miércoles, octubre 09, 2013

La entrevista.


—¿Piso?
—Décimocuarto, por favor.
—Vamos al mismo.
—(...)
—Calor, ¿eh?
—Ahórreselo.
—¿Disculpe?
—Que se ahorre lo charlar de meteorología y todo eso.
—Solo trataba de se educado, no hace falta que hablemos de nada sino quiere.
—No, si hablar me gusta, pero no de todas esas banalidades de las que se echa mano en un ascensor.
—Un viaje de catorce pisos no da para mucho más, ¿no cree?
—Se han ganado finales de la NBA en menos tiempo.
—Es igual, oiga, no hace falta que hablemos.
—Que no, hombre, que quiero hablar, pero hagámoslo de asuntos que nos enriquezcan a los dos. Obtengamos un beneficio recíproco. Presiento que usted tienes cosas interesantes que decir.
—Pero si no me conoce.
—Pero lo intuyo. Es usted una persona cultivada, eso salta a la vista.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Para empezar, ha dicho decimocuarto. Nadie dice decimocuarto, dicen catorce, y eso cuando dicen algo, porque hay gente que masculla el número en medio de un eructo. Eso ya es un síntoma: le gusta el rigor semántico.
—Eso es cierto.
—¿Ve? Venga, hablemos de asuntos heterodoxos. Todo lo heterodoxo es interesante por sistema, porque evita el discurso recurrente que usamos a diario.
—¿Por ejemplo? ¿De qué quiere hablar?
— Pues no sé. De las gallinas, por ejemplo.
—¿Las gallinas? ¿Qué le pasa a las gallinas?
—¿Tiene usted idea de por qué se suele decir aquello de «eres más puta que las gallinas»? No sé por qué lo dicen. ¿Es que son especialmente promiscuas, las gallinas?
—No tengo ni idea, la verdad. Quizá es que les gusta frecuentar la compañía de más de un gallo.
—O sea, que después de todo es verdad que son un poco putas.
—No necesariamente. Vaya, no creo yo que las gallinas entiendan el concepto de fidelidad.
—Es cierto, si a duras penas lo entendemos nosotros cómo lo van a entender ellas.
—Hable por usted, yo jamás le he sido infiel a mi esposa.
—Venga ya.
—Es cierto.
—¿En serio?
—En serio.
—Pues no se lo tome a mal, pero hombres como usted son los que nos ponen en mal lugar a los demás.
—¿Y eso por qué?
—Por qué va a ser: los hombres somos infieles por naturaleza. Nos gusta frecuentar más de una mujer. Eso está comprobado científicamente.
—No sé de dónde ha sacado eso, pero no es mi caso.
—Venga, hombre, que estamos solos: desinhíbase.
—Se lo digo en serio: mi mujer es sagrada.
—¿Nunca se ha sentido tentado a engañar a su esposa?
—Nunca. Por lo menos no la tentación a la que se refiere.
—¿Hay más de una?
—Por supuesto. Existe una clase de tentación que es puramente retórica porque sabes que nunca conducirá a nada, nunca se verá satisfecha.
—¿Por ejemplo?
—Pues no sé. Yo me puedo parar delante del escaparate de una pastelería y mirar una bandeja de suculentos chuchos de crema, y sentirme tentado a llevarmelos todos y a comermelos en el primer parque que vea, pero en el fondo sé perfectamente que eso no va a suceder nunca. A eso me refería. Es un discurso mental puramente retórico.
—No le sigo.
—Usted ve la tentación como una posibilidad, y yo como un instrumento homeopático: utilizo la propia tentación para curarme de ella.
—Tiene suerte de pensar así, yo sería incapaz. Yo voy por la calle y me quiero follar a todas la mujeres con las que me cruzo. Sin excepción.
—Es lo que piensa el 90% de los hombres. Se da cuenta de la contradicción, ¿no?
—¿Qué contradicción?
—Quiere hablar de cosas originales, pero luego se comporta como todos.
—Seré bipolar.
—O quizá quiere aparentar una persona que no es.
—Quién no ha mentido alguna vez.
—¿Miente usted mucho?
—Si es necesario, no tengo problema en hacerlo. De hecho, cuando salga de este ascensor creo que voy a mentir sin parar.
—Se vende usted mal: mentiroso, infiel, e imprudente.
—¿Imprudente? ¿Por qué imprudente?
—Solo un imprudente habla como usted con el primer desconocido con el que coincide en un ascensor.
—Fuera de aquí, si te he visto no me acuerdo, ¿no?
—Depende.
—¿De qué depende?
—De si está citado en la planta decimocuarta para una entrevista de trabajo.
—¿Cómo lo sabe?.
—Me lo imaginaba. ¿A qué no adivina quién tiene que hacerle la entrevista?

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