viernes, noviembre 30, 2012

De literatura y series

Recientemente un amigo y yo nos enzarzamos en una discusión que tenía por objeto dirimir el carácter efímero o no del fenómeno exitoso de las series de televisión. Él estaba convencido de que más pronto que tarde tocaría a su fin, y en semejante circunstancia no nos quedaría más remedio que consolarnos revisando todas aquellas teleseries que tanto placer nos habían deparado durante este periodo irrepetible. Yo reaccioné con inusitada hostilidad y me negué a aceptar esa hecatombe. Y a vuela pluma, como quien no quiere la cosa, me aventuré a realizar una afirmación sobre la que en realidad no había reflexionado nunca o no lo había hecho en detalle: mientras exista la literatura existirán las series.

 En lo que a mí respecta salta a la vista que todas las ficciones televisivas poseen, de una u otra forma, un origen literario sobre el que no cabe discusión. Basta echar la vista atrás y llevar a cabo un ejercicio de arqueología televisiva para darse cuenta de que la mayoría de las series que se crearon antes de que sobreviniera el fenómeno actual, eran directamente traslaciones a la pequeña pantalla de obras literarias de mayor o menor enjundia. Así, a bote pronto, recurriendo estrictamente a mi memoria personal de consumidor habitual desde la infancia, me vienen a la cabeza Hombre rico hombre pobre, Raíces, Norte y Sur, Fortunata y Jacinta, Los Gozos y las Sombras, o Cañas y Barro. Productos que se ajustaban al género folletinesco del XIX o a la literatura realista inaugurada por Flaubert, en la medida en que poseían un componente fundamentalmente lúdico. El lector/espectador asistía como forma de entretenimiento al desarrollo argumental y se incorporaba con entusiasmo a la sucesión de peripecias, y experimentaba empatía hacia los personajes, pero lo hacía sin poner en riesgo su identidad como sujeto en tanto no existía un proceso de identificación psicológica. Se trataba de meros espectadores de experiencias ajenas mediante las cuales, a lo sumo, se podían hallar patrones sociológicos antes que psicológicos.

En las mejores series de hoy persisten aun las técnicas y los motivos recurrentes de la literatura de los clásicos. Qué duda cabe que Boss constituye una extraordinaria reformulación de la tragedia griega y de los dramas shakesperianos. Detrás del exceso de testosterona de Sons of anarchy, de las explosiones y el rugir atronador de las motocicletas, asoma la figura desvalida de Hamlet. La cuarta temporada de Fringe concluye con una referencia explícita a uno de los episodios más conocidos del libro de libros por excelencia: la Biblia. Lost, además de las múltiples referencias literarias diseminadas por toda la serie, comparte con The Killing y con la primera temporada de Damages un uso prodigioso de una de las viejas convenciones del género narrativo: atrapar la atención del lector formulando preguntas cuya respuesta queda en suspenso, un recurso habitual del que, en origen, echaban mano los escritores de novelas por entregas para asegurarse el sustento, gracias a un público fiel que no solo aguardaba con impaciencia la resolución del misterio, sino que estaba dispuesto a pagar por ello.

Sin dejar de recurrir a aspectos de la gran literatura de todos los tiempos, las series de televisión han acabado incorporando a los grandes renovadores de la novela del XX: Kafka, Joyce, Proust y Virginia Woolf irrumpen con el psicoanálisis de Freud bajo el brazo, y en consecuencia la primacía de la trama y el narrador omnisciente ceden todo el protagonismo al individuo.

Sabemos que el escritor construye personajes a partir de rasgos propios o de modelos cercanos a los que estudia con suma atención. Si es un buen observador —y un escritor está obligado a serlo— nada escapa a su escrutinio. Observa y observa con paciencia de entomólogo hasta que la persona que es objeto de su análisis se relaja y deja de supeditar su comportamiento al conjunto de normas establecidas que rigen el grupo al que pertenece. O, por así decir, hasta que deja de fingir y emergen a la superficie aspectos de su personalidad que en circunstancias normales prefiere ocultar. Entonces, y solo entonces, sale a la luz la materia con la que trabajará el escritor. Y esa minuciosa exploración de hábitos personales desemboca en un estudio psicológico pormenorizado, profundo, revelador, y el lector, y por tanto el espectador, se ve abocado sin remedio a un proceso de identificación. Un proceso que puede parecer espantoso pero que en realidad constituye uno de los instrumentos más valiosos que tenemos a nuestro alcance para conocernos; una herramienta, en suma, para saber que en cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean habita un Tony Soprano, que cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean alberga un Walter White, que cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean, ay, esconde un Dexter Morgan.

 En este escenario de crisis en el que a diario se vaticina la irrupción del Apocalipsis, y en el que la presencia de la imagen es hegemónica, habrá quien se sienta tentado a sostener que la literatura y, por tanto, las series, tienen los días contados. Permítanme que disienta. Permítanme incluso no solo disentir sino negarlo categóricamente. Eso no sucederá jamás. No mientras exista un lunático, un pobre pero feliz lunático encerrado en una habitación durante horas, a solas frente a una hoja en blanco, realizando juegos de orfebrería con el lenguaje.

sábado, noviembre 03, 2012

Lo sabe


Acabo de hacer algo muy pedante que siempre había querido hacer. En el trabajo, se me ha acercado un hombre, un mexicano con el que tengo un trato esporádico, y me ha dicho: «Así que te llamas Arcadio, qué curioso, como el Arcadio Buendía de Cien años de soledad, ¿sabes quién es?».

Y entonces lo he hecho. No me he podido reprimir. He posado mi mano en su hombro y, de corrido, del tirón, he recitado el principio del libro de Gabo:

«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en el que su padre lo llevó a conocer el hielo».

El tipo ha estallado en una sonora carcajada y ha estrechado mi mano mientras repetía: «¡Lo sabe, lo sabe!».

jueves, noviembre 01, 2012

Y Marías dijo no


Cabe la posibilidad de que a partir de ahora se produzca una oleada de artículos que reflexionen en relación a Javier Marías y su controvertida decisión de renunciar al Premio Nacional de Narrativa. Me he tomado la libertad de realizar una glosa de urgencia de las conclusiones a las que llegaran todos esos textos a fin de ahorrarles a ustedes prolijas lecturas de disertaciones fatigosas. Pero no se lleven a engaño, ni soy una ONG ni mi acto obedece a un arrebato de altruismo intelectual. En realidad pretendo ganarlos como lectores porque estoy harto de vivir en la misma casa en la que viven mis dos únicas lectoras: mi mujer y mi hija.

Las conclusiones que alcanzarán esos artículos se acabarán reduciendo a dos que no solo no se excluyen sino que se complementan. La primera  de ellas pondrá énfasis en la animadversión que al autor de Tu rostro mañana le inspira la figura devaluada de los políticos en particular y de las instituciones públicas en general, a las que el escritor fustiga sin descanso en artículos y entrevistas. Y para datar el principio de la ojeriza de Marías se remontarán en el tiempo y darán buena cuenta del trato del fue objeto su padre, el filósofo Julián Marías. Encerrado en prisión por la delación de unos de sus mejores amigos, salvó la vida casi de forma milagrosa pero fue condenado al ostracismo intelectual y a no ejercer la docencia universitaria, circunstancia que se corrigió transcurridos algunos años, lo que no fue suficiente para que en democracia ninguna institución tuviera a bien reparar el oprobio y reconocer con un premio la contribución literaria del filósofo.

 La segunda conclusión en torno a la que disertaran los artículos tendrá por objeto la condición un tanto belicosa de Marías, que le ha granjeado no pocas antipatías y una reputación de escritor airado. Marías, más que cualquier otro autor español actual (con la salvedad de su colega Arturo Pérez-Reverte, con quien parece que se disputa el primer puesto de escritor que la lía más gorda), parece poseer, en efecto, una predisposición natural para aglutinar afrentas e involucrarse en toda suerte de rencillas y litigios, y no desfallecer hasta que le asiste la razón en todos aquellos asuntos en los que cree que está de su lado, como bien saben Gracia y Elías Querejeta, directora y productor de El último viaje de Robert Ryland, película inspirada en Todas las almas, a los que el escritor llevó a los tribunales porque consideró que el filme no respetaba la obra, lo cual, dicho sea de paso, era cierto. Marías no cesó hasta que la justicia le dio la razón y su nombre y el de la novela fueron eliminados de los títulos de crédito.

Una vez resumidas las conclusiones a las que llegarán los artículos de marras, les confesaré que uno no entiende cómo es posible que habiendo indicios suficientes para suponer que Marías rechazaría el premio, el jurado se ha empeñado en concedérselo. En mi modesta opinión se necesita padecer un déficit de atención notable para no haber acertado a detectar las pistas que Javier Marías ha dejado caer durante todo este tiempo. Para empezar, bastaba repasar sus textos. Se aducirá que Marías es un autor muy prolífico que cuenta con millares de artículos en su haber. No es excusa. El número en los que se ha quejado ha sido tan considerable que de haberlos depositado todos en un saco y extraído uno al azar las probabilidades de sacar el único en el que no lo había hecho eran escasas. Pero si uno es indulgente y pasa por alto ese desliz, se da de bruces con otra negligencia similar, si no más grave: Marías había rechazado este mismo año otro premio dotado de quince mil euros, al parecer aduciendo las mismas razones. Bastaba, entonces, que alguien en el Ministerio de Educación sumara dos más dos. Así las cosas, digamos que uno es benevolente y se aviene a comprender que en el Ministerio de Educación todos sus integrantes son estrictos hombres de letras y, como tales, rompen a temblar y a sudar en presencian de una suma, y, por tanto, no se creen cualificados para realizar una operación aritmética de semejante calibre. En ese caso, bastaba, creo yo, echar mano de hemeroteca y rescatar estas palabras pronunciadas por Marías: «No recibiré ningún premio institucional». Habrá quien argumente que la frase es ambigua y alambicada y se retuerce sobre sí misma, como todas las frases de Marías, y que para desentrañar su verdadero sentido se precisaba un manual de retórica y hermenéutica del que en esos momentos se carecía en la sala donde deliberaba el jurado, porque el único manual con el que contaban había sido sustituido por una flamante colección encuadernada en tapa dura con incrustaciones en oro de los ejemplares del Marca, cuya lectura, parece ser, es obligatoria en el Ministerio.

No faltará quien sostenga que se trata de una estrategia deliberada del ministro para que la cuantía del premio se quede en las arcas del Estado. Es posible. Tampoco faltará algún iluminado que acuse a Marías de proceder con resentimiento, como si el ejercicio de la escritura redimiera a un escritor de su naturaleza humana o la literatura, ay, ayudara a manejarse en la vida con emociones distintas a la de cualquier otro ciudadano.