viernes, octubre 23, 2009

La puta llave de marras.

Hoy se me ha caído la llave del coche en una alcantarilla. El suceso es ya de por sí suficientemente molesto, y depara no pocos quebrantos como para que se le sume alguna circunstancia más que lo empeore. Pero como soy proclive a padecer las más disparatadas situaciones, ésta no podía ser una excepción. De tal manera que el descenso de mi llave a la profundidad abisal del alcantarillado se ha visto acompañado por un aguacero pertinaz e intenso, una tromba de agua que descendía calle abajo y arrastraba hojas y papeles y plástico y se colaba por el sumidero con el atropello y la urgencia con el que accede la multitud a un centro comercial el primer día de rebajas.

Todo el episodio ha tenido lugar mientras cargaba en brazos con mi hija y la trasladaba desde el automóvil a la guardería, delante de la cual se hallaba estacionado el coche, con las luces de emergencia conectadas, pues estaba mal aparcado, lo que en principio era el menor de los problemas, pues parece ser que frente a los colegios de todo el país se establece un acuerdo tácito entre policía y padres según el cual uno puede dejar el coche como le venga en gana, que no será sancionado durante el tiempo en que se demora la entrada de los niños. Después, maricón el último. Es, como si dijéramos, una especie de moratoria o zona muerta en el código de circulación.

En todo caso, el Seat Ibiza ha quedado parado encima de la inoportuna alcantarilla, en el interior de la cual se ha colado certeramente la llave mientras trataba de cerrar la puerta del vehículo, lo que resultaba sumamente dificultoso, pues en un brazo sostenía a Martina, a quien además trataba de proteger de la lluvia, y en la otra mano el carrito debidamente plegado que tiene la inoportuna virtud de desplegarse cuando le viene en gana.

Casi en cámara lenta he contemplado como la llave caía de mi mano y descendía lentamente y se quedaba cruzada un instante al filo de la rejilla, antes de hacer un último gesto, como de burla, y colarse finalmente hasta desaparecer. Apenas reprimiendo las lágrimas por mi torpeza y mi mala suerte, he llevado a mi hija adentro, y camino de su aula he recordado haber depositado sobre el asiento del acompañante las llaves de casa y el mando a distancia del párking. Y de inmediato ese recuedo me ha conducido a otro: el Seat Ibiza posee un particular sistema de seguridad de cierre de puertas. Si accidentalmente se dejan abiertas, a los diecisiete segundos se cierran automáticamente. Es decir, la única llave de repuesto que permitiría retirar el coche de la zona prohibida en la que se hallaba (la moratoria estaba a punto de concluir) estaba a buen recaudo en casa, pero la llave que abría la puerta de casa estaba a punto de quedar herméticamente atrapada si yo no alcanzaba el Ibiza antes de los mencionados segundos. De manera que he arrojado a mi hija en brazos de su profesora, que la ha cogido al vuelo, y me he marchado con tal precipitación que en lugar de darle el beso de despedida a mi niña se lo he estampado en la mejilla decrépita de una castañera de cartón piedra que han diseñado en la guardería para celebrar la próxima castañada (que, dicho sea de paso, guarda un desconcertante parecido, la castañera, con doña Rogelia). La suerte, por una vez, no me ha sido esquiva, y cuando he llegado junto al coche, resollando y empapado de agua y de sudor a un tiempo, he comprobado con alivio que el sistema de cierre había fallado. Así pues he podido abrirlo, he cogido las llaves y acto seguido me he dirigido a la carrera en dirección a casa, que se encuentra, más o menos, a un kilómetro de la guardería. Por supuesto he realizado el recorrido bajo un diluvio de dimensiones bíblicas, de tal manera que el charco más pequeño que me ha salido al paso era del tamaño del lago de Banyoles. No me hagan mucho caso, pues la visibilidad era más bien precaria, pero juraría haber visto pasar a mi lado una lancha zódiac repleta de gitanos vendiendo colchones. Tal era el tamaño de los charcos.

Por si fuera poco, mientras corría no podía quitarme de la cabeza que la moratoria había finalizado hacía rato, y el Seat Ibiza no sólo estaba mal estacionado, sino que además permanecía con las puertas abiertas, puesto que la llave extraviada era también la que las cerraba, de tal forma que cabía la posibilidad de que al llegar el vehículo hubiera desaparecido, bien porque se lo habría llevado la grúa bien porque algún maleante de tres al cuarto lo hubiera robado realizando un puente.

Pero no ha sido así. El coche, por fortuna, estaba tal y como lo había dejado, con las luces de emergencia destellando tras una espesa cortina de agua que lejos de remitir crecía, al punto que por el rabillo del ojo, mientras mal que bien yo entraba en el coche y me sacudía el pelo empapado y despegaba de mi famélico culo la tela adherida del pantalón tejano mojado, me ha parecido distinguir cómo la zódiac cargada de colchones y de gitanos vociferantes colisionaba con un velero de gran eslora que, juraría, se había quedado varado en mitad del charco. Pero ya les digo que la visibilidad era escasa, y por tanto susceptible esto último de no ceñirse a la verdad.

De regreso en casa me he cambiado de ropa, y he llamado por teléfono a Seat para que me dijeran a cuánto ascendía una copia de la llave:

­­–Cien euros ­–me ha respondido un tipo con la voz tediosa de un adolescente desinteresado por su trabajo.

–Me refiero a las llaves de un coche, no a las de la ciudad –he respondido yo.

–Cien euros. Más iva –ha sentencidado sin más.

Y cuando ya me había resignado a desembolsar semejante cantidad, me he enterado por azar que el ayuntamiento de mi ciudad posee una brigada encargada de solventar ese tipo de contratiempos. Los tipos se desplazan a la zona en la que se ha producido la perdida, pertrechados de un sofisticado imán (todo lo sofisticado que puedes ser un imán, claro está. Es como si dijéramos que una rueda es sofisticada, lo puede ser, en efecto, pero no deja de ser una rueda cuya función es únicamente la de rodar, hacia delante o hacia detrás, pero rodal al fin y al cabo), y un cordel o cable que hacen descender hasta el fondo de la alcantarilla, después de lo cual lo sostienen en vilo y lo hacen levitar por encima de la mierda acumulada, hasta que la llave se adhiere al imán, y sube a la superficie sana y salva.

¿No es maravilloso? Ah, qué cosa extraordinario es proceder de un país que tiene cubierto no sólo las necesidades esenciales de sus ciudadanos, sino también las más superfluas o accesorias. A mí jamás se me hubiera pasado por la cabeza siquiera sospechar que el ayuntamiento de mi ciudad tuviera prevista tal contingencia. Quiero decir que yo he viajado a otros países y se me antoja improbable que sus ciudadanos puedan gozar de un servicio similar. En Estambul, por ejemplo, me sorprendió que las aceras no estuvieran provista de desniveles o rampas que facilitaran el paso a las personas que se desplazaban en silla de ruedas. Lo cual es especialmente grave en una ciudad cuyas aceras son tremendamente altas, al punto que uno no se baja de ellas, sino que se arroja como el que se arroja de un precipicio. Pero aquí no sucede tal cosa. Ni de lejos. En nuestro país está previsto, ya ven, cualquier eventualidad.

viernes, octubre 09, 2009

Normativa



Cada vez que uno de los países que se baten en Irak o Afganistán sufre una baja surgen voces que cuestionan que sus respectivos ejércitos permanezcan aún en el conflicto, como si ser herido o causar baja en una contienda bélica fuese una anomalía imprevista, sobre la cual, cuando ésta se produce, se deban pedir explicaciones al enemigo por obrar con tan mala fe y disparar con manifiesta intención de causar perjuicio. En tal caso sería bueno que antes de ir a la guerra se le exigiera al adversario supeditarse a un código deontológico que excluyera la violencia. Entre muchas otras cláusulas dicho código incluiría, por ejemplo, la obligación de situar una banderilla en forma de triángulo isósceles, confeccionado con loneta fluorescente, que se alzaría setenta y cinco centímetros por encima de la línea del suelo, y se hallaría a una distancia de no menos de dos centímetros de las minas antitanque, a fin de que los carros de combate pudieran avistarlas con tiempo suficiente para sortearlas sin que se produjera la molesta deflagración.

Si bien no sería una medida de obligado cumplimiento, sí sería en todo caso aconsejable que las tropas responsables de colocar las minas -más conocidas como enemigo o insurrectos- situaran en los márgenes del camino, carretera o paraje, por inhóspito que este fuera, las correspondientes señales de tráfico, con el aviso de Zona de minas o Campo minado, o cualquier otra alocución similar que advirtiera del peligro inmediato. La distancia entre las señales y la zona en cuestión no debería ser inferior a un centenar de metros, lo suficiente para que vehículos de semejante envergadura pudieran realizar un cambio de sentido y tomar una vía alternativa, libre de riesgo. Asimismo sería responsabilidad del enemigo o insurrecto señalizar esta segunda carretera, camino o paraje con las indicaciones viarias que dejaran constancia de su carácter de lugar despejado de toda amenaza.

Cabría redactar también un conjunto de reglas que regulara las actividades de los terroristas suicidas, sobre cuya labor, convendrán conmigo, existe un flagrante vacío legal. Así, cualquier voluntario que se prestase a la inmolación debería ajustarse por ley a esa normativa específica, cuyo primer punto señalaría la obligación del suicida de ataviarse de indumentaria que lo identificara como tal. La vestimenta podría ser de carácter ornamental, sumamente vistosa en lo que a colores atañe, y en modo alguno compartida por otros ciudadanos. Todo ello con objeto de que las posibles víctimas la identificasen de inmediato. Además, en previsión a circunstancias especiales, tales como que los ciudadanos padezcan daltonismo o cualquier otra patología que les dificultase la visión, el suicida debería anunciar la explosión a viva voz (declamando expresiones como Que me mato, Que me exploto o Se va a liar parda), y esperar no menos de diez minutos entre el anuncio de ésta y la consumación del acto. Los suicidas que no observasen con rigor la normativa vigente serían objeto de sanciones, a determinar según los casos.

Por último, cualquier país que pudiera aspirar a ser invadido o tomado por las tropas aliadas, ya fuera en misión de paz o con objeto de chuparle hasta la última gota de petroleo, que se manifestara alguna objeción o negara a aceptar lo arriba mencionado, desaparecería con caracter inmediato de la lista de países susceptibles de sufrir invasión, con lo que perderían la ocasión inmejorable de alcanzar algún día la condición de Democracia avanzada, el fin último por el que son invadidos.