domingo, octubre 27, 2013

La diosa griega.


—¿Es ella?
—Joder, sí.
—¿Le vas a decir algo?
—Coño, me voy a lanzar, sí.
—Ven un momento, hijo.
—¿Qué pasa?
—No pasa nada, solo quiero hablar contigo. Acércate.
—Dime.
—A ver, quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué cosa?
—Quiero que me prometas que harás todo lo posible por evitar los tacos.
—¿Qué tacos?
—Ya sabes: Las palabrotas.
—Ah, esos tacos.
—Esos. ¿Lo harás?
—Joder, papa, lo intentaré.
—Lo has vuelto a hacer.
—¿El qué?
—Has dicho «joder».
—Puto desastre soy. Se me ha escapado.
—Lo sé, y ahora has dicho «puto».
—Hostia, es verdad.
—Y ahora has dicho «hostia».
—Soy un mamón incorregible. Mierda, lo he vuelto a hacer. ¡Me cago en dios, otra vez! Hostia puta, esto no hay quién lo pare...
—Tranquilo, hijo, tranquilo. Mírame a los ojos. Mírame a los ojos y piensa en otra cosa. Piensa en algo bello, algo que te llene de paz, por ejemplo en el mar, piensa en un mar calmo, quieto, silente...
—Y jodidamente azúl... ¡aaaarg! ¡Otra vez!
—No pasa nada, hijo, no pasa nada. Es normal, estamos empezando, y esto lleva su tiempo.
—Es verdad. La puta Roma no se hizo en un día, ¿no? Oh...
—No te preocupes. Es cierto, Roma no se hizo en un día. Venga, ¿qué le vas a decir?
—Le voy a decir... le voy a decir que me gustaría pasar media vida con la cara alojada en medio de sus tetas, relamiéndoselas.
—¡No! ¡Bruto! ¿Cómo le vas a decir eso?
—¿Qué? He dicho «alojada», una palabra culta que mola.
—¿Y el resto? Tienes que ser más sutil.
—¿Más sutil? ¿Tendría que haber dicho «senos» en vez de «tetas»?
—Sí...¡No! La primera vez que hablas con la chica que te gusta no le puedes decir eso.
—¿Por qué?
—Porque no se tiene que ser tan directo. Aun no. Dile algo bonito, recítale un verso. ¿Sabes alguno?
—«Aquí se caga, aquí se mea y quien tiene tiempo se la menea».
—Madre mía, ¿de dónde has sacado eso?
—Está escrito en la puerta del lavabo del instituto. Mola ¿eh?
—¡No! ¡No mola! Es una ordinariez. Tienes que decirle algo delicado, algo que le haga sentir bien. Que le haga sentir como una diosa. Venga. Lánzate. Ve. Tú puedes.
—De acuerdo. Voy. Yo puedo, yo puedo.
—...
—Hola, Vane, ¿Cómo estás?
—Aquí.
—Tía... Vane, ¿sabes... sabes que con esa luz del sol que te está dando por detrás en torno al cabello parece que estés rodeada como por el áurea que rodeaba a las diosas griegas?
—Pues no sé, tío, porque tengo la tira del tanga tan metia en el culo que más que el sol estoy viendo las estrellas.

Conversaciones con Martina (97)


Martina me pregunta:
—Papa, ¿hoy por qué no vamos al cole?
—Porque estamos de huelga.
—¿Por qué?
—Porque si no lo hacemos Rajoy se va a cargar los colegios y no habrá colegios donde estudiar.
—Pues que se espere, que la semana que viene hacemos la obra de teatro.

viernes, octubre 25, 2013

Conversaciones con Martina (96)

Parece que por fin hemos conseguido que Martina se duerma. Son las 22.30 de la noche, aproximadamente. Pilar y yo nos sentamos en el sofá, soltando un resoplido de alivio. Hemos jugado con ella mientras cenaba, la hemos duchado, le hemos leído el cuento de cada noche, y, aunque quiere más, le decimos que por esta noche ha sido suficiente. Parece que duerme por fin, y ese es el momento más placido del día, nuestro momento. Pilar y yo solos, descansando en el sofá, hablando. Le explico que he perdido mi chaqueta negra, la que utilizo para ir en moto, que no sé dónde anda, que la he buscado por todos lados. Pilar me dice que cómo es posible, con lo chula que es, con lo bien que me va, y yo asiento, que sí, que es verdad, que me va muy bien, por eso necesito encontrarla y por más que pienso no sé dónde puedo haberla dejado, y es entonces cuando, de fondo, escuchamos la voz de Martina, gritando desde la habitación:
—¿DÓNDE LA VISTE POR ÚLTIMA VEZ?

miércoles, octubre 09, 2013

La entrevista.


—¿Piso?
—Décimocuarto, por favor.
—Vamos al mismo.
—(...)
—Calor, ¿eh?
—Ahórreselo.
—¿Disculpe?
—Que se ahorre lo charlar de meteorología y todo eso.
—Solo trataba de se educado, no hace falta que hablemos de nada sino quiere.
—No, si hablar me gusta, pero no de todas esas banalidades de las que se echa mano en un ascensor.
—Un viaje de catorce pisos no da para mucho más, ¿no cree?
—Se han ganado finales de la NBA en menos tiempo.
—Es igual, oiga, no hace falta que hablemos.
—Que no, hombre, que quiero hablar, pero hagámoslo de asuntos que nos enriquezcan a los dos. Obtengamos un beneficio recíproco. Presiento que usted tienes cosas interesantes que decir.
—Pero si no me conoce.
—Pero lo intuyo. Es usted una persona cultivada, eso salta a la vista.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Para empezar, ha dicho decimocuarto. Nadie dice decimocuarto, dicen catorce, y eso cuando dicen algo, porque hay gente que masculla el número en medio de un eructo. Eso ya es un síntoma: le gusta el rigor semántico.
—Eso es cierto.
—¿Ve? Venga, hablemos de asuntos heterodoxos. Todo lo heterodoxo es interesante por sistema, porque evita el discurso recurrente que usamos a diario.
—¿Por ejemplo? ¿De qué quiere hablar?
— Pues no sé. De las gallinas, por ejemplo.
—¿Las gallinas? ¿Qué le pasa a las gallinas?
—¿Tiene usted idea de por qué se suele decir aquello de «eres más puta que las gallinas»? No sé por qué lo dicen. ¿Es que son especialmente promiscuas, las gallinas?
—No tengo ni idea, la verdad. Quizá es que les gusta frecuentar la compañía de más de un gallo.
—O sea, que después de todo es verdad que son un poco putas.
—No necesariamente. Vaya, no creo yo que las gallinas entiendan el concepto de fidelidad.
—Es cierto, si a duras penas lo entendemos nosotros cómo lo van a entender ellas.
—Hable por usted, yo jamás le he sido infiel a mi esposa.
—Venga ya.
—Es cierto.
—¿En serio?
—En serio.
—Pues no se lo tome a mal, pero hombres como usted son los que nos ponen en mal lugar a los demás.
—¿Y eso por qué?
—Por qué va a ser: los hombres somos infieles por naturaleza. Nos gusta frecuentar más de una mujer. Eso está comprobado científicamente.
—No sé de dónde ha sacado eso, pero no es mi caso.
—Venga, hombre, que estamos solos: desinhíbase.
—Se lo digo en serio: mi mujer es sagrada.
—¿Nunca se ha sentido tentado a engañar a su esposa?
—Nunca. Por lo menos no la tentación a la que se refiere.
—¿Hay más de una?
—Por supuesto. Existe una clase de tentación que es puramente retórica porque sabes que nunca conducirá a nada, nunca se verá satisfecha.
—¿Por ejemplo?
—Pues no sé. Yo me puedo parar delante del escaparate de una pastelería y mirar una bandeja de suculentos chuchos de crema, y sentirme tentado a llevarmelos todos y a comermelos en el primer parque que vea, pero en el fondo sé perfectamente que eso no va a suceder nunca. A eso me refería. Es un discurso mental puramente retórico.
—No le sigo.
—Usted ve la tentación como una posibilidad, y yo como un instrumento homeopático: utilizo la propia tentación para curarme de ella.
—Tiene suerte de pensar así, yo sería incapaz. Yo voy por la calle y me quiero follar a todas la mujeres con las que me cruzo. Sin excepción.
—Es lo que piensa el 90% de los hombres. Se da cuenta de la contradicción, ¿no?
—¿Qué contradicción?
—Quiere hablar de cosas originales, pero luego se comporta como todos.
—Seré bipolar.
—O quizá quiere aparentar una persona que no es.
—Quién no ha mentido alguna vez.
—¿Miente usted mucho?
—Si es necesario, no tengo problema en hacerlo. De hecho, cuando salga de este ascensor creo que voy a mentir sin parar.
—Se vende usted mal: mentiroso, infiel, e imprudente.
—¿Imprudente? ¿Por qué imprudente?
—Solo un imprudente habla como usted con el primer desconocido con el que coincide en un ascensor.
—Fuera de aquí, si te he visto no me acuerdo, ¿no?
—Depende.
—¿De qué depende?
—De si está citado en la planta decimocuarta para una entrevista de trabajo.
—¿Cómo lo sabe?.
—Me lo imaginaba. ¿A qué no adivina quién tiene que hacerle la entrevista?

lunes, octubre 07, 2013

Superpoderes


—Se nos estropeó la caldera.
—Putada.
—Grande. Y como vamos mal de pasta, se me ocurrió arreglarla a mí.
—Qué temeridad.
—Busqué información en internet.
—¿Funcionó?
—Sí. Y al final la reparé.
—Ole.
—Pero me costó lo mío.
—No lo dudo.
—Me equivoqué varias veces al montarla.
—Falta de experiencia.
—Y tuve que desmontarla y volver a montarla.
—Doble trabajo.
—Y una de las veces toqué las conexiones eléctricas.
—¿Sin desenchufarla de la red eléctrica?
—Sí.
—Hostia. ¿Calambrazo?
—Calambrazo. Vi las estrellas.
—Hombre, a quién se le ocurre.
—A mí. Pero tuve una visión.
—¿A qué te refieres?
—Pensé en los superhéroes de los cómics.
—No veo la conexión.
—La hay. Pensé en todos aquellos superhéroes que lo son por haber sufrido accidentes similares al mío.
—Hombre, similares, similares...
—Salvando las distancias.
—Salvándolas.
—Por ejemplo: en lugar de contaminarme con radioactividad, sufrir un calambrazo.
—Ya entiendo.
—Pensé que seguramente habrá alguna forma de adquirir poderes parecidos a los de los superhéroes de los cómics a partir de un accidente cotidiano como el mío.
—Pero lo que se cuenta en los cómics es mentira, no hace falta decirlo.
—Pero ya sabes lo que se suele dice: en toda mentira hay algo de verdad.
—Tal vez.
—Total, que he decidido que a partir de ahora voy a dedicar mi vida a hallar la forma de adquirir superpoderes.
—¿Cómo?
—Probando.
—¿Probando qué?
—Ya veré. Improvisaré sobre la marcha. Para empezar, volví a tocar las conexiones eléctricas de la caldera.
—¿Otra vez?
—Sí, pero esta vez con las dos manos, y durante más tiempo.
—¿Más tiempo? ¿Cuánto aguantaste?
—Hasta que saltó el automático.
—¿Y?
—Bien. Más o menos. Se me puso el pelo de punta, y todo yo era un foco de energía estática. Caminaba por la casa, y todo se me pegaba al cuerpo. Me convertí en una especie de imán.
—Ahí lo tienes: Imanman.
—Y está lo de la erección.
—¿Qué erección?
—El calambrazo me provocó una erección de caballo.
—¿En serio?
—Y no había manera de que bajara.
—¡Pues ya está!: eres Naboman.
—No tiene gracia.
—«¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡No, es Naboman!».
—Ni puta gracia.
—«Agarrando su cipote de hierro, Naboman, protege a la humanidad de las garras del Mal».
—De todas, formas, el efecto se pasó a las pocas horas.
—¿Ya no eres Naboman?
—No.
—Lástima.
—Pero no voy a parar hasta que encuentre la manera de tener poderes.
—Pues ya me contarás.
—Te cuento.