sábado, septiembre 30, 2006

Adivina adivinanza


Pongámos por caso que un partido político y su correspondiente periódico afín se obstinan, con artes que a menudo rozan lo fraudulento y siempre lo inmoral y tendencioso, en atribuir a una banda terrorista la responsabilidad de un crimen que, según evidencias irrefutables, es por completo ajena a los hechos. A pesar de semejante circunstancia, el partido político y el periódico afín no sólo insisten, en contra incluso de las opiniones más acreditadas, en sus argumentos sino que además insinúan sin rubor que el Gobierno está interesado, sabe Dios por qué motivos, en que el mencionado grupo terrorista no sea involucrado, lejos de la intención y sobre todo los intereses del partido y el medio de comunicación, que desearían por encima de cualquier cosa, cabe presumir, que los terroristas resultaran inculpados a fin de confirmar sus argumentos.
Ahora resulta que, según el juez Baltasar Garzón, dos péritos podrían haber falsificado informes con intención de culpar a la banda de asesinos. Y parece ser que los mencionados péritos podrían haber sido instados a su vez (conjetura en modo alguno disparatada habida cuenta las circunstancias) por alguien para que llevaran a cabo semejante maniobra. A la luz de lo expuesto me pregunto yo (y les aseguro que jamás una preguna fue más retórica) quién estaría interesado en falsificar esos informes, a quién beneficiaría la involucración de los terroristas, si al Gobierno o al partido político (no por casualidad en la oposición) y a su periódico afín. Adivinen.

lunes, septiembre 25, 2006

Relato (I)



El policía más veterano aprovechó la eventual ausencia de su compañero —adujo la necesidad de realizar una perentoria llamada privada desde una cabina próxima— para echar mano al bolsillo y sacar la cartera. Le producía pudor manifestar en presencia del otro muestras de afecto o añoranza que de inmediato sería confundido o atribuido a la vejez y sus propiedades para procurar nostalgia. Abrió, pues, la cartera ajada y deslizó el dedo pulgar por encima del plástico transparente que protegía la imagen sonriente de su nieta. Se admiró, una vez más, del parecido que guardaba con su madre cuando ambas contaban la misma edad. «Ni hecho adrede. Dos gotas de agua», musitó ensimismado antes de que pudiera advertir que el agente más joven estaba de regreso y se disponía a subir al coche. Sentado ya su lado en el asiento contiguo, el del conductor, el compañero lo observó de soslayo mientras permanecía recostado hacia delante, echado con cierta desidia sobre el volante, con los brazos apoyados en él, con la apatía inevitable resultado de los interminables turnos de vigilancia a los que los había abocado el caso.
—Guarda cuidado, hombre —dijo incorporándose, sin dejar de masticar chicle con una ostentación desaforada que molestaba en extremo al viejo—. Estamos más cerca que nunca de atraparlo. Por primera vez ha cometido un error, y tú sabes tan bien como yo que lo intentará de nuevo y esta vez lo estaremos esperando. Por Dios, relájate.
El viejo se retrepó en el sillón y guardó, no sin torpeza debido a la estrechez del espacio, la cartera en el bolsillo del pantalón. Miró a su compañero y reprimió, una vez más, las ganas de decirle cuanta animadversión le inspiraba, lo cual había sentido tentado a manifestarle en innumerables ocasiones durante el año y medio que había transcurrido desde que se lo asignaron como pareja.
—No seas ingenuo —contestó no obstante, mirando con renovado interés el portal de la chica—. Esto es una pérdida de tiempo. Si lo hubiera identificado o proporcionado algún indicio definitivo que nos condujera a él. Pero no lo vio, o no lo suficiente como para facilitar una descripción útil. ¿Es que no la viste en la rueda de reconocimiento? Te diré lo que le pasa: le aterroriza inculpar a un inocente.
—Lo cual le honra.
—Sí, pero mientras tú y yo estamos aquí el tipo deambula a su antojo por la ciudad para saciar sus caprichos con la primera mujer que le salga al paso. Necesita tan pocos pretextos para asesinar como tú para llenarte la boca de chicles.
Al policía veterano no dejaba de sorprenderle el cambio que había experimentado en los últimos meses, de manera paulatina pero evidente, como consecuencia, suponía él, de ese desasosiego inefable que discurría paralelo a la constatación de una madurez tras la cual acechaba, amenazante y no por esperada menos sorpresiva, la hora de la jubilación. Había asistido con estupor a esa metamorfosis manifestada por ex compañeros suyos, seguro de que a él no le aquejarían semejantes males. Y de la noche a la mañana era presa de una melancolía trasnochada allí donde antes sólo había existido indiferencia. Sentía la necesidad de mostrar por su nieta todas las atenciones y estima que ni de lejos había sido capaz de dispensar a su propia hija, tan inmerso durante años en un trabajo que le había acabando costando el divorcio y distanciado de su hija irreparablemente, pues por más que él había tratado de corregir o compensar los desplantes que le había ocasionado en la figura de la nieta, su hija alimentaba un profundo resentimiento que no se había molestado en ocultar. Él no había tardado en abandonar toda esperanza de reconciliación y se había conformado con contemplarlas a hurtadillas desde el interior de su automóvil, cuando a las puertas del colegio madre e hija se fundían en un abrazo antes de desparecer calle abajo.

Relato (II)

La puerta del edificio se abrió y la joven apareció en el umbral. Permaneció quieta por espacio de unos segundos, mirando, con expresión de buscar a alguien, hacia el final de la avenida, en dirección contraria a la que los agentes ocupaban, apostados en el interior del coche de policía camuflado. En el lugar al que la joven dirigió la mirada se concentraba una muchedumbre que crecía por momentos, merodeando por entre los puestos ambulantes. El policía veterano miró perplejo a su compañero.
—¿Pero qué coño…? —farfulló—¿Qué cree que está haciendo? ¿Qué hay del acuerdo? Quedamos en que nos avisaría con dos horas de antelación y que no saldría en día de mercado.
La joven, temperamental y resuelta y proclive a una independencia contumaz —rasgos que compartía de manera asombrosa con su hija—, había mostrado una determinación inflexible al respecto: su vida no se vería alterada en lo esencial. No voy a permitir que un desquiciado me arredre y trastorne mi vida, había afirmado, y el argumento, sostenido por la policía con el fin de persuadirla, de que el objetivo que perseguía el asesino no era en modo alguno trastornar su vida sino arrebatársela no había conseguido que cambiara de parecer. Finalmente se había mostrado dispuesta a no entorpecer la labor policial en la medida de lo posible, y se había prestado a una vigilancia permanente con la condición de que se mantuvieran a una distancia suficiente para que no sólo no se sintiera observada, sino que desconociera en todo momento dónde se hallaban los policías.
La joven, finalmente, se encamino calle arriba con paso apresurado.
—¡Mierda…qué hace…! ¡Vamos! —gritó el policía veterano. Los dos salieron del automóvil—. Pide refuerzos y sube por la calle paralela y mira de cortarle el paso. Yo trataré de alcanzarla.
Se separaron. El viejo contempló la calle cada vez más concurrida, al final de la cual, hacia donde se adentraba la joven, la muchedumbre iba en aumento, apareciendo de los pasajes y calles angostas que cruzaban la avenida principal, en torno a los puestos de bisutería y libros de segunda mano o productos artesanales y demás artículos. El policía veterano se precipitó en esa dirección presa de una urgencia que era más un presentimiento. De tanto en tanto alcanzaba a verla y gritaba su nombre, pero el sonido desaparecía mezclado con el que producía la multitud. Sin dejar de mirarla sacó el móvil del bolsillo y antes de que pudiera pulsar el número se le deslizó de la mano y cayó al suelo. ¡Maldito viejo torpe!, profirió para sí con las mandíbulas apretadas. Echó un vistazo fugaz al suelo, apenas una mirada de soslayo a fin de localizarlo, un mínimo instante que fue suficiente para perder de vista a la joven.

Relato (y III)

El policía veterano se dirigió hacia el lugar en que la vio por última vez. Lo hizo sin ambages, apartando a empellones a la gente que le salía al paso. Miró en derredor pero no acertó a ver más que las cabezas sin rostro de una multitud indiferente que deambulaba en sordina de un lado a otro como una manifestación improvisada de ciegos.
Detrás de uno de los tenderetes alcanzó a ver la entrada a una calle. Se adentró en ella unos metros, y a continuación se quedó quieto a las puertas de un callejón de aspecto sombrío que lo cruzaba, y de cuyo interior le llegó un hedor intenso a orines y despojos que yacían diseminados por el suelo. Antes de precipitarse en su interior extrajo la pistola de la sobaquera y la empuño frente a sí sostenida por las dos manos. Caminó lentamente, el arma apercibida y apuntando en todo momento allí donde dirigía la mirada, obstaculizada por un sudor abundante que se precipitaba serpenteante por el rostro atento. Vio algo a final del callejón, pero no alcanzó a distinguir de qué se trata. El rostro de la joven y el de su hija se sucedían vertiginosamente. Pidió a Dios que se tratara de un pobre desarrapado en procura de cobijo. Pero era ella, bajo la luz mortecina que apenas emitía un foco desvencijado que se mecía al final del callejón. Sentada, con los brazos extendidos en cruz, en idéntica postura en que hallaron a las otras víctimas. Sobre su pecho, unida al mentón por un fino hilo de carne ensangrentado, le colgaba la piel del rostro, cortada y desprendida de los huesos de la cara como si de una careta se tratase.
Permaneció paralizado frente al cuerpo, incapaz de apartar la mirada de él, y un instante antes, una fracción de segundo antes de que sintiera la primera punzada del cuchillo perforándole el riñón, adivinó que no saldría con vida de allí. Casi pudo sentir el recorrido que realizaba la hoja cada vez que se hundía y perforaba la carne, la sangre brotando a borbotones de las heridas, la camisa empapada adhiriéndosele al cuerpo. Perdió el arma, y alzó los brazos en un intento vano de protegerse, porque la frecuencia de las cuchilladas, lejos de disminuir, aumentaba a un ritmo incesante. Cayó, primero de rodillas, y luego de espaldas, de tal modo que yació agonizante boca arriba, arrojando por la boca esputos de sangre.
El asesino se situó en cuclillas junto al cuerpo. Sosteniéndolo con una mano enguantada, limpió la hoja ensangrentada del cuchillo en la ropa del policía, mientras con la otra palpaba el bolsillo del pantalón. Sacó de él la cartera. Obtuvo, primero, la fotografía de la nieta, y a continuación una más pequeña, tamaño carné, de la hija. Guardó ambas imágenes en el bolsillo interior de su chaqueta y se dispuso a salir del callejón en el momento en que el policía veterano pronunció sus últimas palabras con la respiración pedregosa:
-la… la hiciste salir…
El asesino sonrió y abandonó sin urgencia la calle al tiempo que se introducía en la boca el último chicle de un paquete que arrugó y arrojó entre las bolsas de basura amontonadas en torno a un container de basura atestado y maloliente.

domingo, septiembre 24, 2006

No hay peor payaso que el que carece de gracia


Desearía aprovechar la oportunidad que me brinda este blog para pedir disculpas al mundo entero, en nombre de buena parte de mi país, por haber aportado a la humanidad un individuo de la talla intelectual de José María Aznar. Quisiera, además, instar a todos aquellos que se sientan tentados a emitir un juicio de valor respecto a la sociedad española a partir del modelo sugerido por semejante individuo, tuvieran en consideración que antes de él mi país había proporcionado a la cultura universal figuras ilustres como Cervantes, Velázquez, Goya, Ramón y Cajal, Lorca y una larga lista de intelectuales de indiscutible prestigio internacional que debería compensar holgadamente el desprestigio ocasionado por un monigote esperpéntico y sin sustancia como el ex presidente español.

jueves, septiembre 21, 2006

¿Qué quieres ser de mayor?


Mientras camino en dirección al centro de Mataró ojeo mi libreta y doy con una aseveración lanzada en algún momento por Juan José Millás: uno no debe a los libros lo que es, sino lo que ha dejado de ser. Cada vez estoy más convencido de que construímos nuestro caracter por eliminación. Por más que en la infancia nos preguntaran a menudo qué queríamos ser de mayor, y contestáramos, azorados, un sigiloso astronauta, futbolista o médico, se trataba de tímidas conjeturas sin más fundamento que el estímulo efímero que la última película vista había dejado en nuestra conciencia caprichosa e influenciable. Así pues, soy del parecer que difícilmente nadie se aventurará a afirmar categóricamente cómo será de mayor, pero sí poseemos en cambio una cierta idea de cómo no queremos ser, de tal forma que sometemos nuestro carácter a un paulatino pero riguroso proceso de transformación, siquiera de manera inconsciente, a partir de los modelos que vamos descartando.

sábado, septiembre 16, 2006

Una reflexión

Vaya por delante que esta reflexión se sustenta en la mera observación, susceptible por tanto de estar errada, o en todo caso inconclusa debido a las carencias de quien la firma. Europa, pese sus innegables deficiencias, es un lugar indiscutiblemente próspero cuyo bienestar es, a mi juicio, resultado en gran medida de la profunda creencia en valores democráticos, sustentada, a su vez, en la diáfana y muy necesaria separación entre Iglesia y Estado. Un importantísimo número de la inmigración que recala en Europa procede de países en los que no sólo no existe dicha división, sino que el estado es por completo inexistente o esta supeditado servilmente a unos caprichos religiosos seculares, por lo general una pesada rémora que hunde a los países que la padecen en una suerte de túnel del tiempo y les entorpece en su camino al progreso. No deja de sorprenderme, pues, que el inmigrante que se traslada al viejo continente en procura de una vida más próspera reanude y se someta, con mayor fervor si cabe, a las costumbres religiosas que tanto quebranto ha deparado a sus vidas y en cambio no respalde ni se sienta en deuda con la democracia que les proporciona todo cuanto hasta entonces les ha sido negado o arrebatado. Debo de señalar, asimismo, mi profunda molestia a que cuando la práctica de esos hábitos aparentemente piadosos devienen incompatibles con el ejercicio democrático del país que los acoge, monten en cólera y exijan indulgencia frente a situaciones tales como la negación de un Imán a entrevistarse con la autoridad municipal porque se trataba de una mujer, o el rechazo de otro a ser entrevistado por una periodista por idéntico motivo, si bien con el agravante de que ésta última lucía, adujo el individuo, un exceso de maquillaje en modo alguno admisible. Pero lo que mayor indignación me produce es la tibieza, la absoluta falta de firmeza con la que Europa defiende unos valores universales que han merecido el sacrificio de tanta sangre y esfuerzo numantino, y de los que deberíamos sentirnos inequívocamente orgullosos, y mostrar un discurso unánime y sin fisuras en su defensa y jamás retroceder,antes bien afinzarnos por más irracionales que sean las acometidas.

martes, septiembre 12, 2006

Mudanzas



Mis familiares y amigos me acusan a menudo de ser un tanto irascible y muy protestón. Están hartos, dicen, de escucharme farfullar por lo bajo toda suerte de gruñidos a la menor oportunidad que se me presenta, por trivial que sea el tema en cuestión. Pues bien, en mi disculpa acabo de averiguar por qué semejante actitud de contrariedad permanente, de la que, en honor a la verdad, también yo había advertido algo, si bien no al extremo del cual, sin ir más lejos, mis propios hermanos me acusan (¡Lo que hay que ver, sangre de mi sangre lanzando infamias sobre mí!). Según se desprende de un estudio realizado por uno de tantos ociosos en algun momento situado entre el Big-bang y ayer mismo, las mudanzas son uno de los motivos, si no el que más, del estrés que padecen hoy día muchas personas. Hasta donde me alcanza la memoria el número de domicilios en los que he habitado, con sus correspondientes traslados, son: Horta,la Ciudad Meridiana, dos veces a Fuente del Maestre (extremadura), Santa Coloma de Gramanet, Moncada y Bifurcación, San Feliu de Guixols (dos domicilios distintos), Ripollet y Mataró. A las mencionadas localidades, sobre todo a las últimas, se les ha de añadir las respectivas mudanzas en las que he colaborado (que no son pocas) de algún hermano que se ha casado o sencillamente ha decidido cambiar de domicilio (¡Sangre de mi sangre!). ¿Me he ganado o no el derecho de lanzar de vez en cuando alguna queja?

jueves, septiembre 07, 2006

Una breve evocación


Hasta donde me alcanza la memoria jamás he sentido la necesidad de emplear la escritura como método paliativo contra los trances del alma. Escribir borbotones de frases sin más objetivo que el alivio emocional, narrar presa de una vehemencia desacostumbrada en procura de desahogo a los contratiempos que depara la vida, no ha sido alternativa que haya tenido en consideración por más dificultades que me han salido al paso. 

Mi escritura, pues, ha tenido por objeto elaborar torpes ficciones sin más pretensiones que mi goce particular a la que, irremediablemente, me abocaba la previa y obsesiva lectura de todo cuanto caía en mis manos. Ya se sabe que el proceso lógico que sucede a la lectura suele ser la escritura. Emular a los autores que se frecuentan se convierte en un objetivo al que uno se entrega de manera infatigable con una vehemencia que se traduce en la búsqueda de expresiones y palabras de un barroquismo desmesurado. Por esos días se persuade uno de que escribir con propiedad es tanto mejor cuanto más extrañas son las palabras que emplea. La literaturitis es, ay, un mal que aqueja al principiante de la que difícilmente puede nadie zafarse. Tarda uno en saber que, como decía Stern, la prosa literaria no es sino cambiar de nombre a la conversación.

Mis primeras lecturas fueron los tebeos, en cuyas aventuras me sumergía a diario con la viva ilusión con la que uno aguarda el día de Reyes. El inacabable catálogo de superhéroes que poseía la Marvel me deparaba un goce constante cuyo único inconveniente era que me convertía en un ermitaño precoz (aunque por ese entonces yo no fuera consciente de ello, y si lo hubiera sido dudo que me hubiese importado lo más mínimo) que se encerraba en su habitación durante horas sin prestar atención al lento transcurrir del tiempo, preocupado sólo por lo que acontecía en aquellas páginas maravillosas. De todos ellos Spidermán, con mucha distancia respecto al resto, era mi favorito, y aún hoy día he asistido al estreno de sus películas con similar expectación con la que contemplaba los excelentes dibujos de los tebeos que yo adquiría a la que surgía la ocasión, bien comprándolos, bien canjeándolos por otros en un diminuto kiosco un tanto destartalado situado en las proximidades de casa. Recuerdo su aspecto desvencijando y frágil, como de choza precaria a merced de un huracán devastador. Cuando permanecía cerrado semejaba una suerte de cubo de madera hermético de color verde kaki, con unas puertas de madera cuyos goznes emitían un sordo quejido cuando su anciano propietario, encorvado y entrañable, abría al publicosu modestísimo negocio, apenas reducido a los cuatro críos del barrio, que por lo general guardábamos cola con antelación a fin de poder anticiparnos los unos a los otros y hacernos con los tebeos más codiciados, largamente buscados y que convertía a quien finalmente los adquiría en objeto de envidia y adulación a partes iguales. 

Tiempo después cambiamos de domicilio, afición ésta a la que mi padre, para nuestra desazón, recurría con frecuencia (pero esa es otra historia de la que algún día daré cuenta) El hijo mayor de los nuevos vecinos, detectando acaso mi devoción por los tebeos, me pidió un día que lo acompañara a una especie de garaje situado en el mismo edificio y me mostró, en el interior de una armario añoso y deslucido cuyo interior desprendía un fuerte olor a moho, dos pilas enormes de tebeos. Una de ellas contenía toda la colección de Javato. La otra, la del Capitán Trueno. Mi vecino extendió el brazo y señaló en dirección a las pilas al tiempo que decía: «puedes servirte a tu antojo, sólo te pido una cosa: cuídalos como si fueran tuyos». Y yo, presa de una extraña conmoción, contemplé los dos enormes rimeros que se erigían en columnas frente a mí, lejos siquiera de sospechar la infinita felicidad que había de depararme su lectura, ni por asomo consciente de que veintiocho años más tarde el recuerdo de aquel armario destartalado y los tebeos amontonados en su interior permanecería intacto en mi cabeza.

lunes, septiembre 04, 2006

Lo que nos llegará


Todavía no se ha estrenado World Trade Centre en España, el último film de Oliver Stone, y por cuanto he leído de ella habrá que tomar aire y prepararse con perezosa resignación para lo que nos viene encima. No me cabe la menor duda de que en los próximos años se sucederán las películas que reconstruyan, de manera directa o tangencial, los atentados acontecidos en Nueva York el 11 de septiembre de 2001. World Trade Center será la primera de una larga lista (excluyo de ella la magnífica y angustiosa United 93, del director Paul Greengrass, obra que se limita a mostrar, con oficio y técnica documental, sin tomar partido ni apelar a la fácil emotividad) de vehículos elaborados con el fin último de enardecer el patriotismo norteamericano, un tanto alicaído de un tiempo a esta parte pero igual o más nocivo para los intereses del resto del mundo, cuando no para los propios norteamericanos. Vaya por delante, pues, la advertencia de que nos queda por asistir a la caída y redención del cansino y cotidiano héroe norteamericano que sobrevive físicamente al percance en detrimento de su salud mental, zaherida por el recuerdo permanente de la tragedia, cuyas secuelas lo abocaran al divorcio, las drogas, el alcohol, ansiedad o sentido de culpa y toda las patologías habidas y por haber. Espero que algún director o escritor o dramaturgo estadounidense posea el arrojo necesario para denunciar y sacudir la conciencia de los norteamericanos, mostrándoles sin ambages ni artificios ni burdas concesiones a un sentimentalismo elemental y efectista cuánto de lo que sucede hoy día en el mundo y cuánto de lo que tendrá lugar en un futuro desafortunadamente próximo es resultado innegable de las políticas que sus distintos gobiernos han perpetrado en el pasado en los países que han considerado oportuno. Desgasta y resta crédito y prestigio proclamar constantemente lo muy democrático que es un país si al mismo tiempo no se respeta y se conspira de manera continuada y con todos los medios al alcance contra las democracias precariamente instauradas en otros. Asegura Oliver Stone que su película es heroica y no política, y causa desazón y rabia contenida asistir a las muestras de heroísmo del norteamericano de turno cuando todavía permanecen intactas en nuestra memoria las imágenes de libaneses escarbando y sacando los cadáveres de sus familiares de entre los escombros de sus hogares desmoronados. Se nos repite hasta la náusea que en Nueva York perecieron casi tres mil civiles, pero nadie parecer mostrar el menor interés y conmoción al certificar que semejante cifra ha sido superada con creces en Irak. Repartimos dignidad y valor a los muertos en función de su procedencia, como si fallecer fuese una estrategia más de márketing.