jueves, julio 18, 2013

Pico pan

—Soy un adicto.
—¿Tú?.
—Sí.
—¿A qué?
—Al pan.
—¿Al pan?
—Concretamente al pico de pan.
—Explícate.
—Llevo más de veinte años comprando una barra de pan para la comida del mediodía. Se dice pronto: veinte años. ¿Podrás creer que no ha habido un solo día, ni uno solo en estos veinte años, en que la barra de pan haya llegado intacta a casa?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que por el camino siempre arranco el pico y me lo como. No lo puedo evitar.
—Eso no es una adicción, eso es hambre.
—Eso pensaba yo. Entonces hice una prueba para descartarlo.
—¿Qué prueba?
—Ir a buscar la barra sin hambre. Antes de ir a buscarla me ponía hasta el culo de comer. Pero cuando digo hasta el culo, es hasta el culo. Me comía hasta los pañales de mi hija.
—¿Y?
—No funcionó. Compraba la barra y no había caminado cuatro pasos que ya había echado mano del pico y me lo había llevado a la boca.
—¿Y te lo comías?
—No, lo regaba para ver si se convertía en un árbol. No te jode, claro que me lo comía.
—Yo no me preocuparía demasiado, no parece una adicción grave.
—Yo sí. Va a peor.
—¿En qué sentido?
—Hasta ahora solo me comía una punta. Así que antes de entrar en casa, sacaba la barra de la bolsa y le daba la vuelta para que la parte sin punta no se viera. Hacía lo que fuera para ocultar mi adicción.
—No me digas que ahora te comes las dos puntas.
—Te lo digo. Y la barra llega a casa mutilada. Parece una barra veterana de guerra. Es una barra muñón.
—Joder. ¿Y qué vas a hacer?
—Voy a ingresar en una clínica de desintoxicación de Picos de Pan, se llama No More Bread. Está en Houston, Texas.
—En qué quedamos, ¿en Houston o Texas?
—Houston está en Texas.
—Entonces la clínica está en Texas.
—No, está en Houston.
—Pero has dicho que Houston está en Texas, ¿no?
—Sí, pero Texas es el Estado. La ciudad es Houston. Y la clínica está en Houston.
—Pero si la clínica está en Houston, y Houston está en Texas, la clínica también está en Texas.
—Sí, pero... ¡joder, qué importará eso! El caso es que voy a ingresar allí.
—Te habrá costado un dineral.
—Nos ha costado, pero hemos conseguido reunir el dinero. En el Mercat de Sant Antoni vendí mi vieja colección de Intervius, y la de Gigantes del Basket. También la de cromos de Mazinger-z. Y me dieron bastante por las viejas cintas VHS, sobre todo la que tenía grabado el programa en que a Sabrina se le salieron las tetas.
—¿Y qué dice tu familia?
—¿De las tetas de Sabrina?
—Noo, de todo en general.
—Están conmigo cien por cien.
—Eres un tipo con suerte. Qué familia.
—Ya lo creo. Lo mejor que hice es confesarles mi adicción. Ya no podía soportar más tener dentro de mí ese secreto. Las reuní el valor suficiente, y me senté con las dos en comedor de casa, con mi mujer y con mi hija Martina, las miré a los ojos y se lo confesé.
—¿Y cómo reaccionaron?
—Mi mujer al principio se lo tomó fatal. Fue durísimo para ella. Es normal. Yo siempre había sido un tío sano, deportista, de costumbres moderadas, y de buenas a primeras todo eso se viene abajo. Fue un jarro de agua fría. Ahora está conmigo, para lo bueno y para lo malo.
—¿Y Martina?
—Todavía no lo sabe.
—Pero ¿no has dicho que se lo dijiste a las dos?
—Sí, pero Martina tiene déficit de atención, y en seguida se distrajo con una pelusa del jersey que había suspendida en el aire, delante de sus narices. Se quedó embobada mirándola cómo flotaba y cómo se movía cuando le soplaba, y ya no oyó lo que dije
—Casi mejor.
—Desde luego. Quiero mantenerla al margen. No quiero que se vea afectada por esto. No quiero que la estigmaticen en el cole, y la señalen en el patio: mira, ahí va la hija del adicto a los picos de pan. No quiero destrozar su infancia.
—Lo conseguirás. Todos confiamos en ti.
—Gracias. Y cuando me recupere recogeré firmas para cerrar de una vez por todas las panaderías de toda la ciudad, esos antros de perdición. Es una vergüenza que haya una en cada esquina. Te digo una cosa: en un país civilizado eso no ocurriría.
—Somos una puta república bananera.
—Ya te digo.

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