lunes, marzo 03, 2014

Conversaciones con Martina (107)

A Martina los Reyes Magos le trajeron un patinete de dos ruedas molón de la muerte. Al poco, me pidió desplazarse al colegio montada en él. Ir y venir. Acepté. Es un engorro —tengo que plegarlo y cargar con él, tanto para ir como para venir— pero es la única manera de llegar antes de que nos cierren las puertas. Los últimos 150 metros que nos separan de la escuela son cuesta arriba, y un día se me ocurrió rodear el manillar con mi bufanda y arrastrarla a la carrera hasta la puerta. Grave error: cualquier concesión que le hagas a un niño se transforma en una obligación irrenunciable. Ahora no solo me exige que lo haga —tirar de ella— sino que me azuza mientras grita ¡Arre, caballo, arre!
Esta mañana, entre resuellos, le he dicho:
—Martina, esto se tiene que acabar. Ir a la escuela en patinete tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Las buenas son que llegas antes, adelantas a tus amigos, vas circulando cómodamente cuando es llano, casi sin hacer esfuerzo. Las cosas malas, pues que cuando es cuesta arriba tienes que impulsarte y cansarte un poco. No hay otra. Hay que estar a las duras y a las maduras.
Ha dejado el patinete a mis pies, me ha dado un beso en la mejilla, y antes de dirigirse a la carrera hacia las puertas, me ha dicho.
—No he entendido nada de los que has dicho, papa.

Operación Palace

Me parece absurdo y corto de miras el argumento de que Évole faltó al respeto al espíritu de la Transición y a los políticos y figuras que la protagonizaron. Es digno de este país de paletos acomplejados que gastan con los políticos una relación de vasallaje, de súbditos serviles. Para darse cuenta solo hay que ver el séquito de parásitos babosos que lleva tras de sí un político de tres al cuarto cuando va a inaugurar un polideportivo o una estatua o placa. Mientras no nos convenzamos de que un político es un funcionario que trabaja para nosotros, y de que todo lo que se sacraliza no admite crítica ni discrepancia, volveremos a caer, una y otra vez, en los mismos errores y aceptar los mismos inútiles manejando nuestras vidas.

Conversaciones con Martina (107)

Martina:
—Papa, ¿sabes qué? La Laura ha dicho una palabrota y me han castigado a mí.
—¿Y eso?
—No sé. Ella ha dicho la palabrota primero, y me castigan a mí. Qué morrazo, ¿no?
—¿Primero? ¿Qué quiere decir primero? ¿Ha habido una segunda?
—Pero la Laura la ha dicho primero.
—¿Quieres decir que tú la has dicho también, la palabrota?
—Pero la Laura ha sido primero.
—¿Qué palabrota has dicho?
—No te lo voy a decir. 
—Dímela.
—No.
—Y ¿por qué te han castigado a ti?
—Porque a ella no la han oído.
—¿Que no la han oído? Entonces es como si no la hubiera dicho. Y eso es como si tú fueras la única que ha dicho la palabrota.
—Pero ella la ha dicho primero. 
—Pero es a ti a quien han oído. ¿Qué palabrota era esa?
—No te lo digo.
—No me puedo creer que haya dicho una palabrota. Dímela.
—No —y baja la mirada, avergonzada.
—Venga, dímela al oído.
—No.
—Vengaaa.
Me agacho y pongo la oreja a la altura de sus labios. 
—Gilipollas —musita.