viernes, enero 16, 2009

La instauración de la mediocridad

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He tenido una revelación, de seguro tardía habida cuenta mi propensión a desentrañar los misterios de la vida con mayor tardanza que una persona corriente; ni siquiera, ay, meramente perspicaz o atenta. La revelación ha sobrevenido mientras volvía a ver la serie El ala oeste de la Casa Blanca, en mi opinión una de las más extraordinarias ficciones que ha parido la caja tonta, cuya sola existencia, la de la serie, pone en tela de juicio que la caja merezca permanentemente a su lado el adjetivo tonta.

Mi hallazgo consiste en haber apreciado, por fin, en qué se diferencia el político brillante o más o menos correcto del mediocre o definitivamente inepto, a saber: puesto que es conocido que no hay político que despegue los labios sin el previo consejo de su camarilla conspiradora de asesores, el brillante o más o menos correcto jamás dejará entrever, en el desempeño de los actos a los que lo aboca el cargo, los finos hilos que de su espalda cuelgan hasta la cruceta que sostienen sus consejeros, y hasta parecerá que cuanto dice y hace procede de su entera voluntad; mientras que de la espalda del mediocre o decididamente inepto dichos hilos colgaran a la vista de todos. Y en el supuesto que los citados asesores propusieran llevar a cabo alguna recomendación descabellada que pudiera ir en menoscabo del político, el brillante o más o menos correcto será lo suficientemente avezado o clarividente para negarse a llevarlo a la práctica, mientras que el mediocre o decididamente inepto obedecerá a pie juntillas, procediendo sin vacilación ni objeción alguna a culminar el disparate propuesto.

Verbigracia: un político brillante o más o menos correcto jamás se hubiera prestado a decir en público que frecuenta la lengua catalana en la intimidad, como tuvo a bien confesar José María Aznar en televisión, para hilaridad de quienes lo escucharon aquella noche memorable en la que, como si dijéramos, dio comienzo en España el reinado de la mediocridad.