viernes, julio 27, 2007

Divagando en el Edén



Sin mayor intención que la de informar, proclamo a los presentes que mi menda lerenda disfruta desde ayer de unas merecidísimas (o no) vacaciones que se prolongarán los próximos veintinueve días. Para celebrar semejante acontecimiento, Pilar y yo, aprovechando que en Mataró es festivo con motivo de la celebración de Las Santas, nos hemos trasladado a la Costa Brava para gozar del largo fin de semana en este reducto de paz que es Sant Feliu de Guixols, desde cuya biblioteca escribo la presente entrada. Las condiciones en las que se va a transcurrir nuestra estancia han sido previamente pactadas por los dos, y se reducen a la conocida ley del mínimo esfuerzo, a cuyo inventor, de existir, mando mi más afectuoso y sincero agradecimiento, y la promesa pública de que si el azar, algún día, lo cruza en mi camino, no sienta pudor en presentarse, pues tiene asegurada una cena gratis.
Así pues, no hacer lo que se dice nada es la empresa a la que los dos, Pilar y yo, nos hemos entregado con esfuerzo denodado, lo cual ya ha sido, esto último, motivo de debate, ya que ni siquiera en el noble arte de no hacer nada deseo emplear más energía de la necesaria.
­–Y si de repente... -me ha preguntado Pilar mientras contemplábamos ambos cómo la hoja de un árbol caía demoradamente frente a nosotros, realizando en su descenso una trayectoria en zigzag- si de repente me entran ganas de... qué sé yo, tender unas bragas, ¿qué hago?
–Espera sentada a que se te pasen -le he respondido.

miércoles, julio 25, 2007

La escopeta



Mientras desayuno en la terraza de una cafetería próxima a casa contemplo cómo cae del cielo una cría de gorrión que, tras aletear frenéticamente para intentar levantar vuelo o acaso reducir la velocidad de descenso con objeto de atenuar los efectos del impacto, se precipita en zigzag contra el suelo como un dibujo animado de la Warner, pese a lo cual, en el último momento, realizando un quiebro vertiginoso en la trayectoria de caída, consigue posarse sano y salvo sobre la acera. Con un torpe movimiento de las alas se desplaza hasta el interior del local y se cobija bajo el reposa pies del mostrador. Al poco aparece un hombre que se conoce ha sido testigo del peregrinaje alocado que ha realizado el pajarito, pero que no ha alcanzado a ver dónde ha ido a parar. Inicia su búsqueda con similar zozobra con la que un abuelo rastrearía el paradero de un nieto extraviado en medio de una multitud. Atisba en cuclillas bajo mi mesa y las de alrededor, retrocede para ampliar el campo de visión y realiza, con el ceño fruncido y los brazos en jarra, un rastreo general de la Zona cero. Finalmente le indico dónde se encuentra y lo atrapa sin mayor problema y acto seguido desaparece calle arriba, con una sonrisa de enorme satisfacción dibujada en la cara, acariciando con el dedo pulgar la cabeza que sobresale de entre el enrejado de dedos con los que ha improvisado una jaula.

Esa escena rescata un recuerdo de la infancia. Cuando yo era adolescente, en Sant Feliu de Guixols, formaba parte de un grupo de amigos que mostraban un interés desmesurado por todo cuanto guardara relación con los pájaros. En los patios de sus casas tenían palomares llenos de palomas a las que agasajaban con toda clase de atenciones que a mí, en extremo escrupuloso, se me antojaban excesivas cuando no repugnantes, como darle de beber introduciendo su pico en la boca de ellos, previamente llena de agua. Allí estaban ellos, con las mejillas infladas y medio pico del ave en el interior de sus labios contraídos, saciando al sediento.

A menudo salían de caza echando mano de un método que a mí me pareció, cuando tuve conocimiento de él, de lo más curioso. Subían (subíamos en realidad, yo los acompañaba como mero pero complacido observador) a una montaña cualquiera y buscaban una zona en la que abundaran los arbustos, a continuación impregnaban sus ramas con un producto llamado, recuerdo, liria, una sustancia pegajosa de color verde (parecía chicle) en la que todo pájaro que se posaba quedaba atrapado.

Pese a que a mí nunca me acabó de seducir esa obsesión que perseguía a mis amigos de echar el lazo a todo bicho con pluma que les saliera el paso (yo era más de pasar horas y horas jugando con los Geyperman, unos muñecos articulados que estimularon mi imaginación durante buena parte de mi infancia), aproveché que en casa gozábamos de una desacostumbrada holganza económica (tales situaciones no solían producirse y cuando lo hacían eran, creedme, de muy corta duración), aproveché, digo, para pedirle a mi padre que me comprara por Reyes una escopeta de balines. Mi padre no sólo accedió sin poner la menor objeción, sino que adquirió además una mira telescópica, con la que el rifle guardaba un parecido más que razonable con las armas que portaba mi Geyperman, lo que me puso, demás está señalar, loco de contento.

Ignoro lo que pensarían mis amigos cuando me vieron aparecer con la escopeta. El caso es que mientras ellos untaban con liria los arbustos, yo me agazapé tras unos matorrales próximos, emulando las mismas posturas de guerrilla en las que situaba mis muñecos sobre el mueble del comedor de casa, lugar donde transcurrían la mayoría de aventuras en que yo les embarcaba. Aguardé largo rato la aparición de mis futuras presas, en tanto mis amigos, no sin cierto sarcasmo y regocijo manifiesto, jaleaban al unísono la caza de cada uno de los muchos pájaros que atraparon ese día, mientras yo, encogido tras los matorrales, no efectuaba un solo disparo. A última hora de la tarde, aburrido y a punto de desistir, vi cómo un gorrión se posaba en un arbusto. Apoye la culata en la mejilla y rastreé su paradero con la mira telescópica. Allí estaba, sujeto con sus zarpas diminutas a un rama quebradiza que se balanceaba levemente. Apreté el gatillo, se oyó un zumbido sordo y el pájaro desapareció entre las hojas. Me acerqué en su busca. Rastreé el lugar y lo hice, caigo ahora en la cuenta, de manera similar a la que el hombre ha buscado por la acera y bajo mi mesa el temerario gorrión caído del cielo.

No tardé en encontrarlo. Yacía moribundo entre la hierba, el lomo, cubierto de una sangre oscura, subía y bajaba sin cesar. Deslicé por él mi dedo índice y sentí un palpitar cálido. Lo retiré rápidamente, como si quemara, y me marché a toda velocidad, dejándolo allí.
Creo que esa fue la última vez que cogí aquella escopeta. Con el andar del tiempo, mi padre, a fin de paliar nuestra deteriorada situación económica, a la que más pronto que tarde acabábamos volviendo sin remedio (la cabra, ya sabéis, tira al monte), terminó por venderla o empeñarla. Qué sé yo. El caso es que desapareció de casa y no volví a saber de ella.
Contemplo al hombre caminando calle arriba, con la cría de gorrión a salvo en su mano, y mi dedo pulgar, inconscientemente, acaricia el aire.

viernes, julio 20, 2007

Band of Brother




¿Puedes creer lo que estas viendo?, le pregunta, presa del espanto y el estupor, un soldado a su compañero. Mira esto, marcados como si fueran reses, añade.

Por segunda vez veo la extraordinaria mini serie Band of Brother, compuesta de diez episodios y producida por Steven Spielberg y Tom Hanks, premiada, entre muchos otros galardones, con seis Emmys y un Globo de Oro a la mejor serie para televisión, concedido por el American Film Institute. En España fue emitida por Tele 5, como siempre a esas horas intempestivas en las que generalmente los muy avezados programadores proyectan las obras de mayor enjundia. Su título en español es Hermanos de sangre. Band of Brother narra la historia real de la Compañía Easy, de la 101 Aerotransportada de los Estados Unidos, desde el día D, cuando saltaron en paracaídas sobre la Francia ocupada, hasta la capitulación final del ejército alemán.

Uno de los episodios más conmovedores y que más impresión me produjo fue el noveno, precisamente el que he vuelto a revisar hoy, donde se narra el espantoso descubrimiento por las tropas norteamericanas de uno de los primeros campo de extermino de los que se tuvo conocimiento. Decir que es uno de los episodios más conmovedores no es gratuito, habida cuenta que se trata una serie que destaca precisamente por ofrecer en cada capítulo enormes dosis de emotividad y un verdadero derroche de talento, ya sea en lo que atañe al trabajo actoral, esplendido de principio a fin, como a la escritura talentosa de los guiones y, sobre todo, la espectacular producción, donde se observa que no se ha reparado en gastos.

El episodio lleva por título ¿Por qué luchamos? Después de tomar el pueblo de Landsberg, a una patrulla de seis soldado se les encomienda una misión aparentemente rutinaria: echar un vistazo por las inmediaciones de la localidad a fin de constatar la inexistencia de tropas enemigas. El grupo avanza lentamente por un bosque de enormes abetos, por entre la copa de los cuales caen, perpendicularmente, los haces de luz que se posan sobre el terreno húmedo como cortinas traslúcidas. Pese a que los seis se mantienen vigilantes, avanzando con el rifle apercibido y mirando en derredor para no verse sorprendidos por una refriega sorpresiva, sostienen una conversación distendida, pues la guerra está a punto de concluir y las tropas nazis ya no ofrecen resistencia, y no es necesario, pues, el estado de alerta y vigilancia permanente que han adoptado durante toda la contienda. Al poco, sin embargo, caen en la cuenta de que en el bosque reina un silencio excesivo, y como si presagiaran la inmediatez de un cataclismo, guardan silencio y caminan expectantes, en sigilo, preparados para cualquier contingencia. Entre los árboles que se alzan delante de ellos divisan un llano en el que, al aproximarse, observan que se erige un doble y altísimo cercado de alambradas, al otro lado de las cuales distinguen barracones hundidos en la tierra de los que sólo es visible la techumbre medio derruida, y en medio de todo ello, como un macabro espejismo, sombras famélicas que, entre cadáveres esparcidos por doquier, deambulan desvalidas y trastornadas. Se trata de los prisioneros, tocados con gorros y ataviados de una especie de pijama con gruesas rayas verticales, convertidos en realidad en harapos que emiten hedor a muerte calcinada. Los soldados, pese a estar curtidos por la guerra en toda suerte de calamidades y horrores, contemplan, aturdidos y atónitos, cuanto alcanzan a ver sin acertar a adivinar la importancia de su hallazgo. Se detienen frente a un montículo formado por cadáveres, innumerables cuerpos extremadamente delgados se amontonan unos encima de otros, de entre los cuales surgen brazos consumidos que cuelgan flácidos con una extraña numeración tatuada en el antebrazo.
Como si fueran reses, insiste el soldado señalándolas.
¿Puedes creer lo que estás viendo?, acierta a balbucear el otro antes de enmudecer.
Si tenéis ocasión, no dejéis de ver Band of brother.





lunes, julio 16, 2007

Reflexiones sobre la escritura




Retomar la escritura con la misma intensidad y frecuencia con la que la practicaba antes de sumergirme en los múltiples asuntos que me han ocupado este año, me está costando más de lo que yo esperaba. Cualquier circunstancia me distrae de ese fin y me sumerge en una absorta y estéril contemplación de cuanto me rodea, proceder que tiene como objeto, me temo, eludir los sordos reproches que vierte sobre mí la página en blanco, que me contempla con el cursor palpitante desde la pantalla del ordenador.

Escribir es una tarea a un tiempo placentera y laboriosa, y el preámbulo a su práctica es, en mi caso, una sucesión de divagaciones y pretextos que demoran hasta el infinito el momento de hacerlo. Suscribo, a ese respecto, lo que dijo Fredric Brown: detesto escribir pero adoro haber escrito. Y es que pocas cosas gratifican más que la intuición de haber escrito una página perfecta.

A menudo me pregunto cuál es el motivo para no realizar aquello que más nos satisface, para encontrar mil ocupaciones disparatadas e irrelevantes que lo pospongan una y otra vez. Acaso el temor al fracaso sea uno de ellos. No complacer tus propias expectativas, constatar, en definitiva, que careces de la habilidad necesaria para trasladar al papel (o a la pantalla) aquello que cabalmente deseas expresar.

En muchas ocasiones se da el caso de escribir torrencialmente, presa de una emoción desatada y, por tanto, efímera. En situación semejante los manuales de escritura más elementales establecen una máxima: desestimar lo escrito o guardarlo hasta que la pasión febril bajo la cual se ha redactado desaparezca y se restablezca el estado racional y ponderado con el que se escribe habitualmente. Pocos textos vomitados bajo la pasión irreflexiva de un momento singular resisten después una lectura sosegada. Esa regla, las más de las veces, es respetada por escritores expertos y generalmente desoída por principiantes, mucho más vehementes y reacios a deshacerse del menor párrafo que consideren bien elaborado, conscientes del esfuerzo que les ha llevado escribirlo. Esta reflexión sobre el escritor avezado y el neófito me trae a la memoria otra cita, una aseveración atribuida al escritor Stephen Vizincey, que, aunque no lo parezca, atañe a lo anteriormente comentado: el escritor joven siempre habla de sí mismo incluso cuando habla de los demás; mientras que el autor veterano habla de los demás incluso cuando habla de sí mismo.

Existe otro estado bajo el que la escritura experimenta un impulso o estímulo singular, desacostumbrado, novedoso, si bien no posee ese cariz momentáneo del rapto pasional y enardecido que antes he señalado, sino que se prolonga durante mucho más tiempo y tiene como consecuencia textos menos susceptibles de ser desestimados por no superar un juicio posterior más riguroso. En mi opinión, mi próxima paternidad cabe situarla en este último punto. Quizá yerre, quizá esté por completo equivocado y mis expectativas estén lejos de cumplirse, pero yo espero, de este inmediato período de mi vida, una transformación total en mi percepción del mundo, una visión distinta de las figuras paternas, una dolorosa constatación retroactiva de las injusticias en las que incurrimos los hijos respecto a los padres, las más de las veces conocida demasiado tarde como para disculparnos. O así es mi caso.



jueves, julio 05, 2007

Por fin




Hoy era el día. Cinco meses realizando conjeturas respecto al sexo de nuestro hijo por fin iban a ser resueltas. Algún agorero me había advertido que podía darse el caso de salir de allí sin saberlo, en función de la postura que adopte el bebé podía ocurrir que no se advirtiera con claridad. ¡Ja, yo no salgo de allí sin saberlo!, me había apresurado a contestar. En efecto, me había empeñado en que no saldría del edificio sin saber el sexo de nuestro bebé. Aunque tuviera que coger a la doctora por la pechera y atrincherarme en la sala donde realizan las ecografías. De allí no me movía nadie hasta que acertáramos, o ella sola o con nuestra ayuda, a vislumbrar de una vez por todas que había entre las piernas de nuestro retoño.

Pilar, de camino al médico, había comido con fruición un croissant de chocolate porque alguna licenciada en obstetricia, con Máster en Repostería por la universidad de Michigan, le había aconsejado que la ingestión de chocolate facilita que el bebé se mueva, y por tanto favorecería la visibilidad.

La ecografía estaba programada a primera hora. A las ocho y media de la mañana. Y allí estábamos ambos, a la hora indicada. No tardó la doctora en deslizar por el vientre untado de Pilar esa especie de mando a distancia, como quien se aventura por una pendiente nevada a lomos de un trineo, así recorría la barriga sinuosa de mi esposa, subiendo y bajando con suavidad, deteniéndose de tanto en tanto y mirando el monitor con atención. De repente un bombeo apresurado ha estallado en la habitación. El corazón de nuestro bebé ha latido desatado, quizá con más fuerza de lo normal, como si supiera que fuera, al otro lado del seno que lo cobija, el cuerpo de su madre, sus padres aguardábamos una señal suya. Y Pilar le ha respondido con un estremecimiento súbito, con un llanto dulce y quedo. ¿Te he hecho daño?, ha inquirido la doctora, alarmada al verla llorar. No, es la emoción, ha respondido Pilar con un gemido, apenas un susurro mientras se enjugaba las lágrimas.

La doctora no ha tardado en expresar su malestar. Tu bebé no quiere cambiar de postura, nos ha dicho. Tenéis un bebé testarudo, pero yo lo soy más, ha añadido mientras trataba de obligar a nuestro pequeño a modificar su posición. Yo he echado la vista al cielo con resignación y he pensado: como duerma sólo una tercera parte de lo que acostumbra a dormir su madre ese no se mueve ni aunque le metamos en vena dos toneladas de chocolate. ¿Queréis saber si es niño o niña?, ha preguntado la muy letrada. ¿Qué si queremos saber si es niño o niña? ¿Qué si queremos saber si es niño o niña? No, si te parece hemos venido aquí a hablar de mi libro, o de qué tiempo va a hacer este fin de semana en Madagascar, o a cuánto va el kilo de hojas de morera en Túnez, o cómo marcha mi tesis doctoral sobre la influencia que ha obrado en Spilberg el cine de Pajares y Esteso. ¡Pues claro que queremos saber el sexo del bebé! Bueno, dice la doctora señalando el monitor, tiene las piernas muy apretadas, pero yo diría que esto que se ve aquí, y Pilar y yo nos hemos acercado al monitor y fijado la atención en el punto en el que nos indicaba la doctora, esto que se ve aquí parece una vulva. Creo que vais a tener una niña.

Sí, parece ser que tendremos una niña. Nuestra hija. Y se llamará Martina.

lunes, julio 02, 2007

La peluca




Sentado frente a mí, en el metro, se sienta un individuo tocado con una de esas pelucas horribles que acentúan la calvicie en lugar de disimularla. Ésas cuyo parecido con una mata de cabello natural es pura coincidencia. Por más empeño que he puesto, siempre me ha resultado imposible comprender por qué algunos calvos deciden ocultar su alopecia bajo pelucas semejantes, que parecen más el cadáver de una rata secada al sol, o el selvático vello público de una valquiria con serios problemas de higiene. De verdad que no entiendo cómo nadie tiene el valor de salir a la calle con ellas o percibir el menor síntoma de mejora en su aspecto al encasquetárselas. La única explicación racional que encuentro es que los tipos que deciden lucirlas padecen un trauma alopécico que les ha distorsionado sin remedio el sentido de la estética. Algo similar a la visión deformada que les devuelve el espejo a las enfermas de anorexia deben padecer estos individuos cuando se sitúan delante de él y no son capaces de distinguir lo poco agraciado que resultan con un felpudo por montera.

Y es que creo que existen determinados asuntos sobre los cuales no hay discusión posible y la opinión es unánime, y este sin duda es uno de ellos. Es preferible lucir un bonito cráneo desnudo que pasear a diario con un gato muerto echado de cualquier manera en lo alto de nuestra cabeza, como si nos hubiera caído el cielo inopinadamente.

A veces he reflexionado si la animadversión que me inspiran esas pelucas guardará relación con que mi padre poseyó una que lucía con idéntica desenvoltura con la que la el individuo que se sienta frente a mí exhibe la suya. Esa peluca, cuando ya mi padre dejó de usarla gracias a un rapto de cordura impropio de él, rondó durante años por casa, embutida en un corcho esférico para que conservara su forma craneal, y dentro de una bolsa de plástico anudada de cualquier manera. Y de esa guisa precaria aún sobrevivió milagrosamente a todas las mudanzas que llevamos a cabo, que no fueron pocas ni exentas de toda suerte de avatares; ahora mismo, a bote pronto y sin realizar un verdadero esfuerzo memorístico, estimo que pudieron ser perfectamente diez cambios de domicilio, durante los cuales no hubo forma humana de deshacerse de ella. Siempre que nos poníamos a desembalar cajas acababa apareciendo en una de ellas, no así otros objetos que teníamos en mayor consideración: juguetes, libros, prendas de ropa, se desvanecían en las vicisitudes propias de toda mudanza, pero no la peluca, la peluca se obstinaba en quedarse con la misma perseverancia con la que permanecen los fantasmas en las mansiones victorianas.

Miro al individuo, está embelesado contemplando la ventana, quizá admirando su propio reflejo. La peluca se le levanta ligeramente de la nuca, las puntas del cabello espurio, en lugar de brotar de la raíz pilosa del cuero cabelludo, sobrevuelan el cogote como sólo lo puede hacer una peluca zarrapastrosa como ésa. Me siento tentado a levantarme y hacerle ver el estropicio que causa a la vista de cualquiera que conserve intacto su sentido de la estética. Después de todo he pensado a menudo que quizá la razón por la que la lucen sea que nadie les ha advertido de lo mal que les sienta. Perdone la intromisión, caballero, pero me veo en la obligación de prevenirle que esa cosa que usted lleva en la cabeza no sólo no le favorece, sino que le sienta, sin ánimo de ofender, como una patada en los mismísimos cojones. Que está usted feo, vaya. Pero no feo de “uy qué susto”, sino feo de vomitar, de escupirle a la cara, feo como para atropellarlo dos veces, una de ida y otra de vuelta. No sé si me explico. Vamos, que si alguien me diese a escoger entre gastar esa peluca y masticar mierda me pondría en un aprieto.

Pero no, permanezco, prudentemente, observándolo en un silencio cómplice que, sospecho, es compartido por el resto de gente que llena el vagón. En el fondo pienso que nadie debería prevenirles, quienes carecen del más elemental sentido de la estética, merecen que caiga sobre ellos las consecuencias de semejante carencia.