos infelices que intentaron atracar a sendos policías que iban de paisano. No es la primera vez que leo un suceso parecido, y cada vez que he tenido noticia de uno no he podido evitar pensar que hay gente que se obstina en desempeñar oficios o disciplinas para las que definitivamente no han sido bendecidos. Porque digo yo que, de la misma manera que cualquier policía que se precie detecta de inmediato a un facineroso, cabe suponer que un caco curtido identificará con idéntica celeridad y tino a un agente de la ley que anduviera ataviado de paisano.

A mi me produce no poca fatiga asistir a ejemplos parecidos. Y aunque me guardaré mucho de intervenir para hacer desistir a la persona en cuestión, para mis adentro no dejo de entablar una conversación con un yo imaginario que es en realidad la encarnación del tipo que se encuentre en esa tesitura. Pero tío, le digo —me digo—, estás gastando energías tontamente, no ves que no hay nada que hacer, que estás perdiendo el tiempo, que seguramente tú posees muchas otras cualidades para desempeñar muchas otros oficios, de la naturaleza que sea, pero no precisamente ese que te empeñas en realizar a todo trance.

Hay un caso paradigmático al que recurro a menudo. Liberto Rabal, el nieto del actor español Francisco Rabal. A este chaval se le metió un día en la cabeza, o alguien lo persuadió para que efectivamente lo creyera, que los genes lo habían bendecido con un talento parecido al que tuvo su abuelo. Los cojones. Supongo que no ayudó mucho la circunstancia de que Almodóvar decidiera darle un papel en Carne Trémula, en sustitución de Jorge Sanz, a quien el director manchego despidió a mitad de rodaje. En fin, yo he visto actores mediocres, malos, rematadamente malos, pésimos, y a Liberto Rabal, en cuyo honor se debería haber creado en su momento una categoría nueva para que lo incluyera a él. Digo en su momento porque, según creo, ya no se dedica a la interpretación, parece ser que se arruinó al dirigir una película experimental, como si además de buen actor se creyera facultado para dirigir a la manera de un Bergman castizo. Lo último que supe de él es que había participado en el programa Salsa Rosa, dando cuenta de sus miserias personales a cambio de una sustanciosa remuneración con la que paliar su insolvencia galopante.

Recuerdo que en una ocasión el entonces Ministro de Hacienda, Josep Borrell dio a conocer una anécdota en una tertulia radiofónica que recogía un caso que de alguna forma guarda relación con lo antedicho. Borrel contrató los servicios de un pintor para su casa. El Ministro, cuando el hombre hubo concluido su trabajo, le preguntó cuánto le debía, y el buen pintor, ni corto ni perezoso, le preguntó al mismísimo Ministro de Hacienda si lo quería con IVA o sin él. O el tipo era un inconsciente, o rematadamente despistado (y debía serlo mucho, pues tengo para mí que ningún otro ministro es tan reconocible como el de Hacienda. Uno no olvida la cara de quien se queda su dinero o el que asimismo lo provee de él), o adolecía de la picardía o el tino para detectar a quién formularle o no esa trascendental pregunta sobre el IVA.

Lo peliagudo, supongo yo, es saber detectar cuándo uno reune las condiciones que lo hacen merecedor de pertenecer a ese grupo. Quiero decir que yo, por ejemplo, pudiera hallarme en él sin saberlo. Sin ir más lejos, hasta hace bien poco practicaba el baloncesto convencido de que algún día los Chicago Bulls me elegirían en el número uno del draft, el dos a lo sumo. Seguro que alguno habrá lanzado una media sonrisa sardónica y se habrá preguntado qué es lo que finalmente me hizo desistir de esa idea descabellada. ¿Qué os hace pensar que he desistido?


jueves, junio 05, 2008

Yes we can



A propósito de la entrada de ayer, me gustaría mostraros un vídeo que posiblemente hayáis visto ya (no en vano circula desde hace meses en Internet), si no entero seguramente sí algún fragmento que hayan emitido en los informativo. Se trata de un video clip que varios artistas estadounidenses rodaron en apoyo a Barack Obama. La letra de la canción está inspirada o extraída del contenido de un discurso, al parecer extraordinario y muy brillante, que Obama dio en el decurso de estas reñidas primarias que presumiblemente concluyeron ayer. Según admiten hasta sus más enconados detractores, Barack Obama es un orador excepcional dotado de un verbo ágil, seductor y persuasivo, al punto que sería capaz de convencer al mismísimo Rouco Varela a que participara con desatado entusiasmo en las manifestaciones del Día de Orgullo Gay, con un piercing meciéndose del pellejo de su ombligo reseco y un tanga de leopardo por todo atuendo, mostrando a la muchedumbre de gays exaltados concentrados en torno a él la piel de papiro de sus santas posaderas.
La canción es extremadamente pegadiza y, ciertamente, invita a unirse a los millones de votantes que están convencidos de depositar su confianza en este negro delgado y nervudo. La canción se titula Yes we can.



miércoles, junio 04, 2008

Repulsión



Obama ha vencido a Hillary Clinton en unas primarias encarnizadas en la que los puñales volaban de un candidato a otro con verdadera voluntad de matar. Finalmente será el primer negro que aspire a presidir Estados Unidos, y por extensión, mal que nos pese, buena parte del mundo. Yo soy escéptico, sostengo que aún está por ver que los demócratas venzan en las presidenciales de noviembre, habida cuenta el color de piel del candidato. Por más desastrosa que haya resultado ser y en efecto sea la debacle mundial que ha provocado el ignaro Bush y su cohorte de asesores, forajidos de insana ambición que merecen perecer colgados por los testículos con hilo de pescar, tengo para mí que la magnitud del castigo por la hecatombe causada, colocar a un negro en la Casa Blanca, no entra en los planes del norteamericano medio, o es en todo caso un altísimo precio que no sé yo si se avendrán a pagar en un país que hasta hace bien poco, no se olvide, ponía en práctica políticas racistas, verbigracia Rosa Park y tantos otros.
En todo caso, y sospechando cuál es la idiosincrasia del ciudadano norteamericano, si efectivamente un negro acabara apoltronado en el sillón del despacho oval, sería un acontecimiento inédito, y perfectamente podría ser tomado como un castigo a Bush. Sería la prueba definitiva de que Bush ha resultado ser, con mucho, el peor y más aborrecible presidente de la historia, lo cual no es baladí, pues los norteamericanos practican veneración a la figura del ex presidente. A cambio de los servicios prestados le ceden un lugar de privilegio en las complacientes páginas de la posteridad, desde las cuales se complacen en contemplar el devenir del país con la mirada altiva de quien se considera imprescindible. Lo hicieron incluso con Richard Nixon, que les mintió sin pudor al extremo de acabar dimitiendo por el caso Watergate, y aun y así, a su muerte, no ahorraron palabras de elogio hacia la figura de semejante embaucador.
Ya que nadie devolverá la vida a los cientos de miles de personas que han muerto por culpa de Bush, sería bueno que, en adelante, no se le rindiera tributo alguno, se le soslayara sin pudor, y cada vez que se le mencionara se hiciera como quien lanza una blasfemia, como el que esboza una mueca de asco, como el que tuerce el gesto por repugnancia, como al que le sobreviene un vómito que mal que bien reprime con los labios fruncidos.



jueves, mayo 29, 2008

Titiritero



Semanas después me enteré de que no había llegado a coger el vuelo, por más que yo estaba convencido de que sí lo había hecho y deambulaba ya por el Malecón, reparando la nostalgia acumulada con largas noches de vigilia placentera frente al océano. Alguien, algún desaprensivo que desconoce los beneficios de vivir en la ignorancia, me comunicó la terrible noticia: había fallecido de repente, ni siquiera tuvo tiempo de salir de Mataró.
Desde que se despidiera de mí con un apretón amistoso de su mano, de su negra manaza de orangután afable, lo hacía en Cuba, tirando adelante algunos de los proyectos que había resuelto emprender, y de los que me había dado cuenta pormenorizada el mismo día en que partía su vuelo. El mismo día en que regresaba a su Cuba natal después de años de ausencia. El mismo día, maldita sea, en que hubo de fallecer.
Como siempre, había acudido al telecentro a conectarse a Internet con su viejo portátil, un vetusto aparato al que no obstante sabía sacar provecho. Al poco se levantó de la mesa y se acercó a la mía y tomó asiento frente a mí, y precipitó una charla cuyos pormenores no tenían relación alguna con los asuntos que de ordinario tratábamos, por lo común cuestiones relacionadas con Internet: cómo abrirse una cuenta de correo electrónico, cómo adjuntar un archivo e-mail o cómo descargarlo. Temas, en suma, sobre los que poco a poco fue adquiriendo conocimiento y cierta destreza, ya que al principio desconocía todo cuanto atañía a ordenadores. Él era un actor, o más propiamente dicho un titiritero, apelativo que, tengo para mí, prefería por encima de cualquier otro.
La primera vez que lo vi, un par de años antes, fue como para echarse a templar. Lo contemplé acercarse hacia mí, un negro inmenso y panzudo, alto y gordo como un rinoceronte que mal que bien hubiera aprendido a sostenerse en pie, al extremo que el sobrepeso lo obligaba a caminar a la manera en que se manejan los luchadores de sumo en el tatami: avanzando primero un pie y luego el otro, en precario equilibrio. Lucía rastas, tiesas y gruesas como cabo de amarre. Y lo peor de todo: hedía a mil demonios. Su pelo y su atuendo y todo él en definitiva eran un recipiente sin fondo donde se concentraba toda la podredumbre del mundo. Más tarde hube de saber que por aquel tiempo había sido okupa en un edificio medio derruido que no contaba con agua ni luz ni nada que facilitara la higiene. Lo que en mi opinión no era óbice para ceder tu cuerpo al disfrute desatado de la roña, pero esa es otra historia.
Como digo, ese día, el último de su vida, no hablamos de informática. Me explicó que regresaba a Cuba. Estaba decidido a montar una escuela de titiriteros para niños. Eufórico, me mostró un folio arrugado en el que yo había de intuir el esbozo, a bolígrafo, de lo que era, señaló, una suerte de construcción metálica que devendría una atracción que haría las delicias de lo chicos.
Una cosa llevó a la otra y más pronto que tarde me confío ciertos asuntos íntimos de los que yo nada sabía. En Cuba, durante su juventud, había cursado la carrera de Historia, que no llegó a completar debido a que lo echaron de la facultad, acusado, creí entender, de alborotador, o de instigador activo y diligente al alboroto, lo cual fue, aseguró, ciertamente traumático pues su padre era el mismísimo rector de la Universidad. Me habló de la hija que tuvo con una ciudadana alemana. Residía en Alemania, con su madre. Me confió que su hija era ya toda una mujer con la que de tanto en tanto conversaba largas horas sobre las minucias esenciales de la vida. Finalmente intercambiamos los correos electrónicos, recogió sus bártulos y tomó mi mano entre la suya y se despidió afectuosamente. Lo vi marchar con la seguridad de que no lo volvería a ver, pero por causas bien distintas a las que finamente han tenido lugar.
De vez en cuando pensaba en él. Lo imaginaba paseando ocioso por las calles desvencijadas de una Habana venida a menos, pero impregnada aún del aroma indeleble que acaso lo había impelido a regresar. O rodeado de alumnos que coreaban su nombre, niños famélicos pero presas de una vitalidad atávica.
Y ahora que conozco la suerte que ha corrido no dejo de pensar en él, y en las circunstancias en que se produjo su muerte y en la certeza de que si yo no hubiera tenido conocimiento de ella, de alguna manera que no alcanzo a explicar aún estaría vivo. Me pregunto a menudo cuántas del las personas con las que hemos tenido trato efímero pero intenso en el decurso de nuestras vidas, al extremo de dejar huella en nosotros, han fallecido sin que tengamos constancia de ello y por tanto siguen con vida cada vez que las recordamos.

jueves, mayo 22, 2008

Todo se andará



Mi amigo Alex me llama por teléfono para proponerme asistir al estreno de la cuarta entrega de Indiana Jones. Sí, se trata del mismo Alex que de tanto en tanto visita este blog para dejar, invariablemente, algún comentario incendiario o una reflexión heterodoxa cuya razón de ser, las más de las veces, tiene por objeto provocar al personal con una retahíla de improperios en forma de discurso políticamente incorrecto que solivianta a algunos visitantes de esta bitácora. Sin ir más lejos, una de mis hermanas ha puesto precio a su cabeza, y está ansiosa por echárselo a la cara para hacer de improvisada jíbaro y reducir su cráneo —el de Alex— un treinta por ciento de su tamaño, echando mano de la maniobra nada desdeñable de presionar con ambas manos en sendas sienes hasta miniaturizar y moldear la cabeza de Alex como si estuviera hecha de plastilina.

Trataré de mediar para que semejante circunstancia no tenga lugar, pero no prometo nada, los designios de una hermana contrariada son inescrutables.

En cualquier caso la conversación con Alex, aunque sucinta, deriva hacia diversas cuestiones sobre las que convenimos hablar en profundidad el día en que vayamos al cine. No obstante, uno de los comentarios que me hace Alex, o más bien me reprocha o me reconviene de forma venial, es la de que me ponga manos a la obra y actualice el blog de una vez por todas, en el que ciertamente no publico una entrada desde hace... ¡mes y medio! Cuarenta y cinco días sin aparecer por aquí. Menuda desvergüenza, me digo cuando caigo en la cuenta de semejante despropósito. Y es que una de las obligaciones de todo blogaire, acaso el más importante según el código deontológico que recoge los deberes de un escritor de blogs, es precisamente el de ceñirse al compromiso de escribir con cierta frecuencia, siquiera para no perder visitantes, lo cual, a estas alturas, temo haya sucedido irremediablemente.

Lo cierto es que no tengo disculpa alguna con la que pretextar tan prolongada ausencia. Cabría la posibilidad de atribuirle toda responsabilidad a mi hija Martina y a la dedicación que me exige a diario, pero no sólo sería faltar a la verdad sino directamente propagar infundios, puesto que la niña duerme largas horas durante las cuales, a poco que me lo hubiera propuesto, habría dispuesto de tiempo suficiente para escribir una novela.

Decía Borges que la felicidad escribe en blanco, esto es, que cualquier texto de importancia o capaz de trasmitir emoción debe ser escrito desde un estado de aflicción o desconsuelo, transitorio o permanente, o, cuando menos, de cierta angustia o desasosiego, pero pocas veces inspirará trascendecia si el que escribe goza de un tiempo de felicidad o euforia, que es, vale decir, la condición en la que estoy instalado desde hace seis meses. Lo que definitivamente respondería a la pregunta que me había formulado durante el embarazo de Pilar, a saber, cómo afectaría a mi escritura el nacimiento de mi hija, si sería presa de un rapto de escritura torrencial, o me volvería un ágrafo perezoso que se resiste a dejar de mirar a su niña para ponerse a escribir. En fin. Todo se andará.

sábado, marzo 29, 2008

Lo suficientemente vivo



Es alto y corpulento y de apariencia ciertamente rocosa, el aspecto disuasorio imprescindible que uno imagina debe exhibir alguien de su profesión, policía del GEI, (Grupo Especial de Intervención), para más señas los agentes que aparecen a menudo en televisión accediendo subrepticiamente con el arma apercibida, en ordenado tropel, a domicilios susceptibles de acoger delincuentes extremadamente peligrosos. Sin embargo, él es exquisitamente afable en el trato, e incluso posee cierto aire de irremediable candidez que contrasta con la labor que cabe imaginar desempeña a diario. La frecuencia de nuestros encuentros y la recién inaugurada paternidad de ambos (su hijo tiene un mes más que la mía) ha suscitado una complicidad de la que se nutren nuestras conversaciones. A menudo las vicisitudes idénticas que experimentamos en nuestro aprendizaje como padres nos hacen romper a reír. Hoy ha sido inevitable mencionar el caso de Mari Luz, la niña asesinada en Huelva por un pederasta reincidente que ha escapado de la justicia sin más esfuerzo que aguardar a que ésta pusiera de manifiesto su obscena incompetencia.

Él ha sido de una franqueza contundente: tengo un arma en casa, y si un tío le hace eso a mi hijo, lo mato, ha mascullado, encogiendo los hombros, como si se disculpara por expresar una opinión que yo pudiera reprocharle procediendo de un representante de la ley.

Yo guardo silencio y pienso en mi hija, y no me atrevo a confierle, por pudor similar al suyo, cuanto me viene a la cabeza, a saber: que yo no mataría al tipo, lo retendría conmigo durante días, recluido en un lugar inhóspito, a merced de mi ira, y lo dejaría, ni más ni menos, lo suficientemente vivo para que el resto de su vida deseara haber muerto.

sábado, marzo 08, 2008



A un día de un plebiscito de suma importancia bueno es recordar, para quien tienda a la desmemoria, que estos cuatro años de legislatura que ahora concluyen han significado la consolidación de una derecha caciquil y ultramontana, conducida por la ira y un resentimiento manifiesto a causa de la sorpresiva y muy merecida pérdida del poder en las elecciones anteriores. Un poder, vale decir, que ellos, los del PP, consideran les pertenece por alguna suerte de derecho divino y cualquier intento por arrebatárselo, aunque sea mediante unas elecciones democráticas, como sucedió el 14-M, será contemplado con el ceño fruncido y la animadversión silente de quien se guarda para sí el derecho de ejercer cumplida venganza.

El escritor César Mallorquí enumera en su web diez razones por las que votar mañana contra el PP. Yo las suscribo de principio a fin.

sábado, marzo 01, 2008

Mañana ociosa en el parque


Después de varios días de niebla pertinaz y la consiguiente ausencia de sol, ayer viernes amaneció un día radiante que invitaba a pasear sin rumbo, sin duda la mejor y más provechosa forma de perder el tiempo que se ha inventado. Más aún si tiene uno a su cargo a una deliciosa mocosa de tres meses que se complace con fruición en la práctica diaria de dos únicas actividades que la tienen ocupada todo el tiempo: comer y dormir; y, si se quiere, una tercera resultado inevitable y consecuente de las otras dos: defecar de tanto en tanto. Martina y yo habíamos alcanzado a ese respecto un acuerdo tácito según el cual yo la sacaba a pasear con la condición de que, por decirlo sin ambages, cagara por las tardes, que es cuando Pilar se hace cargo de ella, aliviándome a mí, en detrimento de su madre, del trago fatigoso de cambiar ese pañal que mi pequeña hijita, bien que de manera involuntaria, pone en cuarentena cada vez que lo mancha.

Pues bien, hasta ahora el pacto había sido respetado por ambas partes. Yo la montaba en su carrito y la paseaba mientras Martina dormitaba con la vista fija en el cielo, y ella correspondía expulsando por su angelical culito, durante la tarde, unas terribles mierdas que por fuerza, en mi ausencia, debía de limpiar su madre en medio de arcadas.

Debo anunciar con pesar que ayer tarde ese pacto fue roto unilateralmente por Martina, que excretó una mierda descomunal del tamaño de una pizza familiar. Por si semejante deslealtad no fuera suficiente, cuando yo, equipado con una máscara antigas que he adquirido ex profeso en Internet, procedía con escrúpulo a retirar el pañal contaminado, Martina ha sonreído con una picardía impropia de una niña de tan corta edad y ha untado el pastel erigido bajo su culo con una súbita meada que ha dado como resultado una mezcla que, créanme, evitaré describir para no herir sensibilidades.

Pero qué carajo, pelillos a la mar, he pensado para mí. Y como no soy de naturaleza rencorosa y además le perdono todo a la niña de mis ojos (no confundir, por favor, con la niña de Rajoy), acabada la difícil tarea de retirar el producto tóxico incrustado bajo sus nalgas, Martina y yo hemos vagado por el Parque Central de Mataró, que lucía un aspecto luminoso bajo un sol de primavera anticipada. Por doquier erraban, ociosos, otros padres en idéntica situación que yo, empujando un carrito tuneado mientras tarareaban o silbaban la banda sonora de Verano azul, y yo, cuando me cruzaba con ellos, los saludaba solidariamente, extendiendo mi mano e imitando con mis dedos el gesto que tienen a bien practicar los motoristas cuando se cruzan unos con otros por esas carreteras de dios. La sorpresa ha sido mayúscula cuando la mayoría de padres no han respondido a mi saludo y más bien me han dirigido una mirada hosca, como si pensaran que era un tarado o me faltara un hervor o quién sabe qué otras barbaridades.

Pero ya digo que no soy rencoroso y he hecho caso omiso a sus desplantes y en el primer banco que me ha salido al paso, he tomado asiento y he sacado mi libro de Antonio Muñoz Molina, Días de diario, y mientras Martina entraba en un sueño profundo bajo un sol que penetraba por entre los intersticios de la capota e invadía el refugio umbrío de su carrito, yo pasaba las páginas y asistía con placer a la descripción morosa y deliberadamente descuidada que Muñoz Molina efectuaba de sus días en Madrid, de las vicisitudes diarias de enfrentarse a la escritura de un libro de carácter autobiográfico, El viento de la luna, y de su posterior marcha a Nueva York, donde, con sorpresa y no poca nostalgia para mí, describe cómo pasea con su hijo por las calles asfixiantes de un Nueva York en pleno agosto, y visita los mismos lugares que Pilar y yo habíamos frecuentado durante nuestro viaje, e incluso cenan en el mismo restaurante desde el que nosotros, en una noche mágica e inolvidable, contemplamos un Nueva York que se alzaba en medio de una oscuridad abisal y se disgregaba en millones de luces diminutas.

Acabé de leer el libro cuando faltaba poco menos de un cuarto de hora para que Martina exiguiera su biberón de las dos de la tarde. Me puse en pie y sin urgencia arrastré el carro en dirección a casa. La mano de Martina, entretanto, aparecía, desperezándose, por entre la loneta que cubre el carro, y con sus uñas diminutas, como las zarpas inofensivas de un gato soñoliento, rozaba la tela.

lunes, febrero 18, 2008

Fobias




Después de tantos años de lecturas diarias me sigue deparando placer y sorpresa el hallazgo de palabras cuyo significado desconozco. El asombro no es resultado de que yo albergara la pretensión o la seguridad de conocerlas todas. De más está decir que semejante empresa es inabarcable. Pero es sabido que los escritores recurren a un número limitado y a menudo idéntico o similar de expresiones y vocablos, de tal modo que si el bagaje de lecturas es considerable o supera la media (lo cual no resulta ciertamente difícil), llega un día en que pocas obras contienen la joya inesperada de una palabra anónima titilando en medio de borbotones de párrafos trillados.

La semana pasada, sorpresivamente, se produjo ese sortilegio, ese fenómeno virtuoso que causa en quien lo experimenta (o cuando menos en mí) el prodigio de detener al instante la lectura para indagar en el diccionario en busca del significado ignorado. El vocablo en cuestión era Brontofobia, que una vez concluida la búsqueda en el María Moliner descubrí que designa a toda persona que siente fobia o pavor a truenos y relámpagos, en tanto, entiéndase bien, fenómenos atmosféricos, y no a las imprecaciones en forma de blasfemias que farfullaban algunos, los personajes de los cómics sin ir más lejos, por ejemplo los que aparecían en El Capitán trueno o en Jabato, cuya lectura, dicho sea de paso, tanto y con tanta fruición frecuenté de niño.

El caso es que el hallazgo de esa palabra me trajo a la memoria una época de mi vida en que la brontofobia (muy lejos todavía de sospechar siquiera su existencia) estuvo muy presente en la vida de mi familia. La responsable: mi hermana Manoli, que de bien pequeña manifestó verdadero pánico a las tormentas y en medio de ellas, aunque la sorprendieran bajo techo o a resguardo en el lugar más seguro e inexpugnable del mundo, era presa de una suerte de histeria irreprimible y desestabilizadora que de inmediato, y de forma irremediable, se contagiaba a los que estábamos a su lado con resultados parecidos. Era mi madre, quién si no, la que ejercía de mediadora en la lamentable escena propiciada, y miraba de apaciguar el sollozo colectivo que, todos a una, entonábamos bajo el estruendo intermitente de una tormenta que parecía fuese a convertir el cielo en unas inmensas fauces que nos engullirían de una sola dentada. La labor de mi madre, aunque de agradecer, solía ser efímera, pues sólo se prolongaba el tiempo que mediaba entre uno y otro trueno.

Quizá si por aquel entonces hubiéramos sabido cómo designar a ese pánico repentino, el resultado hubiese sido bien distinto, acaso hubiéramos afrontado las tormentas con mayor templanza. En ocasiones no es tanto el mal en sí mismo como la sensación descorazonadora de lo anónimo, de lo innombrado. Pero no, qué digo, mi hermana era un brontofóbica sin remedio que hubiera manifestado su fobia igualmente.

Otro vocablo desconocido surge inesperadamente en la lectura: Itifálico, persona que tiene el falo erecto, reza en la acepción que ofrece el diccionario de la RAE. Es decir, una erección. Inevitablemente, también semejante palabra me trae recuerdos, pero el pudor y el escrúpulo me impide dar cuenta de ellos. Espero sepan comprenderlo. Les dejo, en todo caso, una anécdota al respecto que leí hace tiempo. El escritor y premio Nóbel mexicano Octavio Paz (creo que era él, perdonen mi desmemoria) y el filósofo español Ortega y Gasset, ambos ya entrados en edad, se reunieron con motivo de acto cultural de importancia. Los dos departieron animadamente. Paz, en un momento de la conversación, inquiere a Ortega a propósito de su predisposición o no a tener erecciones. Ortega, con flema británica, le responde: una erección es un pensamiento, y yo todavía tengo pensamientos.
Ahí queda eso.

martes, febrero 05, 2008

El elefante




En la prensa de hoy destacan asuntos sobre los que procede alguna reflexión. Para empezar, llega uno a la conclusión de que en este país quién sea más gilipollas que tire la primera piedra. Resulta que los ingleses han puesto el grito en el cielo, al extremo de casi provocar un incidente diplomático, a causa de los insultos que en el Circuito de Cataluña le dedicaron a Hamilton un grupo de exaltados. Parece ser que a las autoridades británicas se les antoja inadmisible semejante comportamiento, y han llamado al orden a los responsables del circuito para que no se vuelva a repetir una situación similar. La ausencia en la prensa de la menor réplica por parte de dichos responsables a la vehemente reacción inglesa sugiere que han ofrecido la otra mejilla y han balbuceado una disculpa apresurada con la que zanjar cuanto antes la polémica.
Quizá hubiera sido interesante saber cuál hubiese sido la respuesta de los ingleses si a la conclusión de su airada protesta se les hubiera recordado cómo, cuando los seguidores de la mayoría de sus equipos de fútbol visitan una ciudad europea con ocasión de un encuentro internacional de su equipo predilecto, orinan por doquier y defecan y se emborrachan y vomitan y ensucian y destrozan el mobiliario público e increpan a quienes recriminan semejante comportamiento y se enzarzan con él e, incluso, propinan palizas a quienes se atrevan interrumpir su particular jolgorio. Y todo ello lo llevan a cabo, las más de las veces, con la aquiescencia de las timoratas e indulgentes autoridades españolas, que no se aventuran a alzar la voz a causa de quién sabe qué complejos.

El tema resulta tedioso, lo sé, pero no puedo evitar mencionarlo: me ha llamado vivamente la atención las declaraciones del presidente de la Conferencia Episcopal, el tal Ricardo Blázquez, publicadas hoy en el Periódico. Afirma el tipo que el Evangelio -léase la Iglesia- no pretende tomar partido por ninguna iniciativa política, que las injerencias en política nacional que llevaron a cabo la samana pasada no perseguía en modo alguno favorecer al PP. Créanme: el buen hombre está en lo cierto. Pero también lo estoy yo cuando les aseguro que hoy he ido a buscar el pan en lo alto del lomo hirsuto de un elefante indio de color verde, que para más señas gastaba bigote y gafas de sol. Casualmente me ha salido al paso de improviso, mientras aguardaba yo, ocioso y distraido, a cruzar la calle en un semáforo próximo a casa. He aprovechado la circunstancia para subir al animal e ir a la panadería con el bicho a la pata coja por en medio de una gran alameda, en cuyos álamos las hojas lucían de un esplendido color rosa fosforescente, y a los pie de los cuales la gente de Mataró, una verdadera muchedumbre, se congregaba a nuestro paso y aplaudían, admirados, las habilidades del enorme cuadrúpedo y su improvisado jinete, y nos arrojaban billetes de quinientos euros a montones, que yo rehusaba aceptar porque en casa ya no me cogen, y mi mujer me ha prohibido que la llene de objetos a los que no se les pueda sacar provecho, y por ese mismo motivo me he visto en la obligación de no mencionarle a mi señora esposa que oculto en el garaje a un elefante indio de color verde que gasta bigote y sabe caminar a pata coja y propicia que la gente se deshaga de billetes de quinientos euros.

Pues eso.

En fin, el bloc de Arcadi Espada recoge una cita de Josep Pla que bien podría explicar qué cosa impele a un creyente a adscribirse en semejante club: es más fácil creer que saber, decía el sabio escritor catalán. Esa cita, sumada a la que un día dijera el genial Borges, las religiones son sino una perezosa solución a los misterios del universo, ponen de manifiesto que acaso cierta voluntad de no realizar excesivos esfuerzos mentales, que cierta propensión a la holgazanería intelectual propicia la proliferación de muchos creyentes. Allá ellos.

viernes, febrero 01, 2008

Náuseas


Cada vez que uno de esos siniestros tipos de oscura sotana y aún más oscura moralidad aparece en televisión, me reafirmo en mi ateísmo. Cada vez que asoman su rostro abyecto, surcado de arriba a abajo por el rastro indeleble de tanta infamia consentida, de tanto calvario infligido, se me revuelve el estómago, y no entiendo (no puedo entender) cómo no se le revuelve a cualquiera que todavía les tenga en consideración. ¿Cabe respetar la opinión o el criterio o las soflamas envenenadas y rancias de una institución que acoge en su seno a tipos violan a adolescentes, que manifiestan públicamente su postura en contra del diálogo para acabar con el terrorismo, que aprovechándose de una ignorancia endémica amonestan, reprenden, recriminan y criminalizan a aquellos pobres y atemorizados cristianos que se sienten tentados a usar un preservativo para no acabar sus días enflaquecidos y moribundos en un mugriento jergón devorados por el SIDA? ¿Alguien con dos dedos de frente tiene alguna duda de que si dependiera de la Iglesia retrodeceríamos a la Edad Media en cuanto a libertades se refiere? ¿Alguien con un mínimo de sentido común ignora que lo que la Iglesia desearía y pretende es inmiscuirse en todos los rincones de nuestra casa, en decirnos cómo y cuándo debemos vestir, comer, follar y pensar? ¿Acaso las mujeres reprimidas que no demasiados años atrás, en las triste España franquista que con tanto entusiasmo la Iglesia contribuyó a perpetuar, se les instaba a que cubrieran su cuerpo de arriba a bajo no guardan relación con las sombras espectrales que hoy día deambulan ataviadas del burka? ¿Cuánto distancia separa una imagen de otra? ¿Qué diferencia existe entre un fanatismo y otro? ¿Qué la Iglesia respalde explícitamente al PP no es señal de que poseen la certeza de que ese partido, si gobierna, llevará a cabo alguna de las directrices o designios que defiende el clero? De ser así, yo tengo muy claro a quien no votar.

lunes, enero 28, 2008

La azarosa memoria



Decía el escritor Juan Benet que la memoria es un dedo tembloroso. No seré yo quien contradiga a tan insigne personaje, antes al contrario creo que pocas veces se ha sostenido afirmación más cierta. La memoria es arbitraria y azarosa y a menudo comete agravios imperdonables. Olvida situaciones, o datos, o pormenores sumamente importantes, y preserva de por vida absurdas vaguedades, o la más insólita y disparatada de las menudencias, aquella que no posee más utilidad que la de ocupar en nuestra cabeza un espacio inmerecido, acaso necesario para albergar asuntos de mayor enjundia.

Tenemos tendencia a la desmemoria, y tal circunstancia la conocen los políticos mejor que nadie, sean de la ideología que sea. Tanto da. Por eso causa perplejidad (o más bien aburrimiento o hastío, nada de sorpresa depara ese proceder al que con tanta frecuencia recurren) que se reprochen unos a otros que sea ahora, a pocas semanas de unas elecciones, cuando se obsequie a los ciudadanos con toda suerte de prebendas oportunistas: bajada de impuesto, o sorpresivas cifras en euros que aliviaran nuestro maltrecho bolsillo, o alguna ley o medida que facilitará en el futuro nuestras vidas y procurará bienestar a la sociedad.

¿Cuándo si no habrían de hacerlo? Cualquier político sabe que de haber ofrecido al inicio de la legislatura cuanto ofrecen ahora, el ciudadano ya lo habría echado al olvido y, lejos de tenerlo en consideración en el momento de votar, se habría desvanecido del recuerdo y lo que con mayor empeño rescataría la memoria sería lo sucedido en las postreras semanas. Lo que en última instancia, dicen los expertos, más determina la decisión del votante a la hora de introducir la papeleta en la urna.
Esta reflexión, por cierto, me conduce a otro aserto igualmente oportuno que el genial escritor cubano, Gillermo Cabrera Infante, dijo con ocasión de una entrevista a Felipe Gonzales: Los políticos no tienen convicciones, tienen conveniencias.

miércoles, enero 09, 2008

A su disposición



Espero que sean indulgentes conmigo y sepan disculpar la tardanza en publicar entradas. Siempre he procurado mantener una frecuencia similar en la publicación de los textos, pero durante el pasado mes de diciembre surgieron no pocos imponderables. No sólo hemos debido de adaptarnos a las necesidades de Martina, mi hija recién nacida, sino que asimismo se nos ha ocurrido la brillante idea de cambiarnos de domicilio. Si ya una mudanza es un acontecimiento del que huyo como la peste, imaginen llevarla a cabo, además, con un bebé de pocos días. Qué gozada. Yo, si estuviera en mi mano, la repetiría una vez al año. Qué digo una vez al año, ¡cada mes! ¡Hay que mudarse cada mes! Cuánto disfruto bajando y subiendo cajas y enseres y muebles. Cómo se beneficia mi capacidad cognitiva y motriz desmontando y volviendo a montar todo el mobiliario, ¿Que una vez montados sobran tornillos? Pues se tiran, qué coño. ¿Qué no encajan las puertas que antes ajustaban como anillo al dedo? Qué más da, hombre, mientras haya puertas. A estas alturas no vamos a mostrarnos tiquismiquis.

En otro orden de cosa les diré que Martina crece saludable y hermosa. Qué quieren que les diga, he tardado, pero cuando me he puesto, ¡menuda niña ha salido! No quiero adolecer de pedante o almibarado en exceso, pero tiene unos ojos que parecen dos esmeraldas de color azabache, se asoma uno a ellos y experimenta un vértigo inmediato, como si te atrajeran irremediablemente hacia ellos. Los contempla uno y se siente desfallecer. Es, créanme, como asomarse a un precipicio sin fondo. Lástima que no los muestre con la frecuencia que uno desearía. Les cuento: Martina nos ha salido algo dormilona. Qué digo dormilona, si el derrumbe de las Torres Gemelas le hubiera pillado al lado, hubiera sido la ultima en enterarse. Ya sé que dirán ustedes que, de ordinario, el estado normal de un recién nacido es el del sueño más o menos profundo, pero yo les digo que no, que lo de Martina no tiene nada de corriente, afortunadamente ha heredado la pasión por dormir que aqueja a Pilar, su madre, que también podría perfectamente quedarse dormida en la farola que se alzaba delante de la puerta del Word Trade Center, y al despertarse mirar en derredor, como quien no quiere la cosa, y sacudirse el polvo de encima de los hombros y marcharse silbando. Ahí es nada.

Ahora entraremos en terreno privado o delicado, espero que si Martina lo lee algún día no me reproche haberme tomado demasiadas libertades. El caso es que mi niña, tan pequeña ella, tan poca cosa, tan angelical diría yo a riesgo de sonar pedante o frecuentar lugares comunes, mi cosita, en definitiva, es capaz de... como lo diría yo sin parecer ordinario o soez, es capaz de excretar, o hacer de cuerpo, o defecar o aliviarse, o, seamos rigurosos, cagar, sí, cagar cada plasta por ese culito cándido que el piso, casi al mismos tiempo que la niña procede a su alivio intestinal, hay que ponerlo en cuarentena. Pero no en cuarentena de huy hija qué mal huele hija mía, voy a abrir la ventana para que se ventile, o aquella otra de: hija, comerás gloria... No, de eso nada, me refiero al tipo de cuarentena de salir a la calle y avisar a los vecinos para que desalojen de inmediato sus casas y no regresen hasta que la nube tóxica se haya alejado o disipado, me refiero a la cuarentena de ¡todos a cubierto! Yo, qué quieren que les diga, pensaba, incauto de mí, que un bebé defecaba de manera proporcional a su aspecto o tamaño o, cuando menos, que el producto defecado desprendía aroma a colonia Nenuco. Qué coño, de eso nada. Si parece que se hayan reunido en su estómago todos las ratas del infierno y se hayan puesto a eructar al unísono. Qué hedor.
Lo que pasa es que, la muy ladina, es capaz de hacer todo eso sonriendo, y, ay, cuando sonríe, cuando su boca desdentada se tuerce en arco y profiere una risa espontánea, o cuando bosteza y se despereza poniendo los brazos en cruz, o cuando cargo con ella camino de su habitación, y apoya su cabecita en mi hombro y me contempla desde lo más profundo de su plácido letargo, por entre los resquicios mínimos que dejan sus párpados semi cerrados, entonces, ay, entonces no soy más que un guiñapo sin criterio que consiente y se entrega y se muestra, gozoso y complacido, a su entera disposición.