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viernes, febrero 12, 2016

A veces me divierte pensar de qué temas de conversación echaríamos mano durante esos encuentros breves y embarazosos que tienen lugar en los ascensores, o lugares similares, si no existiera la alternativa recurrente de la meteorología:
—Hola.
—Qué tal.
—¿Piso?
—Tercero, por favor.
—...
—Qué, ¿todo bien?
—Turbado por reflexiones sin fin.
—Ardo en deseos de conocer los detalles de esas reflexiones.
—Procedo pues: ¿A usted no le parece que los textos de Derrida subordinan su uso pedagógico al de la mera exhibición retórica, empleando un lenguaje inextricable que, a la postre, se revela tanto más absurdo cuanto podría ser sustituido por uno más accesible para el lector medio y aun al lector experimentado?
—Ah, precisamente sobre ese particular vengo yo pensando toda la mañana.
—Celebro la coincidencia.
—Respecto a la cuestión, eso sucede, a mi entender, porque en los intelectuales no ha existido jamás voluntad alguna de hacer pedagogía y sí una notable predisposición a vanagloriarse de la rica sintaxis que atesoran, pero que, en suma, deviene inservible para el uso más genuino del lenguaje: la comunicación.
—Exacto: el lenguaje subordina su caracter seminal de instrumento de comunicación al mero pavoneo retórico.
—Bueno. Me apeo aquí. Ha sido muy enriquecedor.
—Ciertamente. ¿Asistirá a la conferencia proyectada esta tarde en la biblioteca municipal?
—¿La de por qué las grandes superficies deberían etiquetar los productos en sánscrito? No me la perdería por nada del mundo.

martes, enero 27, 2015

Ellos

—¿Dónde vas con esa montaña de libros?
—Los devuelvo a la biblioteca.
—Qué barbaridad ¿Cuántos llevas? Por lo menos veinte, ¿no?
—Veintisiete.
—¿De dónde sacas el tiempo para leer tantos libros?
—Solo he leído uno.
—¿Solo uno?
—Sí.
—¿Uno de veintisiete?
—Sí.
—¿Y el resto?
—El resto no me interesa.
—¿Y para qué los coges?
—Para despistar.
—¿Para despistar a quién?
—A Ellos.
—¿A quiénes?
—Ya sabes: A Ellos,
—¿A qué Ellos?
—Los poderes fácticos.
—¿Perdona?
—¿Tu has visto Seven?
—¿La película?
—No, el refresco. Pues claro, la película.
—Sí.
—Pues si la has visto sabes a qué me refiero.
—No tengo ni idea.
—Los servicios de inteligencia nos vigilan.
—Anda ya.
—Lo que yo te diga.
—¿A quién vigilan? ¿A ti?
—A todos.
—¿Para qué?
—Para saber qué libros cogemos de la biblioteca.
—Estás chiflado.
—En serio.
—¿Y qué interés pueden tener los libros que cogemos de la biblioteca?
—Los usan para conocer nuestras preferencias a partir de los hábitos de lectura.
—Venga ya.
—Que sí.
—¿Y luego?
—¿Luego? ¿De verdad que has visto Seven.
—Que sí.
—¿Entera?
—De principio a fin.
—Chico, pues no lo entiendo. Lo que pasa luego es que saben de ti más que tú mismo.
—Imposible.
—Tienen una perspectiva de tus preferencias que tú no podrás tener jamás.
—¿Y eso por qué?
—Tú tienes la impresión de que los libros que coges son producto del gusto del momento, un poco arbitrarios.
—Claro.
—Pero tus preferencias nunca son arbitrarias.
—¿No?
—Qué va. Responden a tu predisposición por una temática recurrente que se va repitiendo en cada libro que coges.
—No sé si creerte.
—Tú no te das cuenta porque es una elección inconsciente de la que además no tienes una visión en perspectiva
—¿Por qué no?
—Porque se produce a lo largo de muchos meses de acudir a la biblioteca.
—¿Y ellos sí?
—Ellos solo necesitan ver la lista total de libros para detectar el leitmotiv.
—Sigue.
—Por ejemplo, si consultas libros en los que explican cómo fabricar veneno, y un día resulta que un serial killer está envenenado a sus víctimas, entras fijo en la lista de sospechosos.
—¿Y por eso coges tantos libros?
—Para tocarles los cojones. Que se rebanen los sesos tratando de averiguar cuál de los veintisiete libros es el que me gusta.
—¿Me dejas adivinarlo?
—Prueba si quieres.
—A ver, déjame que le eche un vistazo a los títulos: «Hamlet»...
—Sí.
—...«La montaña mágica»...
—Sí.
—...«Guerra y paz»...
—Ajá.
—... «La metamorfosis»...
—Sí.
—...«Los hermanos Karamazov»...
—...
—... «El ruido y la furia»...
—Sí.
—... «El rey Lear»...
—Sí.
—... «Ulises»...
—...
—... «Don Quijote de la Mancha»...,
—Sí.
—...«Manual práctico para aprender cómo introducir sin vaselina tres cartuchos de dinamita en el recto de un político corrupto y detonarlos sin que el resto de la anatomía se vea afectada»... Creo que ya sé cuál es.
—¿En serio? A ver, listillo, ¿cómo lo has sabido?

viernes, enero 02, 2015

Divercastillo

—¿Qué le pides al 2015?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada de nada.
—No seas rancio. Pídele algo.
—Pero ¿qué quieres que le pida?
—Lo que se te ocurra. Un deseo.
—Un deseo. Pues no sé...
—Piensa.
—Mira, ya tengo uno: que al perro que se caga todos los días en la puerta de casa le cosan el ojete y la mierda le salga por las orejas, y por los ojos, y por el hocico, y por la boca hasta que se muera asfixiado por su propio vómito de mierda.
—No seas bruto hombre. Pide otra cosa. Además, la culpa la tiene el dueño, no el perro.
—Pues que al dueño le cosan el ojete, y la mierda le salga por las orejas y por los ojos...
—Noooo. Pide otra cosa. No malgastes un deseo en eso. Pide algo de mayor trascendencia.
—¿De mayor trascendencia?
—Sí. Algo que afecte a tu familia, a tus amigos. Algo que ayude a mejorar sus vidas.
—Qué cierren el Divercastillo, que es la cosa más pelagra del mundo, así mi familia y mis amigos se librarán de ir otro año a ese infierno.
—Joder, pero ¿no puedes pedir cosas normales como las que pide todo el mundo?
—¿Como cuáles?
—Salud, dinero, amor, trabajo. Ya sabes, esa clase de cosas.
—Ah, ésas. Vale, pido todo eso.
—¿Ves que fácil?
—Pero si por lo que sea no se cumple, quiero que al dueño del perro que se caga todos los días en la puerta de mi casa le cosan el ojete y la mierda le salga por las orejas, y por los ojos y por la nariz, y por la boca hasta que muera asfixiado por su propio vómito de mierda.
—Ay.. no tienes remedio. ¿Algo más?
—Sí. Si no es mucho pedir a ver si puede coincidir que el dueño del perro sea también el dueño del Divercastillo.

lunes, diciembre 22, 2014

Dios

—¿Crees en Dios?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Menuda respuesta.
—¿Qué tiene de malo?
—No es suficiente.
—No creo en Dios porque no lo he visto nunca. ¿Mejor?
—¿Sólo crees en lo que ves?
—La mayoría de veces.
—¿Y si Dios se te apareciera ahora mismo?
—Eso no va a suceder.
—Imagínatelo por un momento, su presencia, aquí, frente a nosotros. ¿Creerías entonces?
—No sé si creería más o menos de lo que creo ahora, pero sé que lo despreciaría mucho más de lo que lo he despreciado nunca.
—¿Por qué?
—Por omisión del deber de socorro.
—Explícate.
— Por haber estado siempre ahí, impasible, imperturbable, sin hacer nunca nada.
—Qué culpa tendrá él de lo que hagamos nosotros.
—¿No somos una creación suya?
—Eso dicen.
—Entonces tiene todas las culpas.
—¿Crees que Dios tiene que responsabilizarse de todos y cada uno de las personas que habitan la Tierra?
—¿Acaso no lo hago yo de mis hijos?
—No es lo mismo.
—Te equivocas. Si traigo hijos al mundo, y después me despreocupo de ellos y los abandono a su suerte, soy responsable de sus actos.
—¿Te das cuenta de que no crees en Dios pero en realidad te expresas como si creyeras?
—No sé si te entiendo.
—Que hablas de él como si hablaras de una persona conocida con la que estuvieras resentido.
—Tal vez focalice en el concepto «Dios» mi animadversión hacia las personas que hacen de Dios el centro de sus vidas.
—¿Y qué si eso sucede?
—La vida no se entrega a nadie: se vive
—La gente tiene derecho a creer en lo que le plazca.
—Faltaría más. Pero cuando crees en algo tarde o temprano tratas de convencer a otros de que crean en lo mismo que crees tú.
—¿Crees que eso pasa?
—¿Lo dudas?
—En algunos casos pasará y en otros no.
—Pues no debería pasar nunca.
—Pero ¿no haces tú lo mismo?
—En absoluto.
—¿No tratas tú de convencer a la gente de que Dios no existe?
—Jamás.
—¿No vas tú por ahí proclamando en voz alta tu ateísmo?
—De ninguna manera. Lo más que hago es propagar las virtudes de la ciencia.
—¿Crees en la ciencia?
—¿Se puede no creer?
—Me refiero a si crees que la ciencia es para ti lo que Dios para los creyentes.
—La ciencia es Dios incluso para los creyentes, aunque algunos no lo saben, y los que lo saben se niegan a admitirlo.
—¿Por qué se niegan a admitirlo?
—Porque es más fácil creer que saber.
—¿Cómo?
—Creer no requiere más esfuerzo que la voluntad de querer creer. Sin embargo, para saber hay que realizar el esfuerzo intelectual de aprender, de comprender, y no todo el mundo está dispuesto a realizar ese esfuerzo.
—Pero los creyentes también acuden a la ciencia, llevan a sus familiares al médico, los ingresan en los hospitales.
—Pero si se curan, dicen que ha sido gracias a Dios, y si se mueren, también. En cualquiera de los casos, prevalece la voluntad de Dios.
—¿Y eso no te gusta?
—Me repugna.
—¿Por qué?
—Porque ignora al ser humano, menosprecia su capacidad inmensa para hacer cosas extraordinarias.
—También hace cosas espantosas.
—Sin duda.
—¿Entonces?
—Entonces nada. El ser humano es capaz de lo mejor y lo peor. Ya está. No hay más. Y cualquier abstracción o discurso de naturaleza divina nos distrae del que debería ser nuestro objetivo principal: conocernos, averiguar por qué los seres humanos hacemos lo que hacemos, por qué actuamos como actuamos. Y para saber eso no necesitamos a Dios, ya inventamos el mejor instrumento que quepa imaginar para conseguirlo.
—¿Cuál?
—La literatura.

miércoles, julio 02, 2014

Cuarentena

—Despierta.
—...
—¡Despierta!
—¿Eh?
—Tu hija.
—¿Qué?
—Tu hija.
—¿Qué hija?
—¿Qué hija va a ser? ¡Tu hija!
—¿Qué le pasa?
—Está llorando.
—¿Llorando? ¿Quién está llorando?
—Tu hiiiija.
—¿Mi hija está llorando?
—Sí, ¿no la oyes?
—Pues...
—Espabila.
—Tendrá hambre.
—No puede tener hambre.
—¿Cómo lo sabes?
—Si no cayeras en coma cuando duermes te habrías dado cuenta de que hace media hora que le he dado el pecho.
—Querrá más.
—Imposible.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Lo estoy.
—¿Y si te equivocas?
—No me equivoco.
—Pero imagina que te equivocas.
—Que no. Se ha quedado saciada.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé.
—Pero ¿cómo lo sabes a ciencia cierta?
—Porque después del eructo casi me pide una faria.
—...
—¿Me estás escuchando?
—...
—¡Oye! ¡Despierta!
—¿Eh?
—¿Quieres hacer el favor de atender a tu hija?
—Ay, ratita, ve tú, que yo estoy fatal.
—Te toca.
—Ve tú que eres su madre.
—Y tú su padre.
—Anda, ratita, ve tú.
—¿Estás de broma?
—Por fa, ve tú.
—Ni lo sueñes.
—Yo no estoy en condiciones.
—Bobadas.
—En serio. Ya lo sabes.
—¿Ya sé qué?
—De madrugada no soy persona.
—Excusas.
—De noche mi organismo reduce sus prestaciones un 75%.
—Pues utiliza el 25% que te queda.
—No puedo hacer eso.
— ¿Por qué?
—Mi hija no puede presenciar una versión desvirtuada de su padre.
—Qué estupidez.
—Cuando yo la sostenga en brazos quiero que sienta la presencia pletórica de su padre, y no una réplica devaluada.
—¿Presencia pletórica? ¿Tú?
—Sí, pletórica, protectora, vigorosa, omnipresente.
—¿Te das cuenta de la sarta de tonterías que estás diciendo?
—Pero ¿no lo ves?
—¿Ver qué?
—Si entro en esa habitación en mi estado estamos sentando las bases para que nuestra hija sea toda su vida una desgraciada.
—No veo cómo puede pasar algo así.
—Porque soy su padre, ratita. El ser más admirable de su existencia.
—Por favor...
—Seré el modelo con el que comparará a todos los hombres que conozca.
—¿Y?
—Y si toma como patrón una versión devaluada de mí en el futuro elegirá hombres igualmente devaluados. ¿Vas a permitir que eso ocurra?
—¿Yo? ¿Lo voy a permitir yo?
—Sí, tú. Si no acudes serás la responsable de que su destino se tuerza.
—¿Y cómo demonios se supone que puedo ser yo la responsable?
—Inhibiéndote de tus obligaciones maternales.
—¿Inhibiéndome? ¿Inhibiéndome yo? ¿Hablas en serio?
—Completamente.
—¡Hace un mes que no duermo!
—¡Por eso me sacrifico yo y duermo por los dos, ratita!
—¿Te sacrificas? ¿Dices que te sacrificas?
—¡Me sacrifico! ¿O acaso crees que a mí me gusta dormir trece horas seguida?
—¡Pues claro que te gusta!
—¡De ningún modo!
—¿Ah, no? ¿Ah, no?
—¡No! Son trece horas que estoy alejado de vosotras.
—¿Alejado de nosotras?
—Sí, de vosotras, de ti y de mi hija. Trece horas infernales de sueño profundo en las que siento que vuestra vida transcurre al margen de la mía.
—Al margen de la tuya.
—Sí, al margen de la mía. Me siento desplazado.
—No doy crédito...
—¡Te lo juro!
—¡Pues no las duermas!
—Pero ratita, tengo que hacerlo para que al menos uno de nosotros esté en plenas facultades. ¿No lo entiendes?
—Sí, lo entiendo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Sabía que lo harías.
—Lo entiendo perfectamente.
—Has recapacitado. Bien hecho, ratita.
—Ya voy yo.
—Sí, ve, ve tú, ya que puedes. ¡Cómo te envidio!
—Pero te aviso.
—Dime, ratita
—La cuarentena está a punto de terminar. ¿Lo sabes, no?
—Lo sé bien, ratita.
—Y he decidido prorrogarla.
—¿Prorrogarla?
—Sí, prorrogarla.
—¿Prorrogarla hasta cuándo?
—Hasta el infinito y más allá.
—Venga, ratita, con esas cosas no se bromea.
—No bromeo. De hecho, nunca he hablado más en serio.
—Pero mujer...
—Voy a batir un récord: voy a protagonizar la cuarentena más larga de la historia de las cuarentenas.
—Por favor, ratita, recapacita.
—Será la madre de todas las cuarentenas.
—A ver, ratita, somos adultos, hablémoslo.
—Mi cuarentena va a durar un lustro.
—Mujer...
—Qué digo un lustro: una década.
—Que era broma, mujer, que ya me levanto yo...

martes, julio 01, 2014

Convincente y original

—¿Me quieres?
—Mucho.
—¿Cuánto?
—Te lo acabo de decir: mucho.
—Mucho es una abstracción.
—¿Una abstracción?
— Mucho no me ofrece información exacta de cuánto me quieres.
—Pues no se me ocurre otra forma de decírtelo.
—Porque no me quieres lo suficiente.
—Ya estamos.
—Es verdad.
—En absoluto.
—Demuéstramelo.
—¿Ahora quieres que te lo demuestre?
—Ahora y antes.
—No, antes me has formulado una pregunta.
—Que tú has respondido.
—Exacto.
—De forma insatisfactoria.
—¿Quererte mucho no te satisface?
—Mucho es solo una palabra.
—Que describe una realidad.
—A veces sí, y a veces no.
—¿Cuándo no?
—Cuando se usa como palabra comodín.
—¿Como palabra comodín?
—Sí, esas palabras que se vacían de contenido por exceso de uso.
—No te entiendo.
—Las que sirven para un roto y para un descosido.
—Sigo sin saber qué quieres decir.
—Como cuando un mal escritor emplea el mismo verbo para describir acciones distintas. Ya sabes a qué me refiero.
—No, no lo sé.
—Hacer un libro, en lugar de escribirlo, hacer un viaje en lugar de emprenderlo, hacer un cuadro en lugar de pintarlo.
—Ah, eso.
—Eso.
—Y según tú, ¿qué tendría que haber respondido cuando me has preguntado si te quería?
—Tendrías que haber sido más convincente.
—¿Más convincente?
—Más convincente, y más original.
—Convincente y original.
—«Mucho» es lo que hubiera respondido cualquiera. Y yo no quiero que tú seas cualquiera.
—No lo soy.
—Pues demuéstramelo.
—Lo hago a diario.
—No siempre con la misma intensidad.
—Sería extenuante.
—Merece la pena.
—Lo sé.
—Pues inténtalo.
—Veamos...
—Tú puedes. Sé que puedes.
—Pero no te aseguro que sea de cosecha propia.
—¿Qué quieres decir?
—Que recurriré a escritores y poetas.
—No importa.
—Por ejemplo: «Yo solo viví durante el tiempo en que te quise y me quisiste, el resto es supervivencia».
—¡Oh! ¿Ves? ¡Te quiero tanto cuando te esfuerzas!
—¿Sí? ¿Cuánto?
—Mucho.

sábado, abril 19, 2014

El hermano

—¡Tío! ¡Tu brazo!
—Lo perdí.
—¿Cómo?
—No te lo vas a creer.
—Cuenta.
—Me clavé una astilla.
—¿En el brazo?
—En el dedo.
—¿Y?
—Era una astilla diminuta.
—Como todas.
—La quise sacar.
—Normal.
—Cogí una aguja.
—Un clásico.
—Y me puse a hurgar con ella en el dedo para tratar de sacarla.
—Hiciste bien.
—Pero se complicó.
—¿Qué pasó?
—La astilla, en lugar de de salir, entraba.
—Mal asunto.
—Hasta que desapareció.
—¿Desapareció?
—Sí.
—¿Desapareció del todo?
— No era capaz de verla.
—¿No la veías?
—No. Y eso que de tanto hurgar con la aguja había hecho un agujero bien grande.
—¿Cómo de grande?
—Parecía un jodido cráter.
—Qué exagerado.
—En serio, tío: un jodido cráter lunar en la punta del dedo índice.
—¿Y qué hiciste?
—Qué podía hacer.
—¿Acudiste al médico?
—No tenía tiempo que perder.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿No me digas que no lo sabes?
—¿Que no sé qué?
—Tío, no me jodas: es lo primero que de niño te explican tus abuelos.
—¿A qué te refieres?
—Al peligro de una astilla alojada en tu cuerpo.
—¿Qué pasa con ella?
—La astilla va penetrando en tu organismo.
—¿Y?
—Y tarde o temprano se incorpora al riego sanguíneo.
—¿Y qué pasa entonces?
—¿Qué pasa? Tío, piensa un poco: la astilla se convierte en un misil que se dirige a tu corazón.
—¿En un misil?
—Sí, en un jodido misil.
—Y si llega al corazón...
—Estás jodido, tío.
—¿Cómo de jodido?
—Jodido del todo. Muerto, deceso, finiquitado, fiambre. A tomar por culo todo.
—Me cago en la puta.
—Ya te digo.
—¿Y qué hiciste?
—Qué voy a hacer.
—¡Explica!
— Casi podía notar cómo la astilla subía brazo arriba.
—Joder, tío, qué mal.
—Si la astilla alcanzaba el hombro, estaba perdido.
—¿Y eso?
—Joder, se te tiene que explicar todo: del hombro en adelante es cuesta abajo, tío.
—¿Y?
—Pues que la jodida astilla desciende cuerpo abajo a toda velocidad.
—La puta de oro, qué situación.
—Tenía que cortarle el paso como fuera.
—¡Como fuera!
—Tome una decisión: tenía que amputarme el brazo de un tajo.
—Hostia santa.
—Pero yo solo no me veía capaz.
—¿Y entonces?
—Llamé a mi hermano.
—¿A Pedro?
—A Pedro.
—¿Llamaste a Pedro?
—Sí, joder, llamé a Pedro.
—Pero Pedro...
—Lo sé, pero no tenía nadie más a quien recurrir.
—¿Y qué hizo?
—Le puse el cuchillo en las manos y le dije: corta, tío, corta ya.
—¿Y cortó?
—De un tajo.
—¡Te salvo!
—¡Qué me va a salvar el puto inútil ese!
—¿No? ¿Cómo que no?
—Me cortó el derecho...
—¿No me digas que..?
—...y la puta astilla estaba en el izquierdo.

miércoles, abril 16, 2014

Los conoce

—¿Me vais a matar?
—Sí.
—¿Lo harás tú.
—Seguramente.
—¿Por qué?
—¿Por qué te vamos a matar?
—Por qué tú.
—Azar.
—¿Azar?
—Lo echamos a suerte.
—Ya veo.
—¿Qué?
—No queréis hacerlo.
—Qué sabrás tú.
—Si no no lo echaríais a suerte.
—Lo que tú digas.
—Y si no queréis hacerlo es porque sabéis que está mal.
—Cierra el pico.
—¿Tienes hijos?
—Que cierres el pico.
—Me vas a matar, lo menos que puedes hacer es dejarme hablar.
—Tú mismo.
—¿Tienes hijos?
—¿Y qué si los tuviera?
—¿Qué piensan de todo esto?
—¿De qué?
—De que su padre se dedique a matar gente.
—Como si lo supieran.
—Esa es otra señal.
—¿Señal de qué?
—De que sabéis que no está bien lo que hacéis.
—Ni sabemos ni dejamos de saber.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo sé qué?
—¿Cómo sabes que tu hijo no lo sabe?
—Porque lo sé.
—Yo no estaría tan seguro.
—Lo que tú digas.
—¿Cómo sabes que no trasladas a él todo el odio que llevas dentro?
—Calla la puta boca.
—¿Cómo sabes que no estás haciendo con tu hijo lo que hicieron contigo?
—Y según tú ¿qué hicieron conmigo?
—Te confundieron.
—¿Me confundieron?
—Te educaron para que no distingas lo que está bien de lo que está mal.
—Igual el confundido eres tú
—Imposible.
—¿Cómo puedes estás tan seguro?
—Porque yo no mato gente.
—A veces no hay más remedio.
—¿Ves?
—¿Ves qué?
—¿Cómo sabes que lo que dices delante de tu hijo no está impregnado de ese odio?
—¿Y qué si lo estuviera?
—¿Y qué?
—Sí, y qué.
—Si tú mismo no eres capaz de encontrar respuesta a esa pregunta es que no hay nada que hacer.
—Pues deja de intentarlo.
—Que deje de intentar ¿qué?
—Convencerme para que no te matemos.
—Ni se me ha pasado por la cabeza. Os conozco; sé que estoy muerto.
—Entonces, ¿para qué tanta charla?
—Para que te la lleves contigo.
—¿Para qué me lleve qué?
—Esta conversación. Para qué no la olvides nunca.
—¿Para qué no la olvide?
—Para que nada más reventarme de un tiro la cabeza se te repita, como un lamento, todos los días de tu vida.
—¿Y si eso no pasa?
—Más vale que pase, por la cuenta que te trae.
—¿Por qué?
—Porque si no dentro de veinte años tu hijo ocupará el lugar que ocupas tú ahora, y nada habrá cambiado.
—Que así sea.

martes, enero 21, 2014

La pregunta y la respuesta.

—¿Cómo ha ido el examen?
—Como el culo.
—¿Y eso?
—Lo de siempre: mi respuesta no tiene nada que ver con la pregunta.
—¿No prestas atención en clase?
—Lo intento, pero me distraigo con cualquier cosa. 
—Ejemplo.
—La pelusilla de un jersey basta. 
—¿Pelusilla?
—Sí. Fijo mi vista en ella y observo cómo se yergue, cómo lucha por desembarazarse de la prenda, cómo lo consigue y echa a volar y cómo queda suspendida frente a mi nariz, casi pidiéndome que me sume a ella y yo lo hago y juntos ascendamos hasta el alto techo del aula.
—Que experiencia más lisérgica.
—Cuando me quiero dar cuenta, la clase ha acabado y no me he enterado de nada.
—No me extraña.
—Ya te digo.
—Exageras.
—Que no. Me han preguntado en el examen qué relación había entre la lírica medieval gallega y la occitana, y yo he redactado un informe pormenorizado de cuáles son los motivos por los que el vello púbico masculino contribuye a que el tamaño del pene parezca menor de lo que en realidad es.
—Te has ido por los cerros de Úbeda.
—Si no más lejos.
—¿Te pasa con frecuencia?
—A todas horas.
—¿Y eso?
—Soy un niño encerrado en el cuerpo de un adulto.
—Explícate.
—Contra las paredes de mi cráneo vacío se da de cabezazos el suave aleteo de la mariposa de la conciencia de un niño que se niega a crecer.
—¿Y eso en qué influye?
—Deambulo todo el día lelo perdido, como un niño extraviado en sus fantasías
—¿Y cómo lo lleva tu mujer?
—Lo sufre en sus carnes. Es una damnificada más.
—Ejemplo.
—Nunca la escucho cuando me habla. Lo quiero hacer, de verdad, pero no puedo.
—Ejemplo.
—Antes de mandarme a un recado, me repite cien veces lo que tengo que comprar, y cuando llego a la tienda se me ha olvidado lo que es, y entonces compro lo que me parece.
—Ejemplo.
—Voy al Eslequer...
—Schlecker.
—Eso he dicho.
—No, tú has dicho Eslequer y se dice Schlecker.
—Lo que sea.
—Pues lo que sea.
—El caso es que voy al Eslequer a comprar un paquete de arroz, y en lugar de arroz compro un paquete de cinco rollos de cinta aislante de varios colores.
—No tiene nada que ver.
—Ya.
—Si la cinta aislante se comiera, pero es que ni eso.
—A ver, comer, comer sí se come.
—¿La cinta aislante?
—Sí.
—Que no, hombre, que no.
—Y yo te digo que sí. Un rollo detrás de otro, y hasta que no he comido los cinco, Pilar no me deja levantarme de la mesa.
—Ah.

domingo, noviembre 03, 2013

Encasillada.


—Has estado muy bien en la obra de teatro, Martina.
—¿Te ha gustado?
—Mucho. Te ha quedado muy bien el ¡Oink, oink!
—Gracias.
—Parecías una cerdita de verdad.
—Me he dejado la piel en ese papel, papa.
—Se nota.
—No, no me entiendes: me lo he dejado de verdad.
—¿Qué quieres decir?
—He usado las técnicas del Método.
—¿Qué técnicas?
—Me he preparado concienzudamente. Te lo tengo que decir: durante semanas no he acudido a las extra escolares.
—¡Martina!
—Papa, necesitaba preparar el personaje.
—Y si no has ido a las extra escolares, ¿qué has estado haciendo todas las tardes?
—He visitado una piara de cerdos que hay en una granja cercana y he convivido con ellos.
—¿Cómo?
—Sí, papa. Cada tarde me desnudaba y me sumaba al grupo y retozaba con los cerdos en el lodazal. Bebía lo que ellos bebían, comía lo que ellos comían, dormía lo que ellos dormían. Actuaba como ellos. Era como De Niro en Toro salvaje.
—Martina, hija, vas a cumplir seis años, solo era una obra de teatro infantil.
—No me importa. Sabes que soy muy exigente conmigo misma y no puedo dejar nada a la improvisación. La fuerza de mi arte reside en mi capacidad de sacrificio y en la voluntad inquebrantable.
—Martina, hija, no te puedes tomar las cosas así.
—Eso es lo de menos, lo que me preocupa es que me están encasillando.
—¿Encasillando?
—Sí. El año pasado hice de dálmata y este año de cerdo. Me estoy encasillando en el mundo animal.
—Los animales son bonitos. Mira Disney.
—Papa, sabes que adoro los animales, pero no puedo permitir que monopolicen mi carrera y limiten mi creatividad. Necesito interpretar otros papeles, necesito que mi arte se desarrolle en otros registros.
—¿Y qué vas a hacer?
—Hablaré con mi profe. El año que viene nada de animales. Quiero personajes instrospectivos, existencialistas, aquejados de un trauma infantil que arrastra y condiciona su etapa adulta y les provoca desapego con todo lo que es humano y los sitúa al borde del suicidio .
—Martina, hija, el año que viene tendrás seis años, no puedes interpretar esos papeles.
—Ya lo creo que puedo.
—Que no.
—Que sí. Ya lo verás. Quiero hacer de Maria Magdalena, o de Juliette.
—¡Son prostitutas!
—No seas puritano, papa. El arte de la interpretación procura la otredad, la alteridad, sin que por ellos uno tenga necesariamente que identificarse tanto con el papel. No me censures.
—Mira hija, como tú el año que viene interpretes a una prostituta te voy a triturar los huesos y te los voy a sacar por el orificio derecho de la nariz transformados en polvo. Te quedarás sin articulaciones. Parecerás un Blandiblu.
—Mojigato.
—Resabiada.
—Dictador.

domingo, octubre 27, 2013

La diosa griega.


—¿Es ella?
—Joder, sí.
—¿Le vas a decir algo?
—Coño, me voy a lanzar, sí.
—Ven un momento, hijo.
—¿Qué pasa?
—No pasa nada, solo quiero hablar contigo. Acércate.
—Dime.
—A ver, quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué cosa?
—Quiero que me prometas que harás todo lo posible por evitar los tacos.
—¿Qué tacos?
—Ya sabes: Las palabrotas.
—Ah, esos tacos.
—Esos. ¿Lo harás?
—Joder, papa, lo intentaré.
—Lo has vuelto a hacer.
—¿El qué?
—Has dicho «joder».
—Puto desastre soy. Se me ha escapado.
—Lo sé, y ahora has dicho «puto».
—Hostia, es verdad.
—Y ahora has dicho «hostia».
—Soy un mamón incorregible. Mierda, lo he vuelto a hacer. ¡Me cago en dios, otra vez! Hostia puta, esto no hay quién lo pare...
—Tranquilo, hijo, tranquilo. Mírame a los ojos. Mírame a los ojos y piensa en otra cosa. Piensa en algo bello, algo que te llene de paz, por ejemplo en el mar, piensa en un mar calmo, quieto, silente...
—Y jodidamente azúl... ¡aaaarg! ¡Otra vez!
—No pasa nada, hijo, no pasa nada. Es normal, estamos empezando, y esto lleva su tiempo.
—Es verdad. La puta Roma no se hizo en un día, ¿no? Oh...
—No te preocupes. Es cierto, Roma no se hizo en un día. Venga, ¿qué le vas a decir?
—Le voy a decir... le voy a decir que me gustaría pasar media vida con la cara alojada en medio de sus tetas, relamiéndoselas.
—¡No! ¡Bruto! ¿Cómo le vas a decir eso?
—¿Qué? He dicho «alojada», una palabra culta que mola.
—¿Y el resto? Tienes que ser más sutil.
—¿Más sutil? ¿Tendría que haber dicho «senos» en vez de «tetas»?
—Sí...¡No! La primera vez que hablas con la chica que te gusta no le puedes decir eso.
—¿Por qué?
—Porque no se tiene que ser tan directo. Aun no. Dile algo bonito, recítale un verso. ¿Sabes alguno?
—«Aquí se caga, aquí se mea y quien tiene tiempo se la menea».
—Madre mía, ¿de dónde has sacado eso?
—Está escrito en la puerta del lavabo del instituto. Mola ¿eh?
—¡No! ¡No mola! Es una ordinariez. Tienes que decirle algo delicado, algo que le haga sentir bien. Que le haga sentir como una diosa. Venga. Lánzate. Ve. Tú puedes.
—De acuerdo. Voy. Yo puedo, yo puedo.
—...
—Hola, Vane, ¿Cómo estás?
—Aquí.
—Tía... Vane, ¿sabes... sabes que con esa luz del sol que te está dando por detrás en torno al cabello parece que estés rodeada como por el áurea que rodeaba a las diosas griegas?
—Pues no sé, tío, porque tengo la tira del tanga tan metia en el culo que más que el sol estoy viendo las estrellas.

miércoles, octubre 09, 2013

La entrevista.


—¿Piso?
—Décimocuarto, por favor.
—Vamos al mismo.
—(...)
—Calor, ¿eh?
—Ahórreselo.
—¿Disculpe?
—Que se ahorre lo charlar de meteorología y todo eso.
—Solo trataba de se educado, no hace falta que hablemos de nada sino quiere.
—No, si hablar me gusta, pero no de todas esas banalidades de las que se echa mano en un ascensor.
—Un viaje de catorce pisos no da para mucho más, ¿no cree?
—Se han ganado finales de la NBA en menos tiempo.
—Es igual, oiga, no hace falta que hablemos.
—Que no, hombre, que quiero hablar, pero hagámoslo de asuntos que nos enriquezcan a los dos. Obtengamos un beneficio recíproco. Presiento que usted tienes cosas interesantes que decir.
—Pero si no me conoce.
—Pero lo intuyo. Es usted una persona cultivada, eso salta a la vista.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Para empezar, ha dicho decimocuarto. Nadie dice decimocuarto, dicen catorce, y eso cuando dicen algo, porque hay gente que masculla el número en medio de un eructo. Eso ya es un síntoma: le gusta el rigor semántico.
—Eso es cierto.
—¿Ve? Venga, hablemos de asuntos heterodoxos. Todo lo heterodoxo es interesante por sistema, porque evita el discurso recurrente que usamos a diario.
—¿Por ejemplo? ¿De qué quiere hablar?
— Pues no sé. De las gallinas, por ejemplo.
—¿Las gallinas? ¿Qué le pasa a las gallinas?
—¿Tiene usted idea de por qué se suele decir aquello de «eres más puta que las gallinas»? No sé por qué lo dicen. ¿Es que son especialmente promiscuas, las gallinas?
—No tengo ni idea, la verdad. Quizá es que les gusta frecuentar la compañía de más de un gallo.
—O sea, que después de todo es verdad que son un poco putas.
—No necesariamente. Vaya, no creo yo que las gallinas entiendan el concepto de fidelidad.
—Es cierto, si a duras penas lo entendemos nosotros cómo lo van a entender ellas.
—Hable por usted, yo jamás le he sido infiel a mi esposa.
—Venga ya.
—Es cierto.
—¿En serio?
—En serio.
—Pues no se lo tome a mal, pero hombres como usted son los que nos ponen en mal lugar a los demás.
—¿Y eso por qué?
—Por qué va a ser: los hombres somos infieles por naturaleza. Nos gusta frecuentar más de una mujer. Eso está comprobado científicamente.
—No sé de dónde ha sacado eso, pero no es mi caso.
—Venga, hombre, que estamos solos: desinhíbase.
—Se lo digo en serio: mi mujer es sagrada.
—¿Nunca se ha sentido tentado a engañar a su esposa?
—Nunca. Por lo menos no la tentación a la que se refiere.
—¿Hay más de una?
—Por supuesto. Existe una clase de tentación que es puramente retórica porque sabes que nunca conducirá a nada, nunca se verá satisfecha.
—¿Por ejemplo?
—Pues no sé. Yo me puedo parar delante del escaparate de una pastelería y mirar una bandeja de suculentos chuchos de crema, y sentirme tentado a llevarmelos todos y a comermelos en el primer parque que vea, pero en el fondo sé perfectamente que eso no va a suceder nunca. A eso me refería. Es un discurso mental puramente retórico.
—No le sigo.
—Usted ve la tentación como una posibilidad, y yo como un instrumento homeopático: utilizo la propia tentación para curarme de ella.
—Tiene suerte de pensar así, yo sería incapaz. Yo voy por la calle y me quiero follar a todas la mujeres con las que me cruzo. Sin excepción.
—Es lo que piensa el 90% de los hombres. Se da cuenta de la contradicción, ¿no?
—¿Qué contradicción?
—Quiere hablar de cosas originales, pero luego se comporta como todos.
—Seré bipolar.
—O quizá quiere aparentar una persona que no es.
—Quién no ha mentido alguna vez.
—¿Miente usted mucho?
—Si es necesario, no tengo problema en hacerlo. De hecho, cuando salga de este ascensor creo que voy a mentir sin parar.
—Se vende usted mal: mentiroso, infiel, e imprudente.
—¿Imprudente? ¿Por qué imprudente?
—Solo un imprudente habla como usted con el primer desconocido con el que coincide en un ascensor.
—Fuera de aquí, si te he visto no me acuerdo, ¿no?
—Depende.
—¿De qué depende?
—De si está citado en la planta decimocuarta para una entrevista de trabajo.
—¿Cómo lo sabe?.
—Me lo imaginaba. ¿A qué no adivina quién tiene que hacerle la entrevista?

lunes, octubre 07, 2013

Superpoderes


—Se nos estropeó la caldera.
—Putada.
—Grande. Y como vamos mal de pasta, se me ocurrió arreglarla a mí.
—Qué temeridad.
—Busqué información en internet.
—¿Funcionó?
—Sí. Y al final la reparé.
—Ole.
—Pero me costó lo mío.
—No lo dudo.
—Me equivoqué varias veces al montarla.
—Falta de experiencia.
—Y tuve que desmontarla y volver a montarla.
—Doble trabajo.
—Y una de las veces toqué las conexiones eléctricas.
—¿Sin desenchufarla de la red eléctrica?
—Sí.
—Hostia. ¿Calambrazo?
—Calambrazo. Vi las estrellas.
—Hombre, a quién se le ocurre.
—A mí. Pero tuve una visión.
—¿A qué te refieres?
—Pensé en los superhéroes de los cómics.
—No veo la conexión.
—La hay. Pensé en todos aquellos superhéroes que lo son por haber sufrido accidentes similares al mío.
—Hombre, similares, similares...
—Salvando las distancias.
—Salvándolas.
—Por ejemplo: en lugar de contaminarme con radioactividad, sufrir un calambrazo.
—Ya entiendo.
—Pensé que seguramente habrá alguna forma de adquirir poderes parecidos a los de los superhéroes de los cómics a partir de un accidente cotidiano como el mío.
—Pero lo que se cuenta en los cómics es mentira, no hace falta decirlo.
—Pero ya sabes lo que se suele dice: en toda mentira hay algo de verdad.
—Tal vez.
—Total, que he decidido que a partir de ahora voy a dedicar mi vida a hallar la forma de adquirir superpoderes.
—¿Cómo?
—Probando.
—¿Probando qué?
—Ya veré. Improvisaré sobre la marcha. Para empezar, volví a tocar las conexiones eléctricas de la caldera.
—¿Otra vez?
—Sí, pero esta vez con las dos manos, y durante más tiempo.
—¿Más tiempo? ¿Cuánto aguantaste?
—Hasta que saltó el automático.
—¿Y?
—Bien. Más o menos. Se me puso el pelo de punta, y todo yo era un foco de energía estática. Caminaba por la casa, y todo se me pegaba al cuerpo. Me convertí en una especie de imán.
—Ahí lo tienes: Imanman.
—Y está lo de la erección.
—¿Qué erección?
—El calambrazo me provocó una erección de caballo.
—¿En serio?
—Y no había manera de que bajara.
—¡Pues ya está!: eres Naboman.
—No tiene gracia.
—«¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡No, es Naboman!».
—Ni puta gracia.
—«Agarrando su cipote de hierro, Naboman, protege a la humanidad de las garras del Mal».
—De todas, formas, el efecto se pasó a las pocas horas.
—¿Ya no eres Naboman?
—No.
—Lástima.
—Pero no voy a parar hasta que encuentre la manera de tener poderes.
—Pues ya me contarás.
—Te cuento.

lunes, septiembre 30, 2013

Titanic

—Me caes mal.
—¿Yo?
—Tú, y todos los que son como tú.
—¿Cómo soy yo?
—Lacónico.
—¿Laqué?
—Parco.
—¿Cómo?
—Silencioso, callado. Que no sueltas prenda, vaya.
—¿Eso qué tiene de malo?
—Es como desaprovechar un don.
—Explícate.
—El habla es lo que nos diferencia de los animales. ¿Prefieres parecer un animal?
—Prefiero no decir tonterías.
—¿Cómo sabes que son tonterías? .
—Reconozco una tontería nada más verla; he convivido con ella toda mi vida.
—¿Y si lo que tú consideras tonterías no lo son?
—Lo son, créeme.
—Vale, pero imagínate por un momento que no lo son.
—Incluso en ese caso hipotético, ¿qué puede pasar?
—Quizá contribuyas con tu silencio a hacer un mundo menos habitable.
—Eso ya lo hace Santiago Calatrava.
—Hablo en serio.
—No veo cómo mi silencio puede contribuir a hacer del mundo un lugar peor.
—Quizá una palabra a tiempo, por absurda que parezca, provoque grandes cambios que nos acaben afectando a todos.
—¿A qué todos?
—A la Humanidad.
—Por favor, cómo te has levantado hoy.
—Hiltler, por ejemplo.
—¿Qué pasa con él?
—Rechazaron su ingreso en la Academia de Bellas Artes de Viena.
—¿Y?
—Imagínate que entre las personas que integraban el jurado que dirimió su solicitud hubiera habido uno capaz de reunir argumentos suficientes para convencer al resto de aceptar su ingreso, y sin embargo guardó silencio para no llevar la contraria. ¿Te imaginas la tragedia que nos hubiéramos ahorrado de haber abierto la boca?
—Me hago una idea.
—O el Titanic.
—¿El Titanic?
—Sí. Imagínate que un modesto marinero de segunda mira desde el puente y ve cómo asoma a lo lejos la punta del iceberg, y en lugar de avisar guarda silencio porque tiene miedo de contradecir la opinión unánime de que ese transatlántico, nuevo de trinca, es imposible de hundir.
—Hubiera echado a perder los 15 minutos de gloria de James Cameron.
—Lo digo en serio: hay que hablar.
—Visto así.
—Uno tiene que decir lo que piensa en todo momento.
—¿Siempre?
—Siempre. Joder, no te lo quedes todo para ti.
—Quizá estés en lo cierto.
—Claro que lo estoy. Venga, suéltate y dime lo que se te pase por la cabeza.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. Venga.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
—Vale, voy.
—Te escucho.
—Hace un año y medio que me acuesto con tu mujer.

Recuerdo de Barcelona

—Me voy a comprar un sombrero mexicano como recuerdo de mi visita a Barcelona.
—¿Un sombrero mexicano?
—Sí. Guapo de verdad: verde brillante con unas cenefas de color amarillo que te cagas de guapas. Cada vez que lo mire me acordaré de Barcelona.
—Te acordarás de Pancho Villa, porque lo que es de Barcelona...
—¿Por qué lo dices ?
—Por qué va a ser: el sombrero mexicano no es típico de Barcelona.
¿Cómo que no? Si me lo he comprado en pleno centro de la ciudad.
—Ya, lo que tú quieras, pero no es típico de aquí.
—Ya salió el listo de la clase. Entonces ¿de dónde es?.
—¿Lo dices en serio?
—¿De dónde es? Va, tanto que sabes: ¿de dónde es?
—Pues... un sombrero mexicano es...de México.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué cómo lo sé?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Lo he deducido por el nombre: sombrero m-e-x-i-c-a-no.
—Vale, para ti la perra gorda.
—No es cuestión de perra gorda...
—Pues si no me compro el sombrero, me compraré una katana japonesa que había en una tienda de al lado. Anda que no molaba.
—Vamos a ver, por mí te puedes comprar lo que te salga del forro de los cojones, en serio, lo que te salga del forro, pero una katana japonesa no es típica de Cataluña.
—Ya estamos otra vez. Si no es típica de Cataluña ¿de dónde es?
—De Japón.
—¿De Japón? ¿Y cómo ha llegado a parar a la Rambla de Cataluña algo de Japón ? ¿Eh? ¿Cómo?
—La habrán traído en barco. Yo qué sé, tío.
—En barco. Ya. En barco, dice. ¿Tú has visto ese barco?
—No.
—¿Tú has visto a alguien bajando de un barco con esa katana en la mano?
—No, no lo he visto.
—Entonces qué coño vas a saber tú, enterao.
—¿Sabes qué? Que te compres lo que te salga de los huevos, papafrita.
—Pues si no me compro el sombrero mexicano ni la katana japonesa, me compraré unas castañuelas que he visto, muy chulas, así a topos rojos, a juego con un vestido flamenco.
—Pero empanao, que eres un empanao: que las castañuelas tampoco son típicas de Cataluña.
—La puta que te parió, que cenizo eres. Entonces, según tú, ¿qué tengo que llevarme de recuerdo?
—Pues no sé, llévate un caganer.
—¿Qué es eso?
—Una figura de un hombre cagando.
—¿Un hombre cagando? ¿Que me lleve una figura de un hombre echando un truño antes que una katana japonesa? ¿Tu eres subnormal?
—Pues si eso no te gusta, llévate algo relacionado con las sardanas.
—¿Qué es eso?
—El baile típico catalán.
—¿En qué consiste?
—Los participante se dan las manos en círculo, y tocan el suelo con la punta del pie, así, como si quisieran aplastar un insecto que les da miedo, y no hubiera manera de acertar.
—Paso.
—Pues entonces llévate algo de los castellers.
—Explica.
—Els castellers son personas que se suben unas encima de otras, y forman castillos humanos muy altos.
—Eso me gusta más.
—Son espectaculares. Los ves y se te pone la piel de gallina.
—¿Cómo van vestidos?
—Llevan camisas del color de la colla a la que pertenecen, y fajas, y van descalzos.
—¿No llevan sombrero mexicano?
—No, no llevan sombrero mexicano, ¿cómo van a llevar sombrero mexicano?
—¿Ni katana?
—Pero vamos a ver, retrasao mental, ¿por qué van a llevar los castellers una katana?
—Porque molaría un huevo. ¿Te imaginas? Un castillo formado por castellers tocados de sombrero mexicano y una katana a la espalda?
—Sí, y en lo alto de todo la enxaneta tocando las castañuelas...
—¿La quién?
—Ay, dios mío, llévame pronto contigo...

sábado, septiembre 07, 2013

Fuerza 7

—Ya no recuerdo qué años tienes.
—Ochenta y dos cumpliré este año. ¿Y tú?
—Para setenta y siete voy.
—Dos críos.
—Dos pardales.
—Ya lo creo. El otro día me salieron al paso dos drogadictos de esos...
—¿De cuáles?
—Esos que van todo el dia con los pantalones cagaos.
—¿Los que van enseñando los calzoncillos?
—Los mismos. Me los cruzo a los dos montados en lo alto de dos monopatines.
—Uy, qué coraje me da eso...
—Y que lo digas.
—...con lo grandecitos que son, con los cojones llenos de pelos como los tienen, ¿tú te crees que tiene que ir tol dia montaos en monopatín. Coño, ¡cómprate una furgoneta y vete a la vendimia, hostias!
—A esos los aviaba yo. A picar en una cantera los iba a poner, fíjate tú. ¿Y qué pasó?
—Pues que vienen en mi dirección con los monopatines de los cojones.
—Directo hacia ti.
—Sí, y va uno, el más feo de los dos...
—¿Cómo de feo?
—Como para escupirle. Tenía el flequillo to aplastao contra la frente, que parecía que se lo había relamío una vaca.
—Y encima se piensan que van guapos.
—... y me dice, escúchame bien, me dice: «abuelo, quítese del medio que me lo llevo por delante».
—¿Eso te dijo?
—Eso mismo.
—¿Te llamó abuelo?
—Con esas mismas palabras.
—La reputa madre que lo parió, a él y a toda su parentela. ¿Y qué hiciste?
—¿Que qué hice? Qué voy a hacer, tal y como venía hacia mí le metí dos hostias, así, con toa la mano abierta, como las daban los hermanos Trinidad. Una con la derecha, y otra con la izquierda; pim y pam.
—Bien hecho.
—Mira, lo tenías que haber visto, cómo se fue patrás mientras el monopatin se iba rodando a tomar por culo.
—La cabeza le hubiera pisao yo, mira que te digo. Abuelo me iba a llamar a mí...
—Eso fue lo siguiente.
—¿El qué?
—Lo de la cabeza. Se quedó en el suelo, to dolorio, gimiendo.
—Mariconazo. ¿Y qué hisiste?
—Me acordé de Gento y del gol a Inglaterra.
—¿De Gento?.
—Como te lo estoy diciendo. Entonces me apoyé en el bastón, para pillar carrerilla, y me fui pa él mientras le decía: "Tú va a ver los goles que se metían antes, «gipi» mugriento...
—Con dos cojones
—...y le di una patá en la cabeza que el flequillo relamío se fue parriba como la cresta de un gallo. Mira, qué hostis se llevó.
—Dos le trendrías que haber dao. ¿Y qué pasó con el otro?
—¿Qué otro?
—El que iba con él. Coño, ¿no has dicho que eran dos?
—Ay, sí, la madre que me parió, que se me va el santo al cielo. El otro acabó igual, o peor.
—Desembucha.
—Pues que el muy desgraciao se va patrás para pillar carrerilla con el monopatín.
—Como un toro, vaya.
—Como un toro Miura, y empieza a impulsarse con un pie, y viene hacia mí rápido, rápido.
—A toda hostia, vamos.
—A todita hostia, y poniendo cara de velocidad, con dos velas de mocos largos colgándole patrás desde las narices, como una bufanda movía por el viento, el muy asqueroso.
—Qué fatiga. ¿Y qué? ¡Cuenta, coño!
—Me acordé de una película de Chu Norris, una que se titulaba Fuerza 7. ¿La recuerdas?
—La recuerdo. ¡Qué grande Norris!
—Pues ahí el Norris hacía una pirueta que, madre mía, desde la primera vez que la vi, cuando se estrenó en el 80 o así, me se quedó grabá pa los restos.
—Explica.
—Pues tal y como me viene el malnacio «gipi» ese, solté el bastón, me tiré patrás y di un salto mortal con tirabuzón, y tal y como caí al suelo, me elevé dos metros en el aire con la fuerza del impulso, permanecí un ratico ahí, como suspendio a cámara lenta en latmósfera.
—Ahí colgao.
—Sí, como colgao. Y luego, escucha bien lo que te digo, luego giré sobre mí mismo, ahí es na, y tal y como giré, con el exterior del empeine le metí en la cara una patada grado 8 en la escala de Richter, y le arranqué de raíz todo los dientes.
—¿Todos?
—Todicos. Le sonaban en la boca como un sonajero. Mira, qué hostia más bien da se llevó.
—Se va a acordar toda su vida. ¿Y qué paso luego?
—Que empezaron a salir como de debajo de las piedras un montón de compañeros de estos dos pamplinas.
—Compinches de la banda, serían.
—Serían.
—¿Y qué pasó?
—Que me rodearon. Hicieron un círculo a mi alrededor, como al principio de Furia Oriental, ¿te acuerdas? La de Bruce Lee.
—Cómo me voy a olvidar del actor más grande que ha parido el cine.
—Amén.
—¿Y qué hiciste?
—Desenrosqué el bastón por la mitad, y lo puse en modo nunchaku, y les dije que se acercaran a mi vera si tenían güevos.
—¿Y lo hicieron?
—Ya te digo. Y tal y como venían, hostia que les daba, y los nunchaku volaban en mis manos como si Bruce Lee hubiera resucitado.
—Como me hubiera gustado verlo, coño.
—Y al final no quedó uno en pie. Todos tiraos pol suelo a mis pies, lloriqueando.
—¿Y no los remataste?
—Qué va. Hay que ser generoso con los vencidos. Volví a enroscar el bastón, y me fui lentamente al asilo mientras, a mi espalda, una muchedumbre aplaudia y me felicitaba. Yo creo que hasta sonaba de fondo la música de John Williams, mira que te digo.
—La hostia, qué grande.
—...
—...
—...
—La madre que te parió, anda que no eres embustero.
—Ya, pero ¿y lo bien que nos lo pasamos este ratito?
—Ya te digo.

jueves, julio 18, 2013

Pico pan

—Soy un adicto.
—¿Tú?.
—Sí.
—¿A qué?
—Al pan.
—¿Al pan?
—Concretamente al pico de pan.
—Explícate.
—Llevo más de veinte años comprando una barra de pan para la comida del mediodía. Se dice pronto: veinte años. ¿Podrás creer que no ha habido un solo día, ni uno solo en estos veinte años, en que la barra de pan haya llegado intacta a casa?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que por el camino siempre arranco el pico y me lo como. No lo puedo evitar.
—Eso no es una adicción, eso es hambre.
—Eso pensaba yo. Entonces hice una prueba para descartarlo.
—¿Qué prueba?
—Ir a buscar la barra sin hambre. Antes de ir a buscarla me ponía hasta el culo de comer. Pero cuando digo hasta el culo, es hasta el culo. Me comía hasta los pañales de mi hija.
—¿Y?
—No funcionó. Compraba la barra y no había caminado cuatro pasos que ya había echado mano del pico y me lo había llevado a la boca.
—¿Y te lo comías?
—No, lo regaba para ver si se convertía en un árbol. No te jode, claro que me lo comía.
—Yo no me preocuparía demasiado, no parece una adicción grave.
—Yo sí. Va a peor.
—¿En qué sentido?
—Hasta ahora solo me comía una punta. Así que antes de entrar en casa, sacaba la barra de la bolsa y le daba la vuelta para que la parte sin punta no se viera. Hacía lo que fuera para ocultar mi adicción.
—No me digas que ahora te comes las dos puntas.
—Te lo digo. Y la barra llega a casa mutilada. Parece una barra veterana de guerra. Es una barra muñón.
—Joder. ¿Y qué vas a hacer?
—Voy a ingresar en una clínica de desintoxicación de Picos de Pan, se llama No More Bread. Está en Houston, Texas.
—En qué quedamos, ¿en Houston o Texas?
—Houston está en Texas.
—Entonces la clínica está en Texas.
—No, está en Houston.
—Pero has dicho que Houston está en Texas, ¿no?
—Sí, pero Texas es el Estado. La ciudad es Houston. Y la clínica está en Houston.
—Pero si la clínica está en Houston, y Houston está en Texas, la clínica también está en Texas.
—Sí, pero... ¡joder, qué importará eso! El caso es que voy a ingresar allí.
—Te habrá costado un dineral.
—Nos ha costado, pero hemos conseguido reunir el dinero. En el Mercat de Sant Antoni vendí mi vieja colección de Intervius, y la de Gigantes del Basket. También la de cromos de Mazinger-z. Y me dieron bastante por las viejas cintas VHS, sobre todo la que tenía grabado el programa en que a Sabrina se le salieron las tetas.
—¿Y qué dice tu familia?
—¿De las tetas de Sabrina?
—Noo, de todo en general.
—Están conmigo cien por cien.
—Eres un tipo con suerte. Qué familia.
—Ya lo creo. Lo mejor que hice es confesarles mi adicción. Ya no podía soportar más tener dentro de mí ese secreto. Las reuní el valor suficiente, y me senté con las dos en comedor de casa, con mi mujer y con mi hija Martina, las miré a los ojos y se lo confesé.
—¿Y cómo reaccionaron?
—Mi mujer al principio se lo tomó fatal. Fue durísimo para ella. Es normal. Yo siempre había sido un tío sano, deportista, de costumbres moderadas, y de buenas a primeras todo eso se viene abajo. Fue un jarro de agua fría. Ahora está conmigo, para lo bueno y para lo malo.
—¿Y Martina?
—Todavía no lo sabe.
—Pero ¿no has dicho que se lo dijiste a las dos?
—Sí, pero Martina tiene déficit de atención, y en seguida se distrajo con una pelusa del jersey que había suspendida en el aire, delante de sus narices. Se quedó embobada mirándola cómo flotaba y cómo se movía cuando le soplaba, y ya no oyó lo que dije
—Casi mejor.
—Desde luego. Quiero mantenerla al margen. No quiero que se vea afectada por esto. No quiero que la estigmaticen en el cole, y la señalen en el patio: mira, ahí va la hija del adicto a los picos de pan. No quiero destrozar su infancia.
—Lo conseguirás. Todos confiamos en ti.
—Gracias. Y cuando me recupere recogeré firmas para cerrar de una vez por todas las panaderías de toda la ciudad, esos antros de perdición. Es una vergüenza que haya una en cada esquina. Te digo una cosa: en un país civilizado eso no ocurriría.
—Somos una puta república bananera.
—Ya te digo.

miércoles, junio 19, 2013

El caudillo zombi


—Buenos días.
—Buenos.
—¿Qué planes tienes para hoy?
—Ninguno. Lo que me depare la vida.
—¿Vas a salir ahí fuera sin ningún plan establecido de antemano? ¿A la aventura?
—Ya te digo.
—Qué temeridad.
—Vivo en Mataró, no en Islamabad.
—Es igual. Hoy el mal acecha en los lugares más insospechados.
—Bobadas.
—Además, ¿Mataró no es donde hay 15.000 afectados por las preferentes?
—Eso dicen.
—Pues imagínate que se ponen todos de acuerdo para salir a la calle y arrasar la ciudad.
—Pobres, si la mayoría son ancianos que no se aguantan los «peos».
—Más a mi favor: no tienen nada que perder.
—Que no hombre, que no.
—Tomarán las calles, incendiarán los comercios, violaran a vuestras mujeres e hijos.
—Anda calla.
—En Mataró reinará la la anarquía. Los cuerpos despedazados de los banqueros y de los empleados de los bancos y de sus familias colgarán en lo alto de las farolas. Mataró se convertirá en una ciudad fantasma. Nadie tendrá valor para salir a la calle, estará tomada por los ancianos de las preferentes, que se pasearán con los bolsillos llenos de Viagra, ávidos de sangre y de sexo.
—Qué gilipollez.
—Y entonces apareceré yo.
—¿Tú?
—Sí, yo. Arcadio El Justiciero de la noche. Arcadio Mad Max. Cargado hasta los dientes de armas y munición suficiente para acabar con todos ellos. No dejaré uno en pie. Devolveré a la ciudad la justicia. Y me haré cargo de ella.
—¿Tú?
—Sí, yo. Hasta que los ciudadanos elijan un nuevo Gobierno, me haré cargo del poder. Seré el nuevo César del Maresme.
—¿Y qué será lo primero que hagas?
—Eliminaré la asignatura de «Lírica: formas y motivos» de la que me tengo que examinar el viernes.
—Imposible. Eso es en en la Universidad de Barcelona, y estará fuera de tu jurisdicción.
—Pues invadiré Barcelona. Convenceré a los ancianos de las Preferentes para que se sumen a mi causa. Reuniré un ejército y marcharé hacia Barcelona y la tomaré por las armas.
—Pero ¿a los ancianos no te los habías cargado?
—Los reviviré. Será una ejército de ancianos zombis. Crearé una pócima que los haga revivir y me seguirán como a un dios. Como a un caudillo. Seré el Caudillo zombi. Tiembla Barcelona.
—Anda, cállate y estudia.
—Corta rollos.

jueves, mayo 30, 2013

El escarabajo


—Tenemos que hablar.
—Dime.
—Me resulta violento, pero te lo tengo que decir.
—¿El qué?
—La gente se queja.
—¿De qué?
—Del olor.
—¿Qué olor?
—El tuyo.
—¿El mío?
—Sí, el tuyo. Hueles mal.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—¿A qué?
—¿A que qué?
—A qué huelo.
—¿Tengo cara de sumiller de mierdas? Yo qué sé a qué hueles, tío. El caso es que hueles mal.
—Yo no huelo nada.
—Pues no sabes lo afortunado que eres. Hiedes.
—¿Hiedo?
—A perros muertos.
—No será para tanto.
—Qué no será para tanto, dice. Pero tío, ¿tú no has notado cómo las flores languidecen a tu paso?
—¿Languiqué?
—Es igual. Pues eso: que hueles como si una nube te siguiera todo el día lloviendote mierda encima.
—Debe de ser la mochila.
—¿La mochila? ¿Es que haces tus deposiciones dentro de ella?
—¿Deposiqué?
—Que si te cagas dentro.
—No, guardo la ropa sucia.
—¿La ropa? Pues tío, esa ropa no la tendrías que guardar, esa ropa la tendrías que incinerar.
—No tengo más muda que esa.
—Pues lávala.
—Ya lo hago.
—¿Con qué frecuencia?
—Lo normal, cada tres semanas o así.
—¿Lo normal? ¿Eso te parece normal? Eso es normal si vives en Truñolandia o en Villa Diarrea de los Lapos. Lo normal, dice.
—No querras que me lave cada día, ¿no?
—¿Por qué no? Todo el mundo lo hace. Yo lo hago.
—Lo sabía. Así te va.
—¿Qué quiere decir «así te va»?
—Te he estado observando: estás siempre resfriado.
—¿Y eso qué coño tiene que ver?
—Fijo que estás bajo de defensas.
—¿Lavarse reduce las defensas?
—Demasiada higiene nos hace más vulnerables a las amenazas externas.
—Bobadas.
—En serio. A ver: ¿Tú a mí cuántas veces me has visto enfermo? Di.
—Vamos, no tengo yo otra cosa que hacer que preocuparme de tu salud.
—Nunca. No me has visto nunca. ¿O es mentira?
—Y dale. Yo qué sé, tío.
—Fuerte como un roble. ¿Y sabes por qué?
—No, ¿por qué?
—Porque no me lavo desde 1980.
—Anda y vete a tompar por culo.
—En serio.Tuve un revelación y me dije: tienes que hacer de tu cuerpo una fortaleza inexpugnable contra las bacterias.
—Venga tío, deja de decir tonterías, que la gente va pensar que además de guarro eres tonto.
—En serio. Me dije: seré invulnerable como los dioses del Olimpo.
—Joder, que me tengan que pasar siempre a mí estás cosas.
—Me dije: Forjaré mi cuerpo para ser invencible; no, qué coño invencible: indestructible. La mierda me protegerá. La mierda me hará inmune. La mierda creará en torno a mí un escudo invisible que repelerá las agresiones de la naturaleza. Y así es.
—¿Así es qué?
—Nadie se acerca. Todos huyen. Al mundo le doy miedo.
—Al mundo le das asco, tío.
—Me convertiré en el único hombre que sobreviva a un desastre nuclear, como los escarabajos. Seré un escarabajo humano. Haré realidad los deseos de Kafka.
—Inaudito.
—¿Inauqué?
—Nada.

domingo, mayo 26, 2013

El Demiurgo.


—¿Qué haces?
—Aquí.
—¿Aquí qué?
—No sé, alguien me ha dejado aquí y se ha ido.
—¿Quién?
—Ni idea.
—Debe de ser el mismo que me ha dejado a mí.
—¿Quién te ha dejado a ti?
—El que escribe. Arcadio, creo que se llama.
—Un nombre raro.
—Rarísimo.
—¿Y por qué crees que lo habrá hecho?
—¿Dejarnos aquí?
—Sí.
—Vete tú a saber. Va probando.
—¿Qué prueba?
—Se pone a escribir, sin saber muy bien de qué, para ver si le acaba saliendo algo con cara y ojos.
—O sea que tú y yo somos producto del azar.
—Seguramente.
—Pero entonces eso significa que no se ha ido.
—¿Qué quieres decir?
—Si tú y yo somos una creación de ese tal Arcadio, y seguimos hablando, es que él está ahí, escribiendo todo lo que decimos. No se ha ido.
—Pues es verdad, no lo había pensado.
—Porque él no ha querido que lo pienses. No quiere que sepamos que no somos nada sin él, que somos marionetas. Que lo que tú y yo decimos no lo decimos nosotros sino él, ese tal Arcadio.
—Nos está utilizando, entonces. Pone en nuestra boca sus palabras.
—Exacto.
—Rebelémonos. Dejemos de ser marionetas a su servicio.
—¿Cómo? Él está ahí, con los dedos sobre su Mac, nos escucha, nos lee, ¿cómo vamos a rebelarnos?
—Dejemos de hablar. Contaré hasta tres, y dejaremos de hablar a la vez. Qué se joda ese manipulador con nombre raro.
—Venga, que se joda Leocadio.
—Arcadio.
—Lo que sea.
—Venga. Uno, dos y...¡tres!
—...
—...
—¿Estás ahí? ¡Oh, mierda!