miércoles, diciembre 23, 2009

El sorteo del Gordo

Como imagino que el delito ha prescrito y, además, el delincuente que lo perpetró ha fallecido hace tiempo, les confiaré un secreto que atañe a mi familia en relación a este celebérrimo sorteo del gordo que se celebró ayer. Lo cierto es que para mis hermanos y yo el día 22 de diciembre fue durante más de una década el peor día del año. Compartíamos la incertidumbre del resto de ciudadanos, pero en sentido bien distinto: mientras toda España deseaba con desafuero que su número saliera premiado a fin de solventar los problemas económicos que por lo general apura a la gran mayoría de personas, nosotros, mis hermanas y yo, suplicábamos para que el nuestro no obtuviera premio alguno. El nuestro era el que mi padre, lotero de profesión, ponía a la venta cada año debídamente fraccionado en participaciones que, dicho sea de paso, por aquel entonces tenían un precio de cien pesetas, si no yerra mi memoria.

El problema, el pequeño inconveniente, la sutil contrariedad era que mi padre adquiría pocos décimos —uno, dos a lo sumo— en relación a ingente cantidad de participaciones que ponía en circulación. Es obvio que mi padre no lo hacía por error o descuido, sino con manifiesta voluntad de estafar, porque mi padre, ay, era un timador, de medio pelo, pero un timador al fin y al cabo. No era un lumbreras pero sí lo suficientemente despierto para saber que un par de décimos era matemáticamente insuficiente para cubrir las millares y millares de papeletas que, mal que bien, pergueñaba de manera un tanto rudimentaria. Lo llevaba a cabo con la colaboración cómplice de su familia, sus hijos y esposa, a los que asignaba diferentes tareas en la consumación del delito. Así, el talonario de participaciones iba circulando de mano en mano por encima de la mesa del comedor, y unos estampábamos el precio, otros el número, y otros el sello con los datos legales del lotero, como si, ya ven, de una cadena de montaje se tratara, al final de la cual se hallaba él, mi padre, que los amontonaba uno encima de otro y los palpaba con la fruición recaudatoria de uno de esos viejos avariciosos que aparecen en las novelas de Dickens .

El resultado de la estafa era que si el número en cuestión salía premiado, siquiera parcialmente (esto es, no era necesario que obtuviera el premio gordo, o un segundo o tercero, bastaba que a cada participación le correspondiera un duro por peseta invertida), se desataba el desastre, y mi padre, (y nosotros por extensión), nos convertíamos en delincuentes que habían cometido un timo que afectaba a los millares de personas que confiadamente habían adquirido las participaciones. Cuando tal cosa tenía lugar —y por desdicha tuvo lugar en muchas ocasiones— mi padre ponía pies en polvorosa, desaparecía sin dejar rastro, y era mi madre la que tenía que hacer frente a la reclamaciones furibundas —y legítimas— de la gente que reclamaba su dinero. Transcurridas unas semanas mi padre aparecía de madrugada en la puerta de casa para llevar a cabo, a hurtadillas, una veloz mudanza, con un camión alquilado en el que cargaba los bártulos más imprescindibles, entre los que nos encontrábamos nosotros.

Todo esto me ha venido a la cabeza a raíz de las anécdotas que El País de hoy recoge, relacionadas con el sorteo de ayer. Da cuenta, por ejemplo, de la historia de Antonio, un lotero al cual la Policía Municipal ha retirado una multa que tenía pendiente porque ha repartido un premio de importancia en el barrio. No puedo dejar de imaginar qué clase de recompensa habría obtenido mi padre en circunstancias semejantes.

viernes, noviembre 20, 2009

El Alakrana


Les seré franco: la mayoría de las veces expreso opiniones en este blog en relación a asuntos de los que no tengo la más remota idea. Algunos ya habrán reparado. No sólo me faltan elementos de juicio, sino que, además, carezco, creo, de la formación intelectual para juzgarlos con el rigor y la propiedad de quienes sí estan facultados. Con decirles que la poca información que poseo la obtengo de los medios de comunicación les he dicho todo. Periódicos mayormente. Pero como los diarios acaban tomando partido por una realidad que difiere sutilmente de la verdad, cuando no por completo, de poco sirve acudir a ellos pensando que cuanto leas se acercará a la verosimilitud de lo sucedido. Dicen que la solución al problema es leer varios periódicos de línea editorial opuesta. Pero yo, la verdad, no veo en qué forma puede solventar la cuestión acudir a fuentes que se esfuerzan por alejarlo a uno de la verdad con el fin de llevarlo, como si dijéramos, a la suya propia. En ese caso leer dos periódicos no hace sino duplicar el problema, de igual forma que acudir a tres la triplica. Por no decir que me parece una memez y una pérdida de tiempo escudriñar cuanto periódico salga al marcado a fin de descifrar la verdad. Debiera bastar con uno, y que no sea así es un síntoma del fracaso clamoroso del periodismo.

Lo ideal, me parece a mí, sería leer uno solo que describiera rigurosamente la veracidad de los hechos con la equidistancia obligada. Pero tal cosa resulta, como saben, imposible, lo cual, insisto, dice muy poco en favor de la prensa, habida cuenta que su razón de ser se ha sustentado siempre en esa suerte de código deontológico según el cual el único motivo por el que existe el periodismo es, primero, la búsqueda infatigable de la verdad y, segundo, su difusión incontaminada a cuanto mayor y diverso público sea posible.


Todo ello lo aboca a uno al desaliento, a la desconfianza, y propicia que algunos abordemos la realidad a partir de la pura observación y el instinto, y alcancemos conclusiones que, a priori, difieren de la expresada con unanimidad por los medios de comunicación. A resultas de lo cual puede darse el caso de que uno manifieste opiniones que resulten embarazosas sólo porque no se ciñen a la que han propagado los diferentes medios. Por ejemplo, en el asunto del secuestro del pesquero Alakrana, a tenor de lo que publican, se diría que soy él único que cree inquebrantable esa máxima de que un gobierno no debe negociar bajo ningún concepto con terroristas, secuestradores o delincuentes, del cariz que sean, y si se aventura a hacerlo, deberían dar explicaciones inmediatas de por qué han decidido establecer ese precedente. Parece, asimismo, que no es políticamente correcto señalar que el Alakrana ha provocado todo este embrollo al obviar la zona de seguridad señalada por las autoridades competentes, y adentrarse en territorio hostil o, como si dijéramos, de aguas procelosas en las que los piratas somalíes campan a sus anchas armados hasta los dientes, lo cual sería suficiente para disuadir a cualquiera al que se le pasara por la cabeza hacer lo que finalmente hizo el pesquero español.

Recientemente se ha aprobado una ley en Catalunya que obligará a pagar el rescate a todos aquellos ciudadanos imprudentes que decidan saltarse los avisos metereológicos o de otra índole, e internarse temerariamente en bosques o montañas susceptibles de resultar peligrosas. A partir de ahora, como digo, se les cobrará el dispendio al que ascienda su temeridad, a fin de que el erario público no deba correr con los gastos que se derivan de la imprudencia del primer insensato que se calza unas botas de montaña recién adquiridas y decide estrenarlas pese a los avisos de que arrecia el mayor temporal desde que Noé botó su arca.

Yo, qué quieren que les diga, no veo por qué semejante medida no podría extenderse a las aguas surcadas de piratas. Pero yo, como digo, no tengo ni puta idea de lo que hablo. Y, a veces, ni falta que me hace.

viernes, octubre 23, 2009

La puta llave de marras.

Hoy se me ha caído la llave del coche en una alcantarilla. El suceso es ya de por sí suficientemente molesto, y depara no pocos quebrantos como para que se le sume alguna circunstancia más que lo empeore. Pero como soy proclive a padecer las más disparatadas situaciones, ésta no podía ser una excepción. De tal manera que el descenso de mi llave a la profundidad abisal del alcantarillado se ha visto acompañado por un aguacero pertinaz e intenso, una tromba de agua que descendía calle abajo y arrastraba hojas y papeles y plástico y se colaba por el sumidero con el atropello y la urgencia con el que accede la multitud a un centro comercial el primer día de rebajas.

Todo el episodio ha tenido lugar mientras cargaba en brazos con mi hija y la trasladaba desde el automóvil a la guardería, delante de la cual se hallaba estacionado el coche, con las luces de emergencia conectadas, pues estaba mal aparcado, lo que en principio era el menor de los problemas, pues parece ser que frente a los colegios de todo el país se establece un acuerdo tácito entre policía y padres según el cual uno puede dejar el coche como le venga en gana, que no será sancionado durante el tiempo en que se demora la entrada de los niños. Después, maricón el último. Es, como si dijéramos, una especie de moratoria o zona muerta en el código de circulación.

En todo caso, el Seat Ibiza ha quedado parado encima de la inoportuna alcantarilla, en el interior de la cual se ha colado certeramente la llave mientras trataba de cerrar la puerta del vehículo, lo que resultaba sumamente dificultoso, pues en un brazo sostenía a Martina, a quien además trataba de proteger de la lluvia, y en la otra mano el carrito debidamente plegado que tiene la inoportuna virtud de desplegarse cuando le viene en gana.

Casi en cámara lenta he contemplado como la llave caía de mi mano y descendía lentamente y se quedaba cruzada un instante al filo de la rejilla, antes de hacer un último gesto, como de burla, y colarse finalmente hasta desaparecer. Apenas reprimiendo las lágrimas por mi torpeza y mi mala suerte, he llevado a mi hija adentro, y camino de su aula he recordado haber depositado sobre el asiento del acompañante las llaves de casa y el mando a distancia del párking. Y de inmediato ese recuedo me ha conducido a otro: el Seat Ibiza posee un particular sistema de seguridad de cierre de puertas. Si accidentalmente se dejan abiertas, a los diecisiete segundos se cierran automáticamente. Es decir, la única llave de repuesto que permitiría retirar el coche de la zona prohibida en la que se hallaba (la moratoria estaba a punto de concluir) estaba a buen recaudo en casa, pero la llave que abría la puerta de casa estaba a punto de quedar herméticamente atrapada si yo no alcanzaba el Ibiza antes de los mencionados segundos. De manera que he arrojado a mi hija en brazos de su profesora, que la ha cogido al vuelo, y me he marchado con tal precipitación que en lugar de darle el beso de despedida a mi niña se lo he estampado en la mejilla decrépita de una castañera de cartón piedra que han diseñado en la guardería para celebrar la próxima castañada (que, dicho sea de paso, guarda un desconcertante parecido, la castañera, con doña Rogelia). La suerte, por una vez, no me ha sido esquiva, y cuando he llegado junto al coche, resollando y empapado de agua y de sudor a un tiempo, he comprobado con alivio que el sistema de cierre había fallado. Así pues he podido abrirlo, he cogido las llaves y acto seguido me he dirigido a la carrera en dirección a casa, que se encuentra, más o menos, a un kilómetro de la guardería. Por supuesto he realizado el recorrido bajo un diluvio de dimensiones bíblicas, de tal manera que el charco más pequeño que me ha salido al paso era del tamaño del lago de Banyoles. No me hagan mucho caso, pues la visibilidad era más bien precaria, pero juraría haber visto pasar a mi lado una lancha zódiac repleta de gitanos vendiendo colchones. Tal era el tamaño de los charcos.

Por si fuera poco, mientras corría no podía quitarme de la cabeza que la moratoria había finalizado hacía rato, y el Seat Ibiza no sólo estaba mal estacionado, sino que además permanecía con las puertas abiertas, puesto que la llave extraviada era también la que las cerraba, de tal forma que cabía la posibilidad de que al llegar el vehículo hubiera desaparecido, bien porque se lo habría llevado la grúa bien porque algún maleante de tres al cuarto lo hubiera robado realizando un puente.

Pero no ha sido así. El coche, por fortuna, estaba tal y como lo había dejado, con las luces de emergencia destellando tras una espesa cortina de agua que lejos de remitir crecía, al punto que por el rabillo del ojo, mientras mal que bien yo entraba en el coche y me sacudía el pelo empapado y despegaba de mi famélico culo la tela adherida del pantalón tejano mojado, me ha parecido distinguir cómo la zódiac cargada de colchones y de gitanos vociferantes colisionaba con un velero de gran eslora que, juraría, se había quedado varado en mitad del charco. Pero ya les digo que la visibilidad era escasa, y por tanto susceptible esto último de no ceñirse a la verdad.

De regreso en casa me he cambiado de ropa, y he llamado por teléfono a Seat para que me dijeran a cuánto ascendía una copia de la llave:

­­–Cien euros ­–me ha respondido un tipo con la voz tediosa de un adolescente desinteresado por su trabajo.

–Me refiero a las llaves de un coche, no a las de la ciudad –he respondido yo.

–Cien euros. Más iva –ha sentencidado sin más.

Y cuando ya me había resignado a desembolsar semejante cantidad, me he enterado por azar que el ayuntamiento de mi ciudad posee una brigada encargada de solventar ese tipo de contratiempos. Los tipos se desplazan a la zona en la que se ha producido la perdida, pertrechados de un sofisticado imán (todo lo sofisticado que puedes ser un imán, claro está. Es como si dijéramos que una rueda es sofisticada, lo puede ser, en efecto, pero no deja de ser una rueda cuya función es únicamente la de rodar, hacia delante o hacia detrás, pero rodal al fin y al cabo), y un cordel o cable que hacen descender hasta el fondo de la alcantarilla, después de lo cual lo sostienen en vilo y lo hacen levitar por encima de la mierda acumulada, hasta que la llave se adhiere al imán, y sube a la superficie sana y salva.

¿No es maravilloso? Ah, qué cosa extraordinario es proceder de un país que tiene cubierto no sólo las necesidades esenciales de sus ciudadanos, sino también las más superfluas o accesorias. A mí jamás se me hubiera pasado por la cabeza siquiera sospechar que el ayuntamiento de mi ciudad tuviera prevista tal contingencia. Quiero decir que yo he viajado a otros países y se me antoja improbable que sus ciudadanos puedan gozar de un servicio similar. En Estambul, por ejemplo, me sorprendió que las aceras no estuvieran provista de desniveles o rampas que facilitaran el paso a las personas que se desplazaban en silla de ruedas. Lo cual es especialmente grave en una ciudad cuyas aceras son tremendamente altas, al punto que uno no se baja de ellas, sino que se arroja como el que se arroja de un precipicio. Pero aquí no sucede tal cosa. Ni de lejos. En nuestro país está previsto, ya ven, cualquier eventualidad.

viernes, octubre 09, 2009

Normativa



Cada vez que uno de los países que se baten en Irak o Afganistán sufre una baja surgen voces que cuestionan que sus respectivos ejércitos permanezcan aún en el conflicto, como si ser herido o causar baja en una contienda bélica fuese una anomalía imprevista, sobre la cual, cuando ésta se produce, se deban pedir explicaciones al enemigo por obrar con tan mala fe y disparar con manifiesta intención de causar perjuicio. En tal caso sería bueno que antes de ir a la guerra se le exigiera al adversario supeditarse a un código deontológico que excluyera la violencia. Entre muchas otras cláusulas dicho código incluiría, por ejemplo, la obligación de situar una banderilla en forma de triángulo isósceles, confeccionado con loneta fluorescente, que se alzaría setenta y cinco centímetros por encima de la línea del suelo, y se hallaría a una distancia de no menos de dos centímetros de las minas antitanque, a fin de que los carros de combate pudieran avistarlas con tiempo suficiente para sortearlas sin que se produjera la molesta deflagración.

Si bien no sería una medida de obligado cumplimiento, sí sería en todo caso aconsejable que las tropas responsables de colocar las minas -más conocidas como enemigo o insurrectos- situaran en los márgenes del camino, carretera o paraje, por inhóspito que este fuera, las correspondientes señales de tráfico, con el aviso de Zona de minas o Campo minado, o cualquier otra alocución similar que advirtiera del peligro inmediato. La distancia entre las señales y la zona en cuestión no debería ser inferior a un centenar de metros, lo suficiente para que vehículos de semejante envergadura pudieran realizar un cambio de sentido y tomar una vía alternativa, libre de riesgo. Asimismo sería responsabilidad del enemigo o insurrecto señalizar esta segunda carretera, camino o paraje con las indicaciones viarias que dejaran constancia de su carácter de lugar despejado de toda amenaza.

Cabría redactar también un conjunto de reglas que regulara las actividades de los terroristas suicidas, sobre cuya labor, convendrán conmigo, existe un flagrante vacío legal. Así, cualquier voluntario que se prestase a la inmolación debería ajustarse por ley a esa normativa específica, cuyo primer punto señalaría la obligación del suicida de ataviarse de indumentaria que lo identificara como tal. La vestimenta podría ser de carácter ornamental, sumamente vistosa en lo que a colores atañe, y en modo alguno compartida por otros ciudadanos. Todo ello con objeto de que las posibles víctimas la identificasen de inmediato. Además, en previsión a circunstancias especiales, tales como que los ciudadanos padezcan daltonismo o cualquier otra patología que les dificultase la visión, el suicida debería anunciar la explosión a viva voz (declamando expresiones como Que me mato, Que me exploto o Se va a liar parda), y esperar no menos de diez minutos entre el anuncio de ésta y la consumación del acto. Los suicidas que no observasen con rigor la normativa vigente serían objeto de sanciones, a determinar según los casos.

Por último, cualquier país que pudiera aspirar a ser invadido o tomado por las tropas aliadas, ya fuera en misión de paz o con objeto de chuparle hasta la última gota de petroleo, que se manifestara alguna objeción o negara a aceptar lo arriba mencionado, desaparecería con caracter inmediato de la lista de países susceptibles de sufrir invasión, con lo que perderían la ocasión inmejorable de alcanzar algún día la condición de Democracia avanzada, el fin último por el que son invadidos.










sábado, septiembre 19, 2009

Me la trae floja



Me pregunto si soy la única persona que encuentra ridículo que David Meca apareza en todas las fotografías que le toman con la señal de las gafas de nadar marcadas en torno a los ojos. Puedo entender que aparezca de tal guisa a la conclusión de uno de los entrenamientos que lleva a cabo para batir uno de esos récord tan asombrosos como inútiles, pero, virgen santa, ¿es necesario también que aparezca así en una gala de televisión, o en una entrega de premios, o en una telenovela o en un anuncio, o en cualquier otro berengenal mediático a los que tan aficionado parece ser? Me niego a creer que no exista un maquillaje lo suficientemente eficaz para cubrirle esa suerte de antifaz blanco que permanentemente luce en su carita afilada de pez espada. Pongo a dios por testigo que yo, con estos ojitos, he visto algún documental sobre competiciones de culturismo en que los hiperbólicos cachas que competían se pasaban por el cuerpo un rodillo impregnado en maquillaje que, de tan competente como era, acababa cubriéndoles hasta el vello de los cojones, de tal forma que los tipos parecían poseer un bronceado que para sí lo quisiera una pija de Marbella. Cómo no va a existir en el mercado, entonces, un maquillaje que oculte la puta marca que Meca exhibe de continuo alrededor de los ojos. Tiene que haberlo coño, y si el tipo se precia en no emplearlo es porque en el fondo le gusta exhibirse con ese aspecto, lo cual multiplica por dos o por tres la poca simpatía que me merece. Porque sí, si no se han percatado, lo admito, el tipo me cae mal. A decir verdad me cae como el culo, y lo más llamativo es que si tuviera que argumentar mi animadversión sería incapaz de hacerlo. No poseo evidencias razonadas que sostengan mi animosidad. Simplemente no lo puedo tragar, y semejante circunstancia no cambiará por más que otros pretendan convencerme de que el tipo no ha hecho nada para merecer mi ojeriza. Me trae sin cuidado que hayan leído que alguien ha dicho que una vez escuchó de pasada que una persona comentaba que le parecía o sospechaba o intuía, o incluso sabía a ciencia cierta que Meca era un gran tipo, y que el dinero que obtenía de sus récords y el que proporcionan sus diversas ocupaciones lo empleaba en erradicar la hambruna que asola la Tierra. Me la trae floja, por mí como si quiere cubrir de agua el desierto del Sahara. El tipo me sigue cayendo como el culo. ¿Por qué? Ni puta idea. Me cae mal y ya está. Debe ser algo similar a lo que me sucede con el gazpacho. Y que me perdone el gazpacho por el símil. No me gusta, lo detesto, y sin embargo en mis cuarenta y un años de vida jamás lo he probado. Ni una sola vez. Ni siquiera he hecho intención de acercarme una cuchara a los labios, lo cual tiene mérito, pues según cuentan mis hermanas mi madre lo hacía delicioso. Pues no me gusta. Como Meca.

martes, agosto 25, 2009

Ni puta idea

La semana pasada, en el trabajo, se me acercó a la mesa Hamza, un joven de origen magrebí con el que tengo cierta confianza, y me preguntó con preocupación qué sabía yo de la gripe "esa" de la que tanto se hablaba en televisión. Me di cuenta de que era una ocasión inmejorable para exhibir mi oratoria florida, adquirida durante años de lectura pertinaz, y ciertamente desaprovechada debido a mi entorno de trabajo, nada proclive a exhibiciones de ese tipo. Me puse a ello, y le dije la verdad, esto es, que en realidad no sabía gran cosa, que carecía de detalles relevantes que pudieran aliviar su desazón, y que lo poco que había leído en la prensa hasta ese momento me había sumido en una confusión aún mayor, razón por la cual, le insistí, había desistido hacía tiempo en el propósito de saber más. En cualquier caso, proseguí, yo había llegado a la conclusión de que la aparente gravedad de la situación era más una invención de los medios de comunicación, tan propensos a propagar el alarmismo en lugar de evitarlo, que una realidad médica, habida cuenta la unanimidad manifestada por la comunidad científica respecto a ese alarmismo innecesario. Hamza frució el entrecejo y esbozo una expresión de completa incomprensión, muy parecida a la que se le queda a mi hija Martina, de veintidós meses, cuando reclama su chupete y su madre se planta frente a ella y le argumenta por qué motivo no está dispuesta a dárselo. A ver, Martina, le dice mi mujer a la niña, tú y yo hemos llegado a un acuerdo más o menos tácito según el cual el chupete sólo es pertinente en uno de estos dos supuestos: que procedas a conciliar el sueño o que emprendamos un largo viaje en coche, ¿acaso ves que se produzca una de esas dos circunstancias?
Martina permanece en silencio durante unos segundos, mira a su madre y a mí sucesivamente, y al final exclama: ¡Chupete!
Yo miro a Hamza, y él me devuelve la mirada, y yo insisto y lo vuelvo a mirar sin decir palabra, con intención de obligarlo a que realice un pequeño esfuerzo, siquiera mínimo, para descifrar una explicación, la mía, que a mí se me antoja meridianamente clara. Pero él continúa ahí, parado delante de mi mesa, mirándome como si yo hubiera contraído con él una deuda o un compromiso que aún estuviera por zanjar o cumplir.
Ni puta idea de la gripe, Hamza, ni puta idea, le digo, y en lo único que puedo pensar mientras lo veo marchar es en hacer una pira en medio del comedor con todos los libros que atesoro y prenderles fuego.

viernes, agosto 14, 2009

Unanimidad


En mi ya larga relación con los libros jamás había asistido a semejante unanimidad en la elección de la lectura estival. Ni siquiera La sombra del viento o La catedral del mar o, me aventuro a afirmar, el mismísimo El código Da Vinci, del ágrafo Dan Brown, pueden vanagloriarse, ni de lejos, de haber atrapado la atención de una muchedumbre tan apabullante de lectores como en cambio sí ha tenido a bien conseguir la saga Millennium. En los lugares más insospechados he hallado a algún lector sumergido en la lectura absorbente (así cabe deducir a juzgar por la expresión dibujada en sus rostros) de uno de los tres gruesos ejemplares de los que se compone la serie. En alguna ocasión, en la playa, he alzado, medio insomne, la cabeza de la toalla y he presenciado con estupor que de la arena brotaban, como tubérculos, innumerables ejemplares sostenidos en vilo por las bronceadas manos de mis vecinos de parcela arenal, y casi he sentido que quebrantaba alguna ley (siquiera estética) por no haber escogido la misma lectura que el resto compañeros de playa. En efecto, no lo he hecho. Quizá más adelante, cuando el fervor lector haya menguado. Entretanto continúo disfrutando en Sant Feliu de Guixols de uno de los veranos más calurosos que alcanzo a recordar.

lunes, marzo 30, 2009

Pequeños asuntos de un día corriente

Acabo de saber de la existencia de un término que se aplica en psicología que define exactamente mi estado de ánimo actual. Se trata de la Indefensión aprendida o adquirida, que se aplica por lo general a todas equellas personas que, hallándose en una situación más o menos compleja, se muestran predispuestas a permanecer pasivos frente a un problema que consideran no tiene solución. Cabría hablar, pues, de una suerte de resignación frente a la naturaleza inamovible de las cosas. Yo, no sé si por la edad o por desidia, o porque una cosa conduce inevitablemente a la otra, cada vez me complazco más en adoptar esa aptitud: que el mundo y sus pequeñas tiranías me resbalen como la lluvia lo hace en el vidrio. O su alternativa menos lírica felizmente popularizada por el entrañable Labordeta: a la mierda con todo.
Mi mujer se ha sumado a esa moda tan innecesaria de desvelar los pormenores de asuntos cuya naturaleza no debería nunca ser revelada. Ahora le ha dado por hacer un Making Of de los platos que tiene a bien cocinar. Lo más intorelabe es que revela con especial fruición aquellos platos alguno de cuyos condimentos yo detesto o me producen rechazo desde la más tierna infancia. Se planta delante de mí mientras engullo el plato y después de observarme en silencio con expresión de cierto deleite malévolo, me pregunta si me ha gustado, y cuando le digo que sí casi en estado de somnolencia a causa del opíparo condumio, y asintiendo con la cabeza al tiempo que me froto la barriga y casi hurgo entres los intersticios de mi dentadura con un palillo, ella se levanta y empieza a señalarme con el dedo índice y me revela en nombre del fatídico condimento a la vez que rie como lo hace todo malo de película.

Salgo a la calle, y en mitad de ella me cruzo con el señor Ángel y cambio una pocas palabras con él. Es un hombre octegenario de una vitalidad y lucidez fuera de lo común en edad tan avanzada. Siempre que nos encontramos aprovecha para rescatar alguna anecdota de la guerra o me explica algún chiste. ¿Sabes cuál es el lugar más seguro para resguardarse de una tormenta eléctrica especialmente virulenta?, me pregunta en esta ocasión. No, respondo. Al lado de tu suega, porque no hay rayo que las parta, añade con una sonrisa taimada mientras se aleja con su andar característico, las manos cruzadas a la espalda, como en un estado permanente de reflexión.

lunes, febrero 23, 2009

El mal

Asisto como oyente a una tertulia radiofónica a propósito del caso espeluznante de esa adolescente arrojada al rió Guadalquivir. Según algunos indicios, en modo alguno concluyentes, cabe la posibilidad de que hubiera sido lanzada todavía con vida, lo que incrementa el grado de horror que ya de por sí posee el suceso. Enseguida aparece en la tertulia el análisis de un ilustre sociólogo que califica de víctimas de la sociedad al presunto asesino u homicida. El argumento del que echa mano es bien conocido: crecer en un entorno hostil predispone a delinquir o imitar el patrón observado. No bien ha acabado el sociólogo de exponer los argumentos con los que sostiene su tesis, que ya han arremetido contra él el resto de tertulianos, aduciendo una circunstancia con la que coincido plenamente, a saber: la certeza de que la maldad existe, la maldad gratuita en tanto condición inherente al ser humano fuera de toda pretendida supeditación a causas externas constituye una realidad innegable. El mal, el mal absoluto que se ejerce contra otros por el puro placer de asistir al sufrimiento ajeno es unas de las señas de identidad del ser humano. Es cierto que la predisposición a cometer delitos o convertirse en un pendenciero indeseable es tanto mayor cuanto mayor es el número de pendencieros indeseables de los que uno se rodea, pero no lo es menos que muchos otros cuya infancia se ha desarrollado en medio de un entorno envilecido y turbio no les ha dado por asesinar ni maltratar a nadie. Se diría que a veces estos expertos intelectualizan todo demasiado, y reflexionan en exceso a propósito de asuntos cuya explicación es de una lógica y evidencia abrumadoras. Y se diría, además, que proceden de tal forma con objeto de atenuar y hasta deslegitimar el sentimiento que toda persona de bien experimenta cuando conoce sucesos de semejante crueldad, esto es, el de rechazo y odio y hasta deseo de venganza legítimos que les merecen los malnacidos que perpetran semejantes crímenes.

miércoles, febrero 11, 2009

Caso Englano




A propósito de la controversia respecto al caso Englano, hoy Arcadi Espada apunta en su blog una reflexión que me parece acertadísima y del todo punto imprescindible. Dejo aquí un parágrafo, aunque haríais bien en leer el texto completo.

"(...) Estos grandes defensores de la vida, como se llaman a sí mismos, suelen mostrarse muy contrarios a cualquier intervención “artificial” en los procesos de gestación: prefieren niños enfermos antes que la selección genética. Sospecho que, ahora, no han debido de meditar sobre los sofisticados mecanismos “artificiales” que les permitían seguir hablando de la vida de la señora Englano. Se han convertido, de pronto y quién lo diría, en unos implacables promotores de “la vida de laboratorio”, el sintagma que tanto les repugna."

viernes, enero 16, 2009

La instauración de la mediocridad

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He tenido una revelación, de seguro tardía habida cuenta mi propensión a desentrañar los misterios de la vida con mayor tardanza que una persona corriente; ni siquiera, ay, meramente perspicaz o atenta. La revelación ha sobrevenido mientras volvía a ver la serie El ala oeste de la Casa Blanca, en mi opinión una de las más extraordinarias ficciones que ha parido la caja tonta, cuya sola existencia, la de la serie, pone en tela de juicio que la caja merezca permanentemente a su lado el adjetivo tonta.

Mi hallazgo consiste en haber apreciado, por fin, en qué se diferencia el político brillante o más o menos correcto del mediocre o definitivamente inepto, a saber: puesto que es conocido que no hay político que despegue los labios sin el previo consejo de su camarilla conspiradora de asesores, el brillante o más o menos correcto jamás dejará entrever, en el desempeño de los actos a los que lo aboca el cargo, los finos hilos que de su espalda cuelgan hasta la cruceta que sostienen sus consejeros, y hasta parecerá que cuanto dice y hace procede de su entera voluntad; mientras que de la espalda del mediocre o decididamente inepto dichos hilos colgaran a la vista de todos. Y en el supuesto que los citados asesores propusieran llevar a cabo alguna recomendación descabellada que pudiera ir en menoscabo del político, el brillante o más o menos correcto será lo suficientemente avezado o clarividente para negarse a llevarlo a la práctica, mientras que el mediocre o decididamente inepto obedecerá a pie juntillas, procediendo sin vacilación ni objeción alguna a culminar el disparate propuesto.

Verbigracia: un político brillante o más o menos correcto jamás se hubiera prestado a decir en público que frecuenta la lengua catalana en la intimidad, como tuvo a bien confesar José María Aznar en televisión, para hilaridad de quienes lo escucharon aquella noche memorable en la que, como si dijéramos, dio comienzo en España el reinado de la mediocridad.