miércoles, diciembre 23, 2009

El sorteo del Gordo

Como imagino que el delito ha prescrito y, además, el delincuente que lo perpetró ha fallecido hace tiempo, les confiaré un secreto que atañe a mi familia en relación a este celebérrimo sorteo del gordo que se celebró ayer. Lo cierto es que para mis hermanos y yo el día 22 de diciembre fue durante más de una década el peor día del año. Compartíamos la incertidumbre del resto de ciudadanos, pero en sentido bien distinto: mientras toda España deseaba con desafuero que su número saliera premiado a fin de solventar los problemas económicos que por lo general apura a la gran mayoría de personas, nosotros, mis hermanas y yo, suplicábamos para que el nuestro no obtuviera premio alguno. El nuestro era el que mi padre, lotero de profesión, ponía a la venta cada año debídamente fraccionado en participaciones que, dicho sea de paso, por aquel entonces tenían un precio de cien pesetas, si no yerra mi memoria.

El problema, el pequeño inconveniente, la sutil contrariedad era que mi padre adquiría pocos décimos —uno, dos a lo sumo— en relación a ingente cantidad de participaciones que ponía en circulación. Es obvio que mi padre no lo hacía por error o descuido, sino con manifiesta voluntad de estafar, porque mi padre, ay, era un timador, de medio pelo, pero un timador al fin y al cabo. No era un lumbreras pero sí lo suficientemente despierto para saber que un par de décimos era matemáticamente insuficiente para cubrir las millares y millares de papeletas que, mal que bien, pergueñaba de manera un tanto rudimentaria. Lo llevaba a cabo con la colaboración cómplice de su familia, sus hijos y esposa, a los que asignaba diferentes tareas en la consumación del delito. Así, el talonario de participaciones iba circulando de mano en mano por encima de la mesa del comedor, y unos estampábamos el precio, otros el número, y otros el sello con los datos legales del lotero, como si, ya ven, de una cadena de montaje se tratara, al final de la cual se hallaba él, mi padre, que los amontonaba uno encima de otro y los palpaba con la fruición recaudatoria de uno de esos viejos avariciosos que aparecen en las novelas de Dickens .

El resultado de la estafa era que si el número en cuestión salía premiado, siquiera parcialmente (esto es, no era necesario que obtuviera el premio gordo, o un segundo o tercero, bastaba que a cada participación le correspondiera un duro por peseta invertida), se desataba el desastre, y mi padre, (y nosotros por extensión), nos convertíamos en delincuentes que habían cometido un timo que afectaba a los millares de personas que confiadamente habían adquirido las participaciones. Cuando tal cosa tenía lugar —y por desdicha tuvo lugar en muchas ocasiones— mi padre ponía pies en polvorosa, desaparecía sin dejar rastro, y era mi madre la que tenía que hacer frente a la reclamaciones furibundas —y legítimas— de la gente que reclamaba su dinero. Transcurridas unas semanas mi padre aparecía de madrugada en la puerta de casa para llevar a cabo, a hurtadillas, una veloz mudanza, con un camión alquilado en el que cargaba los bártulos más imprescindibles, entre los que nos encontrábamos nosotros.

Todo esto me ha venido a la cabeza a raíz de las anécdotas que El País de hoy recoge, relacionadas con el sorteo de ayer. Da cuenta, por ejemplo, de la historia de Antonio, un lotero al cual la Policía Municipal ha retirado una multa que tenía pendiente porque ha repartido un premio de importancia en el barrio. No puedo dejar de imaginar qué clase de recompensa habría obtenido mi padre en circunstancias semejantes.