sábado, noviembre 24, 2007

El pueblo de la abuela es particular


La inefable abuela de Pilar nos ha regalado hoy una de sus estimulantes anécdotas, a las que por otro lado nos tiene habituados, pero cuya frecuencia se ha ido de un tiempo a esta parte acortando, sospecho que a raíz del embarazo de Pilar y el posterior alumbramiento de Martina, circunstancias que sin duda favorecen la aportación masiva de experiencias dispares de quienes en tropel visitan a la convaleciente y a su marido y a la recién nacida. Se conoce, en cualquier caso, que la buena mujer goza de una muy prolífica actividad rememorativa y al parecer se pasa el día indagando en los rincones de su memoria en busca de hechos que ella considera de utilidad difundir a fin de prevenir a Pilar de cuanta dolencia posparto acecha a las mujeres que no guardan debido reposo, o se aventuran a realizar actividades impropias de semejante estado o son sencillamente descuidadas en su recuperación o ésta les trae sin cuidado, que de todo hay en este mundo desatinado. El modo en que procede la abuela responde siempre a un mismo patrón. Se trata de revelar un ejemplo lo suficientemente trágico o desafortunado como para amedrentar o alertar a aquél a quien va dirigida la historia -Pilar en este-. Si hace pocos días, con objeto de prevenir a su nieta de los peligros de no cuidarse durante la cuarentena, nos confió que una mujer de su pueblo falleció en el decurso de dicha cuarentena debido a que antes de que finalizara se le ocurrió blanquear la fachada de su casa, (la anécdota resultó oportuna, pues Pilar, en un descuido mío imperdonable, ya había visitado la droguería de turno para adquirir todos los pertrechos necesarios para blanquear nuestra fachada de obra vista de la nueva vivienda que habitaremos en breve. La pille a tiempo de disuadirla, descendiendo escaleras abajo, tambaleante a causa de la convalecencia, tocada con un pañuelo para evitar que las gotas le ensuciaran el cabello, cargada de una cubeta rebosante de cal y de un largo palo al final del cual había colocado un rodillo).

En esta ocasión han sido las dificultades que estamos experimentando con la lactancia materna las que han propiciado la aportación de una historia por demás estrambótica. Parece ser que una mujer, también en su pueblo (lugar, se conoce, proclive a la aparición de las historias más disparatadas), viendo que la leche no acababa de subirle y que su hijo carecía de energía o destreza o ganas para estimular con su succión la subida, buscó una perra con una camada recién parida y, ni corta ni perezosa, se encasquetó a uno de los cachorros al pezón para que el animal favoreciera la deseada ascensión láctea a fuerza de mamar con mayor poderío que el bebé.

La abuela de Pilar suele dar a conocer estas historias con dos intenciones evidentes: a modo de prevención y en forma de propuesta, de manera que con esta última tal vez me estaba invitando a que deambule en adelante por las calles de Mataró en busca de un cachorro recién alumbrado que colgar del pecho de su nieta. El problema es que, conociendo a mi mujer, dudo consienta que le coloquemos un perro cualquiera, semejante a los que son resultado de múltiples razas y lucen un aspecto más bien greñudo y desastrado y frecuentan los lodazales de la ciudad en busca de un mal alimento que echarse al hocico. Pilar exigirá un pura raza de aspecto impecable, porte aristocrático y que culmine el acto de mamar con un eructo sutil, más bien silente y con la pata situada delante de la boca, como procede en quienes han recibido una educación exquisita.


lunes, noviembre 19, 2007

Martina



Ocho días después del nacimiento de mi hija Martina encuentro por fin un momento de asueto, una tregua por otro lado de imprevisible duración habida cuenta las exigencias arbitrarias a las que no somete la niña (sin ir más lejos ahora mismo me he visto en la obligación de interrumpir la escritura a causa de una evacuación o alivio intestinal profuso de Martina para cuya limpieza Pilar ha reclamado mi participación profiriendo un alarido que me ha llegado desde el comedor. Ya no me cabe duda al respecto: la más grande e inequívoca demostración de amor de un padre a un hijo es la disposición permanente de aquél para quitar la mierda de éste, y los turnos en los que los padres se reparten dicha disposición una manifestación de amor equitativa) en la que sentarme delante del ordenador y tratar de escribir alguna reflexión que explique esta semana llena de emotividad y estupor cuyo resumen podría perfectamente cifrarse en la formulación de algunas preguntas que, de manera incesante, rondan mi cabeza, a saber: ¿cómo es posible que un ser tan diminuto de cuya presencia no había en nuestras vidas constancia física alguna hace apenas una semana sea sin embargo capaz de inspirar tanto amor, de concentrar nuestra atención tan poderosamente?

Martina nació el sábado día 10, a las dos y cinco de la madrugada. Me consta que era esa hora porque al poco de aparecer en este mundo, impregnada aún de las entrañas de su madre, apenas profiriendo más que un quejido sordo, acompasado, exhausto, en lugar de romper a llorar tal y como en tantas películas me he cansado de ver; zarandeada, mi hija, por el comadrón que la depositó en una bandeja de la que asomaban toda suerte de artilugios, cables y botones que titilaban con un parpadeo perezoso, situada a poca distancia de la silla paritorio en la que Pilar (si ya en alguna otra entrada he hecho público mi amor por ella, bueno es que ahora haga lo propio con la admiración que me inspira, ¡qué mujer y cuánta fortuna debo al azar, que la cruzó en mi camino!) apenas podía alcanzar a articular palabra por el dolor y la emoción, la mejilla derramada de lágrimas, el perfil de su rostro, desde donde yo me hallaba, situado en escorzo, buscando con la mirada perdida a su hija, atenta a pesar del cuerpo dolorido a todo cuanto los médicos le hacían, musitando una y otra vez la misma pregunta: ¿Por qué no llora? ¿Por qué no llora?

Me consta que era esa hora, digo, porque inmediatamente, ataviado con el clásico uniforme verde que visten los médicos en quirófano, miré en alto en torno a mí, en busca del clásico reloj de largas agujas y números negros sobre fondo blanco, para registrar el momento en que se había producido el nacimiento. Busqué, atisbé, escudriñé de manera inconsciente, suponiendo tan sólo, sospechando quizá, deseando que el reloj estuviera donde debía estar como así fue para fijar en mi retina, a perpetuidad, ese momento que, lejos de deparar felicidad plena es más bien un instante inacabable de incertidumbre y pavor respecto a la salud de ese ser débil e indefenso de apariencia aparentemente quebradiza que no obstante es llevado por el personal sanitario de un lado a otro sin ninguna contemplación, sin las precauciones o los miedos o las prevenciones, no sé si excesivas pero sí comprensibles, con las que los padres manejamos a los hijos a tan temprana edad.

En ocasiones, no sólo a lo largo del embarazó sino también el mismo día del parto, temí que la paternidad acabara siendo algo similar a lo que ocurre cuando asistes al pase de una película de la que no han dejado de confiarte excelentes referencias, tantas que finalmente no acaba por colmar las expectativas suscitadas. Pero en modo alguno es así, y no seré yo quien descubra ahora qué es y que implica ser padre, habida cuenta las muy ilustres plumas de la literatura universal que antes que yo han reflexionado desde su posición de padres. O, qué coño, no me podré estupendo, para qué remontarse tan lejos, cualquiera de los que leerá esta entrada y ha tenido un hijo antes que yo sabrá a qué me refiero. Así pues, lo único que puedo añadir o constatar es ese sentimiento inédito de absoluta predisposición que de inmediato, casi en el mismo instante de su alumbramiento, aparece, surge quién sabe de dónde y te impulsa a estar en todo momento a disposición feliz de cuanto necesite tu hijo, ese permanente estado de conmoción, ese reconocimiento perplejo de que cualquier gesto o facción o sonido que realice o posea o emita tu hijo de alguna manera imposible de explicar procede no sólo de ti, de lo más profundo que hay en ti, o para ser más exactos, de los más profundo que hay en el resultado de la suma de Pilar y yo, sino que asimismo se remonta a los que hicieron posible que mi mujer y yo existiéramos. Dice el escritor Sergio Pitol que uno es una suma mermada por infinitas restas. Pues aquí está Martina, añadida de la noche a la mañana a la adición que Pilar y yo decidimos un día efectuar, con toda seguridad sin sospechar siquiera que lanzarse a esa aventura azarosa desembocaría en ese paritorio de luz diáfana y aspecto impoluto y en esos dos inmensos ojos que nos miran desde el fondo de la cuna (o moisés, o como quiera que se llame) de forma inquisitoria.

Durante estos días de euforia desatada mi madre ha ocupado continuamente mis pensamientos, Martina, mi hija, es la primera nieta que no ha conocido, y sin embargo no he podido evitar la sensación de que no era así, no he podido -no he querido- eludir el pensamiento feliz de que en el círculo de júbilo y jolgorio desatado que mis hermanas formaban en torno a Martina, en medio de ellas, o levitando por encima de sus cabezas, o en cualquiera de los gestos o mohines que le dedicaban a mi hija, ahí estaba la presencia reparadora de mi madre, permanentemente atenta para aliviar de inmediato, con un solo gesto, cualquiera de las dolencias que aquejen en adelante a su nieta Martina, como siempre hizo con sus nietos, como siempre hizo con nosotros.


miércoles, noviembre 07, 2007

Como apéndice o añadido a la entrada anterior, transcribo unas afirmaciones apuntadas en La Contra de La Vanguardia de hoy mismo. No las ha expresado cualquier desinformado que cusualmente pasara por allí con ganas de departir. Tampoco unos pobres moritos, como tan desafortunadamente los denominó un diputado del PP (¿Del Burgo? No me alcanza la memoria). Se trata, nada más y nada menos, de Leslie Crawford, periodista, delegada del Financial Times en España:

En España llevo ya ocho años y sin duda la noticia que más me ha afectado fue el 11-M. (...) Otra cosa que me afectó fue la manipulación del gobierno (...) En España no son conscientes aún del daño a su crédito internacional que causó aquella mentira. Aún me encuentro líderes europeos que se quejan del intento de encubrimiento que hizo Madrid de un terrorismo que les amenazaba también a ellos. Aquel atentado no era sólo un problema español y sin embargo el gobierno lo gestionó como si lo fuera.

jueves, noviembre 01, 2007

La sentencia




Cualquier persona de bien que no decidiera de forma voluntaria someterse ese día ni los sucesivos a los engaños y las mentiras vergonzantes de periodista mediocres que han denigrado la profesión, quién sabe si de forma irreparable, y asimismo a políticos del PP cuya verdadera condición de embaucadores de la extrema derecha se manifestó durante aquellas decisivas horas que siguieron a los atentados, y se acentuó en adelante, intentando a toda costa confundir, ocultar, falsificar la verdad axiomática, modificarla a su antojo para que se ajustara a sus imperiosas necesidades, y hacerlo sin pudor, quizá convencidos de que el español medio era lo suficientemente estúpido o cretino o tonto o distraído o desinteresado como para aceptar o tragarse las mentiras que les viniera en gana urdir. Cualquier persona, digo, no necesitaba el fallo hecho público ayer para saber qué sucedió ese día y a consecuencia de qué circunstancia y cuánto contribuyó a ello la aparición de tres fantoches miserables en una isla de cuyo nombre no quiero acordarme. Que Mariano Rajoy aparezca ahora en televisión afirmando que los autores intelectuales no han sido detenidos y dejando constancia de la voluntad de su partido de apoyar cualquier investigación que en el futuro se lleve a cabo a fin de esclarecer unos sucesos por completo dilucidados con la sentencia que nos ocupa, de una claridad cristalina, diáfana e incuestionable, es un insulto a la inteligencia de cualquier persona.

Algo de cierto hay en que no se han detenido a los autores intelectuales, si bien cabría añadir que no han sido hechos presos por la sencilla razón de que volaron en pedazo en el pisos de Leganés, entre cuyos escombros se hallaron todo tipo de indicios a ese respecto, como los mensajes en los que reclamaban la autoría de los atentados. Yo me pregunto cómo es posible que cualquier lector habitual del periódico El Mundo, antes de adquirirlo cada día en el quiosco de rigor, no cuestione esa adquisición, ese dispendio por mínimo que sea, con el argumento irrefutable de que cuanto aparece publicado en esas hojas puede ser susceptible de ser falso, mentira, y estar tergiversado, o interesado, cualquier noticia de la índole que sea, puede haber sido manipulada como estos años lo ha sido todo cuanto procedía de la investigación del 11-M. Me pregunto cómo un lector habitual de ese periódico sensacionalista no pone en tela de juicio lo que lee, cómo no se pregunta o reflexiona o rumia y cambia de parecer a partir de la formulación para sí de una sencilla pregunta: si ya han intentado engañar antes quién les asegura que no volverán a intentarlo, si es que no lo están haciendo ya, en estos momento, no ya con noticias relacionadas con aquellos atentados, sino con cualquier otra, por pequeña o trivial o tangencial o efímera que sea o aparente ser. Cómo nadie, insisto, puede participar o contribuir, aunque sea desembolsando un euro, a que semejante medio siga saliendo a la calle a diario, cómo no plantearse asimismo dejar de votar en las próximas elecciones a un partido, el PP, que es capaz de la mayor infamia de la democracia española y de no respetar la memoria de quienes fallecieron ese día y hasta entorpecer y obstaculizar la investigación que tan sólo, repito, tan sólo trataba de impartir justicia y aportar cierta dignidad y un mínimo de consuelo (la dignidad que el PP es incapaz de mostrar y el consuelo que ya jamás podrá brindar) a las familias de quienes el 11 de marzo de 2004 sólo pretendían llegar, somnolientas, a su lugar de trabajo, o a su casa, o a la universidad o a cualquier otro lugar en el que, todavía hoy, quizá en una habitación en penumbra, rodeados de retratos y objetos que permanecen tal y como sus propietarios los dejaron aquella mañana, todavía hoy, digo, muchos de esos familiares quizá aguarden a que aparezcan indemnes por la puerta.