sábado, octubre 29, 2011

¿Quién regará los rosales?

El 18 de octubre de 1998 el juez Baltasar Garzón hizo detener en Londres al dictador Augusto Pinochet. En los días y semanas que siguieron los periódicos dieron cuenta de infinidad de testimonios de ciudadanos que habían sido torturados durante la dictadura chilena. Torturados, asesinados, desaparecidos: aniquilados. Un día, en El Periódico de Catalunya, leí un suelto en el que relataban una historia sorprendente, tanto más sorprendente cuanto más veraz era. No bien acabé de leerla pensé que allí había un cuento. Me puse a ello. Por aquel entonces yo sólo vivía para la literatura. No había nada que me interesara más. Leía y escribía sin parar. Pero sobre todo leía. Horas y horas sin más interrupción que las visitas de rigor al lavabo. La literatura y el lenguaje lo eran todo para mí. Incluso dejé de dibujar, otro de los grandes placeres que han ocupado mi vida desde que era un crío.

Me sumergí en la escritura de ese relato con la misma metodología que un profesional: pasé horas navegando por internet, recabando testimonios de torturados y torturadores, de asociaciones de víctimas; haciendo acopio, en suma, de todo aquello que me ayudara a escribir el relato. Estaba tan obsesionados que apenas podía prestar atención a nada que no tuviera que ver con él.

Terminé el cuento. El primer título que se me ocurrió, fue Pura mierda (si leéis el relato entenderéis por qué), pero un amigo argentino al que se lo di a leer me lo quitó de la cabeza, aunque debo admitir que opuse mucha resistencia, porque había tenido en mente ese título casi antes de empezar a escribirlo. El caso es que estaba tan eufórico con el resultado que lo envié al Certámen Internacional NH Relatos, por entonces uno de los concurso de relatos de mayor dotación y prestigio, no en vano lo habían ganado escritores de valía contrastada.

Un día, la secretaria de la empresa de estampados en la que yo trabajaba, bajó del despacho y me dijo que tenía una llamada. Era Pilar. Había llegado a casa y escuchado en el contestador automático la voz de un tipo que anunciaba que mi relato había quedado finalista. Teníamos dos billetes de avion a Madrid pagados, estancia en hotel, y cena con menú de Ferran Adrià en el Casino de Madrid, donde se haría público el fallo del jurado.

Paseando por las calles de un Madrid invernal, no miento si digo que seguramente fueron los dos días más felices y excitantes que hemos vivido Pilar y yo. Dos años más tardes volví a quedar finalista con un relato titulado Ucronía, y aunque fue una experiencia extraordinaria, no fue comparable a la primera vez.


Aquí os dejo el relato.


¿Quién regará los rosales?


¿Recuerdas el día que lo descubrí? Tú y yo estábamos juntos, aquí, en esta misma habitación, disponiendo la cena sobre la mesa, que esa noche, fieles al orden escrupuloso que establecimos antes de compartir el piso de estudiantes, me tocaba preparar a mí. Ya cenando, seguimos muy atentos la entrevista que Julio Pernás le realizó, y en la que Ana, tan desconocida todavía, relató, pormenorizadamente, todas las salvajadas que padeció durante las seis semanas que estuvo retenida. Y cuando levantó la camisa, ¿lo recuerdas verdad?, cuando alzó la camisa y enseñó las quemaduras que los cigarrillos habían dejado en su piel, y seguidamente, sin pudor alguno, se desplazó a un lado el sostén y mostró a la cámara el seno sin pezón, tú dijiste: qué hijo de puta. Lo recuerdo perfectamente, te mordiste el labio con rabia y pronunciaste entre dientes, como si lanzaras un bufido en el que se concentraba todo el desprecio que te cabía dentro: menudo hijo de puta. Y entonces yo repetí lo mismo: qué hijo de puta, lejos de sospechar la importancia que tendría en mi vida lo que aquella mujer había de relatar al país entero.


De nuevo he de hurgar en el pasado para hallar el principio de todo, una frase intrascendente que por algún motivo quedó presa en mi conciencia y en la de Ana simultáneamente. Sucedió años atrás, siendo niño, quince años antes de presenciar la entrevista en televisión. Transcurrían las primeras semanas del golpe, mi madre y yo regresábamos a casa del colegio, mamá me sujetaba de la mano y tiraba de mí cada vez que me quedaba rezagado, contemplando los escaparates de la Avenida Guzmán, rebosante de tiendas y bordeada de innumerables álamos, cuyas sombras, como arrojadas con descuido, se proyectaban sobre la acera y yo jugaba a sortearlas con torpes saltos cuando conseguía zafarme de mamá. Y allí lo vi, ocupando gran parte del aparador de la juguetería Almán, discurriendo con apacible ritmo por entre pequeñísimos árboles y diminutas figuras humanas, desapareciendo breve tiempo en el interior de una montaña de cartón piedra para aparecer de nuevo frente a mí, que lo contemplaba maravillado al otro lado del escaparate, adherido al cristal, como sumido en un trance, desoyendo las advertencias de mi madre, y demorando el regreso a casa hasta no obtener de ella la promesa de comprarme ese tren. Mamá, muy enojada, me apremiaba a marchar de allí, y como no le hiciera caso (ya en sus visitas a la universidad conociste las monótonas letanías en las que evocaba mi propensión a la indisciplina), paralizado como estaba delante del aparador, me apartó de él agarrándome por cuello del jersey, y me sacó de la Avenida Guzmán a empellones, antes de que padeciera uno de sus frecuentes ataques asmáticos, o bien cayera sobre la ciudad el toque de queda.


Recuerdo que las tanquetas habían desaparecido ya de las calles, sustituidas en menor número por coches celulares. La Junta Militar de Garrido, encauzados ya los primeros días de incertidumbre, y aplastado algún brote de tibia oposición, gobernaba el país con pulso férreo, si bien todavía estaba lejos de alcanzar la infinita brutalidad de la que sería capaz. Se conoce que fue por entonces cuando comenzaron los secuestros y las desapariciones.


Ni siquiera dejaron que nos vistiéramos, dijo la mujer al presentador tapándose de nuevo el pecho. El periodista Julio Pernás, azorado aún por la visión del pezón cercenado, conservó sin embargo la compostura ante la cámara, y preguntó a Ana si los militares guardaban motivos para sospechar de ella y su marido, si existía un pretexto válido para que los sacaran de casa de madrugada y los trasladaran a las dependencias policiales. Ana no ocultó su enojo ante la pregunta y lanzó una mirada iracunda al presentador, porque fue la misma que durante años había de formularse gran parte del país para justificar tanto horror, y disculpar así la tácita pasividad que muchos demostraron frente a los secuestros y crímenes. Si te arrestaban debían tener un motivo, de tal forma pretextaron las represiones y el ensañamiento que procuraron a los detenidos. Como si existiera una línea a partir de la cual las torturas y las degradaciones tuvieran justificación, y aún fueran necesarias para el correcto funcionamiento del orden impuesto.


Confesionarios, corrigió Ana al abrumado periodista, así los llamaban, y no dependencias policiales, ni centros, ni oficinas; confesionarios donde el Sacerdote (como gustaba denominarse) te tomaba confesión. Y le respondió que no, de ninguna manera, ni su marido ni ella habían militado en ningún partido político ni participado en movimientos «subversivos», que era como los militares y sus acólitos calificaban a los que fueron susceptibles de sospecha. Hallaron nuestro teléfono, continuó, en casa de un paciente de mi marido. Ése fue nuestro delito, que un hombre poseyera el teléfono de su médico. Por eso nos sometieron a tormento. Pretendían sonsacarnos una información que no poseíamos. Y todos estos años me he preguntado cómo fue posible que no se dieran cuenta que de haber sabido algo se lo hubiéramos contado, porque nadie, ¿me oye usted?, nadie es capaz de soportar tanto sufrimiento.


Sin duda había que reconocerle a Julio Pernás la inveterada destreza con la que se conducía en el medio televisivo. Enseguida se percató de que Ana, por sí sola, se bastaba para apropiarse de la cámara, de modo que la dejó hablar sin apenas interrumpirla, y a partir de ese instante la entrevista no fue sino un monólogo en el que la mujer describió, detalladamente, las torturas que su marido y ella padecieron desde que fueron sacados de su casa.


Nunca vio a los torturadores, le cubrían los ojos en su presencia. Supo que eran tres: el Sacerdote, que era el que conducía el interrogatorio, formulando las preguntas y dando rienda suelta a su pericia para producir tormento de las formas más diversas, y dos más, subordinados de éste, que se turnaban o complementaban en las tareas de ayuda cuando el método utilizado así lo precisaba.


Ignoró todo del lugar en el que estuvieron retenidos. Debió de estar situado, barajó siempre, fuera del casco urbano, en algún arrabal, porque las paredes, dijo, parecían de papel y los gritos hubieran sido escuchados por las viviendas cercanas. Supuso que debió tratarse de una casa muy grande, con varios cuartos cuya utilidad estaba claramente definida: los que se empleaban para torturar y los dispuestos para recuperase de las torturas. Muy cerca de éste último habría una especie de despacho o sala de estar, ya que con frecuencia oyó el sonido de un teléfono.


Ana contó al periodista que nada más llegar los alojaron en habitaciones contiguas, desde las que cada uno asistiría impotente al sufrimiento del otro al término de las sesiones que diariamente les aplicaban. El fino tabique que los separaba no pudo contener los lamentos, que uno imagina prolongados por noches de vigilia.


Julio Pernás le preguntó en qué consistieron las torturas. Y creo recordar que fue entonces (corrígeme si me equivoco, pues hablo de recuerdos que habitan desordenados en mi cabeza), cuando explicó cómo funcionaba la parrilla, un somier al que la amarraban, sometiéndola a descargas eléctricas que alcanzaban los doscientos veinte voltios. La electricidad, describió, te provoca vómitos constantes y una defecación continua. La piel quemada se desprende toda: la de las palmas de las manos, la de los talones, se te va cayendo a costras, como si te estuvieras descomponiendo prematuramente, como si fueras un cadáver con un resto inacabable de vida. En ese estado, continuó, llena de excrementos y con el cuerpo convulso por los electro-shocks, te arrojan de nuevo a la habitación, y si ese día se sienten generosos, te pasan una palangana con agua para que te limpies la mierda que impregna gran parte de ti.


Los primeros días, de madrugada, cuidando de no ser escuchados, se procuraron alivio mutuo, susurrando palabras de aliento que vencían la delgada pared. Ismael, mi vida, aguanta, ¿quién regará los rosales?, le decía Ana, tratando de insertar un pedazo de la cotidianidad perdida en ese marasmo de miedo. Yo cariño; quién sino yo, respondía Ismael, reprimiendo, tal vez, un súbito latigazo de dolor.


A medida que pasaron los días, sin embargo, las secuelas del daño causado fueron consumiendo sus fuerzas. Apenas les restaba voluntad para golpear débilmente el tabique o dibujar sobre él un silencioso trazo con los dedos, y avisarse así, el uno al otro, de que todavía conservaban la vida, de que aún seguían ahí.


Ana, sobreponiéndose a una amenaza de llanto, contó cómo un día no le llegó sonido alguno del cuarto de Ismael y supo que no había sobrevivido. Se precipitó exhausta contra la pared, y la golpeó desesperadamente con los puños, gritando el nombre de su esposo, sollozando de pena, o de dolor, o de rabia y espanto; de todo lo que se puede llorar cuando ya no queda nada a lo que aferrarte, o lo único que queda, la vida, sólo es un obstáculo que se perpetúa en contra de tu voluntad.


Uno de los carceleros entró furioso y la sujetó por los cabellos y la arrastró hasta la palangana. Vamos a bucear un poquito, puta, le gritó, sumergiéndola en el agua podrida en la que aún flotaban disueltas sus propias defecaciones. Apenas me quedaba un resto de aire en los pulmones, narró Ana, cuando sacó mi cabeza de la palangana y me lanzó contra un rincón. A poco de irse, me abalancé sobre el balde y alzándolo por encima de mí, ingerí todo el agua que pude. Quería suicidarme, ¿sabe?, acabar de una vez. Pero no funcionó, y ya ve usted, agregó mirando fijo a Julio Pernás, aquí andamos, soportando la pesada carga de mi propia existencia. El tiempo lo cura todo, te dice la gente; eso no es más que pura charlatanería; cada día que pasa añoro más esos detalles cotidianos que compartía con él, y en el curso de los años van cobrando doloroso significado. Su mano apareciendo por entre los pliegues vaporosos de la cortina, acercándome el albornoz olvidado; su mentón reposando en mi hombro, ambos frente al espejo, mientras me sube la cremallera del vestido, lenta, muy lentamente. El brillo dichoso en sus ojos cuando regaba los rosales y las enredaderas que desbordan la fachada de nuestro ático, en la calle Peñal.
Todos esos breves instantes que nadie debería perder.


El estudio de televisión pareció sobrecogerse en un silencio inacabable. También nosotros, tú y yo; recuerdo que aparté los ojos de la pantalla y miré la piel erizada de tu brazo, como la de los míos. Incluso al avezado Julio Pernás le sobrevino un enmudecimiento súbito, propio de un principiante azorado ante la presencia pavorosa de la cámara.


Se diría que Ana quedó presa por la inercia de su relato, pues ya no pudo detenerse hasta que lo hubo explicado todo, como si al hacerlo se desprendiera de un lastre que la había estado hundiendo desde entonces. Contó por fin el día en que el Sacerdote se cebó con ella, el mismo día que en yo, quién sabe si próximo a ella, andaba pataleando a lo largo de toda la Avenida Guzmán. Qué paradójica es esta puta vida, ¿no te parece? Mientras ella soportaba mil y una perrerías, yo gimoteaba encaprichado con el dichoso tren. Ya en casa, seguro de no quebrantar la voluntad de mamá, me colé en su habitación, y extraje de la cómoda una agenda diminuta en la que hallé el número de teléfono que mi padre había dejado en casa, con la exigencia explícita de utilizarlo sólo en casos de verdadera urgencia, como eran los ataques de asma que mi madre padecía de continuo. Fue en el curso de uno de ellos, por indicación de mamá, cuando supe por primera vez de la existencia de ese número.


Una voz me pidió que esperara. Mi padre no tardó en ponerse y me preguntó inquieto si le sucedía algo a mamá, yo le dije que no; no pasa nada papá, sólo el tren, mamá no me lo quiere comprar. ¿Qué tren?, preguntó él. El de la juguetería Almán, respondí, mamá no me lo quiere comprar. Ahora no es el momento, hijo, cuando llegue a casa hablaremos, dijo. Pero papá es que yo lo quiero, agregué. Luego hijo, respondió, dilatando la pronunciación de cada sílaba, como cargándose de paciencia. Pero papá... Y fue entonces cuando pasó, me lanzó ese grito lleno de una cólera desconocida en él, y ya nunca pude olvidarlo, se quedó aletargado en mi cabeza durante años, como aguardando la historia de Ana para despertar.

¿Eso fue lo que oyó?, le preguntó Julio Pernás.
Sí, respondió Ana; letra por letra, eso fue lo que dijo. Yo estaba allí, crucificada en la cama, pegada al somier por las convulsiones, sangrando a borbotones por el pecho, y el tipo hablaba con toda naturalidad con alguien que parecía ser su hijo. Como si nada ocurriera, ¿me entiende?, como si el cadáver de mi marido o mi cuerpo castigado hasta la sevicia, fueran sólo un pasatiempo para un abúlico padre de familia.


Ese día, el de la llamada, ya ve usted qué locura, me propuse acabar con todo de una vez. Deseaba morir, eso es lo que quería, morir y terminar con esa pesadilla. Y no bien comenzara a torturarme, no dejé de insultarlo, incitándolo, pensé con un poco de suerte también conmigo se les acabaría yendo la cosa de las manos. Y de verdad que conseguí ponerlo furioso. Le lancé escupitajos, le llamé maricón y no sé cuántas cosas más. Y él gritó como un poseso, me llamaba puta y perra, y todas las barbaridades que le venían a la cabeza, mientras apagaba las colillas contra mi piel, o me introducía los alambres en el recto y en los genitales, y ya por completo enajenado, me cortó el pezón. La sangre corría abundante por mi pecho, por todo el tórax. Muchísima sangre. Y fue en ese momento cuando sucedió. Oí cómo la puerta se abría. Escuché susurros entre los que la palabra teléfono apareció clara. Me dejaron sola, estoy segura de que me dejaron sola. Y al salir no se molestaron en cerrar la puerta, ni siquiera la entornaron. Debe ser cosa de la impunidad, sabe usted. No temen nada. Escuché toda la conversación, con más o menos claridad. Se diría que hablaba con su hijo, como ya le dije, y me pareció tan grotesco, tan inhumano. Charlaba apaciblemente con su hijo al propio tiempo que me tenía allí, a su lado, desangrándome. Y luego vino esa frase, la que no consigo olvidar. Bueno, lo cierto es que de aquellos días no he olvidado nada, pero esa frase, fue extraño, antes de pronunciarla, el tono de su voz había sido reposado, contenido, y súbitamente, como si no hubiera podido reprimir durante más tiempo su verdadero temperamento, estalló en un grito furibundo y la dijo, dijo esa frase.


Mierda de niño, deja de joder con el puto tren.

Sabes, cuando Ana desveló a Julio Pernás lo que había escuchado se me heló la sangre. Fue como si las piezas deslavazadas de una parte de mi vida encajaran de repente. Y cada vez que evoco la historia, me angustia lo cerca que estuve de no conocerla, de saber que no puedo luchar contra esos sucesos insignificantes que en ocasiones nos gobiernan. La vida, por suerte, va urdiendo tramas que se desentrañan por sí solas, por ese azar que nos brinda a menudo el destino, o uno de esos juegos caprichosos a los que nos somete la conciencia, cuando retiene a lo largo de los años recuerdos que en apariencia carecen de importancia, como era el caso de ése. Se te meten en la cabeza en el instante en que suceden, y ya no existe forma humana de sacarlos de ella. Se repiten sin pausa, una y otra vez, como el estribillo de una canción que un día resuena infatigable en tu cabeza durante horas. Frases o escenas que tu memoria reproduce con tal obstinación, que acabas persuadido de que tanta insistencia debe obedecer a una razón de ser. Y un día cualquiera, delante del televisor, transcurridos los años, la fortuna les confiere sentido, y el sentido forma, y la forma imagen.


Por eso delaté a mi padre, porque es un torturador y un asesino, y desde que lo supe ya no pude estar cerca de él sin sentir asco, imaginando todas las veces que al llegar del trabajo, durante años, había jugado conmigo y me había besado y cogido en brazos con las mismas manos con las que minutos antes quizá hubiera estado martirizando el cuerpo de alguien; y sólo rozarme con ellas, con sus manos, me producía una náusea que difícilmente podía ya disimular cuando él y mamá decidían visitarme por sorpresa en la facultad.


Tiempo después, en el Juzgado, cuando hube de declarar contra él, ya sí tuve la certeza clara de que mi padre era uno más de ellos, al aparecer en el largo pasillo acompañado de mamá y su habitual séquito de abogados. Un inusitado grupo de periodistas y cámaras de televisión irrumpió de repente en el corredor. Yo aguardaba a las puertas de la sala, sentado frente a los grandes ventanales desde los que asistía a una panorámica privilegiada del trasiego incesante de la ciudad. El cielo aparecía tapado y la lluvia no tardaría en caer. Tú llegaste y te sentaste a mi lado, y me preguntaste si me había enterado. ¿Te has enterado?, ¿te has enterado?, repetías apoyando en mi hombro tu mano. Yo no te contesté, no podía dejar de mirar a mi padre, y de evocar el día en que por primera vez hallé en algún periódico una fotografía en grupo de la Junta Militar. Aquellos semblantes rígidos, ocultos tras grandes gafas de cristal oscuro, la expresión torva y dura que se traslucía tras ellas, y la mueca adusta en sus labios, como si el odio se les hubiera quedado acartonado en sus caras de por vida. Recuerdo que pensé, al observar detenidamente la fotografía, que los propietarios de esos rostros no podían haber nacido para otra cosa que matar y torturar. Y en los pasillos del Tribunal descubrí que el de mi padre había adquirido de pronto el mismo aspecto sombrío de verdugo que ese día atribuí a todos ellos. Así de curiosa es la vida, cuyo devenir por ella va cincelando nuestro aspecto y cada uno de los gestos que llevamos a cabo, moldeándonos de modo tal que finalmente la apariencia que poseemos no es sino la justa consecuencia de la forma en que hemos obrado.


¿Qué es eso de lo que me debía haber enterado?, te pregunté por fin al sentir de nuevo tu mano sobre mi hombro, mientras miraba a mi madre, sujeta al brazo de mi padre, hostigados ambos por el numeroso grupo de periodistas, cuyo cerco trataban de salvar los abogados sin demasiado acierto.


Ana se ha arrojado por el balcón, me dijiste.


Miré los ventanales. Llovía. Llovía suave, una llovizna liviana que se precipitaba por el vidrio, las gotas perdían forma y se hacían trazo contra la verticalidad del cristal. Pensé en Ana cayendo al vacío, la imaginé poco antes, erguida, caminado desafiante por la estrecha balaustrada de su ático, acaso alzando el pie para no pisar las enredaderas que caían serpenteantes por la fachada. Observé, otra vez, la callada fragilidad de mi madre, aferrada al brazo de mi padre, respirando con dificultad. Lo contemplé a él. Me levanté y me encaminé hacia ambos. Tú quisiste detenerme sujetándome la muñeca. Yo te dije que no pasaba nada. Sólo quiero decirle algo, te indiqué. Y marché hacia ellos. Sorprendentemente, los periodistas concitados a su alrededor dejaron el paso libre al ver que me aproximaba. Me detuve a poco menos de un metro de mis padres, y los tres fuimos blanco despiadado de las cámaras. En ese momento, allí parado en medio de la breve luminosidad de los flashes, no sé por qué extraña razón, me vino a la cabeza que ya nadie regaría los rosales y enredaderas de Ana.


Me acerqué a mi padre, y susurré en su oído las últimas palabras que había de dirigirle en vida:


–Eres pura mierda.

jueves, octubre 20, 2011

Conversaciones con mi hija Martina (30)

Pilar llega del trabajo algo cansada. Se tumba en el sofá. Martina merodea en torno a ella. Pilar se hace la dormida. Martina le pregunta:
-¿Qué estas dormida?
Pilar abre los ojos. Martina empieza a hacerle carantoñas y a tratarla como si fuera un bebé mientras le pregunta:
-¿Que te estás haciendo caquita en tu pañal?

martes, octubre 18, 2011

miércoles, octubre 12, 2011

Conversaciones con mi hija Martina (28)

Reflexión de Martina a su madre.
-Mama, si comemos para crecer, y tú no vas a crecer más, ¿por qué sigues comiendo?

jueves, octubre 06, 2011

Mosquito tigre

Los mosquitos tigres se han cebado hoy conmigo, así que he decidido dedicarles una entrada.




DOS FORMAS DE ENFRENTARSE AL PROBLEMA DE LOS MOSQUITOS TIGRE. ELEGID LA QUE MÁS OS GUSTE




1. CONCILIADORA
Estimado sr. Mosquito tigre, me congratula y enorgullece su predisposición natural a pasear por mi piel y alimentarse de mi sangre. Entiendo que existen una atración sexual hacia mí, y me siento halagado por ello, pero debe entender que intentar seducirme mediante picotazos no son maneras de iniciar una relación seria y prolongada, y , además, se reducen considerablemente las opciones de que yo sienta alguna vez por usted algo parecido a lo que usted siente por mí. Le rogaría que en el futuro se abstenga de establecer conmigo relaciones de ese cariz, pues son notablemente molestas.

2. HOSTIL
Mosquito tigre, vaya por delante que me cago en tu puta madre más de cien veces. No, mejor doscientas veces, y de paso en tus putos muertos, cabrón de los cojones. Espero que te estampes contra la luna del coche de Fernando Alonso, mariconazo sin escrúpulos. En lugar de chupar la sangre a traición a gente de buena fe podrías chuparle el nabo al hijo de puta de tu padre, si es que sabes quién es, mierdoso, que eres un mierdoso.

sábado, octubre 01, 2011

Conversaciones con mi hija Martina (27)

He hecho dibujos nuevos para Martina en la pizarra de la cocina. Cuando llega a casa del colegio su madre se lo dice, y ella se dirige a la carrera a la cocina y contempla los dibujos, y con gran entusiasmo no deja de exclamar:
-¡Oh! ¡No me lo esperaba! ¡No me lo esperaba! ¡No me lo esperaba! De verdad, ¡no me lo esperaba!
De repente guarda silencio, su gesto se ensombrece y le pregunta a su madre:
-Mama, ¿qué quiere decir no me lo esperaba?