domingo, octubre 28, 2007

Correspondencia con Dios



D
ios
Se me ha ocurrido que de aquí en adelante te remitiré una carta en la que te daré cuenta de los episodios más significativos que acontezcan en este páramo proceloso e imprevisible que es la Tierra, cuya existencia, dicen, no sólo es atribuida por completo a ti sino que, aseguran, apenas te bastaron seis días para crearla. Lo cual, a propósito de los acontecimientos calamitosos que están teniendo lugar en Barcelona con las obras del AVE, me lleva a formularte dos preguntas que espero no te incomoden ni sean motivo de futuras animadversiones: ¿No crees que si le hubieras dedicado a la Tierra más de seis días el resultado hubiese sido muchísimo mejor? ¿Es cierto lo que dice el poeta Ángel Gonzáles de que al séptimo día, lejos de descansar tal y como afirman las Sagradas Escrituras, lo que en verdad ocurrió es que te cansaste?

Las misivas serán de frecuencia desigual, si bien, guarda cuidado, en modo alguno transcurrirán menos de siete días entre una y otra, nada más lejos de mi intención que agobiarte y trastornar el apacible y vitalicio retiro en el que decidiste refugiarte, imagino que de manera voluntaria, con nimiedades y asuntos de poco calado con los que distraer tu atención.

Estos días, sabrás ya, ha adquirido especial relevancia la agresión que un indeseable mocetón de apenas veintiún años ha propinado a una adolescente en un vagón de metro. Te preguntarás por qué una circunstancia que sucede a diario y con consecuencias mucho peores que la nos ocupa (lesiones crónicas, asesinatos, violaciones) ha despertado sin embargo un interés mayor y un rechazo unánime en los ciudadanos. La respuesta es obvia: el episodio ha sido registrado por una cámara y posteriormente difundido en Internet y las televisiones de todo el planeta, lo cual pone de manifiesto otra obviedad de índole pavorosa: todo suceso que no aparece en televisión no ha ocurrido jamás. Cualquier crimen individual atroz o exterminio colectivo o abuso o injusticia cometidos que transcurra al margen de los medios de comunicación audiovisuales no sólo no obtendrá jamás el debido enjuiciamiento sino que ni siquiera será tenido en consideración, por la sencilla razón de que nunca habrá tenido lugar. Y semejante circunstancia, permite la confianza, nadie mejor que tú la conoce.

En cualquier caso, el episodio en cuestión y su posterior tratamiento informativo me ha suscitado algunas reflexiones que quisiera compartir contigo. La primera de ellas es a todas luces políticamente incorrecta, acaso inapropiada por mi parte al tratarse de un apunte de carácter sardónico, habida cuenta la gravedad del episodio que nos ocupa. Pero asistiendo con perplejidad, a posteriori, al guirigay protagonizado por la justicia y los políticos y los medios de comunicación y asimismo algunos ciudadanos que, envalentonados, proclaman que hubieran obrado de manera distinta a la que lo hizo el pobre joven que asistió como testigo al suceso, me atrevo a lanzar esta observación, siquiera para quitar hierro al asunto. A saber: las imágenes de ese indeseable departiendo por el móvil mientras le asestaba golpes a la joven constatan, por fin, que la tesis, ampliamente extendida, de que el hombre no puede hacer dos cosas a la vez es una falacia sin fundamentos. Coincidirás conmigo, no obstante, que hubiera sido preferible que el hecho se hubiese constatado de forma bien distinta.

Otro pormenor que me ha llamado la vivamente la atención de este episodio guarda relación con tratamiento que los medios de comunicación han llevado a cabo de él según el origen de los mismos, y que por extensión me aventuro a relacionar con la reclamación, o en rigor exigencia, de Josep Lluís Carod Rovira apelando en televisión a la no españolización de su nombre. Y es que resulta que, si el medio de comunicación procedía de Cataluña, el agresor era llamado Sergio Javier, y si provenía del resto del Estado, Sergi Xavier. De sobra sabes, Dios, que yo no soy de naturaleza desconfiada, pero no puedo por menos de advertir cierta malicia y perversión en semejante circunstancia. ¿Intentaban los periodistas españoles, habida cuenta los tiempos que corren, destacar de manera tendenciosa la procedencia catalana del individuo agresor? ¿Cabe imaginar, asimismo, que los medios de Cataluña pretendieran ocultar o desviar la atención respecto al origen catalán del despreciable joven, como si ser catalán no sólo fuera cuestión natalicia sino además estuviera relacionado con un determinado comportamiento que excluiría del catalán lo canallesco y la perfidia y la sinrazón? El asunto, Dios, no se me antoja baladí, y me lleva a otra reflexión: ¿Por qué Josep Lluís Carod Rovira no ha aparecido en televisión, expeditivo y contundente a un tiempo, reclamando que no españolizaran los nombres Sergio Javier?

En fin, Dios, creo que me he extendido más de lo conveniente y no deseo perturbar con irreverencias tu ocioso retiro. Espero, sin embargo, seguir contando en adelante con tu atención.
Siempre tuyo (o no), Arcadio.

PD:
Besos a los niños.

lunes, octubre 22, 2007

Decálogo




En una de las trescientas revistas sobre maternidad diseminadas por todo el piso, leo (en rigor ojeo, pese a que al principio del embarazo me impuse la obligación de leer todas las revistas que Pilar trajera a casa, la empresa se me ha antojado finalmente inalcanzable) un reportaje sobre los diez errores que una madre primeriza debería evitar cometer. Se han olvidado añadir en la medida de lo posible, pienso yo, que es, al fin y al cabo, tanto como decir: Depende de Cómo Afecte a Esa Pobre Mujer un Cambio Hormonal que Suele Deparar una Metamorfosis de Impredecibles Consecuencias Procederá Como le Salgas de Sus Reales Bajos.

Uno de las cuestiones que el reportaje sugiere evitar es que la mujer descuide su aspecto y caiga en la desidia como un escupitajo se precipita al fondo sombrío de un pozo (no perderé el tiempo en mejorar la metáfora, es la primera que me ha venido a la mente y, sin que sirva de precedente, haré caso omiso a esa máxima según la cual es prudente y recomendable desestimar siempre la primera idea que nos viene a la cabeza). Me digo para mí que afortunadamente Pilar, (para quien todavía no lo sepa mi mujer está a tres semanas de dar a luz a nuestra primera hija) no ha desatendido en ningún momento su aspecto ni disminuido un ápice su proverbial desafuero por los complementos y el cuidado obsesivo por su atuendo, ni reprimido en estos ocho meses, asimismo, su incontinencia por adquirir a todo trance vestuario que acaba guardando, vale decir, en el armario con similar desatino con el que un individuo desesperado hace acopio infatigable de víveres en el interior de un búnker en los prolegómenos de una guerra nuclear.


Pero mis observaciones se vienen abajo cuando, de regreso de sus compras sabatinas, aparece en casa ataviada de un chándal y calzada con zapatillas deportivas y una camiseta blanca con un estampado cuyas letras aparecen deformadas por las dimensiones espectaculares que su barriga en avanzadísimo estado de gestación está alcanzando.


Mi mujer, para quien lo desconozca, se maneja en la vida a partir de unas máximas que estableció por vez primera, creo, en su adolescencia, y que ha acabado transformándose en un decálogo denominado Antes muerta que sencilla, que recoge unos preceptos de obligado cumplimiento. El primero de los cuales reza que jamás saldrá a la calle en chándal y zapatillas o, en caso de que se sintiera obligada ha hacerlo, sólo sería en situaciones muy concretas, como la práctica de algún deporte o la huida súbita de casa a causa de un incendio u otro imponderable similar, pero en modo alguno en otras circunstancias, como comprar o simplemente pasear.


La miro con perplejidad, y ella responde a mi mirada con un mohín que viene a ser de resignación y desazón, y se excusa (cómo si yo necesitara pretexto alguno, mi sorpresa procede no tanto por su atuendo como por la constatación de que nada de lo que se diga o afirme a lo largo de nuestras vidas es susceptible de ser inmutable o definitivo) sosteniendo que todo el vestuario que posee es en estos momentos es incompatible con su estado de buenísima esperanza y, en consecuencia, el chándal y las zapatillas, mal que le pese, será, en adelante, su atuendo más recurrente, y acto seguido añade (con una pose melodramática propia de las películas de los años 40, cuando las damas afectadas se llevaban el dorso de la mano a la frente y con los ojos cerrados y el mentón señalando al cielo, rompían a llorar -o fingían hacerlo- mientras se alejaban de su amado con el otro brazo situado en horizontal, señalando en dirección a él, aguardando en realidad a que éste se abalanzara a consolarla y culminara la escena con uno de esos besos sin lengua tan hieráticos y anodinos y asépticos que se daban los actores de entonces) y añade Pilar, digo, que entenderá si a partir de ahora pierdo interés por ella y no la encuentro tan atractiva como la he encontrado siempre y bla bla bla…


Me la miro y siento un rapto de solidaridad incontenible y resuelvo manifestarle mi adhesión incondicional, y no se me ocurre mejor forma de hacerlo que hacer oídos sordos a mi propio decálogo (quien esté libre de decálogo que tire la primera piedra, el mío lo lidera una norma de indiscutible cumplimiento: jamás, pase lo que pase, dejaré que mis pantalones desciendas lo suficiente para que asome la raja del culo, como tan aficionados son ha enseñar algunos individuos, sobre todo en el ramo de la construcción), y me deslizo mis tejanos hacia abajo, de tal modo que asome la raja del trasero, y me sitúo en cuclillas a la manera de un paleta en lo alto de un andamio, pero allí, en el mismo comedor, frente al sofá, como si lo estuviera limpiando o reparando algún desperfecto, y cuando mi mujer aparece lo primero que contempla es el principio, la finísima raya donde se juntan mis pálidos y famélicos glúteos, asomando por el pantalón a medio caer, y Pilar rompe a reír y se abalanza sobre mí y ambos nos fundimos en un largo abrazo mientras, de fondo, juraría que escucho los acordes de una melodía empalagosa y aparece el oportuno The end, y yo, qué coño, le meto la lengua hasta la campanilla.






martes, octubre 09, 2007

De como la Sociedad Protectora de Animales debería llamar al orden a mi familia política



En contra de ese cliché tan denostados por los vehementes defensores de los animales, estoy convencido de que lo mejor que le puede suceder a algunos chuchos es que los abandonen en una gasolinera. Tal es el caso de los perros acogidos en mi familia política, habida cuenta los sucesos que han tenido lugar últimamente.
Hace unos días, con motivo de un breve viaje lúdico emprendido por mis suegros por el pirineo catalán, el hermano de mi suegro se quedó al cuidado de Otto, el perro de estos últimos, un animal ciertamente desconcertado y desconcertante que adoptaron de la perrera hace un par de años. Otto es de raza imprecisa, pequeño y de color negro y orejas picudas y morro afilado, y un rabo que se enrosca sobre sí mismo con cierta gracia circense. Otto es extremadamente inquieto, yo diría que irreflexivo y hasta desquiciado. A decir verdad, a medida que lo observo se reafirma mi sospecha, según la cual, quien quiera que fuese el desaprensivo que lo dejó abandonado a las puertas de la perrera (como así fue) antes de que se lo quedaran mis suegros, estoy seguro de que se dedicaba al tráfico de éxtasis u otro tipo de sustancias estupefacientes, y Otto, en un momento u otro de esa difícil convivencia, se le cayó en el interior de la marmita en la que se licuaba el mejunje químico del que están elaboradas esas diminutas pastillas, y Otto, cual un Obelix cuadrúpedo, quedó a perpetuidad bajo los efectos psicotrópicos de semejante droga, de tal forma que las veinticuatro horas del día parece presa de una actividad frenética, inagotable y, lo que es peor, imprevisible.

Bueno, el caso es que el hermano de mi suegro, Martín, sacó a pasear a Otto para que el animal realizara las evacuaciones de rigor, efectuadas las cuales, de regreso en el interior del ascensor, Otto, justo en el momento en el que se estaban cerrando las puertas, no se le pasó otra cosa por su cabeza atrofiada de yonqui vitalicio, que salir del ascensor al vestíbulo, para perplejidad y horror de Martín, que se quedó boquiabierto con la correa en las manos, atrapada entre las dos puertas de acero inoxidable, al otro lado de las cuales, la cara de Otto apenas permanecía a unos pocos centímetros de las puertas. El ascensor se puso en marcha, y Otto comenzó poco a poco a levitar, las patas se le separaron del suelo e inició el ascenso inevitable, colgado tristemente como los restos de un pollo desplumado en lo alto de una carnicería. Al otro extremo de las puertas Martín no reaccionaba, no acertaba a pulsar los botones, sostenía la cadena y observaba con ojos desorbitado y tez lívida cómo ésta se acercaba peligrosamente al marco superior de las puertas donde, si un milagro no lo remediaba, Otto acabaría su corta pero intensa vida de yonqui colgado por el cuello. Pero el milagro tuvo lugar, y la cadena se rompió al impactar con el marco superior de la puerta, y Otto cayó de bruces contra el suelo, y tras unos instantes lógicos de aturdimiento, se incorporó y agitó con presteza su cola, como si demandara un segundo viaje en esa atracción de feria que el azar había improvisado en el vestíbulo.

Que los protectores de los animales, en todo caso, respiren con alivio y repriman para mejor ocasión su revanchismo, Otto se encuentra en perfecto estado de salud. La última noticia que me llega de él es que se precipitó sobre la compra mensual que mis suegros habían descargado del coche al recibidor, y después de saquearlo con la furia desatada de un forajido innoble, emprendió huida con su botín, un fuet largo e interminable como la paciencia de mis suegros, y se agazapó bajo un sofá y no salió de él hasta habérselo zampado todo, dejando apenas el cordón con la etiqueta, cuyos restos se mecían, delatores, de la quijada de Otto a la salida feliz de su guarida.

Pero las vicisitudes caninas de mi familia política no acaban ahí. El mismo Martín tiene una perra, Lisa, asimismo de raza desconocida, diminuta como la conciencia de un déspota, ciega de un ojo y combativa e iracunda a más no poder. Con motivo del enlace en Zaragoza de mi cuñada Maribel, toda la familia nos trasladamos a la capital aragonesa, y Lisa hubo de quedarse con la abuela. Por ese entonces la perra no andaba muy bien de salud, y deambulaba, como alma en pena, por las habitaciones profiriendo gañidos de desconsuelo. Martín le encomendó a la abuela la tarea de que si detectaba una recaída en la frágil salud de Lisa, le hiciera ingerir un pedazo pequeñito, muy pequeñito, de Gelocatil a fin de aliviarla.
Una vez en Zaragoza, Martín llamó por teléfono para interesarse por el estado de la Lisa:

Qué, mama, cómo está Lisa.
Estupenda hijo, es una monada, no da guerra, la pobre. Se pasa el día durmiendo.
¿Durmiendo?
Sí hijo, durmiendo como una marmota. Así lleva diecisiete horas. Una detrás de otra. La jodía no despega el ojo ni aunque se hunda el suelo bajo sus pies.
¡Diecisiete horas! Ay mama, ¿qué le has hecho? ¿le has dado algo?
La pastilla, como tú me dijiste, hijo.
¿Pero sólo un trocito pequeño, no?
Un trocito… un trocito…quien dice un trocito dice toda, hijo, no vamos a andarnos ahora con tonterías.
¡Pero mama! ¡Que me la vas a matar! Pero… pero… ¡Dile a la perra que se ponga!, gritó Martín, en medio de las carcajadas incontenibles de quienes fuimos testigos de la conversación.

Francamente, creo que a la familia de mi mujer no le ha acompañado la fortuna a la hora de escoger perro. Antes de Otto tuvieron largos años a El Kiko, posiblemente el bicho más feo que he visto en mi vida. Y conste que cuando digo bicho no circunscribo el apelativo únicamente a la especie perruna. Cuando digo bicho me refiero a toda fauna que habita hasta el rincón más remoto e inhóspito de la Tierra, incluidas las profundidades marinas. Comparado a El Kiko, hasta el más extraño espécimen o ser inclasificable que hallara nadie podía presumir de atractivo. También es cierto que yo lo conocí en la senectud, y por tanto no descarto que me perdiera su época de animal de figura esbelta y porte gallardo que deambulaba por el barrio de Cirera, de donde procede, con la punta rosa fosforescente de su pene a medio asomar entre la pelambrera rala, dispuesto a ensartar a toda perra que le saliera al paso. O perro, pues ya se sabe que la especie en cuestión no suele andarse con contemplaciones de género ni ha adolecido jamás de escrúpulos a ese respecto. Bien mirado, que les quiten lo bailao.

viernes, octubre 05, 2007

La tortilla de patata



Interpretación libre de un suceso real escuchado esta semana en la radio.


Y ha sucedido que en el transcurso de la ronda de rigor, situados ambos en una de las vías que se encuentra en el itinerario habitual que mi compañero y yo realizamos a diario, previa asignación por nuestros más inmediatos superiores, a la altura del número 8 de la calle en cuestión, y ha sucedido, digo, que al poco hemos escuchado ruidos sospechosos que provenían de una planta baja al lado de cuya fachada nos hallábamos en ese momento. De tal forma que, con objeto de identificar la naturaleza exacta de los sonidos, nos hemos aproximado a pocos centímetros de la puerta y la ventana. Y tras unos momentos de permanecer en silencio, expectantes y con la oreja pegada a la puerta y a la mencionada ventana, hemos constatado que, en efecto, desde su interior nos llegaban los lamentos y el clamor quedo de auxilio expresado por alguien que parecía ciertamente hallarse en apuros. En razón de lo cual mi compañero y yo, sin más dilación, hemos procedido a echar la puerta abajo, efectuado lo cual hemos entrado el domicilio con el arma apercibida en previsión a un posible altercado fortuito con individuos hostiles, y hemos recorrido las diferentes habitaciones a fin de identificar desde cual de ellas venían los sonidos, que han resultado proceder de la cocina, en cuyo interior hemos hallado la escena descrita a continuación: en el suelo dos personas, un hombre y una mujer, la una enfrente de la otra, el varón, bien parecido, de aproximadamente 25 o 30 años, tendido sobre las baldosas en posición fetal, y con las manos en los genitales mientras profería gimoteos quejumbrosos y mascullaba improperios tales como: ay, ay, ay cómo duele, la muy hijaputa. La mujer, de edad similar a la del varón, sollozaba desconsoladamente en tanto se frotaba sin cesar y con gesto de dolor el cuero cabelludo. La joven permanecía sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el mobiliario inferior de la cocina. En un reconocimiento somero pudimos observar que tenía el pelo impregnado de aceite y no pocos pedazos de patata y huevo enredados asimismo en la maraña del cabello rizado. Los restos de lo que a todas luces semejaba una tortilla de patata y la sartén de tamaño medio en la que, con toda seguridad, estaba siendo cocinada, yacían derramados por doquier, suelo y paredes y con mayor concentración en torno a ambos individuos.

Y una vez realizados los primeros y más elementales auxilios médicos, hemos procedido a tomar declaración a los dos implicados a fin de esclarecer los pormenores de lo sucedido, efectuado lo cual hemos constatando que los testimonios de los dos involucrados coincidían por completo aun habiendo tomado la precaución de llevar a cabo el interrogatorio por separado, de cuyas indagaciones damos cuenta a continuación: Habiendo solicitado su presencia como oficial de primera en fontanería, el señor Julián Garrido, de 27 años de edad, se ha personado en el domicilio en cuestión, y en ausencia de los legítimos propietarios de la residenci, en ese momento ocupados en otros menesteres fuera de la ciudad, a le ha atendido María de la Cruz Guadalupe y Rosario, empleada en la casa como asistenta y cocinera. De común acuerdo han decidido ambos que el señor Julián Garrido realizaría las diversas reparaciones para las que previamente había sido reclamado, en tanto María de la Cruz Guadalupe y Rosario proseguiría con los quehaceres que tuviera encomendados, el más urgente de los cuales resultó ser la elaboración de una tortilla de patata.

Transcurrido un tiempo no inferior a media hora ni superior a 45 minutos, el fontanero Garrido ha hecho acto de presencia en la cocina y se ha acercado por detrás a la señorita Guadalupe y Rosario y, siempre mostrado el mayor de los respetos y dirigiéndose a ella con consideración, le he preguntado qué le parecía a María de la Cruz Guadalupe y Rosario si le hacía una felación (mamada ha sido la expresión exacta) mientras él vigilaba la tortilla. A lo que la interpelada, sin ocultar su inicial sorpresa y rubor, ha acabado aceptando porque, según ha explicado, el oficial fontanero Julián Garrido le parecía extremadamente atractivo.

Así pues, el fontanero Garrido se ha desabrochado los pantalones y se los ha bajado a la altura de los tobillos, ha abierto ligeramente las piernas de tal modo que la señorita Guadalupe y Rosario se situara de espaldas a la vitrocerámica, cómodamente de rodillas en el espacio resultante entre ambas extremidades y ha iniciado la felación mientras el señor Julián Garrido sostenía la sartén por el mango, efectuando, de tanto en tanto, un ligero vaivén horizontal para que las patatas recibieran la justa cocción. Llegado este punto, y a causa del celo y la gran destreza que la señorita Guadalupe y Rosario ha mostrado en la ejecución del sexo oral, el señor Garrido se ha visto obligado a alcanzar un orgasmo furioso y desatado, de intensidad tal que ha perdido por completo el gobierno del brazo de la mano que sostenía la sartén, como consecuencia de lo cual ha derramado su contenido, de manera no premeditado, sobre la cabeza de la señorita Guadalupe y Rosario, quien ha respondido al dolor infringido por el aceite hirviendo cerrando su mandíbula e hincando sus dientes en torno al pene del señor Garrido, en un acto reflejo igualmente involuntario que, a su vez, ha provocado que el fontanero, presa de un dolor insoportable, golpeara en repetidas ocasiones la cabeza de la señorita Guadalupe y Rosario con la sartén con la esperanza de que ésta liberara su pene, circunstancia que no ha hecho sino causar el efecto contrario al pretendido por el fontanero, es decir, incrementar la fuerza con la que María de la Cruz apretaba los dientes alrededor del miembro tumefacto del señor Garrido, que, a su vez, cuanto más dolor sentía con mayor virulencia y obstinación golpeaba el cráneo de la cocinera, situación que se hubiera prolongado indefinidamente si los dos no hubieran quedado exhaustos y doloridos sobre el suelo de la cocina, momento en que mi compañero y yo hemos hecho acto de presencia.

Y preguntado a los dos implicados si deseaban formalizar la correspondiente denuncia el uno contra el otro, han declinado ambos semejante posibilidad, el oficial fontanero Julián Garrido aduciendo que no se le antojaba lo más prudente habida cuenta que le faltaban dos semanas para contraer matrimonio con su novia de toda la vida, y María de la Cruz Rosario y Guadalupe para evitar complicaciones innecesarias a causa de su situación irregular en el país, después de lo cual mi compañero y yo hemos abandonado el domicilio sin resolver la duda personal que a los dos, de manera simultánea, nos ha asaltado a la salida del domicilio, a saber: si la tortilla era con o sin cebolla.





lunes, octubre 01, 2007

Superchería



Causa estupor que algunas personas decidan usurpar una identidad falsa para incorporar a su vida elementos o hechos vividos por otras personas, o apropiarse y detentar sucesos que les acontecieron a terceros para así dotar a su vida de cuanto ellos piensan que carece, de todo aquello que está ausente en el discurrir cotidiano de sus vidas, que imagino consideran anodinas o mezquinas o sencillamente les parece que languidece de forma inexorable, si no a cuenta de qué enredarse en esa madeja de imprevisibles consecuencias. Causa sorpresa que tengan valor para sostener públicamente una mentira que más pronto que tarde será desenmascarada, y sin embargo no reunan coraje suficiente para hacer algo por cambiarlas sin echar mano de embustes, para transformar sus vidas tal y como les gustaría que fuera y convertirlas o aderezarlas con pormenores o vivencias similares a las que han arrebatado a otros. Cuesta creer que empleen tanta energía y tiempo y a menudo ingenio en levantar el andamiaje de una infamia semejante y que asimismo estén dispuesto a pasar el bochorno público que implica ser descubierto, y sin embargo no se paren un momento a pensar en qué forma que no sea mintiendo podrían sus tristes vidas dejar de serlo. Quizá sea por que son unos mentirosos compulsivos, o por pura cobardía, porque ser partícipe de esas vicisitudes conlleva acaso un riesgo que no están dispuestos a asumir o les gustaría correr pero el miedo les impide hacerlo.
Ahí está esa mujer, Tania Head (a la postre Alicia Esteve Head, todo apunta a que también el nombre ha resultado ser falso), que ha presidido la Red de Supervivientes del World Trade Center, que se había encargado de difundir en conferencias, universidades y medios de comunicación de toda índole cómo había logrado salvar la vida el 11-S, alcanzando la calle tras bajar desde el piso 78 en el que se hallaba cuando impactó uno de los aviones. Pero lejos de conformarse con esa mentira que podía haber pasado inadvertida, habida cuenta el caos que se apoderó de ese día, adornó además su relato con añadidos susceptibles de conmover y con el objeto final de alcanzar una notoriedad a todas luces efímera. Según todos los indicios pocos episodios de la biografía que había dado a conocer esa señorita se ajustan ahora a la verdad, como haber estudiado en Harvard y Stanford, donde según parece nadie ha oído hablar de ella ni recuerdan que asistiera a sus aulas.
En 2005 salió a la luz que Enric Marco, hasta entonces presidente de los españoles presos en el campo de exterminio de Mauthausen, había sostenido durante 30 años un testimonio inventado de su paso por el infierno nazi, una superchería que había dado a conocer en institutos y universidades para alentar a los jóvenes del peligro de los fanatismos y, sobre todo, para mantener viva la memoria de unos sucesos en los que en realidad no tuvo nada que ver.
Qué desconcertante resultan todos esos embustes reiterados, todo ese afán de notoriedad, todo ese empeño en ser objeto de reconocimiento y que acertadas aquellas palabras que un día pronunciara Bernard Shaw: Ser maltratado no es un mérito.