miércoles, marzo 23, 2011

Conversaciones con mi hija de tres años, Martina X

Pilar se está cambiando en la habitación de matrimonio. Martina entra, y al poco sale y se precipita corriendo por el pasillo hasta el comedor, donde estoy yo.
-Papa -dice-, ¿a que la mama tiene las tetas grandes?
-Sí.
-Pues corre a la habitación y se las tocas.

lunes, marzo 21, 2011

Melodramatismo innecesario

Lo que ha sucedido en Japón me confirma que acerté cuando decidí no matricularme en Periodismo. Es una profesión sin futuro abocada al desprestigio. Los mejores periodistas resulta que ahora son todos aquellos que no han cursado la carrera. Y cuando digo los mejores me refiero a aquellos que se dedican a difundir la verdad estricta de cuanto pasa en cada momento (es decir, lo que deberían hacer los periodistas si no perdieran el tiempo leyendo a Nostradamus), y no ha crear un pánico innecesario y contagioso como han tenido a bien perpetrar los medios de comunicación, incluidos los periódicos más prestigiosos del mundo. La gente que tiene cuenta en Tiwtter, en Facebook, y han vivido la tragedia en primera persona han informado verazmente, sin aspavientos retóricos y concesiones al espectáculo, son los que en realidad han obrado con mayor responsabilidad y mesura, lo cual no es óbice para que se ciñeran a la verdad. Lo hacían, pero sin las dosis de dramatismo e histeria de la que adolecía la prensa. He seguido casi minuto a minuto en varios diarios digitales los sucesos de Japón, y los titulares eran a cual más apocalíptico. Según entiendo yo, el objetivo del periodismo es informar y sacar a relucir la verdad, pero no voceando y propagando a la vez el fin del mundo, donde ya la verdad queda reducida a la anécdota, a lo superfluo, a lo tangencial.

Si el periodismo no se pone las pilas acabará siendo una caricatura de sí mismo, un sucedáneo de la revista El Jueves a la que los internatuas (porque Internet y no otro es el destino del los periódicos) acudirán para echarse unas risas.

domingo, marzo 20, 2011

Conversaciones con mi hija de tres años, Martina. IX

Estamos en el coche, de regreso de dar un paseo por la playa. Martina está sentada en su sillita. Antes de poner en marcha el Ibiza me giro y le digo a Martina:
-Martina, no hay derecho. Ayer fue el día del padre y no me has regalado nada. Cuando yo era pequeño hacía ceniceros de arcilla y lo pintábamos y se lo regalaba a mi papá. O hacía unas figuras con las pinzas de la ropa. Las desmontábamos una a una y las pegábamos y también se lo regalaba. Y tú nada de nada.
Me mira, y dice:
-Yo te he regalado un beso, papa.

viernes, marzo 11, 2011

Normalidad (relato inspirado en los atentados del 11-M)

Hoy se cumplen siete años de los atentados del 11-m. Por aquellos días la empresa en la que había trabajado durante los últimos 15 había cerrado, de manera que tuve todo el tiempo del mundo para asistir por televisión a la tragedia y las posteriores consecuencias políticas. Lo cierto es que me afectó mucho, hasta el punto de escribir un relato de ficción esa misma semana. Es el que sigue. Vaya en recuerdo de las víctimas, y de las familias que se han de acostumbrar a tanta ausencia injusta.

Era despreocupada y desmemoriada por igual. Lo dejaba todo por el medio y luego ponía el piso patas arriba buscando desesperada cualquiera de los utensilios que a menudo solía descuidar en los rincones más insospechados. Se había hecho a la idea de que yo la seguía invariablemente poniendo orden en el caos que causaba, cerrando cajones y armarios, arrojando a la papelera del lavabo el pañuelo de papel con la huella de sus labios impresa en carmín, o guardando en su sitio la lata de galletas o el bote del café y el azúcar, reparando en definitiva los desperfectos domésticos que ocasionaba su ajetreo precipitado desde que se despertaba hasta que desaparecía camino del trabajo. Cuando esa mañana cerró tras de sí la puerta y oí el estrépito apresurado de sus tacones resonando en la escalera vacía, me asomé a la ventana con el móvil en la mano y hablé con ella por última vez. Se dirigía a la carrera para alcanzar el tren que aguardaba detenido en el andén con las puertas abiertas.
Contemplé partir el tren desde la ventana, desapareció tras el alto tapial que separaba las vías y andenes de la calle en la que estaba situado nuestro edificio, apenas a una cincuentena de metros de la estación. Se trataba de un muro interminable que se erigía paralelo a los rieles, cuya superficie gris lucía saturada de graffitis de colores abigarrados e inscripciones que denunciaban y exigían reparar toda suerte de agravios y desigualdades. Tras muchas deliberaciones habíamos adoptado una decisión en la que había prevalecido el sentido común por encima de cualquier otra consideración: alquilar un piso en un barrio venido a menos situado en la periferia, pero que contaba con una estación de tren a pocos metros de casa, lo que reducía considerablemente la duración de sus desplazamientos diarios al trabajo.
Puse en marcha el ordenador y conecté la radio. Debió de ser al poco cuando se produjo la explosión, oí una detonación sorda, pero lo cierto es que no le di mayor importancia. No se me antojó distinta de los ruidos y bramidos que retumban a diario en una ciudad cualquiera cuya actividad matinal es tanto más intensa cuanto que sustituye paulatina pero irremediablemente a la tregua que depara la noche. Proseguí con la rutina que llevaba a cabo cada día antes de sentarme frente a la pantalla del ordenador, sin sospechar que cada uno de los gestos cotidianos que realizaba los llevaba a cabo estando ella muerta, ignorando que sólo era un cadáver en un vagón calcinado. De cuanto pensase o hiciera yo a partir ese momento ella jamás tendría constancia, cualquiera rastro u objeto que había dejado en casa antes de irse, de repente, aunque yo no lo supiese todavía, se convertía en una suerte de legado, lo último que ambos habíamos compartido. No volvería a utilizar la taza que deposité meticulosamente en el interior del fregadero y llené de agua para que no se resecaran los restos adheridos de sus galletas favoritas. Tampoco utilizaría nunca más la toalla y el albornoz que yacían en el suelo del dormitorio, donde minutos antes yo los había arrojado al despojarla de ellos en un arrebato furioso de deseo del que había sido presa cuando, todavía en la cama, la había visto entrar en la habitación en busca de su ropa interior. Los dos abrazados desnudos en la maraña de sábanas arrebujadas. Sus piernas enroscadas en torno a mí y sus talones oprimiendo mis glúteos, empujando y acompañando simultáneamente cada una de mis envestidas. Y por fin, a horcajadas encima de mí, su cuerpo se arqueó hacia atrás y en un espasmo final se dejó caer sobre mi pecho, donde yació exhausta por espació de un instante inolvidable. Las puntas ensortijadas de su cabello mojado resbalando por mi mejilla. El aroma a jabón y a ducha reciente impregnando su piel. Le besé el hombro, le besé el cuello delgado, frágil, me demoré en él e inspiré profundamente, como si de allí procediera todo el olor que desprendía su cuerpo. Fue entonces cuando acerqué mis labios a su oído y le susurré:
—Espero que esto no se te olvide en todo el día.
—Cuenta con ello —respondió.
—Le ayudé a subir —observó Félix, delante de mí con la cabeza gacha. Hacía girar la cuchara en el interior de la taza vacía, y restregaba y arrancaba con la punta, con una reiteración monótona e inconsciente, los restos resecos del café adheridos al borde del recipiente.
Lo contemplé sin decir palabra, su índice y pulgar sosteniendo la cuchara y la cabeza mirando invariablemente al suelo porque, supuse, no se había habituado aún a que la gente le mirara las heridas que las esquirlas de metal habían dejado en su rostro. Rehuía mis ojos o se cruzaba con ellos un instante, y el ajetreo apresurado de la cafetería abarrotada disimulaba entonces ese silencio embarazoso, durante el que cada uno presumía o detectaba en la mirada del otro el deseo irreprochable de que ese encuentro no debiera haberse producido jamás.
—Sonreía —añadió Félix.
Había levantado la cabeza y me miraba por fin a los ojos, resueltamente por primera vez desde que había entrado. Había avanzado tambaleante hasta la mesa en la que yo lo esperaba y desde donde le había hecho una señal con el brazo al verlo plantado en la puerta, paseando la mirada por todo el local, mesa a mesa a fin de identificarme. Para caminar se ayudaba de un bastón que no mitigaba su cojera ostensible. Según había avanzado en mi dirección la gente lo había mirado de soslayo con la certeza de conocer la causa precisa de las heridas. A pesar de las semanas transcurridas persistía la conmoción y la ciudad padecía el desconcierto de no hallar el modo de salir de su espanto y retomar los quehaceres cotidianos.
Aunque no podía doblar la rodilla Félix se había sentado con la soltura inmediata que procura la costumbre. La pierna, rígida y recta como un pedazo de madera, había quedado extendida en medio del pasillo que se abría entre las mesas.
—Sonreía todo el rato —repitió Félix—. Tu mujer, quiero decir; sonreía mientras hablaba por el móvil, o a veces culminaba largos ensimismamientos con una súbita sonrisa. Por eso me llamó siempre la atención. Uno, por lo general, deambula medio dormido a esa hora de la mañana y sólo siente deseos de dormir. Sólo dormir, ni hablar ni desde luego trabajar. Y sin embargo ella departía y escuchaba, en ocasiones con un entusiasmo inusitado. Se notaba que era feliz. Verás, cuando uno se pasa tantos años observando cada mañana a personas con las que apenas cambia los buenos días, tarde o temprano acaba atribuyéndoles una biografía imaginaria, una vida cuyos pormenores no son más que conjeturas que uno elabora en función no sólo del aspecto, sino de un gesto o una mirada u otros detalles aparentemente insignificantes.
Jamás se me había ocurrido reflexionar respecto qué pensarían quienes se cruzaban con ella, cuál era la vida hipotética que le habían asignado y cuántas coincidencias o desaciertos guardaría con la autentica, la que había compartido conmigo. Se me ocurrió pensar que quizá Félix albergó alguna vez la esperanza de seducirla.
—Cuenta con ello —continúo Félix—. Eso fue lo que me pareció que esa mañana dijo tu esposa al teléfono: cuenta con ello. Yo estaba sentado junto a la puerta, en uno de esos asientos plegables fijados a la chapa del vagón. Tu mujer estaba en el andén, saludaba con el brazo en alto mirando hacia algún punto elevado de su derecha. Al intentar subir tropezó con el escalón, perdió pie y estuvo a punto de caerse, entonces extendí los brazos y se apoyó en ellos y me dio las gracias mientras tomaba impulso y subía. En todo ese tiempo no había soltado el móvil. Lanzó un suspiro de alivio y tomó asiento delante de mí y me dio las gracias de nuevo al tiempo que guardaba el teléfono en el bolso.
Esa fue la última vez que la vi con vida. Parada frente a las puertas abiertas del tren. Miraba sonriendo hacia la ventana de casa desde donde yo le hablaba por teléfono. Antes de entrar en el vagón me miró y se despidió moviendo el brazo.
El despertador sonó ese día a las seis y media de la mañana y ella lo silenció de inmediato con un manotazo certero. Permaneció un instante en silencio, remoloneando perezosa, entreabriendo poco a poco los ojos para habituarse a la penumbra de la habitación. Siempre obraba igual, en muchas ocasiones me había despertado antes que ella y había sido testigo del proceso completo de gestos y mohines en que consistía su lento despertar. Primero se desperezaba con una especie de estremecimiento súbito y emitía un gruñido, luego doblaba las rodillas y arqueaba en tensión el cuerpo y desentumecía y estiraba los brazos en forma de cruz, y con el izquierdo —yo ocupaba el lado derecho de la cama, ella siempre el izquierdo— y con el brazo izquierdo, digo, me propinaba suaves empellones como para arrojarme fuera del colchón, y así dejar constancia de su malestar de que fuera ella la primera en ponerse en pie cada día y no yo.
No hay derecho, la vida es injusta, susurraba soñolienta, caminando tambaleante hacia la puerta del dormitorio con una pernera del pantalón del pijama más alta que la otra y el pelo crespo. Si era invierno, antes de levantarse por fin, se acercaba a mí y se pegaba a mi espalda y permanecía así largo rato. Rodeaba mi cintura con su brazo, lo dejaba caer laxo sobre mi estómago y lo acariciaba con la yema de los dedos o los enredaba en el bello y me tiraba de él, demorándose en la cama, musitando la frase de protesta de la que solía echar mano.
—No hay derecho.
En ese momento debería habérselo pedido. Me di la vuelta y la contemplé, se había incorporado y estaba sentada al borde del colchón con el pelo revuelto, esa mata erizada y greñuda en que se transformaba su cabello tras una noche de sueño, y en ese momento estuve tentado a pedírselo.
—Quédate. Llama diciendo que te encuentras mal y quédate hoy conmigo.
Sí, sentí deseos de hacerlo, pero cuando me quise dar cuenta ya había salido de la habitación y entonces desestimé la idea porque el plazo máximo que me había fijado para terminar la novela estaba próximo y pensé que, de habérselo pedido, se trataría de una pretexto para no escribir ese día. Una de esas maniobras dilatorias que a menudo empleamos los escritores para ocultar la incertidumbre que nos produce enfrentarnos al texto, para eludir la dificultad que entraña un capítulo o párrafo o un personaje que impide que avance durante días o semanas. Cómo podía yo saberlo, quiero decir: cómo nadie puede saber nada en una circunstancia así. Quién puede prever la injusticia de contemplar algo sin que le avisen de que esa es la última vez que lo está viendo.
Guardé silencio y di media vuelta y me quedé medio dormido. La oí trajinar por el piso, primero en el baño, descargando la cisterna, oyendo el agua golpeando a presión contra el sumidero e imaginado la nube de vapor que poco a poco crecía en el lavabo cada vez que se duchaba. Más tarde en la cocina, el ruido quejumbroso que emitían los goznes de las puertas cuando las abría y cerraba en busca del azúcar y el café. Era muy descuidada y dejaba a su paso cajones y armarios abiertos en el deambular soñoliento que la llevaba de un lado a otro de las habitaciones diminutas del piso, ataviada del albornoz y tocada con una toalla que anudaba como un turbante en torno a su cabello mojado, profiriendo maldiciones porque no podía abrir la lata que contenía sus galletas preferidas. Le gustaba sumergirlas en el café con leche hasta que se ablandaban, se las llevaba entonces a la boca y las engullía con la fruición y la avidez impaciente de un niño, mientras miraba distraída en el televisor los primeros informativos del día.
Félix desplazó a un lado la taza y el plato con el sobre rasgado del café descafeinado que había pedido. Sacudió con el dorso de la mano algún resto de azúcar diseminado por encima de la mesa y se echó hacia delante, como si quisiera compartir conmigo una confidencia .
—Desde que el tren se puso en marcha —dijo— hasta que explotaron las bombas, recuerdo a tu esposa con la mirada perdida y una sonrisa de oreja a oreja, embelesada en Dios sabe qué asuntos. Sonreía todo el rato, la última imagen que conservo antes de que todo volara en pedazos es su expresión pensativa y feliz. La miré y me pregunté verdaderamente intrigado qué era lo que podía hacer tan feliz a una persona a hora tan temprana.
—¿Qué pasó luego? —pregunté.
—No sé si es necesario...
—No te preocupes. Todo cuanto puedas decirme ya lo he imaginado antes. ¿Qué pasó?
Félix tomó aire y lo expulsó lentamente antes de proseguir.
—De repente todo se volvió blanco. Un bramido pavoroso resonó en el vagón. Una explosión despedazó todo lo que encontró a su paso, los asientos y las puertas y los cristales de las ventanas, hechos añicos, fueron lanzados por la onda expansiva contra nosotros. Yo salí despedido contra la chapa y los hierros retorcidos. Cuando recobré el conocimiento estaba tendido en el suelo de un local amplio y de techo alto. Me habían cubierto hasta la barbilla con una manta, tenía el pelo chamuscado y la ropa quemada y hecha jirones. A mí alrededor sólo se oían lamentos y gritos de dolor y alaridos que aún no me he podido quitar de la cabeza. Me palpé el cuerpo y el rostro, tenía la cara cubierta de sangre y un trozo de hierro atravesado en la pierna a la altura de la rodilla. Perdí la noción del tiempo, no sentía dolor. Me quedé absorto mirando el techo altísimo de la nave, las vigas que lo cruzaban de un extremo a otro y los focos encendidos colgando de ellas. Fue entonces cuando sonó el móvil. Giré la cabeza y descubrí que, muy próximo a mí, prácticamente a mi lado, habían dejado un cuerpo con una manta echada por encima. El sonido procedía de allí. El móvil siguió sonando largo rato. Levanté la manta. La mano de tu esposa apareció sujetando el bolso. Verlo y recordarla fue todo uno. El teléfono, que milagrosamente había permanecido dentro, continuó, entretanto, sonando hasta que resolví sacarlo del bolso. Cuando lo sostenía en mi mano cesó la llamada. Miré la pantalla, había registradas muchas llamadas perdidas, aunque no recuerdo el número exacto. Y entonces, al ir a dejarlo donde estaba, sonó de nuevo.
Cuando lo hube recogido todo y me disponía a escribir apareció en la parte inferior del televisor, deslizándose en sentido horizontal y de derecha a izquierda, una información de última hora que anunciaba un posible atentado terrorista en las cercanías de la estación a la que ella se dirigía. No tardé en relacionar la noticia con el ruido que antes había escuchado. Cogí el teléfono y la llamé sin cesar hasta que, al cabo, viendo que era del todo imposible establecer contacto, me vestí y salí a la carrera a la calle.
Todos corríamos en la misma dirección. Yo no había dejado de marcar su número desde que había salido de casa. Presionaba el teléfono con fuerza contra la oreja para que el ruido a mi alrededor no impidiera que la escuchara en caso de que atendiera mi llamada. Corrí calle abajo, sorteando a mujeres y a hombres y ancianos rezagados, todos con el gesto desencajado y una expresión de pavor en la mirada. Un coche se puso a mi lado y circuló a una velocidad pareja a la mía, al volante estaba sentado un vecino que me hacía señales con el brazo y me hablaba, pero no acerté a entender lo que trataba de decirme. Entonces me detuve y él hizo lo propio con un frenazo brusco que impulsó hacia delante las dos o tres personas que viajaban en los asientos traseros. Me acerqué y pude escuchar por fin lo que me decía.
—Deprisa, sube y te llevo.
Lo miré sin decir palabra, todavía con el móvil apoyado contra la oreja. El hombre me urgió.
—¿Quieres que te lleve o no?
Entonces oí al teléfono un balbuceo.
—¡Sí, cariño!, ¿estás bien? —exclamé aliviado, convencido por un instante de que mi esposa había salido ilesa.
—No…su mujer no puede…es que, verá…mi nombre es…
Félix anunció que se le había hecho tarde y debía marcharse. Por pura formalidad le pregunté si le apetecía tomar algo más. Negó con la cabeza y señaló las tazas vacías de los dos cafés que ambos habíamos pedido.
—Con uno tengo suficiente —dijo—. Luego no puedo dormir.
Introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y extrajo de él el teléfono de mi esposa, lo depositó encima de la mesa y me lo entregó deslizándolo por encima de ella. Lo guardé sin mirarlo apenas.
—Perdí la conciencia —añadió—, pero se conoce que me trasladaron al hospital con él en la mano o lo encontraron cerca de mí y creyeron que me pertenecía. No lo sé con certeza, pero, en fin, aquí tienes.
Asentí en silencio.
—No he tenido oportunidad de decírtelo —añadió—, pero lo siento de verás.
—Gracias, igualmente —respondí.
Sacó el bastón de debajo de la mesa y se dispuso a levantarse.
—¿Qué harás ahora? —me preguntó no obstante.
—No lo sé —respondí.
—Cuesta mucho volver a la normalidad, ¿no es cierto? —dijo.
Alcé la vista, miré sus ojos y las señales de las magulladuras que tenía por el rostro y le respondí con ira contenida.
—Ella era la normalidad.
Permanecimos callados durante un instante, al final del cual me preguntó:
—¿A qué te dedicas?
Él sabía de sobra a qué me dedicaba, las cadenas de televisión habían difundido la historia de muchas de las víctimas y a menudo habían ofrecido pormenores innecesarios al objeto de conmover a la audiencia. Se diría, pues, que Félix trataba de posponer la marcha por alguna razón que yo desconocía. Bajé la cabeza para que no advirtiera en mi mirada el deseo de que se marchara.
—Hubo un tiempo en que quise ser escritor —contesté—, estaba a punto de terminar mi primera novela cuando sucedió. En fin, los dos habíamos puesto muchas esperanzas en ella.
—¿Ya no?
—¿Disculpa?
—Digo que si ya no deseas serlo.
—No. —negué, y me sorprendió la contundencia de mi respuesta, habida cuenta que hasta ese momento no lo había meditado seriamente, por lo menos no de forma consciente.
—¿Puede un escritor dejar de serlo? ¿Así, sin más? —me preguntó de improviso. Se había levantado y permanecía en pie muy próximo a mí.
—Al parecer sí —respondí. Miré a Félix de soslayo mientras jugueteaba con la cuchara. Deduje cuál era su propósito y pensé que lo menos que necesitaba en esos momentos era un discurso bienintencionado que me ayudara a entender lo equivocado que estaba y lo precipitada que era mi decisión, consecuencia del estado de shock del que sin duda pensaría que yo era víctima.
—¿De la noche a la mañana? —insistió Félix.
Lancé un resoplido y levanté la cabeza para mirarlo a los ojos. Le sostuve largo rato la mirada y me sentí tentado a decirle la verdad, a confiarle que había tomado la determinación de no volver a escribir jamás, y me hubiese gustado aclararle que esa decisión no se debía a que la muerte de mi esposa, en contra de lo que pudiera pensar, me había dejado vacío o sumido en una profunda crisis o presa del desánimo y la desgana. No, le hubiera dejado claro que ésa no sólo no era la causa, sino que estaba muy lejos de serlo. Le habría explicado que el motivo era mucho más primitivo y de una justificación por demás cuestionable. Le habría dicho que sencillamente no escribiría más porque necesitaba odiar con toda la energía que pudiera reunir, odiar día a día y a cada instante y con la intensidad vehemente de quien necesita hacerlo llevado por el más elemental instinto de supervivencia, y para que semejante circunstancia se produjera y el odio creciera era condición indispensable que dejara a un lado la literatura, que me olvidara de escribir. Porque escribir significaba comprender, implicaba estar en disposición de ocupar el lugar del otro y entender los pormenores de su razonamiento, no disculparlo en todo caso, pero sí entenderlo, y yo no deseaba que la escritura suscitara en mí el sentimiento opuesto al que había acabado con la vida de mi esposa, no quería, ni por asomo, dejar el menor resquicio por el que se filtrara un atisbo de compasión, o comprensión, o indulgencia. No, no quería comprender ni disculpar y aún menos olvidar, sólo quería odiar, y para poder hacerlo la literatura debía dejar de formar parte de mi vida de la misma manera abrupta y dolorosa que me habían arrebatado a mi mujer
Sentí deseos de confesárselo todo, de compartir con él el recuerdo de mi esposa, y sin embargo, desde que Félix se había sentado a la mesa no había podido hacerlo, la había evocado en silencio mientras él y yo apenas habíamos cruzado alguna frase a lo largo de todo el encuentro, en el transcurso del cual él se había entregado a la narración innecesaria del día del atentado como si explicarlo contribuyera a su descanso u olvido.
Félix situó el bastón en su antebrazo y lo dejó colgado en él por la empuñadura en forma de gancho. A continuación, impulsándose con un saltito corto para evitar que la pierna maltrecha se apoyara en el suelo, se acercó un poco más y se inclinó sobre mí y me susurro al oído:
—Se me ocurren mil razones para hacerte desistir, pero hay una que es tan evidente que resulta extraño que no hayas reparado en ella, a no ser, claro está, que no desees hacerlo. La cuestión es: ¿qué hubiera dicho ella? Dime, ¿tienes la menor idea de qué es lo que hubiera dicho tu esposa?
En ese instante me di cuenta de que el motivo por el que apenas había cruzado unas pocas frases con Félix era precisamente evitar esa pregunta. Entendí que ésa y no otra era la causa por la que yo me había resistido a que ese encuentro se produjera desde el momento en que Félix se había puesto en contacto conmigo. Sí, por supuesto que sabía qué hubiera pensado o dicho ella, siempre lo he sabido. Desde que al poco de conocernos aprendí a anticiparme a sus pensamientos, a cuanto dijera o hiciese o tramase. A imaginar cada uno de los pasos que daba por casa aunque yo no estuviera presente, tan sólo recordando otras ocasiones en muchos otros días en los que sí lo había estado y la había contemplado a hurtadillas, y mirándola de soslayo, intentado en vano que ella no supiera que la observaba, y cuando por fin me descubría fingía no verme porque le gustaba que yo la mirara a escondidas, porque mirar a escondidas es indagar en busca de un gesto desacostumbrado, una expresión desconocida, un rasgo ignorado en la persona que amas del que todavía no tenemos constancia, para así apropiarnos de él y rescatarlo y evocarlo en su ausencia e imaginar con exactitud cómo se desenvuelve cuando no estamos presentes, cómo es su vida cuando discurre lejos de la nuestra.
Sí, por supuesto que sabía qué hubiera dicho Laura.

Conversaciones con mi hija de tres años, Martina VIII

Martina ha acabado de hacer pipi y pasea por el lavabo con las bragas y los pantalones bajados.
-¡Culet, culet! -exclama enseñándome el culo-. Papa, ¿a que a ti te gustan los culos?
-Sí, claro.
-Y las tetas gordas.
-También -le respondo antes de darme cuenta de que no es ninguna pregunta.

sábado, marzo 05, 2011

Titulares

Hoy sábado, en sus páginas de política nacional, La Vanguardia abría con este titular: El PP se erige en abanderado de la lucha contra la corrupción política.

No sé vosotros, pero yo me he quedado mucho más tranquilo al conocer la noticia.
Dónde vas a parar.
Ahora bien, se me ocurre que el diario bien podría haber empleado cualquiera de los titulares que propongo a continuación sin que se notara una gran diferencia:

Belén Esteban descubre un teorema que refuta la Teoría de la Relatividad de Einstein.

El Dioni es nombrado jede de seguridad del Banco de España.

John Galiano y Charlie Sheen se pronuncian a favor de prohibir la venta de alcohol.

Paris Hilton abre la cátedra de Literatura Comparada de la universidad de Oxford con un discurso sobre la vigencia de Petrarca y los filólogos alejandrinos.

José Montilla preside la cátedra de retórica y dicción de la Universidad de Barcelona.

José Montilla afirma: de joven gané algún concurso de Breakdance.

José Montilla gana el concurso de monólogos del Club de la Comedia.

Rouco Varela nombrado director del Festival Erótico de Barcelona.

El canal Intereconomía sostiene que la labor del periodismo reside en la búsquedad estricta e incansable de la verdad.

El ex presidente Aznar abrirá las jornadas Gays por la libertad con un discurso titulado: quién no tenga los pelos del culo metidos pa dentro que tire la primera piedra.

Jose Luis Rodriguez Zapatero: Los que dicen que hay crisis desvarían.