jueves, mayo 09, 2013

Día del cáncer


Ayer fue el día del cáncer y las principales vías de Barcelona estaban tomadas por adorables viejecitas estratégicamente apostadas con el fin de que ningún transeúnte rehuyera realizar su aportación a la causa. Las estuve observando atentamente durante parte de la mañana, siguiéndolas de cerca a hurtadillas, perfectamente escondido, como un dibujo animado de la Warner, detrás de farolas y semáforos, con objeto de estudiar cuál es la estrategia que llevan a cabo para persuadir a la gente de que arroje unas monedas a esa lata con asa de la que siempre van pertrechadas. Tuve ocasión de comprobar que las estrategias que siguen son dispares, siempre en función de las cualidades físicas de las que goce la viejecita de marras. Las hay que se ocultan entre dos coches estacionados o detrás de un contenedor de la basura, y justo cuando pasa alguien saltan como expelidas por un resorte y se plantan delante de su víctima al grito de «¡Venga ese dinerico pal bote»! Otra técnica habitual es la que realizan a duo dos de ellas: una te para y mueve la latita como un sonajero delante de tus narices, mientras la otra, a lo lejos, se va acercando a ti a toda velocidad, subida en lo alto de un monopatín, apoyándose en una sola pierna, y con el brazo completamente estirado y en la puntita del dedo índice la pegatina que te engancha cuando pasa por tu lado como un rayo. 

Os preguntaréis por qué me dedico a espiar a estas ancianas altruistas y bienintencionadas. Sucede que cada año, durante las semanas que veraneamos en Sant Feliu de Guixols, estás mismas señoras —si no son las mismas, se les parecen mucho— toman cada una de las calles del pueblo y no hay forma humana de llegar a la playa sin pasar por caja. Es tremenda su insistencia y su poder de persuasión, y es tremenda, asimismo, la beligerancia que gastan si uno declina participar. Muchas de ellas saben de leyes y te hacen allí mismo un juicio sumarísimo. Luego está el tema de la duración de los días. Mientras que, de normal, el día del cáncer dura eso, un día, en Sant Feliu de Guixols, inexplicablemente, se prolongan una semana. Uno baja a la playa o a desayunar y cada día le sale al paso una de esas incombustibles ancianas, y cuando le preguntas cómo es que en la Costa Brava el día mundial del cáncer dura siete días, entonces la viejecita, de súbito, guarda silencio y la expresión lozana y vivaracha de su cara muda, y pone la mirada perdida, fingiendo estar senil o con Alzheimer, y empieza a temblarle la mano que sostiene la lata, y al final uno se ve obligado a elegir entre echar dinero o llamar a una ambulancia, y prefiere, claro, lo primero.

 Lo aconsejable en Sant Feliu es no perder la pegatina que te engancharon el primer día que contribuiste con tu moneda. Si te cambias de camiseta es importante antes recuperarla y ponerla bien visible en la nueva, y cuando se aproximen a ti con la lata en ristre enseñarla rapidamente. Una vez se me olvidó hacerlo y al ir mostrárle la pegatina, pensando que estaba allí, reluciente en lo alto de mi pecho como la medalla de un general retirado, me di cuenta que no la llevaba, y salí a la carrera, de regreso en casa, a buscarla, y cuando llegué, asfixiado por el esfuerzo y escupiendo lapos del tamaño de una pizza —disculpen que sea tan descriptivo— la anciana estaba esperándome en la puerta, fresca como una rosa, atildada y enjoyada como van todas ellas, perfectamente maquilladas y con ese pelo cardado que parece el azúcar quemado de las ferias, una melena que se erige hacia lo alto del cielo como las llamas congeladas de una fogata, en el interior de la cual, bien disimulada, una vez me fijé y pude descubrir que guardan la lata mientras se toman un descanso en su afán recaudatorio.

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