martes, agosto 06, 2013

Los coches de la familia.


Este fenómeno extraño que tiene lugar en mi familia me está dando que pensar. Me refiero a que los coches que se muevan solos del lugar en el que los hemos aparcado, como le pasó ayer a mi hermana Yoli, y hace un tiempo a mi cuñado y a mi cuñada. Ambos los habían dejado delante de casa, y cuando salieron el coche se había desplazado cuesta abajo y podría perfectamente haber llegado al mar si no lo frena otro coche que estaba estacionado un poco más abajo. El episodio de mis cuñados resultó hasta gracioso, porque se dejaron dentro a mi sobrina Carlota, y la niña, que le gusta mucho el programa Corazón corazón, saludaba a los vecinos con la mano en alto, como lo hace la reina, mientras el coche se desplazaba lentamente. Ellos, mi hermana y mis cuñados, sostienen que dejaron el freno de mano puesto. Y yo les creo. Y como no contemplo la posibilidad de que ocurran fenómenos paranormales —soy muy incrédulo—, la única explicación que encuentro es que los coches están adquiriendo consciencia de sí mismo como entes vivos, y deciden huir de sus propietarios. Esta hipótesis, sin embargo, posee elementos discutibles que la ponen en tela de juicio. Hasta dónde yo sé, tanto mi hermana como mis cuñados no incurren en el maltrato a sus coches: los cuidan, los limpian a menudo, y los llevan a revisión cuando toca. Es decir, que los vehículos no poseen motivos para marcharse. Todo lo contrario. En cambio, mi Seat Ibiza jamás se ha movido del lugar en el que lo he dejado, y sin embargo tendría todos los motivos del mundo para hacerlo: solo se lava cuando llueve. Incluso por dentro, pues a la que aprieta la lluvia bajo las ventanillas para que el agua se lleve consigo toda la mierda que se amontona dentro: los juguetes que Martina va acumulando a sus pies, las migas de pan diseminadas desde 1994, la piel de fuet, cáscaras de mandarina seca, de pipas, cabeza de gambas saladas. A veces, a pesar de que en casa no fuma nadie —hablo por Pilar y por mí, a Martina se lo tengo que preguntar—, he recogido colillas de la calle y las he arrojado dentro porque me sabe mal que sea el único desperdicio conocido del que carece mi coche. La lluvia ha provocado que crezca una selva, con su propio microclima. Siempre que entro lo hago con un machete para apartar la maleza. Una vez hasta creí ver dentro el dinosaurio de Monterroso. En una ocasión la maleza acumulada en mi asiento hizo que me deslizara por él y me precipité al vacío y me sumergí en una especie de lago que había bajo el asiento. Estaba lleno de pirañas. Me puse a bucear y descubrí cuevas submarinas que conducían a los asientos posteriores, y allí, estupefacto, encontré el cadáver de un explorador cuyas manos aún sostenía una red caza mariposas. Después de todo lo dicho, comprenderéis que no entiendo por qué mi coche no pone pies en polvorosa. Creo que padece el Síndrome de Estocolmo. Eso, o le gusta escuchar las historias que le cuento a Martina mientras vamos de un sitio a otro. Qué sé yo.

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