sábado, diciembre 30, 2006

Gestos


A los seres humanos nos delatan los pequeños detalles. Lejos del lenguaje complejo y la aparente trascendencia de uno de esos tratados plúmbeos de psicología barata, hay que fijar la atención y detectar las minucias cotidianas que nos afectan a fin de deducir cómo somos y qué circunstancias no impulsan a obrar de una u otra forma. Créanme, el detalle es lo que cuenta. Deslizar inconscientemente la yema del dedo índice por encima de la mejilla de tu pareja, o retirar en un acto reflejo el mechón que le cae en medio de los ojos, o una determinada frase o palabra pronunciada de improviso revelan más de uno que el cuestionario más severo e incisivo al que nos hayamos prestado nunca. Pocas cosas me deparan mayor placer que contemplar el comportamiento de un desconocido que pasea ajeno a la mirada que lo escruta, con el propósito, en cierta forma deshonesto, de saber mucho más de lo que él estará dispuesto a confesar nunca. Deambulan por el mundo infinidad de personas con más de una vida: la suya propia y la que yo les he atribuido en el decurso de los periodos ociosos que dedico a observar a los transeúntes. Desde cualquier banco o umbral que me ha salido al paso, basta un gesto insignificante o ingenuo, o una fugaz mirada de reproche o una indumentaria concreta para identificar la naturaleza del observado. Una mueca realizada por descuido encierra en ocasiones los pormenores minuciosos que conforman la personalidad de un individuo, o de un grupo de ellos. Ayer, sin ir más lejos, leí en El País que el PP de Salamanca había impedido que saliera adelante una moción que invalidaba, bien que de manera simbólica, el acta de 1936 mediante la cual fue expulsado el escritor Miguel de Unamuno de la concejalía del ayuntamiento salmantino, concedida democráticamente, bueno es recordar, por los ciudadanos. La medida fue llevada a efecto por exacerbados políticos de un rancio espíritu carpetovetónico (afines, de más está señalar, a las tropas golpistas) que lo acusaron, entre otras imputaciones, de falta de respeto e irreverencia en relación a la nación española. A menudo escucho o leo las quejas que la militancia del PP (o parte de ella) reprocha a quienes sistemáticamente los vinculan con el régimen de Franco. Bastaba el detalle de respaldar, o sencillamente no obstaculizar, la moción pretendida en Salamanca para invertir o modificar o rebatir a los que tal ascendencia les atribuyen, y sin embargo han insistido en realizar el gesto contrario. Y es que nada es más cierto: a los seres humanos nos delatan los pequeños detalles.

sábado, diciembre 23, 2006

Epígrafes


Leer depara en ocasiones hallazgos luminosos, frases breves que parecen fruto de un momento de inspiración, de una reflexión fortuita, pero que en realidad encierran largos años de observación y experiencia. E aquí una muestra:



"Si el corazón pensase dejaría de latir".
Alberto Mendez

"Un libro es una madriguera para no ser visto"
Antonio Muñoz Molina.

"Sólo hay un bien: el conocimiento. Sólo hay un mal: la ignorancia"
Sócrates.

"Felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace".
Sartre.

"¿Cómo saberlo todo sin envejecer?".
Yul Breiner.

"Vivir es sufrimiento, y sobrevivir es encontrar sentido al sufrimiento".
Victor Frankl.

"El socialismo no consiste en tratar a todos igual, sino en no tratar igual a los que son desiguales".
Juan José Millás.

"Se tienen hijos para que nuestros errores duren más que nosotros".
Antonio Muñoz Molina.

"Uno no debe a los libros lo que es, sino lo que ha dejado de ser".
Juan José Millás.

"La sensibilidad es la capacidad de salir del mundo propio y entrar y entender otros mundos distintos al nuestro". Teresa Inícoz.







viernes, diciembre 22, 2006

Dedicado a quienes compran lotería


Era se una vez un hombre que en rigor no se preocupó nunca de ejercer como tal. De entre todos los oficios variopintos que desempeñó a lo largo de su vida, el de lotero ocupó sus últimos años. Cuando se acercaban estas fechas entrañables en las que la gente acudía en manada con objeto de adquirir un número de lotería que les aliviara de las privaciones que padecían a diario, no sólo en las administraciones de sus respectivas ciudades, sino también en la de los pueblos y locadidades de otras regiones, mediante algún conocido que casualmente las visitaba o, si fuera menester, peregrinando ellos mismos exprofeso. Este lotero, cuya dos neuronas sólo reaccionaban ante negocios al margen de la ley, (cuando no en dilapidar de inmediato los dividendos que deparaban semejantes asuntos fraudulentos), este lotero, digo, había adquirido la costumbre, en las proximidades del sorteo del Gordo de Navidad, de realizar miles y miles de participaciones de un número determinado de lotería del que, en cambio, apenas se molestaba en comprar un décimo, por completo insuficiente para responder a las cantidades ingentes de participaciones que por lo general vendía. Es decir, pergeñaba un fraude, una estafa de la que además hacía cómplice involuntaria a su familia, incluidos sus hijos de corta edad, quienes pasaban horas y horas rellenando los talonarios de participaciones con todos los datos de obligada presencia en participación que se precie: el número de lotería, el precio del boleto, el sello con el nombre y el domicilio de lotero, etcétera. A tal efecto contaban con todo un instrumental a fin de realizar la tediosa tarea con eficacia y diligencia: una cajita con la esponja o cojín empapado en tinta de color azul, instrumentos de distinto tamaño con engranajes para elegir las cifras que a continuación se impregnaban de dicha tinta, etcétera. El resultado de la estafa era dispar; si bien es cierto que ninguno de los números que el insensato lotero eligió fue premiado jamás con uno de los denominados importantes (primero, segundo o tercer premio), no lo es menos que la mayoría de veces sí alcanzó el duro por peseta, esto es, el lotero debía devolver a su cliente un duro por cada peseta que hubiera invertido en su participación. Llegado el caso el individuo ponía pies en polvorosa, se esfumaba, desaparecía y, por tanto, dejaba sola a su esposa e hijos, que debían atender (en especial la desdichada mujer) las reclamaciones legítimas de los furiosos clientes. Semanas más tarde, a la intemperie de la madrugada, con absoluta premeditación, el lotero aparecía en un desvencijado camión y el correspondiente chofer a sueldo y cargaba en él a toda su familia y el mobiliario imprescindible, y emprendían fuga a cualquier otra ciudad en la que, más pronto que tarde, volvía a pergeñar el mismo fraude, que acabó por causar un extrañó trauma a sus hijos: durante años no podieron oír la voz cantarina de los niños de San Ildefonso sin experimentar una suerte de pavor e incertidumbre irreprimible que los empujaba deambular por inhospitas montañas o encerrarse en habitaciones durante el tiempo en que se prolongaba el Sorteo del Gordo de Navidad.
Era se una vez un padre que en rigor nunca se preocupó de ejercer como tal.

jueves, diciembre 21, 2006

Tenía que pasar.


Tal y como apunté en la entrada del 22 de octubre, titulada Santa Claus & Reyes Magos, todos los edificios de Mataró están siendo asaltados por los Santa Claus trepadores, este año en masa y con más insistencia que los anteriores, a juzgar por la exagerada proliferación de muñecos despatarrados que cuelgan por doquier. Los responsables del dislate, para hacer la gracia completa, podrían poner en las manos del gordito bermellón una hamburguesa y de esa manera reproducirían la tradición anglosajona con absoluta fidelidad. Propongo la creación inmediata, con carácter de urgencia, de una patrulla nocturna dedicada exclusivamente al descuelgue, apaleo y quema en plaza pública de todos los Santa Claus que se balanceen en los balcones de la ciudad. Sugiero, asimismo, que a los padres que hayan colaborado en la feliz idea de implantar esa tradición ridícula se les cuelgue del cuello un cartel que deberán llevar encima durante el tiempo que se prolonguen las fiestas navideñas, en el que rece: Mi culpa es carecer de imaginación, o cualquier otra frase similar que ponga de manifiesto la falta de iniciativa para llevar a cabo nada que no haya hecho antes el rebaño . Proponed vosotros, en los comentarios, la frase que creáis más apropiada.

lunes, diciembre 18, 2006

Madrid, Agustina y una freake en RENFE (y III)

Me giré y la vi avanzando por el pasillo desde el fondo del vagón, charlando con los viajeros que encontraba a su paso, quizá recriminándoles su conducta incívica, tal y como haría con un joven sentado en los asientos contiguos a los nuestros, a quien exhortó, con una mirada severa y un imperceptible movimiento de cabeza, a que retirara los pies de encima de la butaca. Lidia estaba delante de mí, a su lado, junto a la ventana, Pilar, y frente a ella, pegado a mi brazo izquierdo, Raúl, sentados los cuatro en el interior del tren, parado con las puertas abiertas en la estación del aeropuerto, en espera a que dieran las once de la noche para que partiera en dirección a la de Sants, donde esperábamos coger a tiempo el último que se dirigiese a Mataró, si es que a hora tan tardía todavía circulaba alguno, pormenor que yo tenía la esperanza me resolviera esa empleada de RENFE, en realidad con más aspecto de suscitar dudas que de disiparlas.
Madrid quedaba atrás y los huevos estrellados de Lucio ya sólo eran el recuerdo de una digestión incómoda, fatigosa y obstinada, síntomas a los que sin duda había contribuido los espaguetis a la carbonara, el solomillo y la tarta de chocolate en que consistía el menú que habíamos engullido los cuatro en el único restaurante en que encontramos mesa libre, cuando ya estábamos a punto de desistir y entrar en el Burger King más cercano, horas después de vagar por la Plaza Mayor y alrededores, cansados de asomarnos, como famélicos pedigüeños, a locales atestados de gente hambrienta como nosotros, en uno de los cuales habíamos guardado turno más de una hora para, finalmente, acabar marchándonos, aburridos de las dilaciones continuas que nos anunciaba la camarera cada vez que se paseaba frente a nosotros con la bandeja llena de tapas.
Horas antes del hallazgo improbable de ese oportuno restaurante, persuadidos por el frío, habíamos bajado del autobús turístico a mitad del itinerario previsto con idea de tomar un café con leche en el popular Café Gijón, cenáculo frecuentado durante años por escritores ilustres que pasaban el tiempo discutiendo de lo humano y lo divino en improvisadas tertulias, y en el que, para nuestra sorpresa, coincidimos con algún conocido de Mataró. También en la T4, poco antes de coger el vuelo de regreso a Barcelona, nos cruzamos con dos rostros populares, presentadores de Caiga quien caiga, uno de ellos Arturo Valls, que aparece asimismo en Cámara Café en el papel de un comercial un tanto elemental, mujeriego y desvergonzado, por completo distinto a él a juzgar por el rubor que le subió al rostro cuando les pedimos a ambos que se dejaran fotografiar junto a Lidia, Pilar y Raúl.
Cuando la revisora –nunca sabré en rigor si ese era su cometido– estuvo a mi lado le pregunté si sabía a qué hora salía el último tren de Sants con destino Mataró. Al tenerla cerca pude constatar que era de una fealdad imperdonable. Quiero decir que hay personas poco agraciadas o manifiestamente feas, o repugnantes sin más a las que sin embargo no se les puede responsabilizar de su aspecto porque son resultado genético de una mezcla desaconsejable e insensata que jamás hubo de producirse. Y hay otras que se obstinan en atentar contra sí mismas infringiendo las leyes más elementales de la estética y el buen gusto. ¿A cuento de qué aquella mujer con aspecto de hombre travestido había de lucir el pelo corto teñido de rubio platino, tan mal cortado que parecía que sobre la cabeza le había caído del cielo un pulpo albino? Bajo la camisa característica de RENFE los pechos sin sujetador se mecían como ubres danzarinas, pormenor este del que Raúl y yo no nos habíamos percatado, circunstancia que asombró en extremo a nuestras respectivas esposas, ¿no os habéis dado cuenta?, exclamaron ambas al unísono, como si la avidez sexual del hombre no tuviera límite y no atendiéramos a escrúpulo alguno con tal de saciar nuestra lascivia, como si no supieran ellas que antes de retozar con mujer semejante nos prestaríamos a ser sodomizados por un rinoceronte africano, en el supuesto de que no procedan todos de esa región, detalle este que desconozco y además no viene a cuento. Lo importante es dilucidar por qué no respondió a mi pregunta (¿A qué hora sale de Sants el último con dirección Mataró?) con un lacónico sí o no, en lugar de explicarnos que estaba hasta los huevos de ir tren arriba y tren abajo y de sorprender a parejas de jovencitos prodigándose desmesuradas muestras de amor, que disculpaban con la excusa de que llevaban tres meses sin verse. Yo llevo cuatro meses sin follar y me jodo, nos dijo ella que les respondía en ese caso. Y a continuación nos confió que estaba muy cansada y bajo los efectos de un resfriado incipiente y que no podría descansar cuando concluyera su jornada porque en casa le esperaba mucho trabajo, y además debía ver a su nieta, que parecía un ratoncito bajo las sábanas de la cuna o cama donde dormía. Esta última confidencia nos suscitó a los cuatro las mismas dudas, a saber: qué tipo de hombre había tenido estómago para yacer en la misma cama que esa mujer y cuánto dinero habría gastado en psicólogos para olvidarlo, y si la hija, tal y como sospechábamos, se llamaría Fanny y sería una madre soltera de las que mastica chicle con la boca abierta y se maquilla como si fuera daltónica, y calzaba unos zapatos de plataforma similares a los que llevaba el monstruo de la familia Adams. Quien tenga frío que se joda, que yo lo paso cada día y me aguanto, exclamó cuando al parecer alguien se quejó de que las puertas del tren permanecieran aún abiertas. A todo esto Pilar, reprimiendo apenas la risa, no hacía más que echarse las manos al rostro y manifestar su deseo de llegar cuanto antes a casa, y yo miraba a Raúl y Lidia y me encogía de hombros mientras les susurraba: sólo quería saber a qué hora sale el último tren. Sólo eso.

martes, diciembre 12, 2006

Madrid, Agustina y una freake de RENFE (II)

Las pelucas se podían adquirir en los puestos navideños instalados en el centro de la Plaza Mayor, donde, según me aclaró a la vuelta mi hermana, es tradición venderlas por estas fechas. Paseamos por la Gran Vía madrileña, donde no tardaría en sorprendernos una lluvia liviana que pronto se haría intensa. Aprovechando su proximidad, Lidia y Raúl entraron en El Corte Inglés a comprar un paraguas. No tardaron en aparecer con uno marca Vogue: barra y varillas interiores de aleación de titanio, tela impermeable muy tupida y extremadamente fina elaborada con el mismo material con el que fabrican los chalecos antibalas, mango curvo de piel curtida de tigre africano con diamantes incrustados y botón de apertura automático, cuadrado y sensible a la huella dactilar que, al pulsarlo, iniciaba la operación de despliegue con un sigilo asombroso gracias a su engranaje digital. En definitiva la envidia de los cuatrocientos chinos que de inmediato aparecieron vendiendo paraguas a dos euros.
Pronto nos dirigimos a Casa Lucio por el dédalo de calles que rodean la Plaza Mayor, en las cuales proliferan garitos en los que la muchedumbre se concentra en un palmo cuadrado de suelo a fin de dar cuenta de las tapas, deliciosas y variadas. El gran momento se aproximaba y yo no cabía en mí de excitación. Dos días sin probar bocado con idea de que pudiera comer cuantas más patatas y huevos fuera capaz de engullir estaban a punto de culminar con la visita al famoso Casa Lucio. El local guardaba una estética deliberadamente casposa o retro o en apariencia añosa, muy en consonancia a los que proliferan en Madrid, donde al parecer son menos propensos a las moderneces propias de Barcelona, y descuidan sin pudor la forma para concentrarse en el fondo: la comida, y a ser posible servida en abundancia.
En Lucio nos sentaron a una mesa cuadrada, ciertamente pequeña para dos parejas, y además muy próxima a las mesas contiguas, una costumbre que, por lo que pudimos constatar más adelante, es habitual en Madrid. A Lidia no le apetecía, de manera que el resto pedimos de primero, –faltaría más– los populares huevos estrellados Lucio. De segundo, Lidia y Raúl un churrasco inmenso para dos que sirven a medio hacer, Pilar cabrito asado, y yo, un entrecot, después de que me disuadieran de que sería excesivo, redundante y, sobretodo, desaconsejable para mi salud, pedir también huevos estrellados de segundo.
Sin embargo, mi decepción fue enorme cuando el camarero depositó en medio de la mesa una bandeja de patatas fritas con cuatro huevos estrellados encima. ¿Ahora traerá las otras dos que faltan, no?, pregunté, convencido de que tocábamos a bandeja por persona.
¿Qué dos?, me respondió alguien.
Pues las dos que faltan, añadí yo.
Pero si esta bandeja es para los tres, dijo Raúl. Ahora sólo tienes que servirte de ella en tu plato.
Lo miré perplejo.
Pero qué me estás contando, si esta bandeja me la como yo en un abrir y cerrar de ojos.
Pero como te vas a comer eso, si ahí hay cuatro huevos y un montón de patatas.
Nos ha jodío, pues claro que me los como. Será la primera vez.
Pero no seas ansia, no ves que después tienes el entrecot.
Pues renuncio al entrecot y de segundo pido otra de huevos para mí solo y punto en boca.
Pero que te vas a destrozar el hígado, alma mía.
Me da lo mismo. Es mi regalo de cumpleaños y son mis huevos fritos y yo quiero una bandeja para mi solo. Para mi solo.
¡¡Ansia!!, gritaron los tres al unísono no sin cierta saña.
Finalmente pedimos media bandeja más de huevos, y junto al delicioso entrecot que me zampé, el camino de regreso al hotel en lugar de andando lo hice rodando.
Al día siguiente tuvimos la más acertada ocurrencia que imaginarse quepa: desembolsar catorce euros por cabeza para pasear por las ilustres calles de Madrid en un autobús turístico, sin techo, en el día más frío del año. Había que vernos a los cuatro, ateridos, en lo alto del vehículo. Qué feliz idea. Lidia, cuya propensión al frío es de todos conocida (viste pijama de felpa en agosto), se había esfumado, escurrida dentro de su abrigo negro, modelo sarcófago, del interior del cual, donde debía estar su cabeza y su sonrisa luminosa, apenas asomaban un par de cabellos rubios. A Raúl, de tan encogido como iba, le había desparecido el cuello, y en consecuencia la mandíbula parecía soldada a los hombros, y de los dos orificios de su nariz colgaban sendas estalactitas. En lo que a mí respecta, las orejas (esas dos protuberancias aladas que destacan a ambos lados de mi cara) se me habían resquebrajado y desmenuzado en polvo sobre los hombros, como si de caspa se tratase. De los cuatro, Pilar era la que aparentaba mayor entereza ante ese súbito frío polar, debido a que en tales ocasiones prescinde, la muy ladina, de la fragilidad de porcelana de Carrie Bradshaw y recurre a la fortaleza campesina de Agustina la de la Esquina, más curtida en los estropicios que provoca la intemperie. Para colmo de males la narración que escuchábamos a través de los auriculares que nos habían proporcionado no sonaba sincronizada con la velocidad a la que circulaba el vehículo, de tal manera que cuando la voz anunciaba que pasábamos delante de un histórico edificio del sigo XVIII, con puertas de caoba importadas de Brasil con remaches en oro de Bulgaria, en realidad lo hacíamos frente al bar whiskería Encarni ciezoescocío, lo que, sin ánimo de menospreciar los servicios que la tal Encarni pueda ofrecer a su ilustre clientela, convendrán conmigo resta glamour a un viajecito en bus ya de por sí falto de encanto.

sábado, diciembre 09, 2006

Madrid, Agustina y una freake en RENFE (I)

Circula entre mis amigos la leyenda de que soy una persona con especial predisposición a congeniar con los freake más insospechados que imaginarse quepa. Pese a que semejante teoría me parece infundada (responde a esporádicos cruces que he tenido con individuos variopintos, nada que no le pueda suceder a cualquier otro en circunstancias similares) el viaje de regreso de Madrid nos deparó una situación hilarante y disparatada a partes iguales con la madre de todas las freake, a la postre una revisora o vigilante de RENFE (en realidad no sé cual será su cometido en la muy desprestigiada RENFE, quizá la de entretener a los viajeros, tal y como tuvo a bien hacer con nosotros cuatro. Espero en todo caso que no sea la de conducir el convoy. Qué Dios nos acoja en su seno de ser así). Tras la escena (de la que daré cuenta en la siguiente entrada) no pude por menos de pensar que tal vez algo de cierto esconden las afirmaciones de las que me acusan mis amigos.
El viaje a Madrid era una sorpresa que Pilar, con premeditación y alevosía y la participación desleal y silente de mis amigos Raúl y Lidia, había preparado meticulosamente como regalo de cumpleaños. El fin último era cenar en Casa Lucio, donde presumen de servir los mejores huevos y patatas fritas del mundo, o de buena parte de él. Para quien lo desconozca, es bueno aclarar que una montaña de patatas fritas coronada con dos huevos fritos cuya yema se deshaga por entre los intersticios que hay entre una patata y otra es mi comida preferida, y, a mi entender, el mejor y más delicioso plato que existe.
Durante el vuelo a la capital de España no sucedió nada de especial relevancia, acaso la confesión de Pilar, mi santa esposa, que en animada charla, evocando los textos publicados en el blog sobre nuestros días en Nueva York, me confesó no sólo que era cierto lo que había yo afirmado en una de las crónicas neoyorquinas respecto a que en ella latían dos mujeres por completo distintas, sino que además afirmó que había tenido a bien poner nombre a cada una de ellas: a la sofisticada y devoradora de cuanto artículo de última moda apareciera en el mercado, había decidido denominarla Carrie Bradshaw (la admirada protagonista de Sex and the City), y a la provinciana con ademanes de camionera exaltada con tendencia al exabrupto, la había bautizado como Agustina la de la esquina, al parecer un personaje popular del barrio de Cirera, donde Pilar, como sabéis, creció. A este último mote se le ha de sumar la enfermedad o mal o defecto que un día, en un rapto de sinceridad, me confesó padecía, conocido en medicina como El mal del tordo (cara delgada y culo gordo), a lo que yo, en correspondencia a su franqueza, decidí regalarle una confidencia largamente callada: también yo sufría una dolencia similar, conocida como El mal de las gallinas (mejilla delgada y piernas finas), con lo que nuestros destinos acabaron unidos por el azar y una patología avícola que hasta el momento no nos ha deparado más que dicha.
Aterrizamos en la recientemente inaugurada T4, una terminal inmensa y suntuosa dotada con la tecnología más avanzada, cuyos techos altos con elegantes listados de madera, contemplaba Raúl admirado mientras se quejaba de que el edificio en cuestión lo habían construido gracias sus impuestos. En Madrid nos aguardaba un tiempo más desapacible que el que dejamos en Barcelona. Mucho frío y viento y amenaza de lluvia que acabaría por confirmarse. Nos alojamos en el Hotel Mario, de la cadena Romm Mate, situado en el centro de la ciudad, al lado del Teatro Real, a pocos pasos de la Puerta del Sol. Se trata de un lugar agradable, muy limpio y de aspecto cuidado, un tanto sofisticado (los pasillos se iluminaban por sí solos a nuestro paso, el número de cada habitación escrito en negro, en vertical, a todo lo largo de la puerta color blanco inmaculado), decoración alternativa, inspirada en el estilo Ikea, habitaciones espaciosas, baño impecable con plato de ducha, televisor de pantalla plana. Apenas un cuarto de hora después, en espera de que llegara la hora de la cena en Casa Lucio, a las diez de la noche, caminábamos los cuatro por las calles de un Madrid atestado de gente, muchos de los cuales lucían pelucas de múltiples colores.

miércoles, diciembre 06, 2006

Gracias

Desde el primero al último que ha participado en este viaje, muchas gracias a todos. Pilar y yo estamos de nuevo en casa. La feliz idea de volver a encontrarnos con vosotros, los amigos y familiares, todos, descarta la posibilidad de que nos entristezca cualquier nostalgia de unos días que, por otro lado, no nos han deparado sino felicidad y momentos inolvidables, no sólo los que nos proporcionaba a diario la propia ciudad, sino el que vosotros, desde aquí, con los comentarios que escribíais regularmente, nos trasladabais. En muchas ocasiones, las crónicas fueron escritas precipitadamente, de tal forma que hubo infinidad de circunstancias que olvidé narrar, de manera que en los próximos días corregiré algunos errores, añadiré la Ñ allí donde los teclados norteamericanos no deberían haberla quitado nunca, pondré acentos donde sea necesario y demás faltas ortográficas que haya, que las hay y muchas. Asimismo, ahora que estoy en casa y puedo, colgaré en el blog las fotografías que a muchos prometí antes de partir, y que diversos motivos me impidieron llevar a efecto. Gracias y besos a todos.

lunes, diciembre 04, 2006

Noveno dia. Despedida

Nueva York es la exuberancia de un mestizaje tan necesario como inevitable. Nueva York es el aroma a comida de toda procedencia impregnando las esquinas de la ciudad. Nueva York es la estela desvaída de color amarillo que dejan los taxis tras de sí. Nueva York es el vapor que emerge de repente del interior de una alcantarilla cualquiera (¿qué o quién lo provoca? ¿qué clase de monstruo oculta al mundo en sus entrañas esta ciudad?). Nueva York es un indigente desarrapado que despide un insoportable hedor agrio, y que empuja, vacilante, un carro de supermercado lleno de objetos inútiles mientras masculla una letanía inacabable de fracasos. Nueva York es una joven latina, menuda e indispensable, que se expresa indistintamente en ingles o español al otro lado del mostrador de todos los comercios de esta ciudad. Nueva York es un lecho de hojas vencidas que yace a los pies de un árbol de Central Park. Nueva York es una acogedora cafetería en el Soho en la que suena de fondo Tracy Chapman. Nueva York es una afro americana de belleza ofensiva que se desplaza con zancada felina por las anchas aceras, ataviada con chaqueta entallada y falda ajustada y corta, al final de la cual asoman unas piernas fibrosas del color del bronce, calzada con zapatillas deportivas que sustituye al llegar a su lugar de trabajo por unos elegantes zapatos negros. Nueva York es el espíritu de Rosa Parks, la primera mujer de color que se negó a ceder su asiento a un blanco, encarnada en una anciana de aspecto adorable y mirada afectuosa y el cabello encanecido que se sienta frente a mí en el autobús, y al poco se levanta con fatiga de su butaca, y antes de apearse le dirige a un extranjero una sonrisa entrañable a la vez que musita un imperceptible good night. Nueva York soy yo, estupefacto, felizmente perplejo, rendido de admiracion. Pero Nueva York es, por encima de todo, Pilar (ella y sólo ella, ¡cuánto amor concentrado en un solo ser!), que rodea con sus brazos mi cuello, y acerca los labios a mi oído y me susurra este reproche dulce: Y tu no querías venir...

Arcadio Garcia, Apple Center, barrio del Soho,
Lunes 4 de diciembre de 2006

Crónicas de Nueva York. Octavo dia

Son las diez y media de la mañana hora de Nueva York. Comienzo a escribir esta crónica en la cafetería-restaurante Pastis, situada en la novena con la doce, en el barrio de Chelsea. Para quien no haya oído hablar de ella, aclarar que se trata de un local en el que a menudo desayunaban las protagonistas de Sex and the City mientras compartían en animada conversación las peripecias que protagonizaban en la serie. Las referencias a la serie, por otra parte inevitable, han sido constantes durante estos días. Pilar no dejaba de hallar lugares que de inmediato creía haber visto en algún episodio, cuando no visitábamos ex profeso un lugar emblemático en el que sabíamos habían rodado escenas, como la filmada delante del hotel Plaza, en la parte sur de Central Park, donde transcurre la secuencia favorita de Pilar y que es con la que concluye la segunda temporada.
El Pastis es un lugar delicioso, toldos rojos a la entrada, ventanales amplios de madera vieja barnizada, y mesas diminutas en las que apenas cabe el opíparo desayuno que Pilar y yo hemos pedido. Una joven camarera, menuda y de trato dulce y perpetua sonrisa, manifiesta admiración cuando le decimos que procedemos de Barcelona.
Anoche, finalmente, coronamos con éxito la cumbre del Empire State Building. Vale decir que para acceder a los ascensores que te trasladan a velocidad de vértigo a ella, tuvimos antes que atravesar intrincados e inacabables pasillos y vestíbulos que por un momento me hicieron pensar que nos obligarían a subir a pie los 85 pisos que la separan del suelo. Arriba nos aguardaba un frío terrible, insoportable, unas vistas despejadas de un Nueva York anochecido y bello, y un pavor a semejantes alturas que a punto estuvo de provocarme incesantes evacuaciones (por decirlo con cierta delicadeza) y un persistente y visible temblor de piernas. Después de todo, mi hermana Yolanda tenía razón cuando decía que tal vez, inconscientemente, el motivo de postergar indefinidamente este momento no había sido sino mi terror crónico a perecer a causa de un ataque súbito de vértigo. De un tiempo a esta parte, sobre todo en los últimos viajes que hemos realizado, he advertido que mi miedo a las alturas, lejos de disminuir, ha aumentado de manera alarmante.
Pilar se siente en el Pastis como pez en el agua. En esta esposa mía se debaten dos personalidades dispares y encontradas en lucha continua por vencer una a la otra. Está la mujer de gusto exquisito, obstinada en incrementar su fondo de armario haciendo acopio de vestuario sofisticado e inaccesible, y esta la ruda cirereña que se lanza de bruces contra el aparador de una exquisita y exclusiva joyería de la Quinta Avenida, y con el hocico pegado a él, me grita: ¡Tú has visto ese pedrolo! Y en medio de esa esquizofrenia, desconcertante y deliciosa a un tiempo, me encuentro yo, que las necesita a ambas por igual.
Cuando abandonemos el Pastis hemos previsto merodear por las calles de Chinatown, y acercarnos por enésima vez a un Apple Center (¡que hubiera hecho yo sin ellos!) a meditar la posibilidad de adquirir un IPod.
Los días en Nueva York llegan a su fin, y regresamos ambos con la certeza de haber compartidos los momentos más maravillosos que hemos vivido en pareja. Y además convencidos de que volveremos a poco que la ocasión nos sea propicia. El escritor Enrique Vila-Matas dice que la literatura es la única alternativa a las tiranías cotidianas. Se me ocurre pensar que también Nueva York puede ser el remedio. Quizá pensar en visitar algún día esta ciudad sea acaso una forma de mitigar la rutina a la que inevitablemente nos abocan los días. Lo único cierto, en definitiva, es que todavía no me he marchado y ya siento nostalgia anticipada. Pero volvemos a casa no con la triste melancolía de un tiempo acabado, sino con la feliz fortuna de haberlos vivido en toda plenitud. Nos marchamos extasiados, ahítos de sensaciones impagables. Esta es una ciudad fascinante e inabarcable, con una oferta cultural que se regenera continuamente y capaz de satisfacer los más variopintos y dispares sentidos estéticos. Dice Pilar que todos los viajes que emprendimos juntos con anterioridad no fueron más que un preámbulo a éste. Quizá sea cierto, quizá sea porque esta ciudad inmensa, esta ciudad maravillosa y viva y vital como ninguna otra de las que hasta ahora habíamos visitado, contiene todas las ciudades.

domingo, diciembre 03, 2006

Crónicas de Nueva York. Anexo al septimo dia

Ayer me precipité al anunciar que restaba una sola entrada para finalizar estas crónicas improvisadas de Nueva York. Cuando termine de escribir este breve anexo nos disponemos a culminar, de una vez por todas (en el supuesto de que la meteorología nos sea propicia y ningún otro contratiempo interfiera la empresa) el Empire State Bulding, y semejante acontecimiento, que a lo largo de toda la semana se ha ido posponiendo por diversos motivos, no puede pasar sin dar cuenta de ello en una entrada, siquiera corta.
Acabamos de rodear, casi en su totalidad, Central Park, en un largo y contemplativo paseo en el transcurso del cual nos hemos cruzado con toda clase de personas practicando footing, vale decir que algunos de forma dolorosa a juzgar por el estilo con que corrían, a los que parecía les faltaba algún hueso bajo la carne de los brazos que agitaban como si fuera plastilina, o mujeres al trote ataviadas con falda encima del chándal, u hombres corriendo mientras empujaban el cochecito con su hijo de pocos meses cómodamente sentado en él.
Para los que leyendo las crónicas hayáis experimentado una suerte de adicción a Nueva York que os produzca deseos irreprimibles de coger el primer avión que despegue hacia aquí, o formado en todo caso una imagen idílica de la ciudad, es de rigor recordar que también el turismo depara momentos dolorosos que se omite adrede en el testimonio, escrito u oral, que suscite cualquier viaje. Los dos primeros días, por ejemplo, a causa de las interminables caminatas que realizamos, me salieron dos grandes ampollas en sendos pies, y al final de la jornada el trayecto de regreso al apartamento resultaba ser un verdadero suplicio, me arrastraba literalmente por las aceras neoyorkinas, caminando (si es que a ese avanzar alicaído y doloroso más propio del sonambulismo podía denominarse caminar) como un jinete al que le han robado el caballo sin que lo haya advertido, o como un pobre desgraciado al que un negro amanerado de dos metros por dos lo ha sorprendido por sálvese la parte y le ha echado, como se suele decir, el aliento en la nuca. El dolor llegó a ser tan intenso e insoportable que una de las tardes, en el Village, me desplomé en la acera y Pilar y yo intercambiamos el calzado con idea de que el suyo (unas botas cuya altura alcanzaba por debajo de las rodillas) pudiera no provocarme tanto dolor como las mías. El remedio definitivo, no obstante, se lo debo a un crema que Pilar adquirió en un Body Shop que encontramos en el mismo Village, y que obró de forma eficaz e inmediata gracias, sobre todo, a que mi santa esposa, por la noche y la mañana, antes de emprender la marcha, me esparcía ese ungüento milagroso por los pies y los masajeaba pacientemente con la habilidad propia de una profesional.
Ha habido, asimismo, alguna torpeza de provinciano inexperto que en cualquier otra circunstancia hubiera sido motivo de rubor y mofa, pero que en el anonimato que nos proporcionó la penumbra de la Ópera pasó por completo desapercibida. Durante el primer acto, Pilar y yo nos admirábamos del alto nivel que demostraba el público neoyorkino, al reír o manifestar sorpresa o expresar alivio según transcurría la obra, pues nosotros no entendíamos palabra alguna de cuanto los protagonistas cantaban: que nivelazo tiene esta gente, como domina el italiano, nos susurrábamos al oído ambos, verdaderamente admirados y extrañado a un tiempo. Hasta que descubrimos, al comenzar el segundo acto, que frente a cada una de las butacas, en un pequeño monitor rectangular que confundimos con una especie de baranda en la que apoyarse, aparecía en inglés, con sólo pulsar un botón cuadrado de color rojo, todo el texto que recitaban en italiano los actores. A partir de entonces, Pilar me tradujo al oído el texto inglés, previamente vertido del italiano por ese aparato milagroso que había estado todo el rato delante de nuestros ojos sin conocer su verdadera utilidad. De regreso en Barcelona alguien me comentó que posiblemente, de haber continuado pulsando el dichoso botón rojo, también habría aparecido en la pantalla el texto al castellano. Nos hemos fijado el objetivo de constatar semejante pormenor en la próxima visita a la ciudad.

Crónicas de Nueva York. Septimo dia

Concluyo esta crónica navegando sobre las aguas del río Hudson, con Pilar dormitando a mi lado con la cabeza apoyada en la ventana del ferrie que nos conduce a la Estatua de la Libertad. Me temo que empezamos a mostrar síntomas de cansancio. En cualquier caso la de anoche fue una velada inolvidable. Cena deliciosa en el restaurante Rainbown Grill. Tras los cristales de los enormes ventanales que, sin solución de continuidad, rodean el edificio, una privilegiada vista área de Nueva York en penumbra, que yace a nuestros pies fragmentada en millones de diminutas lucecitas de entre las cuales se alzan, poderosos, el uno frente al otro en una rivalidad que se remonta a la época en que fuero erigidos, los edificios Chrisler y Empire State. Éste fue construidos dos años después que aquél, arrebatándole el privilegio de ser el edificio más alto del mundo.
Acudir a tiempo a la cena resultó, sin embargo, una empresa difícil por diversos contratiempos que no habíamos previsto. Como el colapso que paralizaba las calles a causa de un tráfico descomunal, y por la ingente muchedumbre que desbordaba las aceras, en el que a la postre resulto ser el primer día festivo de compras navideñas. A semejante contratiempo cabe añadir que nos demoramos más de lo aconsejable a la salida del Gugghemgeim, por entre los angostos caminos que cruzan Central Park. Presentaba los colores del más puro otoño, con las hojas de color ocre esparcidas en la base de los árboles, o en torno a la cima rocosa que corona los pequeños montículos que se alzan por todos lados. Resultó imposible no sentirse tentado a vagar por el parque sin atender a las exigencias del reloj. Surgió, además, otro imprevisto que me deparó un gran disgusto. En un centro Apple, cuando acababa de escribir la crónica del sexto día, justo en el momento que me disponía a publicarla en el blog, se interrumpió la conexión a Internet y perdí todo lo escrito.
En todo caso nada impidió que no gozáramos de una noche maravillosa que tuvo su momento culminante en el Lincoln Center. Un edificio magnífico, con alfombras rojas ascendiendo escaleras arriba, espectaculares lámparas situadas a pocos metros del suelo que instantes antes de empezar la obra se elevan automáticamente hasta alcanzar el techo, y un amplio vestíbulo frecuentado por la clase alta de la ciudad, que departía animadamente durante el preámbulo a la obra, y por entre los cuales paseaba Pilar, orgullosa y con una sonrisa de oreja a oreja, con una copa de vino blanco en la mano. Quien le iba a decir a esta cirereña de origen con risa explosiva que un día se codearía de igual a igual con la aristocracia neoyorquina.
Como última anécdota cabe destacar que por un instante cundió el pánico al intentar acceder al restaurante. El joven latino que comprobaba la lista de reservas no daba en ella conmigo por más que la repasaba una y otra vez. El motivo: constaba como Arcavit García. Deberé añadir éste al interminable número de nombres disparatados con el que han confundido el mío.

sábado, diciembre 02, 2006

Crónicas de Nueva York. Sexto dia

Hoy amanecido un día diáfano, sin asomo de nubes por encima del escaso cielo que dejan entrever los rascacielos, pero con el frió terrible que antes de emprender viaje temíamos encontrar a diario en Nueva York. Sin duda nos ha acompañado la fortuna y hemos podido disfrutar de un tiempo espléndido y muy propicio, al parecer desacostumbrado en estas fechas. Anoche arreció una tormenta súbita, con abundante lluvia que caía en diagonal a causa de las rachas intermitentes de un viento furioso que incluso dificultaba la apertura de las puertas del autobús que nos trasladó del barrio del Soho al apartamento en el que estamos alojados.
El día se presume emotivo e inolvidable a partes iguales. No sólo porque intentaremos acometer por enésima vez la terca cima del Empire State, sino también porque hoy se cumple una semana de nuestro enlace, y para celebrarlo, luciendo nuestras mejores galas, haremos uso del regalo que Manoli y Yolanda, mis dos hermanas y sus respectivas parejas, nos obsequiaron el día de la boda, a saber: primero una cena en la planta sesenta y cinco del restaurante Rainbown Grill, desde la que se puede contemplar una vista espectacular de Nueva York. Segundo, la conclusión apoteósica de la jornada: dos entradas para asistir, en el Metropolitan Opera del Lincoln Center, a la representación de la opera Tosca.
Entretanto, frente a la grandilocuencia y pretenciosidad sin fundamento que expone el Moma, esta mañana hemos frecuentado el arte más elevado. El Guggenheim en Nueva York ofrece una selecta muestra de pintores españoles en la exposición titulada El Greco to Picasso. Maravillosos cuadros de Dali, El Greco, Velazquez, Picasso, Murillo, Juan Gris, Zurbaran, Goya y un largo etcétera. El edificio debe su belleza a la aparente sencillez de sus líneas, en forma de tubo, muy funcional y práctica, concebido para no perderse en un dédalo inacabable de salas que producen vértigo y desorientación por igual, tan propio de los museos. Una rampa o pasillo sube en espiral desde el vestíbulo hasta la última planta y durante el agradable ascenso se pueden contemplar las obras si temor a dejarse alguna sala por ver. Produce rubor la sola idea de una disparatada comparación con los esperpentos (no todo, bien es cierto) que (DES) luce en su paredes el prestigioso MOMA.

Crónicas de Nueva York. Quinto dia. World Trade Center

Resulta imposible hacerse idea exacta del pavoroso estupor que debieron experimentar los neoyorkinos el 11 de septiembre de 2001. Imaginar esta ciudad descomunal paralizada, esta metrópoli que de bien amanecido presenta un continuo bullicio de gente que va y viene en todas direcciones, pertrechados en una mano del móvil y en la otra del habitual café en vaso de cartón, imaginar, digo, esa corriente humana por lo común ajenos los unos de los otros, concentrando por primera vez su atención en un mismo suceso, y huyendo al unísono en todas direcciones, desconcertadas por culpa de un pavor desconocido hasta entonces, debió ser horrible.
En torno al inmenso boquete sobre el que se erigían las Torres Gemelas se alza una verja que lo rodea por completo y lo hace inaccesible a todo aquel que sea ajeno a la obra en la que actualmente trabajan, que según carteles que cuelgan por doquier, concluirá en 2010. Dudo que la obra arquitectónica que sustituya a las Torres Gemelas, por más espectacular que sea, consiga cicatrizar la herida. Seguirá abierta, lo saben, a perpetuidad.
Enganchados a la verja, una exposición de conmovedoras fotografías recogen, minuto a minuto, los sucesos asombrosos de aquel día. A pocos metros de la zona cero, no muy lejos del rugir constante que producen los grandes camiones que trabajan de manera incesante en el hondo agujero, el Tribute World Trade Center muestra videos y expone objetos rescatados ese día y los que siguieron de entre los escombros. Uniformes destrozados de bomberos, llaves, ticket expedidos segundos antes de que colisionaran las aviones, objetos personales de los fallecidos y hasta la ventana de uno de los aviones. En una pared larga y blanca, fotografías de todas y cada una de las víctimas que perecieron sepultados bajo los escombros, o al arrojarse al vacío o asfixiadas por el humo venenoso que de inmediato se propagó por los dos edificios. Una joven de apenas veinte años rompe a llorar a mi lado en el decurso de un video que muestra las tareas de rescate y el momento en que extrajeron de entre los restos polvorientos los últimos restos hallados, transportados solemnemente por un grupo de bomberos en una camilla que también se expone aquí, junto con la bandera estadounidense con que los cubrieron.
Hoy cae una lluvia persistente camino del puente de Brooklin. Aguardamos a que cese, siquiera levemente, y empezamos a cruzarlo a la caída de la tarde. En dirección a Brooklin todavía realizamos el trayecto con luz. A la vuelta, sin embargo, ya ha anochecido y tengo la inmensa fortuna de asistir a un espectáculo imagino que infrecuente (o eso creo yo, quizá todo cuanto se me antoja inédito es más producto de la perplejidad que me depara esta ciudad): azota un viento fortísimo y las nubes, por encima del perfil de los inmensos edificios, de repente empiezan a avanzar a gran velocidad, como uno de esos montajes cinematográficos en los que las nubes circulan con rapidez vertiginosa. He tomado más de cien fotografías en un corto espacio de tiempo, en algunas creo haber conseguido instantáneas de Pilar más hermosa de lo que nadie la habrá fotografiado nunca. De regreso, al ganar el extremo del puente del que habíamos salido, Pilar y yo hemos sido, por un momento, conscientes del privilegio que supone estar en esta ciudad inimitable.

jueves, noviembre 30, 2006

Crónicas de Nueva York. Cuarto dia

Vaya por delante que esta entrada la escribo desde un centro Store de Apple, y puede darse el caso de que alguno de los numerosos dependientes (ataviados todos con camiseta roja y una pequeña tarjeta colgada del pecho con su nombre) que deambulan en torno a mí impida que la concluya. Los centros Apple son el sueño de cualquier macadicto: innumerables ordenadores Mac conectados a Internet a tu entera disposición. En el que me encuentro hoy está ubicado en el barrio del Soho, y el primer día visité el que recientemente ha abierto Apple al final de la Quinta Avenida, en la parte sur de Central Park.
Desafortunadamente la conquista de la cima del Empire State se vio ayer noche frustrada por el mal tiempo. Cuando nos disponíamos a acometerla el amable joven afro americano (lo sé, este dato es irrelevante, sólo es para que visualicéis la escena con la mayor veracidad) apostado a las puertas del ascensor que te traslada a lo alto de semejante monstruo arquitectónico, nos advirtió amablemente que la visibilidad en la cima era escasa, y, por tanto, merecía la pena posponer el intento a mejor ocasión. Vale decir que hoy la meteorología presenta similar aspecto a la de ayer y quizá resulte imposible subir.
Persuadidos por el previo asesoramiento de mi hermana Manoli, esta mañana hemos desayunado en Central Estation, donde yo he pedido un donut gigante bañado en chocolate y Pilar una magdalena enorme con la forma desigual de un meteorito a la que, me temo, mi mujercita se está haciendo adicta. Camino del Moma, realizando un desvío que nos ha apartado considerablemente de la ruta prevista, hemos fotografiado el edificio tan emblemático como, a efectos prácticos, inútil y más bien ornamental de Naciones Unidas. En cuanto al Moma, no añadiré más de lo que ya apunté en la entrada anterior. Creo que está meridianamente clara mi opinión sobre el arte contemporáneo, o cuando menos de parte de él. He pasado gran tiempo de mi vida con un lápiz en las manos, tratando de imitar sin éxito a los grandes artistas, como para que un pamplinas sin más talento que su descaro trate de hacer pasar por arte sus pajas mentales.
Tal y como menciono al principio, en estos momentos estoy en un Apple Store en Soho, un barrio maravilloso repleto de tiendas de toda índole (si bien prevalecen las de moda e infinidad de agradables cafeterías en las que nunca falta alguien sentado a la mesa con su portátil y los auriculares conectados a él. En realidad Nueva York es la ciudad de los portátiles: en parques, en la calle, en locales, cualquier sitio es bueno para sacar de la mochila el ordenador) en cuyas calles se puede contemplar gente variopinta que camina a todos lados. Pilar (como no) esta visitando cada una de ellas, en una de las cuales ha adquirido un abrigo precioso por 40 dólares. Creedme: no cabe en si de gozo.
Hoy hemos comido pasta en un restaurante italiano situado (faltaría más) en Little Italy, cuatro calles mal contadas en las que abundan locales a cuya entrada un tipo con aspecto fingido de mafioso de tres al cuarto trata de convencerte para que entres en su local. Resulta curioso la constatación paradójica, al descubrir en muchos de sus aparadores carteles de películas como El padrino o la estupenda serie de televisión Los Soprano, de cómo la realidad se obstina en imitar la ficción, y los dueños de los restaurantes (o más propiamente dicho los asalariados, los verdaderos dueños son en realidad coreanos o chinos que, provenientes del barrio de Chinatow, han ido poco a poco apropiándose de los restaurantes de Little Italy) adoptan poses y ademanes más propios de las películas que los han hecho populares.
Por último una anécdota, en el Soho hemos estado parados en un semáforo al lado de la actriz Rachel Weisz, protagonista de El jardinero fiel, El regreso de la momia, etc, paseando en carrito a su bebe. Según Pilar, en distancia corta pierde el encanto o glamour que proporciona el cine y resulta más bien mediocre o de una belleza en todo caso corriente. Qué mala es la envidia en cualquiera de sus manifestaciones.

Anexo a dias 1, 2 y 3

A causa de las prisas y la desmemoria he incurrido en olvidos imperdonables que pretendo reparar con este anexo. Cabe destacar la amabilidad abrumadora de los neoyorkinos. Basta que te vean con el mapa en las manos para que se aproximen a ofrecerte ayuda, por supuesto desinteresada y con predisposición a demorarse contigo el tiempo que sea necesario para sacarte del apuro. Se extienden en prolijas explicaciones, en ocasiones gratuitas, como si te obsequiaran con detalles que saben no recoge ninguna guía turística. Se detecta en ellos el amor incondicional y sin mesura que les inspira su ciudad. Sospecho que pertenecer a Nueva York, sentirse parte de ella, implica una especie de deuda u obligación moral que compensan mostrándose serviciales y educados en extremo a fin de facilitar la estancia a quien tiene la fortuna de visitarla.
En el American Museu of Natural History asistimos a un espectaculo fascinante: El Planetarium. En el interior de una grandiosa esfera con aspecto exterior de pelota de golf, sentados en penumbra en unas butacas ligeramente inclinadas que vibraban al ritmo de la narración, contemplamos boquiabiertos el espectáculo visual impactante y a ratos abrumador de la formación del Universo y las galaxias. Mientras tenía lugar la proyección no pude evitar pensar en cómo era posible que aún hoy alguien pudiera poner en tela de juicio la ciencia, y afirmarse en dogmas insensatos que no poseen más fundamento que conjeturas confundidas deliberadamente con verdades, muchas veces lanzadas al oído en la niñez, cuando carecemos de edad para identificar lo incierto de lo probable.
Times Square, de la que tan sólo hice una breve mención en la entrada anterior, es el inmenso plató de una película de ciencia-ficción siempre pendiente de realizar. Sin duda muchos de los mejores films del género futuristas han inspirado sus decorados en ella. Es espectacular y populosa de una muchedumbre mestiza que contempla boquiabierta los destellos de luz.
Por último, respecto al compromiso adquirido unilateralmente (jamás yo la predispuse a ello) por Pilar de comer fruta o ensalada o cualquier otro alimento susceptible de no aportar al organismo los lípidos ingentes que hasta ahora estamos ingiriendo sin rubor, es de justos aclarar que lo cumplió en parte: en la hamburguesa del tamaño de Kansas que se zampó en medio de un pan que semejaba una panettone partido por la mitad, pude percibir, doy fe, un trozo mustio de lechuga.

Primeras reflexiones desde el MOMA (Museum of Modern Art)

Mi impresión sobre el MOMA se reduce a esta reflexión: el mundo esta lleno de farsantes y algunos exponen en el MOMA.

Crónicas de Nueva York.Tercer dia

En la entrada de ayer se me olvido mencionar que visitamos Central Estation, imperdonable descuido habida cuenta la espectacularidad del edificio, escenario de innumerables películas, alguna de las cuales pertenece ya a la historia del cine, como la secuencia de Los intocables de Elliot Ness. Desde lo alto de su vestíbulo asiste uno al incesante deambular de gente de procedencia dispar que, ordenadamente pero sin pausa, camina con urgencia en todas direcciones, para dirigirse a las diferentes arterias numeradas que ordenan esta inmensa ciudad. En Nueva York cae la noche a las 16, 30h, un fenómeno por completo infrecuente para quienes procedemos de tierras mediterráneas. Tan prematuro anochecer nos obliga a madrugar a fin de aprovechar las pocas horas de luz. Hoy, hemos emprendido camino hacia el barrio de Chelsea (camino en sentido estricto, desde que hemos llegado no hemos utilizado metro ni ningún otro medio de transporte público).
Esta ciudad merece ser observada a pie, desde las aceras donde se erigen sus inacabables rascacielos. Hoy hemos visitado algunas galerías de arte alternativo, o contemporáneo, no sin cierta suspicacia (por lo menos en lo que a mí respecta), pues soy del parecer que ese tipo de expresiones artísticas es, las más de las veces, cobijo de quienes carecen de talento para destacar en el arte verdadero, en mi opinión aquél que esta al alcance de unos pocos privilegiados. Mientras hacíamos tiempo a que abrieran las mencionadas galerías, hemos tomado algo en un Dinner, uno de esos bares que semejan un autobús al que le han arrancado el morro y lo han desprovisto de ruedas. Pilar y yo nos hemos mirado con asombro cuando la actriz Lorraine Bracco ha entrado y ocupado una mesa próxima a la nuestra. Para quien no la recuerde, o sin más desconozca quién es, se trata de la actriz que interpreta el personaje de psicóloga en la serie Los Soprano, o el papel de esposa de Ray Liotta en la fabulosa —y a ratos salvaje e inquietante— película de Martin Scorsese, Uno de los nuestros. Finalmente hemos visitado el Chelsea Market, situado en el interior de un edificio renegrido y de aspecto desvencijado, dentro del cual hay numerosas y encantadoras tiendas especializadas en todo tipo de productos y comidas, no tanto exóticas como genuinas, procedentes de Italia o Japón. Hemos comido en una de ellas y antes de salir del Chelsea Market Pilar no ha podido reprimirse y ha comprado una enorme magdalena que por su aspecto parecía elaborada con una mezcla de Poskito, Tigreton y Pantera rosa. La ha engullido con los ojos en blanco, desorbitados a cada dentellada que daba, con fruición no exenta de cierta mala conciencia, a juzgar por el comentario que me ha farfullado con los carrillos llenos y la comisura de los labios manchados de chocolate: Esta noche cenaré fruta, ha dicho sin demasiada convicción. El resto de la tarde lo hemos dedicado a merodear por el Village, un barrio de casas bajas lleno de tiendas que Pilar —faltaría más— no ha dejado de visitar una por una. Esta noche asistiremos al popular encendido del abeto del Rockefeller Center, todo un espectáculo de luz y bullicio que cada año es retrasmitido por las televisiones del mundo entero, y que los neoyorkinos esperan con impaciencia, pues da inicio a la campaña navideña.

martes, noviembre 28, 2006

Crónicas de Nueva York. Segundo dia

Si como dice Mario Benedetti una ciudad es un libro que se lee con los pies, Pilar y yo hemos iniciado la lectura intensa y exhaustiva de Nueva York de bien amanecido. No sé si a causa de la impaciencia, a los nervios o por culpa de los temidos síntomas del jet lag, no he podido conciliar el sueño desde las cuatro de la madrugada, y a las siete ya estábamos ambos desayunando en una cafetería próxima al Empire State Buelding llamada Chez, cuyo hallazgo debemos no sólo a una de las guías que hemos traído con nosotros, sino a la vigilante lectura que Pilar les dedica. Se trata de un local acogedor con la estética de los años sesenta, iluminado con una luz muy suave que casi la mantiene en penumbra. Me han servido café aguado en una taza del tamaño de un orinal. El café (en realidad un mejunje de dudosa procedencia que yo no ofrecería ni a mi peor enemigo) era malo hasta decir basta. Después de compensar ese brebaje repugnante con un más que correcto capuccino, hemos recorrido a pie Madison Avenue, donde hemos cobrado consciencia exacta de en qué ciudad nos hallábamos. Cada esquina (en las que el vapor, como vaho exhalado, ascendía de improviso del interior del alcantarillado), era motivo de asombro, de absoluta perplejidad. Edificios inmensos a los que jamás una película rendirá plena justicia. En la 79, tras un largo paseo en el que hemos pasado frente alguna de las mejores tiendas de Nueva Cork, hemos girado a la izquierda y visitado el American Museum of Natural Histori. A la salida hemos comido algo en Zabar y visitado el Dakota Building, edificio emblemático donde el 8 de octubre de 1980, a manos de Mark Chapman, cayó asesinado John Lennon. A continuación hemos cruzado Central Park. Las ardillas cruzaban de un lado a otro, correteando por entre una inmensa alfombra de hojas amarillas y ocres. Finalmente Times Square. Perdonad, el tiempo de conexión a Internet concluye y todavía no os he narrado más que unos pocos detalles de un día intenso que tendrá su continuación en unos minutos, en el barrio de Chelsea. La fortuna continúa siendo esquiva y tampoco desde la Biblioteca Pública de Nueva York, en la que estoy conectado ahora mismo a Internet, se pueden adjuntar archivos fotográficos. Trataré de encontrar un lugar desde el que hacerlo. Hasta pronto.

lunes, noviembre 27, 2006

Crónicas de Nueva York. Primer día.

Hola a todos desde la Biblioteca Pública de Nueva York, situada nada menos que en la mítica Quinta Avenida. En primer lugar, disculpad la falta de acentos y la ausencia de nuesta querida letra ñ, con el sempiterno bigote a horcajadas sobre su lomo corvo. El motivo: escribo desde un teclado yanki, donde se la excluye y discrimina sin ambajes por más tradición y aprecio que se le dispense en tierras latinas. Como sabéis estos norteamericanos son capaces de lo mejor y de lo peor. Sin duda esta maravillosa ciudad, apabullante y desmesurada hasta dejarlo a uno atónito, se cuenta entre las grandes aportaciones en el terreno de lo positivo. Hoy no voy a poder incluir en esta entrada ninguna fotografia, lo haré manaña si ningún contratiempo lo evita o pospone. Sólo un pequeño avance: estamos alojados en unos apartamentos yo diría que muy correctos tirando a excelente, habida cuenta el precio y el sitio en el que se hallan. Están equipados con todo lo necesario para subsistir, si así lo deseáramos, haciendo acopio de alimentos en cualquier supermercado o tienda de comida para llevar, y su ubicación, además, es inmejorable: justo al lado del Empire State Bulding. Qué os puedo explicar de él que no hayáis visto en infinidad de películas y fotografías, pues, para empezar, que no le rinden justicia. Situado a sus pies, frente a las puertas giratorias (diminutas para pertenecer a un edificio de semejantes dimensiones) uno empequeñece hasta desaparecer. Me temo, no obstante, que esa circunstancia será una máxima en esta ciudad: diluirse sin fin por entre los intersticios que separan un rascacielo de otro. Recién llegados, una vez alojados, hemos caminado por la Sexta Avenida en dirección Central Park con la mirada perpleja puesta en el cielo, donde se pierden la cima de los edificios. Pronto nos hemos cruzado con el primer parque, el Bryant Park, en medio del cual hemos contemplado largo rato cómo se deslizaban los patinadores sobre el hielo en una gran pista que, imaginamos, habrán instalado ex profeso para animar y dar color a las fiestas navideñas. Circulando en dirección opuesta a las agujas del reloj, la habilidad que exhiben los patinadores es desigual. Los hay que apenas si alcanzan a sostenerse en pie con cierta dignidad y avanzan por la pista a trompicones, manteniendo un frágil equilibrio. Otros, los menos (a decir verdad tan sólo una pareja), se deslizan a velocidad vertigionasa por el hielo, realizando toda suerte de intrépidas acrobacias, saltando y girando sobre sí mismos en el aire y aterrizando con los brazos en cruz y las rodillas flexionadas, sin síntomas en la expresión de sus caras de que semejante pirueta les haya supuesto el menor esfuerzo. Ya estamos en Nueva York.

domingo, noviembre 26, 2006

Agradecimiento


Ahora que las emociones se han apaciguado, en mi nombre y en el de Pilar desearía agradeceros a todos los que asististeis al enlace que contribuyérais a que ayer fuera un día inolvidable. A la manera de un brindis tardío celebro vuestra generosidad ilimitada, la de los amigos de mis suegros, también la de los nuestros, ¡qué fina es, en ocasiones, la línea que separa al amigo del hermano y qué mediocre sería la vida sin ellos! Quisiera manifestar mi admiración a Eugenio e Isabel, mis suegros, por haber hecho de sus hijas, Pilar y Maribel, dos mujeres excepcionales, generosas, honestas y predispuestas en cualquier circunstancia a ofrecer amor a cambio de nada. Agradecer la presencia cálida de mi familia, en especial a mis hermanas, Tina, Ana, Yoli y Manoli, mis ángeles de la guarda, ¡me siento tan querido y protegido por vosotras! A Cele, un hombre recto y digno a quien llevo treinta años llamando cuñado cuando en realidad ejerció de padre, y como a tal lo he admirado y querido siempre. Por último un brindis a la memoria de mi madre, a quien sólo unos pocos vimos en la sala, pero creedme, estuvo allí, tan próxima que pude sentir el aroma que la impregnó siempre. No hay un sólo día en que no dedique un rato de mi tiempo a pensar en ella. A veces tengo la sensación de que toda mi vida gira en torno a un sólo objetivo: honrar su memoria.
Gracias a todos de parte de Pilar y de mí.

jueves, noviembre 23, 2006

Enlace


Para quien no haya sido advertido con antelación, anuncio que este sábado Pilar y yo contraemos matrimonio. El lunes partiremos con destino a Nueva York en viaje de luna de miel. Días de frío invernal nos aguardan en la ciudad contemporánea por antonomasia, cobijo de mestizaje, metrópoli políglota donde las haya, un pedazo de puzzle indócil que se diría se obstina en no encajar en el inmenso rompecabezas estadounidense. A poco que la ocasión nos sea propicia, prometemos ambos, Pilar y yo, dar cuenta en este blog, mediante texto y fotografía, de las peripecias que nos salgan al paso en ese lugar inmortal, menos real que cinematográfico.

sábado, noviembre 18, 2006

Franqueza

A diario se le presentan a uno ocasiones en las que dilapidar las más molestas convenciones que delimitan lo que somos o decimos de lo que en realidad quisiéramos ser o decir. No existe persona —no puede existir— que no se haya planteado alguna vez la posibilidad de pisar un día la calle con el propósito, menos arriesgado que liberador, de expresar cuanto siente y piensa sin temor a las consecuencias. En mi opinión, el rapto de franqueza, por más descarnado que se le antoje a quien sea víctima de él, es una confesión de sincera amistad como pocas hay que a largo plazo favorecerá a quien en primera instancia no ha experimentado sino bochorno. Si, pongamos por caso, una amiga reclama tu opinión respecto al peinado que ha resultado de su última visita a la peluquería, sin duda su primera impresión será de horror y animadversión hacia ti al escuchar de tu boca que su cabello parece una rata sumergida en agua, o se asemeja en exceso al peinado que lucían las actrices del porno norteamericano en la década de los ochenta, o el maquillaje que impregna su cara se diría que lo ha trazado con rotulador o plastidecor un maquillador ciego aquejado de parkinson. Créanme, por más rechazo —en rigor verdadera inquina— que en ese primer momento sienta esa persona hacia ti, acabará, con el tiempo y un número indeterminado de visitas al psicólogo, agradeciendo de por vida tu franqueza. Y es que necesitamos del punto de vista ajeno para desentrañar las distorsiones a las que nos aboca el propio

martes, noviembre 07, 2006

Esa terrible soledad


A decir verdad nunca consideró seriamente la posibilidad de que el matrimonio lo obligara a renunciar a uno solo de los hábitos que con tanto desafuero había practicado durante su desatada soltería. Buena causa de ello residía en la seguridad, constatada a menudo, de que su mujer, pese a no dejar pasar ocasión en la que mostrar su enojo y desesperación, permanecería siempre a su lado por más deslealtades y trastadas de las que él la hiciera objeto. En tan elevada consideración tenía el amor que ella sentía por él que lo puso a prueba a diario en el decurso de los cincuenta años que, mal que bien, se había prolongado el matrimonio. Ella acostumbraba a esperar despierta a que él llegara, bien entrada la madrugada, a hurtadillas tras la puerta, para manifestar su desazón con sollozos continuos y rogarle que depusiera su actitud de perpetuo adolescente y se comportara de una vez por todas con la madurez y responsabilidad propia de un hombre de su edad. Él persistía en su comportamiento tanto más cuanto mayores señales ofrecía ella de disgusto, crecido por ese placer mezquino que sienten quienes erigen su autoridad sobre la debilidad bienintencionada del otro. Sin embargo, él había advertido con cierta intranquilidad que en los últimos tiempos ella había demostrado un paulatino desinterés por todo cuanto él hacía. Ya no sollozaba en la cama hasta altas horas de la noche mientras él caía presa de un sueño ebrio. Hasta que esa noche, al girar sobre sí y contemplarla apoyada sobre la almohada, durmiendo placidamente como jamás antes la había visto, él no pudo reprimirse y rompió a llorar, un llanto prolongado y sin pausa, un llanto convulso que contuvo todos los llantos que había provocado a su mujer durante esos años, porque en ese preciso instante en que la vio, recordó una frase que alguna vez había leído a un escritor: lo peor, decían esas palabras, no es morir o padecer una enfermedad, lo peor, lo terriblemente triste es esa desolación que uno siente cuando la persona que te ha querido más allá de lo que nadie podrá quererte jamás, un día, de repente, descubres que ya no siente nada.

sábado, noviembre 04, 2006

Abstinencia


Leo en el periódico, con perplejidad resignada habida cuenta el personaje, que el pistolero Bush financiará con fondos federales programas para promover la abstinencia sexual hasta la desesperante edad de 29 años. Definitivamente procede la urgencia de reestablecer el sentido común en esa nación zaherida y desacreditada me temo que de forma irreparable. ¿Será cierta tamaña insensatez? ¿Qué próximo disparate rondará la cabeza unineuronal del ignaro Bush? ¿Obligar a las mujeres norteamericanas a pasear ataviadas con burkas a fin de no despertar la lívido en los hombres que resuelvan adscribirse a los mencionados programas? Me pregunto qué suerte de autoridad omnímoda cree detentar semejante individuo para arrogarse la potestad de trastornar el mundo de la manera en que lo está haciendo. Dudo mucho que a él, en el decurso de sus años mozos, cuando se comenta visitaba con lascivia etílica los lupanares que se cruzaban en su zigzagueante camioneta de tejano palurdo, le hubiera hecho la menor gracia que nadie le sugiriera en qué agujero, venal o no, debía abstenerse de introducir su mustio pene de futuro presidente. En cualquier caso, de salirse con la suya y sacar adelante semejante desatino, espero que hayan tenido la prudencia de elaborar un programa paralelo, un plan alternativo a fin de prever los efectos de tan larga abstinencia. De no haberlo previsto sugiero proporcionar a los interesados información detallada del arte del onanismo, y sugiero, asimismo, la implicación directa del propio Busch en el redactado del mismo, pues se trata, convendrán conmigo, de la primera eminencia mundial en dichos menesteres, habida cuenta las pajas mentales a las que es aficionado.

jueves, noviembre 02, 2006

El libro de Rosetta


Nadie en la profesión periodística había advertido con anterioridad el menor indicio que pudiera prever semejante eventualidad. De la noche a la mañana las dos expresiones desaparecieron de las innumerables hablas diseminadas a lo largo y ancho del planeta y, pese a que las dos palabras podían ser evocadas mentalmente sin la menor dificultad, la tarea de pronunciarlas, siquiera en forma de susurro, o de trasladarlas de la mente al papel o a la pantalla del ordenador por medio de la escritura devenía una tarea fuera del alcance de cualquier ser humano. Desde el periódico más modesto a los grandes grupos de comunicación internacionales padecieron las consecuencias de una circunstancia que los había sumido a todos en el desconcierto, que no suscitaba sino la formulación constante de la misma pregunta: ¿Sin Dantesco y Kafkiano cómo describiremos en adelante escenas y situaciones? Era sabido que las escenas siempre habían sido dantescas y las situaciones kafkianas, y con la repentina desaparición de ambos adjetivos, ¿de qué otra forma cabía calificar esos sustantivos? ¿Sería posible que los profesionales de la información no se hubieran anticipado a semejante imprevisto? El ciudadano asistía perplejo a cómo los reporteros, en televisión, radio o prensa escrita, dejaban inconclusas sus crónicas debido a la imposibilidad de hallar los dos adjetivos con que describir los sucesos de los que daban cuenta. Algunos de los periodistas que había echado mano a menudo de dichos adjetivos se vio obligado a admitir que, pese a utilizarlos hasta la náusea, jamás habían sabido qué significaban ni asimismo habían realizado el menor esfuerzo por saberlo, circunstancia esta que pretendían disculpar con el argumento, desafortunadamente cierto, de que ni Dante ni Kafka eran en realidad necesarios para finalizar con éxito la carrera de periodismo.
El planeta fue presa de una paulatina pero inexorable desinformación. El desinterés de los ciudadanos por cuanto acontecía en el mundo aumentó de manera alarmante, como consecuencia de la precariedad y desidia con que los medios trasmitían las noticias. El problema, lejos de solucionarse, adquirió proporciones imprevistas. Los informativos, ya fueran televisados o radiados, las tiradas de los periódicos, y la prensa digital constató cómo descendían vertiginosamente las respectivas audiencias. El planeta, pues, parecía precipitarse sin remedio hacia una dictadura de la indolencia, cuando se propagó en Internet un correo electrónico anónimo que vino a facilitar una posible solución. El autor explicaba que años atrás, mientras cursaba estudios universitarios, en medio de la duermevela a la que lo abocaba alguna de las clases soporíferas a las que asistía, le había sido dado conocer la existencia de un libro en el que se podría hallar remedio a tan infrecuente asunto. El ejemplar en cuestión era conocido, apuntaba el anónimo, con el nombre de Diccionario de Sinónimos. Hoy día, años después del hallazgo, se trabaja sin descanso en el quehacer laborioso de descifrar el método y las claves que permitan alcanzar los conocimientos necesarios para utilizar correctamente dicho libro. Los especialistas, pese a la lentitud con la que progresaban, se mostraban optimistas y recurrían al ejemplo, para mantener viva la esperanza, del descubrimiento en 1799 de la Piedra de Rosetta, instrumento indispensable que, como saben, condujo a descifrar los jeroglíficos egipcios. Llevará más o menos tiempo, afirmaban los especialistas, pero acabaremos encontrando una o quién sabe si varias palabras que sustituyan Dantesco y Kafkiano. Es cuestión de tiempo.

domingo, octubre 22, 2006

Claus & Reyes Magos



Se aproximan las navidades y pronto asistiremos, impotentes, al adorno de fachadas y balcones orladas con toda clase de palpitantes lucecitas que en algunos casos se diría ha diseñado un daltónico epiléptico, émulo o pariente directo de Ágata Ruiz de La Prada, al extremo de que algunos edificios semejan whiskerías de dudosa reputación en las que la nieve que abunda no guarda parecido alguno con el copo que caracteriza la blanca Navidad. Por si no fuera suficiente me temo que se repetirá, si cabe en mayor número, la estampa unánime de muñequitos Papá Noel trepando por las fachadas de los domicilios de toda Cataluña. Esa proliferación excesiva del dichoso títere de Santa Claus con ínfulas de escalador improvisado o de hombre araña en edad provecta que, de un tiempo a esta parte, experimentan las ciudades durante fecha tan señalada, sería motivo de gracia si no produjera náusea; patología, dolencia o mal que, como bien saben ustedes, nos aqueja o se manifiesta cuando hemos ingerido más de lo que nuestro organismo necesita o tolera. Le entran a uno deseos, mientras pasea ocioso por las calles de la ciudad transformada en un inmenso lupanar de carretera, de cargar encima con un rifle y practicar el tiro al Papá Noel. Reconozco que semejante individuo suscita en mí cierta ojeriza, quizá porque deploro la figura del arribista, del tipo que desea medrar a costa del sacrificio de otros, en este casos los Reyes Magos de Oriente, tres tipos bonachones y algo despistados —siempre me han causado esa impresión— a los que el gordinflón Nicolás pretende sustituir a cualquier precio sin tener en consideración la tradición que sustenta a semejante trío. Exportar símbolos de procedencia anglosajona para sustituir lo vernáculo debería tener un límite, siquiera moral o ético, que obligara a respetar determinados símbolos, figuras o tradiciones. Pero puesto que no es así, y la avanzadilla anglosajona, lejos de batirse en retirada, progresa a ritmo imparable, me tomo la libertad de lanzar una sugerencia a los Reyes Magos: Dejad vuestra ancestral probidad, la benevolencia ilimitada que os ha caracterizado desde tiempo inmemoriales no procede en tiempos desleales como estos, concentrad vuestra energía en hacerle la vida imposible a ese gordo colorao con apariencia de beodo encubierto y glotón desatado, cortad la soga por la que trepa y que se dé de bruces contra el asfalto. Perseguidlo sin descanso por azoteas y fachadas hasta que caiga de rodillas, exhausto y lanzado resuellos y arcadas por culpa de las opíparas cenas que, sospecho, se meterá el muy insensato entre pecho y espalda antes de cada reparto navideño. Amedrentadlo coño, que no se diga, sois tres contra uno, marcad vuestro terreno y dejadle claro quien manda en el barrio a ese santurrón de tres al cuarto con aspecto de pimiento de Padrón.

domingo, octubre 15, 2006

La ficción



El viernes despertó Pilar con euforia desatada y una vitalidad ciertamente poco común en ella para tratarse de hora tan temprana, habida cuenta que por lo general amanece sin el menor rastro de humor o, cuando menos, no con el que la caracteriza, en circunstancias normales muy prodigo y desenfadado y atento al menor chascarrillo para estallar en escandalosas carcajadas, siempre y cuando hayan trascurridos, ya digo, un tiempo más o menos prudencial desde que ha tenido a bien abrir los ojos y abandonar ese estado de letargo que experimenta cada vez que duerme, más propio en verdad del fallecimiento súbito que de lo onírico.
El caso, en suma, es que se levantó presa de una vehemencia desacostumbrada, y el motivo, se apresuró a explicarme con entusiasmo, había sido la lectura de una novela que la había mantenido despierta hasta las cuatro de la mañana en un estado de excitación e interés arrebatado que a la conclusión de su lectura, lejos de apaciguarse, se había prolongado hasta el momento mismo de amanecer. Se trataba del último libro de Luisa Castro, La segunda mujer, a la postre premio Biblioteca Breve 2006, obra que Pilar se aventuró a adquirir a instancias de un servidor, circunstancia esta que no he dejado de recordarle desde que me confiara la felicidad que le había deparado su lectura, pues no debe uno desaprovechar la oportunidad de apuntarse en su favor tantos semejantes a fin de acumular holgado rédito para cuando llegue el momento de perderlo.
Durante el desayuno Pilar explicaba, eufórica, detalles del argumento y se sorprendía de que un libro pudiera causar ese estado de conmoción y empatía al punto de padecer un sentimiento ambivalente de desazón y alegría a partes iguales ante la proximidad del fin de una lectura que mientras se ha prolongado nos a atrapado al extremo de transformar los personajes en seres cercanos cuya suerte nos ha inquietado, como si en lugar de entes de ficción se tratara de personas con las que guardamos un lazo afectivo extraordinario, ya fuera de amistad o parentesco. Pero es que las buenas ficciones, aquellas que consiguen embaucarte y trasladarte, durante el tiempo en que se prolonga la experiencia lectora, a un lugar que no tiene similitud alguna con nuestra insulsa cotidianidad, no depararan sino eso: curiosidad insaciable, felicidad plena, tristeza inconsolable, la posibilidad de residir en un mundo que transcurre paralelo al real, pero habitado por seres que cuyas desventuras despiertan en nosotros un sentimiento de amparo, de protección, el deseo irreprimible de advertirlos, de ponedlos sobre aviso contra las perfidias que el personaje malintencionado de turno maquina sin descanso, y a las que nosotros, en calidad de espectadores privilegiados, asistimos impotentes, porque lo que en realidad desearíamos es intervenir, vencer la línea que separa su mundo del nuestro y conducir a los personajes hasta la última página, y una vez allí lanzar un suspiro de alivio e iniciar el hallazgo de un nuevo libro que nos depare idénticas sensaciones. Al alcance sólo de las buenas ficciones. Eso es literatura.

miércoles, octubre 11, 2006

Lodazal


Este blog puede ser, en ocasiones, el refugio más solitario y olvidado del mundo. Podría, si así lo deseara, confesarme culpable de los delitos más atroces que nadie alcance a imaginar o anunciar que he descubierto la vacuna contra el Sida o el remedio definitivo contra el cáncer, o, incluso, el crecepelo más efectivo y veloz que exista -de más está señalar que la estética moviliza y estimula más que cualquier sospecha improbable de patología-, y no obtendría la menor respuesta ni gozaría de repercusión alguna. Nadie se daría por enterado ni mostraría la menor curiosidad, no porque no haya interés real en que semejantes hallazgos tengan lugar, sino porque un blog -este blog- es, las más de las veces, apenas un resto de cieno en un inmenso lodazal.

lunes, octubre 09, 2006

Moros y Cristianos


Ahora resulta que deberíamos eliminar la tradición de celebrar la fiesta de Moros y Cristianos no sea que algunos musulmanes se sientan ofendidos. Cómo no, llevémoslo a cabo pues. De hecho deberíamos elaborar una lista de cuanto sea susceptible de producir ofensa en las inumerables creencias religiosas que desafortunadamente se precisan para que el ser humano no se sienta a la intemperie, e iniciar, una a una, la suspensión o erradicación paulatina de todas ellas. Eliminemos, para empezar, el jamón de jabugo y todo alimento que provenga del cerdo. Dejemos que las santas vacas deambulen a su antojo por las ciudades, sembrando de inmensas boñigas nuestras calles heráticas. Ya puedo imaginar, con cierto regocigo, el hedor espeso a excemento gravitando a las puertas de las mejores boutique del Paseo de Gracia de Barcelona. De más está señalar, por supuestos, que deberemos instar a nuestras mujeres a que se abstengan de ataviarse con atuendos bajo los que se intuya un cuerpo turgente, el cual, a partir de entonces, no sólo deberá evitar mostrar, sino asimismo sugerir, so pena de ser apedreada en plaza pública hasta morir por inducir a la lascivia.
A mí, en todo caso, se me antoja una empresa menos ardua que inecesaria, habida cuenta que sería más eficaz, y sobre todo justo, declarar, a viva voz y en presencia de taquígrafo y por descontado con absoluta firmeza, que los hábitos, seculares o no, de índole político o civil, que un país tiene a bien manifestar, deberían ser respetados y no puestos en tela de juicio por aquellos inmigrantes que acaban recalando en él. Y si la rutina de la nación de acogida resulta demasiado ofensiva y difiere en exceso de los hábitos a los que está acostumbrado el visitante, quizá debiera regresar a su lugar de origen o buscar un país cuyos hábitos sean similares a los que él desea practicar, o, por el contrario, hacer lo que yo cuando visito tierra extranjera: respetar sus costumbres por más insólitas e inapropiadas que se me antojen.
En la edición de ayer domingo de El Pais, Mario Vargas Llosa lo expresó con claridad meridiana:
Europa no puede renunciar a los valores de la libertad de crítica, de creencias, a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, al Estado laico, a todo aquello que costó tanto trabajo conseguir para librarse del oscurantismo religioso y del despotismo político, la mejor contribución del Occidente a la civilización. Según ellos, no es la cultura de la libertad la que debe acomodarse, recortándose, a sus nuevos ciudadanos, sino éstos a ella, aun cuando implique renunciar a creencias, prácticas y costumbres inveteradas, tal como debieron hacer los cristianos, justamente, a partir del siglo de las luces. Eso no es tener prejuicios, ni ser un racista. Eso es tener claro que ninguna creencia religiosa ni política es aceptable si está reñida con los derechos humanos, y que por lo tanto debe ser combatida sin el menor complejo de inferioridad.

Desazón

A continuación extraigo del blog de Arcadi Espasa una afirmación tan lúcida como descorazonadora:
Cuando una mentira ingresa en la política no debe someterse a pruebas lógicas: la verdad ha dejado de ser necesaria.
A la luz de semejante aseveración yo me pregunto si el ciudadano, en caso de percibir la ausencia de verdad en el discurso político, persiste sin descanso en la tarea de desenmascarar la mentira, la mixtificación sibilina del político artero, o en cambio desistimos y no ofrecemos resistencia y por tanto contribuimos al deterioro de los valores democráticos.

sábado, septiembre 30, 2006

Adivina adivinanza


Pongámos por caso que un partido político y su correspondiente periódico afín se obstinan, con artes que a menudo rozan lo fraudulento y siempre lo inmoral y tendencioso, en atribuir a una banda terrorista la responsabilidad de un crimen que, según evidencias irrefutables, es por completo ajena a los hechos. A pesar de semejante circunstancia, el partido político y el periódico afín no sólo insisten, en contra incluso de las opiniones más acreditadas, en sus argumentos sino que además insinúan sin rubor que el Gobierno está interesado, sabe Dios por qué motivos, en que el mencionado grupo terrorista no sea involucrado, lejos de la intención y sobre todo los intereses del partido y el medio de comunicación, que desearían por encima de cualquier cosa, cabe presumir, que los terroristas resultaran inculpados a fin de confirmar sus argumentos.
Ahora resulta que, según el juez Baltasar Garzón, dos péritos podrían haber falsificado informes con intención de culpar a la banda de asesinos. Y parece ser que los mencionados péritos podrían haber sido instados a su vez (conjetura en modo alguno disparatada habida cuenta las circunstancias) por alguien para que llevaran a cabo semejante maniobra. A la luz de lo expuesto me pregunto yo (y les aseguro que jamás una preguna fue más retórica) quién estaría interesado en falsificar esos informes, a quién beneficiaría la involucración de los terroristas, si al Gobierno o al partido político (no por casualidad en la oposición) y a su periódico afín. Adivinen.

lunes, septiembre 25, 2006

Relato (I)



El policía más veterano aprovechó la eventual ausencia de su compañero —adujo la necesidad de realizar una perentoria llamada privada desde una cabina próxima— para echar mano al bolsillo y sacar la cartera. Le producía pudor manifestar en presencia del otro muestras de afecto o añoranza que de inmediato sería confundido o atribuido a la vejez y sus propiedades para procurar nostalgia. Abrió, pues, la cartera ajada y deslizó el dedo pulgar por encima del plástico transparente que protegía la imagen sonriente de su nieta. Se admiró, una vez más, del parecido que guardaba con su madre cuando ambas contaban la misma edad. «Ni hecho adrede. Dos gotas de agua», musitó ensimismado antes de que pudiera advertir que el agente más joven estaba de regreso y se disponía a subir al coche. Sentado ya su lado en el asiento contiguo, el del conductor, el compañero lo observó de soslayo mientras permanecía recostado hacia delante, echado con cierta desidia sobre el volante, con los brazos apoyados en él, con la apatía inevitable resultado de los interminables turnos de vigilancia a los que los había abocado el caso.
—Guarda cuidado, hombre —dijo incorporándose, sin dejar de masticar chicle con una ostentación desaforada que molestaba en extremo al viejo—. Estamos más cerca que nunca de atraparlo. Por primera vez ha cometido un error, y tú sabes tan bien como yo que lo intentará de nuevo y esta vez lo estaremos esperando. Por Dios, relájate.
El viejo se retrepó en el sillón y guardó, no sin torpeza debido a la estrechez del espacio, la cartera en el bolsillo del pantalón. Miró a su compañero y reprimió, una vez más, las ganas de decirle cuanta animadversión le inspiraba, lo cual había sentido tentado a manifestarle en innumerables ocasiones durante el año y medio que había transcurrido desde que se lo asignaron como pareja.
—No seas ingenuo —contestó no obstante, mirando con renovado interés el portal de la chica—. Esto es una pérdida de tiempo. Si lo hubiera identificado o proporcionado algún indicio definitivo que nos condujera a él. Pero no lo vio, o no lo suficiente como para facilitar una descripción útil. ¿Es que no la viste en la rueda de reconocimiento? Te diré lo que le pasa: le aterroriza inculpar a un inocente.
—Lo cual le honra.
—Sí, pero mientras tú y yo estamos aquí el tipo deambula a su antojo por la ciudad para saciar sus caprichos con la primera mujer que le salga al paso. Necesita tan pocos pretextos para asesinar como tú para llenarte la boca de chicles.
Al policía veterano no dejaba de sorprenderle el cambio que había experimentado en los últimos meses, de manera paulatina pero evidente, como consecuencia, suponía él, de ese desasosiego inefable que discurría paralelo a la constatación de una madurez tras la cual acechaba, amenazante y no por esperada menos sorpresiva, la hora de la jubilación. Había asistido con estupor a esa metamorfosis manifestada por ex compañeros suyos, seguro de que a él no le aquejarían semejantes males. Y de la noche a la mañana era presa de una melancolía trasnochada allí donde antes sólo había existido indiferencia. Sentía la necesidad de mostrar por su nieta todas las atenciones y estima que ni de lejos había sido capaz de dispensar a su propia hija, tan inmerso durante años en un trabajo que le había acabando costando el divorcio y distanciado de su hija irreparablemente, pues por más que él había tratado de corregir o compensar los desplantes que le había ocasionado en la figura de la nieta, su hija alimentaba un profundo resentimiento que no se había molestado en ocultar. Él no había tardado en abandonar toda esperanza de reconciliación y se había conformado con contemplarlas a hurtadillas desde el interior de su automóvil, cuando a las puertas del colegio madre e hija se fundían en un abrazo antes de desparecer calle abajo.

Relato (II)

La puerta del edificio se abrió y la joven apareció en el umbral. Permaneció quieta por espacio de unos segundos, mirando, con expresión de buscar a alguien, hacia el final de la avenida, en dirección contraria a la que los agentes ocupaban, apostados en el interior del coche de policía camuflado. En el lugar al que la joven dirigió la mirada se concentraba una muchedumbre que crecía por momentos, merodeando por entre los puestos ambulantes. El policía veterano miró perplejo a su compañero.
—¿Pero qué coño…? —farfulló—¿Qué cree que está haciendo? ¿Qué hay del acuerdo? Quedamos en que nos avisaría con dos horas de antelación y que no saldría en día de mercado.
La joven, temperamental y resuelta y proclive a una independencia contumaz —rasgos que compartía de manera asombrosa con su hija—, había mostrado una determinación inflexible al respecto: su vida no se vería alterada en lo esencial. No voy a permitir que un desquiciado me arredre y trastorne mi vida, había afirmado, y el argumento, sostenido por la policía con el fin de persuadirla, de que el objetivo que perseguía el asesino no era en modo alguno trastornar su vida sino arrebatársela no había conseguido que cambiara de parecer. Finalmente se había mostrado dispuesta a no entorpecer la labor policial en la medida de lo posible, y se había prestado a una vigilancia permanente con la condición de que se mantuvieran a una distancia suficiente para que no sólo no se sintiera observada, sino que desconociera en todo momento dónde se hallaban los policías.
La joven, finalmente, se encamino calle arriba con paso apresurado.
—¡Mierda…qué hace…! ¡Vamos! —gritó el policía veterano. Los dos salieron del automóvil—. Pide refuerzos y sube por la calle paralela y mira de cortarle el paso. Yo trataré de alcanzarla.
Se separaron. El viejo contempló la calle cada vez más concurrida, al final de la cual, hacia donde se adentraba la joven, la muchedumbre iba en aumento, apareciendo de los pasajes y calles angostas que cruzaban la avenida principal, en torno a los puestos de bisutería y libros de segunda mano o productos artesanales y demás artículos. El policía veterano se precipitó en esa dirección presa de una urgencia que era más un presentimiento. De tanto en tanto alcanzaba a verla y gritaba su nombre, pero el sonido desaparecía mezclado con el que producía la multitud. Sin dejar de mirarla sacó el móvil del bolsillo y antes de que pudiera pulsar el número se le deslizó de la mano y cayó al suelo. ¡Maldito viejo torpe!, profirió para sí con las mandíbulas apretadas. Echó un vistazo fugaz al suelo, apenas una mirada de soslayo a fin de localizarlo, un mínimo instante que fue suficiente para perder de vista a la joven.

Relato (y III)

El policía veterano se dirigió hacia el lugar en que la vio por última vez. Lo hizo sin ambages, apartando a empellones a la gente que le salía al paso. Miró en derredor pero no acertó a ver más que las cabezas sin rostro de una multitud indiferente que deambulaba en sordina de un lado a otro como una manifestación improvisada de ciegos.
Detrás de uno de los tenderetes alcanzó a ver la entrada a una calle. Se adentró en ella unos metros, y a continuación se quedó quieto a las puertas de un callejón de aspecto sombrío que lo cruzaba, y de cuyo interior le llegó un hedor intenso a orines y despojos que yacían diseminados por el suelo. Antes de precipitarse en su interior extrajo la pistola de la sobaquera y la empuño frente a sí sostenida por las dos manos. Caminó lentamente, el arma apercibida y apuntando en todo momento allí donde dirigía la mirada, obstaculizada por un sudor abundante que se precipitaba serpenteante por el rostro atento. Vio algo a final del callejón, pero no alcanzó a distinguir de qué se trata. El rostro de la joven y el de su hija se sucedían vertiginosamente. Pidió a Dios que se tratara de un pobre desarrapado en procura de cobijo. Pero era ella, bajo la luz mortecina que apenas emitía un foco desvencijado que se mecía al final del callejón. Sentada, con los brazos extendidos en cruz, en idéntica postura en que hallaron a las otras víctimas. Sobre su pecho, unida al mentón por un fino hilo de carne ensangrentado, le colgaba la piel del rostro, cortada y desprendida de los huesos de la cara como si de una careta se tratase.
Permaneció paralizado frente al cuerpo, incapaz de apartar la mirada de él, y un instante antes, una fracción de segundo antes de que sintiera la primera punzada del cuchillo perforándole el riñón, adivinó que no saldría con vida de allí. Casi pudo sentir el recorrido que realizaba la hoja cada vez que se hundía y perforaba la carne, la sangre brotando a borbotones de las heridas, la camisa empapada adhiriéndosele al cuerpo. Perdió el arma, y alzó los brazos en un intento vano de protegerse, porque la frecuencia de las cuchilladas, lejos de disminuir, aumentaba a un ritmo incesante. Cayó, primero de rodillas, y luego de espaldas, de tal modo que yació agonizante boca arriba, arrojando por la boca esputos de sangre.
El asesino se situó en cuclillas junto al cuerpo. Sosteniéndolo con una mano enguantada, limpió la hoja ensangrentada del cuchillo en la ropa del policía, mientras con la otra palpaba el bolsillo del pantalón. Sacó de él la cartera. Obtuvo, primero, la fotografía de la nieta, y a continuación una más pequeña, tamaño carné, de la hija. Guardó ambas imágenes en el bolsillo interior de su chaqueta y se dispuso a salir del callejón en el momento en que el policía veterano pronunció sus últimas palabras con la respiración pedregosa:
-la… la hiciste salir…
El asesino sonrió y abandonó sin urgencia la calle al tiempo que se introducía en la boca el último chicle de un paquete que arrugó y arrojó entre las bolsas de basura amontonadas en torno a un container de basura atestado y maloliente.