lunes, diciembre 22, 2014

Dios

—¿Crees en Dios?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Menuda respuesta.
—¿Qué tiene de malo?
—No es suficiente.
—No creo en Dios porque no lo he visto nunca. ¿Mejor?
—¿Sólo crees en lo que ves?
—La mayoría de veces.
—¿Y si Dios se te apareciera ahora mismo?
—Eso no va a suceder.
—Imagínatelo por un momento, su presencia, aquí, frente a nosotros. ¿Creerías entonces?
—No sé si creería más o menos de lo que creo ahora, pero sé que lo despreciaría mucho más de lo que lo he despreciado nunca.
—¿Por qué?
—Por omisión del deber de socorro.
—Explícate.
— Por haber estado siempre ahí, impasible, imperturbable, sin hacer nunca nada.
—Qué culpa tendrá él de lo que hagamos nosotros.
—¿No somos una creación suya?
—Eso dicen.
—Entonces tiene todas las culpas.
—¿Crees que Dios tiene que responsabilizarse de todos y cada uno de las personas que habitan la Tierra?
—¿Acaso no lo hago yo de mis hijos?
—No es lo mismo.
—Te equivocas. Si traigo hijos al mundo, y después me despreocupo de ellos y los abandono a su suerte, soy responsable de sus actos.
—¿Te das cuenta de que no crees en Dios pero en realidad te expresas como si creyeras?
—No sé si te entiendo.
—Que hablas de él como si hablaras de una persona conocida con la que estuvieras resentido.
—Tal vez focalice en el concepto «Dios» mi animadversión hacia las personas que hacen de Dios el centro de sus vidas.
—¿Y qué si eso sucede?
—La vida no se entrega a nadie: se vive
—La gente tiene derecho a creer en lo que le plazca.
—Faltaría más. Pero cuando crees en algo tarde o temprano tratas de convencer a otros de que crean en lo mismo que crees tú.
—¿Crees que eso pasa?
—¿Lo dudas?
—En algunos casos pasará y en otros no.
—Pues no debería pasar nunca.
—Pero ¿no haces tú lo mismo?
—En absoluto.
—¿No tratas tú de convencer a la gente de que Dios no existe?
—Jamás.
—¿No vas tú por ahí proclamando en voz alta tu ateísmo?
—De ninguna manera. Lo más que hago es propagar las virtudes de la ciencia.
—¿Crees en la ciencia?
—¿Se puede no creer?
—Me refiero a si crees que la ciencia es para ti lo que Dios para los creyentes.
—La ciencia es Dios incluso para los creyentes, aunque algunos no lo saben, y los que lo saben se niegan a admitirlo.
—¿Por qué se niegan a admitirlo?
—Porque es más fácil creer que saber.
—¿Cómo?
—Creer no requiere más esfuerzo que la voluntad de querer creer. Sin embargo, para saber hay que realizar el esfuerzo intelectual de aprender, de comprender, y no todo el mundo está dispuesto a realizar ese esfuerzo.
—Pero los creyentes también acuden a la ciencia, llevan a sus familiares al médico, los ingresan en los hospitales.
—Pero si se curan, dicen que ha sido gracias a Dios, y si se mueren, también. En cualquiera de los casos, prevalece la voluntad de Dios.
—¿Y eso no te gusta?
—Me repugna.
—¿Por qué?
—Porque ignora al ser humano, menosprecia su capacidad inmensa para hacer cosas extraordinarias.
—También hace cosas espantosas.
—Sin duda.
—¿Entonces?
—Entonces nada. El ser humano es capaz de lo mejor y lo peor. Ya está. No hay más. Y cualquier abstracción o discurso de naturaleza divina nos distrae del que debería ser nuestro objetivo principal: conocernos, averiguar por qué los seres humanos hacemos lo que hacemos, por qué actuamos como actuamos. Y para saber eso no necesitamos a Dios, ya inventamos el mejor instrumento que quepa imaginar para conseguirlo.
—¿Cuál?
—La literatura.