lunes, mayo 25, 2015

Supernanny



Ayer, en un parque de Platja d'Aro situado al lado de la playa, provisto de un barco y un tiburón gigantes dentro de los cuales los niños entraban y salían y volvían a entrar, entre risas y expresiones de entusiasmo, mientras los padres los vigilábamos desde los bancos que rodean el parque, un niño de unos cuatro años fue presa de la histeria y se puso a llorar y a patalear como un poseso. La escena, lejos de cesar, se prolongó y los gritos se hicieron insoportables. El niño no atendía a razones, se arrojaba al suelo y pataleaba y rodaba por él. Los padres nos miramos y miramos a la madre —una choni de manual— mientras pensábamos que, si fuera nuestro hijo, de la hostia con la mano abierta que le hubiéramos soltado la cabeza se le habría alojado en el recto de tal forma que sería el primer espécimen de niño en caminar por la calle con el cráneo metido en el culo, sobreviviendo gracias al aire de sus propios pedos. Por descontado, solo fue un pensamiento que ninguno de nosotros nos hubiéramos atrevido a confiarle a la madre. Excepto una persona. Un individuo de cabello cano, de unos cuarenta y cinco años, que se sentaba junto a su esposa en uno de los banco. Veo cómo se levanta y rodea la valla de madera que se alza en torno al parque y se acerca a la madre choni y empieza a decirle que todo lo que le pasa al niño —Izan se llama— es culpa de ella. Lo hace con tacto, sin malos modos, pero lo hace. Es responsabilidad suya, le dice, por haberle consentido y no haber cortado de raíz esa suerte de brote psicótico que experimenta el pequeño Hulk. «¿Es que no has visto Supernanny?», escuchamos que le pregunta a la madre antes de regresar con su esposa. Los padres asistimos a la escena con más sorpresa aún, si cabe, de la que habíamos puesto de manifiesto al ver el berrinche de Izan. El hombre todavía habrá de volver un par de veces a meterse donde no le incumbe antes de marcharse definitivamente. Lo hace después de llamar a gritos a su hijo, que casualmente estaba jugando con Martina. Un niño muy guapo, de ojos claros y melena muy rubia. 
—¿Veis ese niño rubio de allí que parece una niña? —nos pregunta Martina señalando al niño que va con el hombre de pelo cano, ambos alejándose de la mano caminando al lado de la madre— ¿Lo veis? Pues se acaba de bajar los pantalones y me ha enseñado el pene cuando le he preguntado si era una niña o un niño.

sábado, febrero 07, 2015

Conversaciones con Martina (113)

—¡Madre mía! —exclamo cuando veo en la pantalla del móvil la foto que me acabo de hacer a mí mismo.
—¿Qué pasa? —pregunta Martina.
—Que estoy muy viejo.
—Tranquilo, papa: tienes toda la vida por delante.

martes, enero 27, 2015

Conversaciones con Martina (112)

—Mama, ¿los ciegos fuman? —le pregunta Martina a su madre.
—Algunos.
—Pues eso es muy peligroso. Se pueden quemar enteros.

Ellos

—¿Dónde vas con esa montaña de libros?
—Los devuelvo a la biblioteca.
—Qué barbaridad ¿Cuántos llevas? Por lo menos veinte, ¿no?
—Veintisiete.
—¿De dónde sacas el tiempo para leer tantos libros?
—Solo he leído uno.
—¿Solo uno?
—Sí.
—¿Uno de veintisiete?
—Sí.
—¿Y el resto?
—El resto no me interesa.
—¿Y para qué los coges?
—Para despistar.
—¿Para despistar a quién?
—A Ellos.
—¿A quiénes?
—Ya sabes: A Ellos,
—¿A qué Ellos?
—Los poderes fácticos.
—¿Perdona?
—¿Tu has visto Seven?
—¿La película?
—No, el refresco. Pues claro, la película.
—Sí.
—Pues si la has visto sabes a qué me refiero.
—No tengo ni idea.
—Los servicios de inteligencia nos vigilan.
—Anda ya.
—Lo que yo te diga.
—¿A quién vigilan? ¿A ti?
—A todos.
—¿Para qué?
—Para saber qué libros cogemos de la biblioteca.
—Estás chiflado.
—En serio.
—¿Y qué interés pueden tener los libros que cogemos de la biblioteca?
—Los usan para conocer nuestras preferencias a partir de los hábitos de lectura.
—Venga ya.
—Que sí.
—¿Y luego?
—¿Luego? ¿De verdad que has visto Seven.
—Que sí.
—¿Entera?
—De principio a fin.
—Chico, pues no lo entiendo. Lo que pasa luego es que saben de ti más que tú mismo.
—Imposible.
—Tienen una perspectiva de tus preferencias que tú no podrás tener jamás.
—¿Y eso por qué?
—Tú tienes la impresión de que los libros que coges son producto del gusto del momento, un poco arbitrarios.
—Claro.
—Pero tus preferencias nunca son arbitrarias.
—¿No?
—Qué va. Responden a tu predisposición por una temática recurrente que se va repitiendo en cada libro que coges.
—No sé si creerte.
—Tú no te das cuenta porque es una elección inconsciente de la que además no tienes una visión en perspectiva
—¿Por qué no?
—Porque se produce a lo largo de muchos meses de acudir a la biblioteca.
—¿Y ellos sí?
—Ellos solo necesitan ver la lista total de libros para detectar el leitmotiv.
—Sigue.
—Por ejemplo, si consultas libros en los que explican cómo fabricar veneno, y un día resulta que un serial killer está envenenado a sus víctimas, entras fijo en la lista de sospechosos.
—¿Y por eso coges tantos libros?
—Para tocarles los cojones. Que se rebanen los sesos tratando de averiguar cuál de los veintisiete libros es el que me gusta.
—¿Me dejas adivinarlo?
—Prueba si quieres.
—A ver, déjame que le eche un vistazo a los títulos: «Hamlet»...
—Sí.
—...«La montaña mágica»...
—Sí.
—...«Guerra y paz»...
—Ajá.
—... «La metamorfosis»...
—Sí.
—...«Los hermanos Karamazov»...
—...
—... «El ruido y la furia»...
—Sí.
—... «El rey Lear»...
—Sí.
—... «Ulises»...
—...
—... «Don Quijote de la Mancha»...,
—Sí.
—...«Manual práctico para aprender cómo introducir sin vaselina tres cartuchos de dinamita en el recto de un político corrupto y detonarlos sin que el resto de la anatomía se vea afectada»... Creo que ya sé cuál es.
—¿En serio? A ver, listillo, ¿cómo lo has sabido?

viernes, enero 02, 2015

Divercastillo

—¿Qué le pides al 2015?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada de nada.
—No seas rancio. Pídele algo.
—Pero ¿qué quieres que le pida?
—Lo que se te ocurra. Un deseo.
—Un deseo. Pues no sé...
—Piensa.
—Mira, ya tengo uno: que al perro que se caga todos los días en la puerta de casa le cosan el ojete y la mierda le salga por las orejas, y por los ojos, y por el hocico, y por la boca hasta que se muera asfixiado por su propio vómito de mierda.
—No seas bruto hombre. Pide otra cosa. Además, la culpa la tiene el dueño, no el perro.
—Pues que al dueño le cosan el ojete, y la mierda le salga por las orejas y por los ojos...
—Noooo. Pide otra cosa. No malgastes un deseo en eso. Pide algo de mayor trascendencia.
—¿De mayor trascendencia?
—Sí. Algo que afecte a tu familia, a tus amigos. Algo que ayude a mejorar sus vidas.
—Qué cierren el Divercastillo, que es la cosa más pelagra del mundo, así mi familia y mis amigos se librarán de ir otro año a ese infierno.
—Joder, pero ¿no puedes pedir cosas normales como las que pide todo el mundo?
—¿Como cuáles?
—Salud, dinero, amor, trabajo. Ya sabes, esa clase de cosas.
—Ah, ésas. Vale, pido todo eso.
—¿Ves que fácil?
—Pero si por lo que sea no se cumple, quiero que al dueño del perro que se caga todos los días en la puerta de mi casa le cosan el ojete y la mierda le salga por las orejas, y por los ojos y por la nariz, y por la boca hasta que muera asfixiado por su propio vómito de mierda.
—Ay.. no tienes remedio. ¿Algo más?
—Sí. Si no es mucho pedir a ver si puede coincidir que el dueño del perro sea también el dueño del Divercastillo.