viernes, abril 27, 2007

Los últimos coletazos (relato)



Caprichosa e imprevisible como es la conciencia resulta paradójico que haya escogido situación semejante para rescatar la imagen de los innumerables rabos de lagartija que de niño, con más placer que curiosidad, seccioné y contemplé agitarse frenéticamente, lejos de sospechar, en ese entonces, que uno de los pocos recuerdos de mi niñez que ha perdurado se repetiría sin pausa en estos momentos desafortunados. De sobra sé que no puede usted escucharme, y espero que me disculpe si me inmiscuyo en el desempeño de su trabajo, pero me veo en la obligación de sugerirle que deje de rondar en derredor tiza en mano y se alejen cuanto puedan, tanto usted como el compañero que sostiene la cámara de fotografiar, de la abundante sangre derramada, no vaya a ser que ambos la pisoteen y a continuación paseen sin cuidado de un lado a otro de la casa, dejando por todo el suelo la huella de sus zapatos impresa en sangre, acentuando así el aspecto trágico cuando no dramático que ya de por sí posee la escena que ha resultado de la trifulca en cuestión. Al fin y al cabo no mucho más de lo que ya se puede deducir contemplando mi aspecto podrá usted averiguar por más que se ponga en cuclillas y observe y examine y deduzca desde todos los ángulos posibles qué circunstancias pueden haber deparado semejante desenlace; o se empeñe en escrutar e investigar detenidamente la posición del cadáver o la dirección hacia la que han salido salpicadas las múltiples gotas de sangre, e incluso el retrato de bodas que ha ido a parar finalmente a un metro de mi cabeza, justo delante de mis ojos desorbitados —ahora, al tener la fotografía frente mí, me doy cuenta de qué lejos estábamos entonces de la tragedia acontecida hoy—, con el cristal hecho añicos debido al golpe de cuchillo que le ha propinado la muy salvaje antes de abalanzarse sobre mí en medio de desvaríos sin fin, por completo ida y presa sin duda de una locura a todas luces desproporcionada. Sí señor, pese a que le resulte imposible oírme —¿hasta cuándo piensa su compañero continuar haciendo fotografías?— no puedo por menos de insistir en que, en mi modesta opinión, la reacción de ella ha sido desmesurada, ya que a decir verdad apenas si le he puesto hoy la mano encima, quizá le he soltado, no digo que no, una o dos bofetadas que en cualquier caso han sido las que por costumbre recibe, las que tiene más que merecidas por culpa de ese hábito suyo tan irritante de contestar continuamente de manera indebida, de blasfemar y echar veneno por la boca cada vez que uno llega a casa manifestando cierto contento. Si me apura y fuera necesario estoy en condiciones —metafóricamente hablando, hágase cargo— de jurar y perjurar que los guantazos que le he propinado han resultado del todo inofensivos, puesto que hoy mi estado de embriaguez era importante, motivo por el que he errado cuando he intentado sacudirle y he acabado dando lamentables brazadas al aire hasta perder el equilibrio y girar sobre mí como una peonza, momento que ella ha aprovechado para echar mano de la empuñadura y desenfundar el enorme cuchillo que por lo general, en temporada de caza como ésta, cuelga de mi canana, junto a los cuerpecitos inertes de dos hermosas liebres y diecisiete perdices que he tenido la fortuna de cazar esta misma mañana, tras un día fatigoso de vagar por el monte con el arma al hombro y echando, de tanto en tanto, mano de la bota de vino para saciar la sed y sosegar los ánimos que ella, de amanecido, se había preocupado de alterar con reproches sin fundamento que sólo expresa por el puro placer que siempre le ha deparado provocarme, pormenor éste que me conduce a pensar que su acción, como digo, no sólo ha resultado desproporcionada sino del todo inmerecida, y, lo que es más grave, sospecho que muy calculada y por tanto en modo alguno sujeta al pretexto de la impremeditación del que tanto se suele echar mano en situaciones semejantes, ya que ha de saber usted que de un tiempo a esta parte ella me había advertido a menudo que el día menos pensado yo habría de arrepentirme y pagar con sangre mi mala condición, y coincidirá conmigo, usted que tan de cerca me contempla, en que finalmente ha cumplido sus amenazas y estará usted de acuerdo en que mi aspecto es ya del todo irreparable dado el estado en el que hemos quedado mi cabeza y yo, o, para expresarme con mayor propiedad, mi cuerpo y yo, puesto que es en la cabeza y no en otro sitio en donde acaso haya que establecer la ubicación exacta de un yo intelectual y pensante, donde cabe situar los mecanismos que en verdad conciben el entendimiento, lo cual no deja de ser cuando menos curioso y digno de un estudio meticuloso por aquellos a quienes corresponda, pues siempre pensé, desde que muy de niño salía a la sierra a hacer mil y una trastadas con cuanto reptil o animal o incluso persona me salía al paso, pensé, digo, que el fenómeno en cuestión, éste del que ahora yo soy víctima, era más propio de culebras y lagartijas o de cualquier otro ser viviente salvo los seres humanos, que por aquello de poseer conciencia de sí mismos e inteligencia, supuse permanecíamos a mucha distancia del comportamiento que cabe atribuir a insectos o animales, y mira por donde andaba yo equivocado y erraba en mi juicio, y se puede decir —cosa curiosa ya ve usted— que del mismo modo que yo contemplaba con fruición malévola cómo el rabo de lagartija amputado no dejaba de agitarse y zigzaguear y dar sacudidas entre zarzales e hinojos, como si se afanara en la búsqueda desesperada del resto del cuerpo del que había sido separado, así se me antoja que contemplan usted mi cabeza seccionada al tiempo que se ocupa de recorrer metódicamente con tiza blanca el contorno de mi silueta y su miembro separado por el tajo certero que me ha propinado en el cuello esta mujer mía tan llena de rencor, no sin antes lanzar una primera cuchillada que ha resultado fallida, si bien, como ya antes le dije, ha echado a perder el retrato nupcial que ha salido despedido y ha ido por azar a parar a poca distancia de donde finalmente ha yacido mi cabeza, ese apéndice huérfano y por momentos desorientado en el que ya percibo ciertos síntomas de desfallecimiento. Quizá haya llegado el momento de pensar en las últimas reflexiones, que, en cualquier caso, me niego a que sean de una trascendencia luctuosa ni en tono afligido y sí, en cambio, despreocupado y resuelto y hasta jocoso, de tal modo que espero me permita usted la licencia de señalarle que en esa posición suya se diría un muchacho desamparado que dibuja un graffiti en torno a un fardo abandonado, agachado como está junto a mí y resiguiendo con sumo cuidado el contorno de mi desdichada e inerte silueta, con la dificultad añadida de la sangre dilatándose en torno a mis restos seccionados, todo ello a la espera, presumo, de que haga acto de presencia el juez de rigor a fin de que certifique un fallecimiento que a mí, qué quiere usted que le diga, se me antoja evidente por más que mi conciencia siga fluyendo sorda e inútilmente como los últimos coletazos de un rabo agonizante.

domingo, abril 15, 2007

Pilar duerme



Las primeras semanas de embarazo se podrían resumir con la siguiente onomatopeya: ZZZZZZZ. En efecto, Pilar se pasa en día en un estado de somnolencia permanente. Pero no creáis que se trata de un sueño ligero, una duermevela sutil susceptible de concluir al menor ruido. No, de eso nada. Pilar duerme y duerme como un camionero que llevara tres días seguidos al volante. Duerme como si le hubiera pedido un anticipo a la Muerte y la estuviera amortizando a plazos. En realidad no duerme, hiberna como una osita entrañable y haragana que empalmara un invierno tras otro sin temor a que le explotara la vejiga. Cuando los domingos recogemos los platos de la mesa y ella se despereza estirando los brazos en cruz mientras susurra que va a echar una cabezadita en el sofá, yo me preparo para cuatro o cinco horas de soledad. Las primeras semanas me resultaba divertido y ciertamente fructíferas para alguien a quien le apasiona el cine. Veía una media de dos películas y el episodio de alguna serie de televisión. Sin embargo, cuando ya había visto prácticamente todas las que emiten los cuatrocientos canales que tenemos contratados, empecé a sentirme realmente solo y para no morir de aburrimiento (sin duda el peor mal que puede padecer nadie) resolví que mientras Pilar estuviera bajo los efectos de esa somnolencia brutal iniciaría el estudio de actividades que siempre he deseado emprender. La primera de ellas fue tocar la guitarra, a cuyo aprendizaje he dedicado desde entonces la primera hora del sueño de mi embarazada durmiente. Me compré a buen precio una guitarra eléctrica que mola mazo, con dos altavoces de un millón o dos de voltios (o watios, qué sé yo) del tamaño de una nevera, y ahí estoy, emitiendo unos solos de guitarra que despertaría a un muerto, no así a mi querida esposa, que ni siente ni padece. La segunda hora la dediqué al bricolaje. Adquirí en el AKI todas las herramientas que tienen en catálogo (la mayoría de ellas no se cómo se utilizan ni para qué sirven, pero en casa las guardo, ya le encontraré una utilidad) y me empeñé en realizar alguna pequeña chapuza en el piso. Al final la cosa se ha salido de madre: empecé con idea de colgar los trescientos diecinueve cuadros al óleo y los cincuenta en acuarela que he pintado durante la tercera hora del sueño de mi Pili, pero al agujerear la pared para clavar la alcayata se me vino encima un trozo enorme de pared y descubrí un túnel de unos cinco metros de profundidad. Como a la cuarta hora todavía no le había encontrado ocupación, con una cuchara de café me puse a escarbar, para matar el aburrimiento, en la pared de ese socavón sorprendente y, chino chano, como quien no quiere la cosa, cuando me quise dar cuenta lo había conectado con la linea Roja del metro de Barcelona, a la altura del Clot. Menuda sorpresa la mía cuando, rascando rascando, se desmoronó la pared y aparecí en el andén del Clot dirección Fondo, delante de los dos agentes de seguridad que a duras penas podían contener a un enorme pastor alemán con bozal que no pretendía otra cosa que despedazarme. El Ayuntamiento de Barcelona, lejos de contrariarse, ha aprovechado mi paciente y meticuloso trabajo para instalar la línea de metro Barcelona/Mataró (La línea Pili la llamaran en honor a mi mujercita) y, a petición mía y como recompensa a los servicios prestados, hemos convenido en que una de las paradas, siguiendo el trazo del túnel, conduzca directamente al comedor de mi piso, de tal forma que, aprovechando la última media hora del sueño de Pilar, que antes dedicaba a ver un episodio de televisión, lo empleo ahora en mostrar mis pinturas a los usuarios del metro que se apean en Pili. Algunos, dicho sea de paso, viendo a mi señora esposa profundamente dormida en el sofá, le arrojan algún euro pensando que se trata de una pobre menesterosa. Con el dinero que he juntado gracias a la filantropía espontánea que muestran esos generosos usuarios, he adquirido una batería de segunda mano que te cagas laperra y he formado un grupo junto con un amigo, cuya mujer también está en estado de buena esperanza, y ambos, yo con mi guitarra mola mazo y él con la batería que te cagas laperra, nos hemos instalamos en el andén de la línea Pilar y ofrecemos conciertos acústicos para todos aquellos que deseen escucharnos. De más está señalar que, de todo esto, Pilar no sabe nada.