domingo, octubre 22, 2006

Claus & Reyes Magos



Se aproximan las navidades y pronto asistiremos, impotentes, al adorno de fachadas y balcones orladas con toda clase de palpitantes lucecitas que en algunos casos se diría ha diseñado un daltónico epiléptico, émulo o pariente directo de Ágata Ruiz de La Prada, al extremo de que algunos edificios semejan whiskerías de dudosa reputación en las que la nieve que abunda no guarda parecido alguno con el copo que caracteriza la blanca Navidad. Por si no fuera suficiente me temo que se repetirá, si cabe en mayor número, la estampa unánime de muñequitos Papá Noel trepando por las fachadas de los domicilios de toda Cataluña. Esa proliferación excesiva del dichoso títere de Santa Claus con ínfulas de escalador improvisado o de hombre araña en edad provecta que, de un tiempo a esta parte, experimentan las ciudades durante fecha tan señalada, sería motivo de gracia si no produjera náusea; patología, dolencia o mal que, como bien saben ustedes, nos aqueja o se manifiesta cuando hemos ingerido más de lo que nuestro organismo necesita o tolera. Le entran a uno deseos, mientras pasea ocioso por las calles de la ciudad transformada en un inmenso lupanar de carretera, de cargar encima con un rifle y practicar el tiro al Papá Noel. Reconozco que semejante individuo suscita en mí cierta ojeriza, quizá porque deploro la figura del arribista, del tipo que desea medrar a costa del sacrificio de otros, en este casos los Reyes Magos de Oriente, tres tipos bonachones y algo despistados —siempre me han causado esa impresión— a los que el gordinflón Nicolás pretende sustituir a cualquier precio sin tener en consideración la tradición que sustenta a semejante trío. Exportar símbolos de procedencia anglosajona para sustituir lo vernáculo debería tener un límite, siquiera moral o ético, que obligara a respetar determinados símbolos, figuras o tradiciones. Pero puesto que no es así, y la avanzadilla anglosajona, lejos de batirse en retirada, progresa a ritmo imparable, me tomo la libertad de lanzar una sugerencia a los Reyes Magos: Dejad vuestra ancestral probidad, la benevolencia ilimitada que os ha caracterizado desde tiempo inmemoriales no procede en tiempos desleales como estos, concentrad vuestra energía en hacerle la vida imposible a ese gordo colorao con apariencia de beodo encubierto y glotón desatado, cortad la soga por la que trepa y que se dé de bruces contra el asfalto. Perseguidlo sin descanso por azoteas y fachadas hasta que caiga de rodillas, exhausto y lanzado resuellos y arcadas por culpa de las opíparas cenas que, sospecho, se meterá el muy insensato entre pecho y espalda antes de cada reparto navideño. Amedrentadlo coño, que no se diga, sois tres contra uno, marcad vuestro terreno y dejadle claro quien manda en el barrio a ese santurrón de tres al cuarto con aspecto de pimiento de Padrón.

domingo, octubre 15, 2006

La ficción



El viernes despertó Pilar con euforia desatada y una vitalidad ciertamente poco común en ella para tratarse de hora tan temprana, habida cuenta que por lo general amanece sin el menor rastro de humor o, cuando menos, no con el que la caracteriza, en circunstancias normales muy prodigo y desenfadado y atento al menor chascarrillo para estallar en escandalosas carcajadas, siempre y cuando hayan trascurridos, ya digo, un tiempo más o menos prudencial desde que ha tenido a bien abrir los ojos y abandonar ese estado de letargo que experimenta cada vez que duerme, más propio en verdad del fallecimiento súbito que de lo onírico.
El caso, en suma, es que se levantó presa de una vehemencia desacostumbrada, y el motivo, se apresuró a explicarme con entusiasmo, había sido la lectura de una novela que la había mantenido despierta hasta las cuatro de la mañana en un estado de excitación e interés arrebatado que a la conclusión de su lectura, lejos de apaciguarse, se había prolongado hasta el momento mismo de amanecer. Se trataba del último libro de Luisa Castro, La segunda mujer, a la postre premio Biblioteca Breve 2006, obra que Pilar se aventuró a adquirir a instancias de un servidor, circunstancia esta que no he dejado de recordarle desde que me confiara la felicidad que le había deparado su lectura, pues no debe uno desaprovechar la oportunidad de apuntarse en su favor tantos semejantes a fin de acumular holgado rédito para cuando llegue el momento de perderlo.
Durante el desayuno Pilar explicaba, eufórica, detalles del argumento y se sorprendía de que un libro pudiera causar ese estado de conmoción y empatía al punto de padecer un sentimiento ambivalente de desazón y alegría a partes iguales ante la proximidad del fin de una lectura que mientras se ha prolongado nos a atrapado al extremo de transformar los personajes en seres cercanos cuya suerte nos ha inquietado, como si en lugar de entes de ficción se tratara de personas con las que guardamos un lazo afectivo extraordinario, ya fuera de amistad o parentesco. Pero es que las buenas ficciones, aquellas que consiguen embaucarte y trasladarte, durante el tiempo en que se prolonga la experiencia lectora, a un lugar que no tiene similitud alguna con nuestra insulsa cotidianidad, no depararan sino eso: curiosidad insaciable, felicidad plena, tristeza inconsolable, la posibilidad de residir en un mundo que transcurre paralelo al real, pero habitado por seres que cuyas desventuras despiertan en nosotros un sentimiento de amparo, de protección, el deseo irreprimible de advertirlos, de ponedlos sobre aviso contra las perfidias que el personaje malintencionado de turno maquina sin descanso, y a las que nosotros, en calidad de espectadores privilegiados, asistimos impotentes, porque lo que en realidad desearíamos es intervenir, vencer la línea que separa su mundo del nuestro y conducir a los personajes hasta la última página, y una vez allí lanzar un suspiro de alivio e iniciar el hallazgo de un nuevo libro que nos depare idénticas sensaciones. Al alcance sólo de las buenas ficciones. Eso es literatura.

miércoles, octubre 11, 2006

Lodazal


Este blog puede ser, en ocasiones, el refugio más solitario y olvidado del mundo. Podría, si así lo deseara, confesarme culpable de los delitos más atroces que nadie alcance a imaginar o anunciar que he descubierto la vacuna contra el Sida o el remedio definitivo contra el cáncer, o, incluso, el crecepelo más efectivo y veloz que exista -de más está señalar que la estética moviliza y estimula más que cualquier sospecha improbable de patología-, y no obtendría la menor respuesta ni gozaría de repercusión alguna. Nadie se daría por enterado ni mostraría la menor curiosidad, no porque no haya interés real en que semejantes hallazgos tengan lugar, sino porque un blog -este blog- es, las más de las veces, apenas un resto de cieno en un inmenso lodazal.

lunes, octubre 09, 2006

Moros y Cristianos


Ahora resulta que deberíamos eliminar la tradición de celebrar la fiesta de Moros y Cristianos no sea que algunos musulmanes se sientan ofendidos. Cómo no, llevémoslo a cabo pues. De hecho deberíamos elaborar una lista de cuanto sea susceptible de producir ofensa en las inumerables creencias religiosas que desafortunadamente se precisan para que el ser humano no se sienta a la intemperie, e iniciar, una a una, la suspensión o erradicación paulatina de todas ellas. Eliminemos, para empezar, el jamón de jabugo y todo alimento que provenga del cerdo. Dejemos que las santas vacas deambulen a su antojo por las ciudades, sembrando de inmensas boñigas nuestras calles heráticas. Ya puedo imaginar, con cierto regocigo, el hedor espeso a excemento gravitando a las puertas de las mejores boutique del Paseo de Gracia de Barcelona. De más está señalar, por supuestos, que deberemos instar a nuestras mujeres a que se abstengan de ataviarse con atuendos bajo los que se intuya un cuerpo turgente, el cual, a partir de entonces, no sólo deberá evitar mostrar, sino asimismo sugerir, so pena de ser apedreada en plaza pública hasta morir por inducir a la lascivia.
A mí, en todo caso, se me antoja una empresa menos ardua que inecesaria, habida cuenta que sería más eficaz, y sobre todo justo, declarar, a viva voz y en presencia de taquígrafo y por descontado con absoluta firmeza, que los hábitos, seculares o no, de índole político o civil, que un país tiene a bien manifestar, deberían ser respetados y no puestos en tela de juicio por aquellos inmigrantes que acaban recalando en él. Y si la rutina de la nación de acogida resulta demasiado ofensiva y difiere en exceso de los hábitos a los que está acostumbrado el visitante, quizá debiera regresar a su lugar de origen o buscar un país cuyos hábitos sean similares a los que él desea practicar, o, por el contrario, hacer lo que yo cuando visito tierra extranjera: respetar sus costumbres por más insólitas e inapropiadas que se me antojen.
En la edición de ayer domingo de El Pais, Mario Vargas Llosa lo expresó con claridad meridiana:
Europa no puede renunciar a los valores de la libertad de crítica, de creencias, a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, al Estado laico, a todo aquello que costó tanto trabajo conseguir para librarse del oscurantismo religioso y del despotismo político, la mejor contribución del Occidente a la civilización. Según ellos, no es la cultura de la libertad la que debe acomodarse, recortándose, a sus nuevos ciudadanos, sino éstos a ella, aun cuando implique renunciar a creencias, prácticas y costumbres inveteradas, tal como debieron hacer los cristianos, justamente, a partir del siglo de las luces. Eso no es tener prejuicios, ni ser un racista. Eso es tener claro que ninguna creencia religiosa ni política es aceptable si está reñida con los derechos humanos, y que por lo tanto debe ser combatida sin el menor complejo de inferioridad.

Desazón

A continuación extraigo del blog de Arcadi Espasa una afirmación tan lúcida como descorazonadora:
Cuando una mentira ingresa en la política no debe someterse a pruebas lógicas: la verdad ha dejado de ser necesaria.
A la luz de semejante aseveración yo me pregunto si el ciudadano, en caso de percibir la ausencia de verdad en el discurso político, persiste sin descanso en la tarea de desenmascarar la mentira, la mixtificación sibilina del político artero, o en cambio desistimos y no ofrecemos resistencia y por tanto contribuimos al deterioro de los valores democráticos.