lunes, diciembre 22, 2014

Dios

—¿Crees en Dios?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Menuda respuesta.
—¿Qué tiene de malo?
—No es suficiente.
—No creo en Dios porque no lo he visto nunca. ¿Mejor?
—¿Sólo crees en lo que ves?
—La mayoría de veces.
—¿Y si Dios se te apareciera ahora mismo?
—Eso no va a suceder.
—Imagínatelo por un momento, su presencia, aquí, frente a nosotros. ¿Creerías entonces?
—No sé si creería más o menos de lo que creo ahora, pero sé que lo despreciaría mucho más de lo que lo he despreciado nunca.
—¿Por qué?
—Por omisión del deber de socorro.
—Explícate.
— Por haber estado siempre ahí, impasible, imperturbable, sin hacer nunca nada.
—Qué culpa tendrá él de lo que hagamos nosotros.
—¿No somos una creación suya?
—Eso dicen.
—Entonces tiene todas las culpas.
—¿Crees que Dios tiene que responsabilizarse de todos y cada uno de las personas que habitan la Tierra?
—¿Acaso no lo hago yo de mis hijos?
—No es lo mismo.
—Te equivocas. Si traigo hijos al mundo, y después me despreocupo de ellos y los abandono a su suerte, soy responsable de sus actos.
—¿Te das cuenta de que no crees en Dios pero en realidad te expresas como si creyeras?
—No sé si te entiendo.
—Que hablas de él como si hablaras de una persona conocida con la que estuvieras resentido.
—Tal vez focalice en el concepto «Dios» mi animadversión hacia las personas que hacen de Dios el centro de sus vidas.
—¿Y qué si eso sucede?
—La vida no se entrega a nadie: se vive
—La gente tiene derecho a creer en lo que le plazca.
—Faltaría más. Pero cuando crees en algo tarde o temprano tratas de convencer a otros de que crean en lo mismo que crees tú.
—¿Crees que eso pasa?
—¿Lo dudas?
—En algunos casos pasará y en otros no.
—Pues no debería pasar nunca.
—Pero ¿no haces tú lo mismo?
—En absoluto.
—¿No tratas tú de convencer a la gente de que Dios no existe?
—Jamás.
—¿No vas tú por ahí proclamando en voz alta tu ateísmo?
—De ninguna manera. Lo más que hago es propagar las virtudes de la ciencia.
—¿Crees en la ciencia?
—¿Se puede no creer?
—Me refiero a si crees que la ciencia es para ti lo que Dios para los creyentes.
—La ciencia es Dios incluso para los creyentes, aunque algunos no lo saben, y los que lo saben se niegan a admitirlo.
—¿Por qué se niegan a admitirlo?
—Porque es más fácil creer que saber.
—¿Cómo?
—Creer no requiere más esfuerzo que la voluntad de querer creer. Sin embargo, para saber hay que realizar el esfuerzo intelectual de aprender, de comprender, y no todo el mundo está dispuesto a realizar ese esfuerzo.
—Pero los creyentes también acuden a la ciencia, llevan a sus familiares al médico, los ingresan en los hospitales.
—Pero si se curan, dicen que ha sido gracias a Dios, y si se mueren, también. En cualquiera de los casos, prevalece la voluntad de Dios.
—¿Y eso no te gusta?
—Me repugna.
—¿Por qué?
—Porque ignora al ser humano, menosprecia su capacidad inmensa para hacer cosas extraordinarias.
—También hace cosas espantosas.
—Sin duda.
—¿Entonces?
—Entonces nada. El ser humano es capaz de lo mejor y lo peor. Ya está. No hay más. Y cualquier abstracción o discurso de naturaleza divina nos distrae del que debería ser nuestro objetivo principal: conocernos, averiguar por qué los seres humanos hacemos lo que hacemos, por qué actuamos como actuamos. Y para saber eso no necesitamos a Dios, ya inventamos el mejor instrumento que quepa imaginar para conseguirlo.
—¿Cuál?
—La literatura.

viernes, octubre 24, 2014

La Patria

Pienso que ha llegado un punto en que las manifestaciones de afecto por las patrias respectivas deberían ser como las religiosas: permanecer en el ámbito de lo privado. En lo que a mí respecta, cuando alguien decide compartir conmigo cuánto ama su patria y cuánta sangre propia—metafóricamente hablando— derramaría por ella, me siento como cuando algún amigo me invita a ver las fotografías que ha tomado durante sus vacaciones: se produce una desconexión total entre el entusiasmo y la euforia mal que bien reprimida que él expresa con cada fotografía, y el tedio que yo experimento en relación a algo que no solo carece del menor interés para mí, sino que además me la suda por completo.

lunes, septiembre 01, 2014

Solidaridad, la justa.

La falta de solidaridad de los mosquitos en relación a los de su misma especie es de vergüenza ajena. He tenido la oportunidad de verlo con mis propios ojos. Anoche había varios mosquitos instalados en nuestro dormitorio. No soporto apagar la luz e inmediatamente escuchar el zumbido del vuelo en torno a mi cabeza. Es irritante. Me decidí por una estrategia: cazar uno vivo, salir al balcón y amenazar a los demás con arrojar al vacío a su compañero si no desistían de su actitud y abandonaban la habitación. Así lo hice. Cazar uno vivo entrañaba no poca dificultad, pero lo conseguí. No soy amigo de la violencia, pero creo que en determinadas circunstancias está justificada. Al mosquito que hice preso lo sometí a un interrogatorio sumario durante el cual me vi en la obligación de golpearlo y someterlo a tortura. Así, cuando salí al balcón y estiré el brazo por encima de la barandilla y en mi mano colgaba el cuerpo del mosquito, su rostro presentaba moretones y cortes que habían deformado notablemente su rostro. Era un mensaje: el resto de mosquitos debía saber que no hablaba en broma y llevaría mi amenaza hasta las últimas consecuencias. Entonces, grité desde el balcón hacia dentro de la habitación para llamar la atención del grupo que merodeaba dentro, alrededor de la luz encendida de la mesita de noche, como un grupo de adolescentes en medio de un botellón. Como si oyeran llover. Les traía al pairo lo que hiciera con su amigo. Arranqué una de las alas, el mosquito, mientras, profería alaridos de dolor. Los demás, lejos de sentirse horrorizados, llevaron a cabo, todos a la vez, como si tuvieran ensayada la coreografía, la maniobra de hacerme un calvo, sus culos lampiños relucieron como diminutos fogonazos. No me quedó más remedio: arrojé al vacío a su compañero moribundo, que descendió liviano describiendo en el aire una espiral perfecta. Cuando aterrizó en la acera, una horda de hormigas despedazaron su cuerpo y se dispersaron en todas direcciones cargando los restos descuartizados en lo alto de sus cabezas. 

Esta mañana he amanecido con más picaduras que nunca.

miércoles, agosto 27, 2014

Conversaciones con Martina (111)

Una de las varias banderas que ondea en el paseo marítimo de Sant Feliu de Guixols es la del movimiento gay. Martina se la mira desde la orilla de la playa y le pregunta a su tío: 
—¿Esa bandera de qué es?
—La de los gays.
—¿El qué?
—Es una bandera con la que los gays reivindican la homosexualidad y la lucha contra la homofobia.
Mientras Martina se seca con la toalla dice:
—No he entendido una sola palabra de lo que has dicho.

jueves, julio 17, 2014

Conversaciones con Martina (110)

En TV3 están emitiendo This is it
—Cómo no se iba a morir, si estaba hecho polvo —digo en voz alta cuando veo las imágenes de Michael Jackson deambulando por el escenario como una sombra de lo que había sido.
—¿Se ha muerto Michael Jackson? —me pregunta Martina.
—Sí, se murió hace cinco años.
Se queda mirando las imágenes unos segundos, al final de los cuales dice:
—Claro, de tanto bailar.

miércoles, julio 02, 2014

Cuarentena

—Despierta.
—...
—¡Despierta!
—¿Eh?
—Tu hija.
—¿Qué?
—Tu hija.
—¿Qué hija?
—¿Qué hija va a ser? ¡Tu hija!
—¿Qué le pasa?
—Está llorando.
—¿Llorando? ¿Quién está llorando?
—Tu hiiiija.
—¿Mi hija está llorando?
—Sí, ¿no la oyes?
—Pues...
—Espabila.
—Tendrá hambre.
—No puede tener hambre.
—¿Cómo lo sabes?
—Si no cayeras en coma cuando duermes te habrías dado cuenta de que hace media hora que le he dado el pecho.
—Querrá más.
—Imposible.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Lo estoy.
—¿Y si te equivocas?
—No me equivoco.
—Pero imagina que te equivocas.
—Que no. Se ha quedado saciada.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé.
—Pero ¿cómo lo sabes a ciencia cierta?
—Porque después del eructo casi me pide una faria.
—...
—¿Me estás escuchando?
—...
—¡Oye! ¡Despierta!
—¿Eh?
—¿Quieres hacer el favor de atender a tu hija?
—Ay, ratita, ve tú, que yo estoy fatal.
—Te toca.
—Ve tú que eres su madre.
—Y tú su padre.
—Anda, ratita, ve tú.
—¿Estás de broma?
—Por fa, ve tú.
—Ni lo sueñes.
—Yo no estoy en condiciones.
—Bobadas.
—En serio. Ya lo sabes.
—¿Ya sé qué?
—De madrugada no soy persona.
—Excusas.
—De noche mi organismo reduce sus prestaciones un 75%.
—Pues utiliza el 25% que te queda.
—No puedo hacer eso.
— ¿Por qué?
—Mi hija no puede presenciar una versión desvirtuada de su padre.
—Qué estupidez.
—Cuando yo la sostenga en brazos quiero que sienta la presencia pletórica de su padre, y no una réplica devaluada.
—¿Presencia pletórica? ¿Tú?
—Sí, pletórica, protectora, vigorosa, omnipresente.
—¿Te das cuenta de la sarta de tonterías que estás diciendo?
—Pero ¿no lo ves?
—¿Ver qué?
—Si entro en esa habitación en mi estado estamos sentando las bases para que nuestra hija sea toda su vida una desgraciada.
—No veo cómo puede pasar algo así.
—Porque soy su padre, ratita. El ser más admirable de su existencia.
—Por favor...
—Seré el modelo con el que comparará a todos los hombres que conozca.
—¿Y?
—Y si toma como patrón una versión devaluada de mí en el futuro elegirá hombres igualmente devaluados. ¿Vas a permitir que eso ocurra?
—¿Yo? ¿Lo voy a permitir yo?
—Sí, tú. Si no acudes serás la responsable de que su destino se tuerza.
—¿Y cómo demonios se supone que puedo ser yo la responsable?
—Inhibiéndote de tus obligaciones maternales.
—¿Inhibiéndome? ¿Inhibiéndome yo? ¿Hablas en serio?
—Completamente.
—¡Hace un mes que no duermo!
—¡Por eso me sacrifico yo y duermo por los dos, ratita!
—¿Te sacrificas? ¿Dices que te sacrificas?
—¡Me sacrifico! ¿O acaso crees que a mí me gusta dormir trece horas seguida?
—¡Pues claro que te gusta!
—¡De ningún modo!
—¿Ah, no? ¿Ah, no?
—¡No! Son trece horas que estoy alejado de vosotras.
—¿Alejado de nosotras?
—Sí, de vosotras, de ti y de mi hija. Trece horas infernales de sueño profundo en las que siento que vuestra vida transcurre al margen de la mía.
—Al margen de la tuya.
—Sí, al margen de la mía. Me siento desplazado.
—No doy crédito...
—¡Te lo juro!
—¡Pues no las duermas!
—Pero ratita, tengo que hacerlo para que al menos uno de nosotros esté en plenas facultades. ¿No lo entiendes?
—Sí, lo entiendo.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Sabía que lo harías.
—Lo entiendo perfectamente.
—Has recapacitado. Bien hecho, ratita.
—Ya voy yo.
—Sí, ve, ve tú, ya que puedes. ¡Cómo te envidio!
—Pero te aviso.
—Dime, ratita
—La cuarentena está a punto de terminar. ¿Lo sabes, no?
—Lo sé bien, ratita.
—Y he decidido prorrogarla.
—¿Prorrogarla?
—Sí, prorrogarla.
—¿Prorrogarla hasta cuándo?
—Hasta el infinito y más allá.
—Venga, ratita, con esas cosas no se bromea.
—No bromeo. De hecho, nunca he hablado más en serio.
—Pero mujer...
—Voy a batir un récord: voy a protagonizar la cuarentena más larga de la historia de las cuarentenas.
—Por favor, ratita, recapacita.
—Será la madre de todas las cuarentenas.
—A ver, ratita, somos adultos, hablémoslo.
—Mi cuarentena va a durar un lustro.
—Mujer...
—Qué digo un lustro: una década.
—Que era broma, mujer, que ya me levanto yo...

martes, julio 01, 2014

Conversaciones con Martina (109)

Martina, a su madre:
—Mama, yo no quiero un novio gordo. Como tenga un novio gordo lo echo de casa.

Convincente y original

—¿Me quieres?
—Mucho.
—¿Cuánto?
—Te lo acabo de decir: mucho.
—Mucho es una abstracción.
—¿Una abstracción?
— Mucho no me ofrece información exacta de cuánto me quieres.
—Pues no se me ocurre otra forma de decírtelo.
—Porque no me quieres lo suficiente.
—Ya estamos.
—Es verdad.
—En absoluto.
—Demuéstramelo.
—¿Ahora quieres que te lo demuestre?
—Ahora y antes.
—No, antes me has formulado una pregunta.
—Que tú has respondido.
—Exacto.
—De forma insatisfactoria.
—¿Quererte mucho no te satisface?
—Mucho es solo una palabra.
—Que describe una realidad.
—A veces sí, y a veces no.
—¿Cuándo no?
—Cuando se usa como palabra comodín.
—¿Como palabra comodín?
—Sí, esas palabras que se vacían de contenido por exceso de uso.
—No te entiendo.
—Las que sirven para un roto y para un descosido.
—Sigo sin saber qué quieres decir.
—Como cuando un mal escritor emplea el mismo verbo para describir acciones distintas. Ya sabes a qué me refiero.
—No, no lo sé.
—Hacer un libro, en lugar de escribirlo, hacer un viaje en lugar de emprenderlo, hacer un cuadro en lugar de pintarlo.
—Ah, eso.
—Eso.
—Y según tú, ¿qué tendría que haber respondido cuando me has preguntado si te quería?
—Tendrías que haber sido más convincente.
—¿Más convincente?
—Más convincente, y más original.
—Convincente y original.
—«Mucho» es lo que hubiera respondido cualquiera. Y yo no quiero que tú seas cualquiera.
—No lo soy.
—Pues demuéstramelo.
—Lo hago a diario.
—No siempre con la misma intensidad.
—Sería extenuante.
—Merece la pena.
—Lo sé.
—Pues inténtalo.
—Veamos...
—Tú puedes. Sé que puedes.
—Pero no te aseguro que sea de cosecha propia.
—¿Qué quieres decir?
—Que recurriré a escritores y poetas.
—No importa.
—Por ejemplo: «Yo solo viví durante el tiempo en que te quise y me quisiste, el resto es supervivencia».
—¡Oh! ¿Ves? ¡Te quiero tanto cuando te esfuerzas!
—¿Sí? ¿Cuánto?
—Mucho.

miércoles, junio 25, 2014

Conversaciones con Martina (108)

Después de tres horas de playa, ha llegado el momento de volver a casa. Ya hemos recogido las toallas y nos hemos vestido. Casi todos. Martina sigue en el agua, junto a su amiga Mariona. Las llamo a ambas pero no me hacen caso. Insisto. Como si oyeran llover. Me enfado de verdad, me acerco a la orilla, avanzo hasta que el agua me alcanza las rodillas, y desde allí grito muy enfadado:
—¡Martina, sal del agua de una vez!
Martina me mira, se desentiende un momento de su amiga y me dice:
—Estoy ayudando a Mariona a superar sus miedos.

sábado, abril 19, 2014

El hermano

—¡Tío! ¡Tu brazo!
—Lo perdí.
—¿Cómo?
—No te lo vas a creer.
—Cuenta.
—Me clavé una astilla.
—¿En el brazo?
—En el dedo.
—¿Y?
—Era una astilla diminuta.
—Como todas.
—La quise sacar.
—Normal.
—Cogí una aguja.
—Un clásico.
—Y me puse a hurgar con ella en el dedo para tratar de sacarla.
—Hiciste bien.
—Pero se complicó.
—¿Qué pasó?
—La astilla, en lugar de de salir, entraba.
—Mal asunto.
—Hasta que desapareció.
—¿Desapareció?
—Sí.
—¿Desapareció del todo?
— No era capaz de verla.
—¿No la veías?
—No. Y eso que de tanto hurgar con la aguja había hecho un agujero bien grande.
—¿Cómo de grande?
—Parecía un jodido cráter.
—Qué exagerado.
—En serio, tío: un jodido cráter lunar en la punta del dedo índice.
—¿Y qué hiciste?
—Qué podía hacer.
—¿Acudiste al médico?
—No tenía tiempo que perder.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿No me digas que no lo sabes?
—¿Que no sé qué?
—Tío, no me jodas: es lo primero que de niño te explican tus abuelos.
—¿A qué te refieres?
—Al peligro de una astilla alojada en tu cuerpo.
—¿Qué pasa con ella?
—La astilla va penetrando en tu organismo.
—¿Y?
—Y tarde o temprano se incorpora al riego sanguíneo.
—¿Y qué pasa entonces?
—¿Qué pasa? Tío, piensa un poco: la astilla se convierte en un misil que se dirige a tu corazón.
—¿En un misil?
—Sí, en un jodido misil.
—Y si llega al corazón...
—Estás jodido, tío.
—¿Cómo de jodido?
—Jodido del todo. Muerto, deceso, finiquitado, fiambre. A tomar por culo todo.
—Me cago en la puta.
—Ya te digo.
—¿Y qué hiciste?
—Qué voy a hacer.
—¡Explica!
— Casi podía notar cómo la astilla subía brazo arriba.
—Joder, tío, qué mal.
—Si la astilla alcanzaba el hombro, estaba perdido.
—¿Y eso?
—Joder, se te tiene que explicar todo: del hombro en adelante es cuesta abajo, tío.
—¿Y?
—Pues que la jodida astilla desciende cuerpo abajo a toda velocidad.
—La puta de oro, qué situación.
—Tenía que cortarle el paso como fuera.
—¡Como fuera!
—Tome una decisión: tenía que amputarme el brazo de un tajo.
—Hostia santa.
—Pero yo solo no me veía capaz.
—¿Y entonces?
—Llamé a mi hermano.
—¿A Pedro?
—A Pedro.
—¿Llamaste a Pedro?
—Sí, joder, llamé a Pedro.
—Pero Pedro...
—Lo sé, pero no tenía nadie más a quien recurrir.
—¿Y qué hizo?
—Le puse el cuchillo en las manos y le dije: corta, tío, corta ya.
—¿Y cortó?
—De un tajo.
—¡Te salvo!
—¡Qué me va a salvar el puto inútil ese!
—¿No? ¿Cómo que no?
—Me cortó el derecho...
—¿No me digas que..?
—...y la puta astilla estaba en el izquierdo.

miércoles, abril 16, 2014

Los conoce

—¿Me vais a matar?
—Sí.
—¿Lo harás tú.
—Seguramente.
—¿Por qué?
—¿Por qué te vamos a matar?
—Por qué tú.
—Azar.
—¿Azar?
—Lo echamos a suerte.
—Ya veo.
—¿Qué?
—No queréis hacerlo.
—Qué sabrás tú.
—Si no no lo echaríais a suerte.
—Lo que tú digas.
—Y si no queréis hacerlo es porque sabéis que está mal.
—Cierra el pico.
—¿Tienes hijos?
—Que cierres el pico.
—Me vas a matar, lo menos que puedes hacer es dejarme hablar.
—Tú mismo.
—¿Tienes hijos?
—¿Y qué si los tuviera?
—¿Qué piensan de todo esto?
—¿De qué?
—De que su padre se dedique a matar gente.
—Como si lo supieran.
—Esa es otra señal.
—¿Señal de qué?
—De que sabéis que no está bien lo que hacéis.
—Ni sabemos ni dejamos de saber.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo sé qué?
—¿Cómo sabes que tu hijo no lo sabe?
—Porque lo sé.
—Yo no estaría tan seguro.
—Lo que tú digas.
—¿Cómo sabes que no trasladas a él todo el odio que llevas dentro?
—Calla la puta boca.
—¿Cómo sabes que no estás haciendo con tu hijo lo que hicieron contigo?
—Y según tú ¿qué hicieron conmigo?
—Te confundieron.
—¿Me confundieron?
—Te educaron para que no distingas lo que está bien de lo que está mal.
—Igual el confundido eres tú
—Imposible.
—¿Cómo puedes estás tan seguro?
—Porque yo no mato gente.
—A veces no hay más remedio.
—¿Ves?
—¿Ves qué?
—¿Cómo sabes que lo que dices delante de tu hijo no está impregnado de ese odio?
—¿Y qué si lo estuviera?
—¿Y qué?
—Sí, y qué.
—Si tú mismo no eres capaz de encontrar respuesta a esa pregunta es que no hay nada que hacer.
—Pues deja de intentarlo.
—Que deje de intentar ¿qué?
—Convencerme para que no te matemos.
—Ni se me ha pasado por la cabeza. Os conozco; sé que estoy muerto.
—Entonces, ¿para qué tanta charla?
—Para que te la lleves contigo.
—¿Para qué me lleve qué?
—Esta conversación. Para qué no la olvides nunca.
—¿Para qué no la olvide?
—Para que nada más reventarme de un tiro la cabeza se te repita, como un lamento, todos los días de tu vida.
—¿Y si eso no pasa?
—Más vale que pase, por la cuenta que te trae.
—¿Por qué?
—Porque si no dentro de veinte años tu hijo ocupará el lugar que ocupas tú ahora, y nada habrá cambiado.
—Que así sea.

lunes, marzo 03, 2014

Conversaciones con Martina (107)

A Martina los Reyes Magos le trajeron un patinete de dos ruedas molón de la muerte. Al poco, me pidió desplazarse al colegio montada en él. Ir y venir. Acepté. Es un engorro —tengo que plegarlo y cargar con él, tanto para ir como para venir— pero es la única manera de llegar antes de que nos cierren las puertas. Los últimos 150 metros que nos separan de la escuela son cuesta arriba, y un día se me ocurrió rodear el manillar con mi bufanda y arrastrarla a la carrera hasta la puerta. Grave error: cualquier concesión que le hagas a un niño se transforma en una obligación irrenunciable. Ahora no solo me exige que lo haga —tirar de ella— sino que me azuza mientras grita ¡Arre, caballo, arre!
Esta mañana, entre resuellos, le he dicho:
—Martina, esto se tiene que acabar. Ir a la escuela en patinete tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Las buenas son que llegas antes, adelantas a tus amigos, vas circulando cómodamente cuando es llano, casi sin hacer esfuerzo. Las cosas malas, pues que cuando es cuesta arriba tienes que impulsarte y cansarte un poco. No hay otra. Hay que estar a las duras y a las maduras.
Ha dejado el patinete a mis pies, me ha dado un beso en la mejilla, y antes de dirigirse a la carrera hacia las puertas, me ha dicho.
—No he entendido nada de los que has dicho, papa.

Operación Palace

Me parece absurdo y corto de miras el argumento de que Évole faltó al respeto al espíritu de la Transición y a los políticos y figuras que la protagonizaron. Es digno de este país de paletos acomplejados que gastan con los políticos una relación de vasallaje, de súbditos serviles. Para darse cuenta solo hay que ver el séquito de parásitos babosos que lleva tras de sí un político de tres al cuarto cuando va a inaugurar un polideportivo o una estatua o placa. Mientras no nos convenzamos de que un político es un funcionario que trabaja para nosotros, y de que todo lo que se sacraliza no admite crítica ni discrepancia, volveremos a caer, una y otra vez, en los mismos errores y aceptar los mismos inútiles manejando nuestras vidas.

Conversaciones con Martina (107)

Martina:
—Papa, ¿sabes qué? La Laura ha dicho una palabrota y me han castigado a mí.
—¿Y eso?
—No sé. Ella ha dicho la palabrota primero, y me castigan a mí. Qué morrazo, ¿no?
—¿Primero? ¿Qué quiere decir primero? ¿Ha habido una segunda?
—Pero la Laura la ha dicho primero.
—¿Quieres decir que tú la has dicho también, la palabrota?
—Pero la Laura ha sido primero.
—¿Qué palabrota has dicho?
—No te lo voy a decir. 
—Dímela.
—No.
—Y ¿por qué te han castigado a ti?
—Porque a ella no la han oído.
—¿Que no la han oído? Entonces es como si no la hubiera dicho. Y eso es como si tú fueras la única que ha dicho la palabrota.
—Pero ella la ha dicho primero. 
—Pero es a ti a quien han oído. ¿Qué palabrota era esa?
—No te lo digo.
—No me puedo creer que haya dicho una palabrota. Dímela.
—No —y baja la mirada, avergonzada.
—Venga, dímela al oído.
—No.
—Vengaaa.
Me agacho y pongo la oreja a la altura de sus labios. 
—Gilipollas —musita.

sábado, febrero 22, 2014

Conversaciones con Martina (106)

—¿Quién es esa? -me pregunta Martina.
—La Infanta Elena.
—¿Y esa quién es?
—Una princesa.
—Pues qué princesa más fea.
—Martina, es que las princesas no son como en los dibujos. De hecho, las de verdad son bastante feas.
—Hombre, alguna habrá guapa, papa.

Conversaciones con Martina (105)

—Qué frío tengo en las orejas -le digo a Martina de camino al cole.
—No me extraña: con esas orejotas que tienes -me responde.

San Valentín

Se conoce que esta noche he sido poseído por el Espíritu de El Corte Inglés y me he levantado por completo entregado a la efeméride de autos, esto es, San Valentín. Con una determinación inusual, me he puesto en pie, y con el dormitorio en penumbra he sacado del armario la muda de hoy. A continuación, veloz como el rayo que debería partir en dos a Gallardón, he buscado una poesía de amor de Mario Benedetti para recitársela a Pilar no bien saliera de la habitación en dirección al cuarto de baño. Mi estrategia consistía en salirle al paso cuando se precipitara a la carrera para aliviar su vejiga. Así que me he situado estratégicamente en mitad del pasillo y cuando Pilar ha abierto la puerta a la hora en que la abre cada mañana, he hincado la rodilla en el suelo e iniciado la lectura de los versos. Para mí decepción y la de todos los hombres de la Tierra que todavía creemos en el amor, y en que el lunar que tu mujer luce en la mejilla jamás se transformará en una verruga por más tiempo que pase, Pilar no solo no me ha hecho el menor caso, sino que se me ha quedado mirando, y, haciendo visera con la mano, con los ojos amusgados por los efectos deslumbrantes de la luz, y hurgándose en el ojo en busca de una legaña pertinaz, ha examinado de pies a cabeza los colores ciertamente arbitrarios que lucía mi indumentaria y me ha preguntado:

-¿Hijo, tú eres daltónico?

La periodicidad de los juegos infantiles

Los juegos de los niños obedecen a una cierta periodicidad que, sin embargo, nadie parece imponer. Lo observo estos día en el patio del colegio de Martina, o a las puertas, cuando se abren y los niños y salen en tropel, como si dejaran atrás el recinto de una prisión inexpugnable. Ahora toca la peonza —yo le llamaba galdufa—, pronto será el yo-yo, y quizá, después, las canicas. Pero ¿quién es el responsable de establecer esa estacionalidad? ¿Quién divide en compartimentos estancos imaginarios la predisposición de los niños a elegir el instrumento con el que jugar? ¿Es una circunstancia arbitraria? ¿O quizá se trata de una estrategia perfectamente planificada por una asociación de bazares chinos?

Conversaciones con Martina (104)

A Martina los Reyes Magos le trajeron un patinete de dos ruedas molón de la muerte. Al poco, me pidió desplazarse al colegio montada en él. Ir y venir. Acepté. Es un engorro —tengo que plegarlo y cargar con él, tanto para ir como para venir— pero es la única manera de llegar antes de que nos cierren las puertas. Los últimos 150 metros que nos separan de la escuela son cuesta arriba, y un día se me ocurrió rodear el manillar con mi bufanda y arrastrarla a la carrera hasta la puerta. Grave error: cualquier concesión que le hagas a un niño se transforma en una obligación irrenunciable. Ahora no solo me exige que lo haga —tirar de ella— sino que me azuza mientras grita ¡Arre, caballo, arre!
Esta mañana, entre resuellos, le he dicho:
—Martina, esto se tiene que acabar. Ir a la escuela en patinete tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Las buenas son que llegas antes, adelantas a tus amigos, vas circulando cómodamente cuando es llano, casi sin hacer esfuerzo. Las cosas malas, pues que cuando es cuesta arriba tienes que impulsarte y cansarte un poco. No hay otra. Hay que estar a las duras y a las maduras.
Ha dejado el patinete a mis pies, me ha dado un beso en la mejilla, y antes de dirigirse a la carrera hacia las puertas, me ha dicho.
—No he entendido nada de los que has dicho, papa.

miércoles, enero 22, 2014

La foto del DNI


La fotografía de mi DNI es, con diferencia, la peor foto que me han tomado en mi vida, y posiblemente una de las peores que se le haya hecho a ser humano alguno. Vivo o muerto. Me la hizo un fotógrafo de mi barrio que al día siguiente, cuando regresé para cagarme en sus muertos, ya se había jubilado, y hasta hoy. Desde entonces, deambulo en su busca por Mataró y el día que me lo cruce prometo que seré noticia de primera plana en todos los periódicos del mundo. 

He intentado deshacerme del DNI en infinidad de ocasiones para poder volvérmelo a hacer y cambiar la fotografía, pero no hay forma humana de desembarazarme de él. Me recuerda un peluquín con el que un día apareció en casa mi difunto padre. En realidad no era una peluca sino un animal muerto. En la familia siempre barajamos la hipótesis de que se trataba de un bicho —una rata, un gato, una zarigüeya, nunca lo supimos con certeza— que se había suicidado arrojándose al vacío desde un edificio, y lo había hecho —ya es casualidad— en el momento en que mi padre pasaba por debajo, con tan mala fortuna que fue a caer en lo alto de su reluciente cráneo lampiño, y allí yació durante años, despanzurrado e inerte. Se conoce que a mi padre no solo no le molestaba sino que sentía que favorecía su aspecto, de tal manera que durante años lució con orgullo por peluca el cadáver tieso de un animal desconocido. Sus hijos tratamos de hacerle entender que no se puede ir por la calle tocado de un animal difunto, pero a un hombre que ha sido calvo toda la vida y de repente le aparece esa mata de pelo en la cabeza no hay argumento alguno que le haga desistir de llevarla por más animal muerto que sea.

El peluquín era horrible y ridículo y, lo peor de todo, indestructible. Durante mucho tiempo mis hermanas y yo tratamos inútilmente de deshacernos de él. Por motivos que no vienen al caso en mi familia nos vimos obligados a realizar muchos cambios de domicilio, y en cada uno de ellos lo arrojábamos a los márgenes de la carretera desde la ventana de la furgoneta en la que llevábamos a cabo la mudanza, pero después, como por arte de magia, cuando desembalábamos las cajas, aparecía flamante ante nuestros ojos atónitos. Era un peluquín boomerang: cuando lo lanzabas al aire y te dabas la vuelta con euforia pensando que por fin te habías librado de él, volvía y te golpeaba en la cabeza. 

Pues bien, mi DNI es igual. No hay forma de destruirlo o extraviarlo. Y lo peor es que no lo tengo que renovar hasta el 2017, con lo que todavía me quedan tres años de contemplar esa foto desgraciada e intolerable.

Maldita sea.

martes, enero 21, 2014

La pregunta y la respuesta.

—¿Cómo ha ido el examen?
—Como el culo.
—¿Y eso?
—Lo de siempre: mi respuesta no tiene nada que ver con la pregunta.
—¿No prestas atención en clase?
—Lo intento, pero me distraigo con cualquier cosa. 
—Ejemplo.
—La pelusilla de un jersey basta. 
—¿Pelusilla?
—Sí. Fijo mi vista en ella y observo cómo se yergue, cómo lucha por desembarazarse de la prenda, cómo lo consigue y echa a volar y cómo queda suspendida frente a mi nariz, casi pidiéndome que me sume a ella y yo lo hago y juntos ascendamos hasta el alto techo del aula.
—Que experiencia más lisérgica.
—Cuando me quiero dar cuenta, la clase ha acabado y no me he enterado de nada.
—No me extraña.
—Ya te digo.
—Exageras.
—Que no. Me han preguntado en el examen qué relación había entre la lírica medieval gallega y la occitana, y yo he redactado un informe pormenorizado de cuáles son los motivos por los que el vello púbico masculino contribuye a que el tamaño del pene parezca menor de lo que en realidad es.
—Te has ido por los cerros de Úbeda.
—Si no más lejos.
—¿Te pasa con frecuencia?
—A todas horas.
—¿Y eso?
—Soy un niño encerrado en el cuerpo de un adulto.
—Explícate.
—Contra las paredes de mi cráneo vacío se da de cabezazos el suave aleteo de la mariposa de la conciencia de un niño que se niega a crecer.
—¿Y eso en qué influye?
—Deambulo todo el día lelo perdido, como un niño extraviado en sus fantasías
—¿Y cómo lo lleva tu mujer?
—Lo sufre en sus carnes. Es una damnificada más.
—Ejemplo.
—Nunca la escucho cuando me habla. Lo quiero hacer, de verdad, pero no puedo.
—Ejemplo.
—Antes de mandarme a un recado, me repite cien veces lo que tengo que comprar, y cuando llego a la tienda se me ha olvidado lo que es, y entonces compro lo que me parece.
—Ejemplo.
—Voy al Eslequer...
—Schlecker.
—Eso he dicho.
—No, tú has dicho Eslequer y se dice Schlecker.
—Lo que sea.
—Pues lo que sea.
—El caso es que voy al Eslequer a comprar un paquete de arroz, y en lugar de arroz compro un paquete de cinco rollos de cinta aislante de varios colores.
—No tiene nada que ver.
—Ya.
—Si la cinta aislante se comiera, pero es que ni eso.
—A ver, comer, comer sí se come.
—¿La cinta aislante?
—Sí.
—Que no, hombre, que no.
—Y yo te digo que sí. Un rollo detrás de otro, y hasta que no he comido los cinco, Pilar no me deja levantarme de la mesa.
—Ah.

miércoles, enero 01, 2014

Conversaciones con Martina (103)


En el coche, de camino a casa, Pilar me recuerda que hoy hace 14 años que le pedí para salir, y que no lo hemos celebrado haciendo algo especial. Asiento, musito alguna excusa. Al poco, Martina, desde el asiento de atrás, dice que se le ha ocurrido una cosa para celebrarlo en cuanto lleguemos a casa, pero que será un sorpresa para Pilar y me lo dirá solo a mí. 

Ya en casa, nos encerramos en su habitación y me pregunta qué canción bailamos Pilar y yo cuando nos casamos. Moon river, le digo a pesar de que sé que ella no sabe qué música es esa. Comparte su plan conmigo: hará un dibujo de nosotros dos vestidos de novios, lo colgará en la pared del comedor, mientras yo pondré ese tema en el equipo de música. Lo hacemos, y Pilar y yo despedidos este sábado bailando Moon river en el comedor en penumbra ante la sonrisa desdentada de Martina, que nos observa y exclama que eso que hacemos no es bailar, sino abrazarnos. 


Conversaciones con Martina (102)


Estamos los tres en el comedor. Pilar, Martina y yo. Pilar me dice:
—Anda, ayuda a tu hija a hacer los deberes.
—¿Yo? —respondo— ¿Por qué yo?
—Porque eres su padre.
—Eso esta por ver. Traedme pruebas. —digo yo, echando mano del mismo argumento del que echo mano cada vez Pilar me asigna una tarea de esa naturaleza.
Parece que a Martina no le hace gracia mi excusa. Mira a su madre:
—Esto déjamelo a mí —le dice, y acto seguido se levanta y se va a su habitación. Cuando regresa sostiene entre las manos un retrato en el que aparecemos los tres, abrazados y sonrientes.
—Aquí tienes las pruebas —dice poniéndome el retrato delante de la cara.

Conversaciones con Martina (101)


No hay duda de que Martina es hija mía. Ayer me pidió que le pusiera Avatar. La estábamos viendo, y, en un momento dado, le digo:
—¿A que te gustaría vivir en Pandora? Trepar a esos árboles, saltar de rama en rama. ¿A que te gustaría?
Me mira con cierto desdén y me responde:
—¿Ahí tienen sofá y televisión? ¿A que no? Pues entonces cómo me va a gustar.

El intérprete perturbado de Mandela

No dejo de pensar en el interprete del funeral de Mandela. Ahí estaba el tipo, medio tarado o temporalmente ido, o perturbado del todo, o, sencillamente, loco de atar, pero, al fin y al cabo, ahí, al lado de Obama, nada más y nada menos, junto a uno de los hombres más inaccesible y protegidos del mundo. Si en lugar de limitarse a hacer lo que hizo, esto es, inventarse o improvisar un singular pero inofensivo lenguaje de sordomudos, se hubiera girado y estrangulado, o disparado, o acuchillado, o lanzado una dentellada a la yugular del presidente de Estados Unidos y se lo hubiera cargado, nadie hubiese creído que ese tipo con aspecto de bonhomía hubiera sido capaz de actuar solo, porque nadie puede creer, de antemano, que sea tan fácil acercarse a un personaje de semejante calibre sin caer abatido por las balas o sepultado bajo una montaña de agentes del Servicio Secreto. Y sin embargo, ese pobre desgraciado ha superado todos los controles de seguridad y se ha plantado junto al hombre más poderoso del mundo. Y si él ha podido hacerlo hoy día, cuando parece que la protección de las personalidades de primer nivel es mucho más estricta y rigurosa que años atrás, aunque solo sea porque con el discurrir del tiempo se adquiere experiencia y se mejora la técnica, cómo no pudo hacerlo Lee Harry Oswald. Cómo no pudo el asesino de Kennedy comprar un rifle por correo, como en efecto hizo, y colocarse en la ventana de un edificio y esperar apostado allí, con paciencia, quizá aburrido, a que circulara ante él el coche en el que viajaba el presidente. Al final resultará que todo es posible, que nada es tan complicado como parece, y que, las más de las veces, basta el azar y la sucesión de hechos banales para modificar la Historia o hacerla a avanzar.

La Puta Purpurina de los Cojones


Señor Todopoderoso de los Universos Celestiales:

Señor, disculpa que en un lapso de tiempo tan corto solicite de nuevo tu ayuda, pero estoy convencido de que cuando conozcas las causas por las que acudo en tu busca comprenderás la urgencia del asunto que me preocupa.

Te explico: Ayer Martina se pasó toda la tarde jugando en casa. Como podrás comprender, en modo alguno pongo reparos a que mi hija juegue y disfrute de sus vacaciones navideñas, siempre y cuando lo haga respetando de ciertos límites lógicos de civismo y convivencia, incluso en el ámbito del hogar familiar, en el que los padre solemos ser más indulgente. Tal cosa no sucedió ayer.

Martina se le ocurrió jugar con un artefacto endiablado que consistía en diminutos recipientes llenos de purpurina de diferentes colores que arrojaba sobre una cartulina, untada previamente con pegamento. Puedes imaginar el estado en el que quedó el piso después de tres horas asperjando la Puta Purpurina de los Cojones por todos lados: suelos, paredes, ventanas, muebles; todo, en suma, aparecía cubierto de la Puta Purpurina de los Cojones. No se libraron ni las partes más recónditas de mi anatomía, que exhibían restos de esas diminutas partículas del demonio, como tuve ocasión de comprobar de madrugada, cuando me levanté a oscuras para echar la meada de rigor. Mientras sostenía entre mis dedos somnolientos el Sagrado Miembro Real, le eché un vistazo distraído para comprobar si lucía lustroso como es costumbre en él, y del susto casi escupo dentro de la taza el corazón por la boca al ver la Cabeza Real del Miembro Sagrado tachonada de puntitos brillantes que refulgían en el lavabo en penumbra como si el Big Bang se estuviera desatando de nuevo en la punta de mi miembro. Por un momento pensé que me habían seccionado el glande y en su lugar me habían pegado con Loctite el dedo incandescente de E.T. 

Fue tal la impresión que me produjo que el Miembro Sagrado se me escapó de las manos cuando más intensa y profusa era la micción, con tan mala fortuna que empezó dar sacudidas en todas direcciones como una manguera que culebreara a su antojo arrojando agua a presión. En menos de un parpadeo todo el lavabo —paredes, techo, espejo— goteaba orina como el camarote de un barco recién sacado a flote. 

Después de conocer los detalles, comprenderás que el motivo por el que me pongo en contacto contigo es que creo conveniente proceder a castigar con dureza al Mamón que inventó la Puta Purpurina de los Cojones. Acudo a ti, Señor, porque me consta tu rigor a la hora de repartir justicia y porque posees el don de la ubicuidad y puedes hallar en seguida al Mamón Hijoputa de Marras, sea cual sea el agujero en el que se esconda. 

Por último, ignoro qué clase de correctivos dispensáis a esa clase de Mamones Inventores de Puta Purpurina de los Cojones, pero me tomo la licencia de sugerir que sea el más severo que tengáis en el Catálogo, a fin de que pueda disuadir a otros Mamones De los Cojones que estén pensando en inventar artilugios semejantes. Sugiero, Señor, que maniatéis a una silla al Mamón Hijoputa de Marras y, acto seguido, le introduzcáis un embudo en la boca, y mientras con una mano le tapáis la nariz, con la otra arrojéis al embudo cucharadas soperas de Puta Purpurina de los Cojones, hasta que la Puta Purpurina le salga por los oídos al Mamón o, en su defecto, reviente como reventó Clavijo.

Nada más, Señor. Sigue con salud.

Gallardón y Juan Cotino


Señor Todopoderoso de los Universos Celestiales:

En el próximo año 2014 me gustaría que prosiguieras en la línea del 2013 y repartieras amor por doquier. Pero, esta vez, te pediría que vencieras tus escrúpulos homófobos y dedicaras tus esfuerzos en exclusiva a la pareja Gallardón y Juan Cotino, el Presidente de las Cortes Valencianas. Ya sabes, ese tipo encantador que te suele homenajear depositando encima de la mesa de las Cortes un crucifijo y al que, recientemente, se le ha ocurrido decir que los que defienden el aborto son como Herodes. 

Concretamente, te pediría que un amor desaforado y pasional surgiera entre ambos durante la celebración de un congreso del PP y, libres de todo prejuicio y atadura moral, sus cuerpos sudorosos retozaran hasta la extenuación en la habitación del hotel, hasta el extremo de que ningún agujero quedara por explorar. Que se amen, señor, que se perforen y que se musiten secretos al oído y cariñosos diminutivos. Que mútuamente se propinen inofensivas dentelladas en el lóbulo de la oreja, y que los dedos de sus manos varoniles se enreden, ahítos de placer, entre el vello pectoral de uno y otro mientras, de fondo, suena en la platina del equipo de música una cassette grabada por Cotino con los mejores temas de Frankie Goes to Hollywood, Pet Shop Boys y Culture Club.

Te pediría, asimismo, que al término de esas jornadas pletóricas de sexo y pasión se produjera un milagro maravilloso y plantaran la respectiva semillita uno en el otro y quedaran ambos encinta, y que ninguno de los dos recibiera con agrado semejante milagro enviado del cielo, —esto es, enviado por ti—, y se vieran en la tesitura de decidir qué hacer con ese bendito e inmaculado ser. Y que fuera cual fuera la decisión que tomaran, que desde ese momento y hasta el final de sus vidas, una vocecita, como la letanía de una canción que se repite sin pausa, resonara día y noche en la conciencia beata de ambos, exclamando: «Solo cuando se tiene un padecimiento, se tiene una opinión propia».