sábado, diciembre 30, 2006

Gestos


A los seres humanos nos delatan los pequeños detalles. Lejos del lenguaje complejo y la aparente trascendencia de uno de esos tratados plúmbeos de psicología barata, hay que fijar la atención y detectar las minucias cotidianas que nos afectan a fin de deducir cómo somos y qué circunstancias no impulsan a obrar de una u otra forma. Créanme, el detalle es lo que cuenta. Deslizar inconscientemente la yema del dedo índice por encima de la mejilla de tu pareja, o retirar en un acto reflejo el mechón que le cae en medio de los ojos, o una determinada frase o palabra pronunciada de improviso revelan más de uno que el cuestionario más severo e incisivo al que nos hayamos prestado nunca. Pocas cosas me deparan mayor placer que contemplar el comportamiento de un desconocido que pasea ajeno a la mirada que lo escruta, con el propósito, en cierta forma deshonesto, de saber mucho más de lo que él estará dispuesto a confesar nunca. Deambulan por el mundo infinidad de personas con más de una vida: la suya propia y la que yo les he atribuido en el decurso de los periodos ociosos que dedico a observar a los transeúntes. Desde cualquier banco o umbral que me ha salido al paso, basta un gesto insignificante o ingenuo, o una fugaz mirada de reproche o una indumentaria concreta para identificar la naturaleza del observado. Una mueca realizada por descuido encierra en ocasiones los pormenores minuciosos que conforman la personalidad de un individuo, o de un grupo de ellos. Ayer, sin ir más lejos, leí en El País que el PP de Salamanca había impedido que saliera adelante una moción que invalidaba, bien que de manera simbólica, el acta de 1936 mediante la cual fue expulsado el escritor Miguel de Unamuno de la concejalía del ayuntamiento salmantino, concedida democráticamente, bueno es recordar, por los ciudadanos. La medida fue llevada a efecto por exacerbados políticos de un rancio espíritu carpetovetónico (afines, de más está señalar, a las tropas golpistas) que lo acusaron, entre otras imputaciones, de falta de respeto e irreverencia en relación a la nación española. A menudo escucho o leo las quejas que la militancia del PP (o parte de ella) reprocha a quienes sistemáticamente los vinculan con el régimen de Franco. Bastaba el detalle de respaldar, o sencillamente no obstaculizar, la moción pretendida en Salamanca para invertir o modificar o rebatir a los que tal ascendencia les atribuyen, y sin embargo han insistido en realizar el gesto contrario. Y es que nada es más cierto: a los seres humanos nos delatan los pequeños detalles.

sábado, diciembre 23, 2006

Epígrafes


Leer depara en ocasiones hallazgos luminosos, frases breves que parecen fruto de un momento de inspiración, de una reflexión fortuita, pero que en realidad encierran largos años de observación y experiencia. E aquí una muestra:



"Si el corazón pensase dejaría de latir".
Alberto Mendez

"Un libro es una madriguera para no ser visto"
Antonio Muñoz Molina.

"Sólo hay un bien: el conocimiento. Sólo hay un mal: la ignorancia"
Sócrates.

"Felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace".
Sartre.

"¿Cómo saberlo todo sin envejecer?".
Yul Breiner.

"Vivir es sufrimiento, y sobrevivir es encontrar sentido al sufrimiento".
Victor Frankl.

"El socialismo no consiste en tratar a todos igual, sino en no tratar igual a los que son desiguales".
Juan José Millás.

"Se tienen hijos para que nuestros errores duren más que nosotros".
Antonio Muñoz Molina.

"Uno no debe a los libros lo que es, sino lo que ha dejado de ser".
Juan José Millás.

"La sensibilidad es la capacidad de salir del mundo propio y entrar y entender otros mundos distintos al nuestro". Teresa Inícoz.







viernes, diciembre 22, 2006

Dedicado a quienes compran lotería


Era se una vez un hombre que en rigor no se preocupó nunca de ejercer como tal. De entre todos los oficios variopintos que desempeñó a lo largo de su vida, el de lotero ocupó sus últimos años. Cuando se acercaban estas fechas entrañables en las que la gente acudía en manada con objeto de adquirir un número de lotería que les aliviara de las privaciones que padecían a diario, no sólo en las administraciones de sus respectivas ciudades, sino también en la de los pueblos y locadidades de otras regiones, mediante algún conocido que casualmente las visitaba o, si fuera menester, peregrinando ellos mismos exprofeso. Este lotero, cuya dos neuronas sólo reaccionaban ante negocios al margen de la ley, (cuando no en dilapidar de inmediato los dividendos que deparaban semejantes asuntos fraudulentos), este lotero, digo, había adquirido la costumbre, en las proximidades del sorteo del Gordo de Navidad, de realizar miles y miles de participaciones de un número determinado de lotería del que, en cambio, apenas se molestaba en comprar un décimo, por completo insuficiente para responder a las cantidades ingentes de participaciones que por lo general vendía. Es decir, pergeñaba un fraude, una estafa de la que además hacía cómplice involuntaria a su familia, incluidos sus hijos de corta edad, quienes pasaban horas y horas rellenando los talonarios de participaciones con todos los datos de obligada presencia en participación que se precie: el número de lotería, el precio del boleto, el sello con el nombre y el domicilio de lotero, etcétera. A tal efecto contaban con todo un instrumental a fin de realizar la tediosa tarea con eficacia y diligencia: una cajita con la esponja o cojín empapado en tinta de color azul, instrumentos de distinto tamaño con engranajes para elegir las cifras que a continuación se impregnaban de dicha tinta, etcétera. El resultado de la estafa era dispar; si bien es cierto que ninguno de los números que el insensato lotero eligió fue premiado jamás con uno de los denominados importantes (primero, segundo o tercer premio), no lo es menos que la mayoría de veces sí alcanzó el duro por peseta, esto es, el lotero debía devolver a su cliente un duro por cada peseta que hubiera invertido en su participación. Llegado el caso el individuo ponía pies en polvorosa, se esfumaba, desaparecía y, por tanto, dejaba sola a su esposa e hijos, que debían atender (en especial la desdichada mujer) las reclamaciones legítimas de los furiosos clientes. Semanas más tarde, a la intemperie de la madrugada, con absoluta premeditación, el lotero aparecía en un desvencijado camión y el correspondiente chofer a sueldo y cargaba en él a toda su familia y el mobiliario imprescindible, y emprendían fuga a cualquier otra ciudad en la que, más pronto que tarde, volvía a pergeñar el mismo fraude, que acabó por causar un extrañó trauma a sus hijos: durante años no podieron oír la voz cantarina de los niños de San Ildefonso sin experimentar una suerte de pavor e incertidumbre irreprimible que los empujaba deambular por inhospitas montañas o encerrarse en habitaciones durante el tiempo en que se prolongaba el Sorteo del Gordo de Navidad.
Era se una vez un padre que en rigor nunca se preocupó de ejercer como tal.

jueves, diciembre 21, 2006

Tenía que pasar.


Tal y como apunté en la entrada del 22 de octubre, titulada Santa Claus & Reyes Magos, todos los edificios de Mataró están siendo asaltados por los Santa Claus trepadores, este año en masa y con más insistencia que los anteriores, a juzgar por la exagerada proliferación de muñecos despatarrados que cuelgan por doquier. Los responsables del dislate, para hacer la gracia completa, podrían poner en las manos del gordito bermellón una hamburguesa y de esa manera reproducirían la tradición anglosajona con absoluta fidelidad. Propongo la creación inmediata, con carácter de urgencia, de una patrulla nocturna dedicada exclusivamente al descuelgue, apaleo y quema en plaza pública de todos los Santa Claus que se balanceen en los balcones de la ciudad. Sugiero, asimismo, que a los padres que hayan colaborado en la feliz idea de implantar esa tradición ridícula se les cuelgue del cuello un cartel que deberán llevar encima durante el tiempo que se prolonguen las fiestas navideñas, en el que rece: Mi culpa es carecer de imaginación, o cualquier otra frase similar que ponga de manifiesto la falta de iniciativa para llevar a cabo nada que no haya hecho antes el rebaño . Proponed vosotros, en los comentarios, la frase que creáis más apropiada.

lunes, diciembre 18, 2006

Madrid, Agustina y una freake en RENFE (y III)

Me giré y la vi avanzando por el pasillo desde el fondo del vagón, charlando con los viajeros que encontraba a su paso, quizá recriminándoles su conducta incívica, tal y como haría con un joven sentado en los asientos contiguos a los nuestros, a quien exhortó, con una mirada severa y un imperceptible movimiento de cabeza, a que retirara los pies de encima de la butaca. Lidia estaba delante de mí, a su lado, junto a la ventana, Pilar, y frente a ella, pegado a mi brazo izquierdo, Raúl, sentados los cuatro en el interior del tren, parado con las puertas abiertas en la estación del aeropuerto, en espera a que dieran las once de la noche para que partiera en dirección a la de Sants, donde esperábamos coger a tiempo el último que se dirigiese a Mataró, si es que a hora tan tardía todavía circulaba alguno, pormenor que yo tenía la esperanza me resolviera esa empleada de RENFE, en realidad con más aspecto de suscitar dudas que de disiparlas.
Madrid quedaba atrás y los huevos estrellados de Lucio ya sólo eran el recuerdo de una digestión incómoda, fatigosa y obstinada, síntomas a los que sin duda había contribuido los espaguetis a la carbonara, el solomillo y la tarta de chocolate en que consistía el menú que habíamos engullido los cuatro en el único restaurante en que encontramos mesa libre, cuando ya estábamos a punto de desistir y entrar en el Burger King más cercano, horas después de vagar por la Plaza Mayor y alrededores, cansados de asomarnos, como famélicos pedigüeños, a locales atestados de gente hambrienta como nosotros, en uno de los cuales habíamos guardado turno más de una hora para, finalmente, acabar marchándonos, aburridos de las dilaciones continuas que nos anunciaba la camarera cada vez que se paseaba frente a nosotros con la bandeja llena de tapas.
Horas antes del hallazgo improbable de ese oportuno restaurante, persuadidos por el frío, habíamos bajado del autobús turístico a mitad del itinerario previsto con idea de tomar un café con leche en el popular Café Gijón, cenáculo frecuentado durante años por escritores ilustres que pasaban el tiempo discutiendo de lo humano y lo divino en improvisadas tertulias, y en el que, para nuestra sorpresa, coincidimos con algún conocido de Mataró. También en la T4, poco antes de coger el vuelo de regreso a Barcelona, nos cruzamos con dos rostros populares, presentadores de Caiga quien caiga, uno de ellos Arturo Valls, que aparece asimismo en Cámara Café en el papel de un comercial un tanto elemental, mujeriego y desvergonzado, por completo distinto a él a juzgar por el rubor que le subió al rostro cuando les pedimos a ambos que se dejaran fotografiar junto a Lidia, Pilar y Raúl.
Cuando la revisora –nunca sabré en rigor si ese era su cometido– estuvo a mi lado le pregunté si sabía a qué hora salía el último tren de Sants con destino Mataró. Al tenerla cerca pude constatar que era de una fealdad imperdonable. Quiero decir que hay personas poco agraciadas o manifiestamente feas, o repugnantes sin más a las que sin embargo no se les puede responsabilizar de su aspecto porque son resultado genético de una mezcla desaconsejable e insensata que jamás hubo de producirse. Y hay otras que se obstinan en atentar contra sí mismas infringiendo las leyes más elementales de la estética y el buen gusto. ¿A cuento de qué aquella mujer con aspecto de hombre travestido había de lucir el pelo corto teñido de rubio platino, tan mal cortado que parecía que sobre la cabeza le había caído del cielo un pulpo albino? Bajo la camisa característica de RENFE los pechos sin sujetador se mecían como ubres danzarinas, pormenor este del que Raúl y yo no nos habíamos percatado, circunstancia que asombró en extremo a nuestras respectivas esposas, ¿no os habéis dado cuenta?, exclamaron ambas al unísono, como si la avidez sexual del hombre no tuviera límite y no atendiéramos a escrúpulo alguno con tal de saciar nuestra lascivia, como si no supieran ellas que antes de retozar con mujer semejante nos prestaríamos a ser sodomizados por un rinoceronte africano, en el supuesto de que no procedan todos de esa región, detalle este que desconozco y además no viene a cuento. Lo importante es dilucidar por qué no respondió a mi pregunta (¿A qué hora sale de Sants el último con dirección Mataró?) con un lacónico sí o no, en lugar de explicarnos que estaba hasta los huevos de ir tren arriba y tren abajo y de sorprender a parejas de jovencitos prodigándose desmesuradas muestras de amor, que disculpaban con la excusa de que llevaban tres meses sin verse. Yo llevo cuatro meses sin follar y me jodo, nos dijo ella que les respondía en ese caso. Y a continuación nos confió que estaba muy cansada y bajo los efectos de un resfriado incipiente y que no podría descansar cuando concluyera su jornada porque en casa le esperaba mucho trabajo, y además debía ver a su nieta, que parecía un ratoncito bajo las sábanas de la cuna o cama donde dormía. Esta última confidencia nos suscitó a los cuatro las mismas dudas, a saber: qué tipo de hombre había tenido estómago para yacer en la misma cama que esa mujer y cuánto dinero habría gastado en psicólogos para olvidarlo, y si la hija, tal y como sospechábamos, se llamaría Fanny y sería una madre soltera de las que mastica chicle con la boca abierta y se maquilla como si fuera daltónica, y calzaba unos zapatos de plataforma similares a los que llevaba el monstruo de la familia Adams. Quien tenga frío que se joda, que yo lo paso cada día y me aguanto, exclamó cuando al parecer alguien se quejó de que las puertas del tren permanecieran aún abiertas. A todo esto Pilar, reprimiendo apenas la risa, no hacía más que echarse las manos al rostro y manifestar su deseo de llegar cuanto antes a casa, y yo miraba a Raúl y Lidia y me encogía de hombros mientras les susurraba: sólo quería saber a qué hora sale el último tren. Sólo eso.

martes, diciembre 12, 2006

Madrid, Agustina y una freake de RENFE (II)

Las pelucas se podían adquirir en los puestos navideños instalados en el centro de la Plaza Mayor, donde, según me aclaró a la vuelta mi hermana, es tradición venderlas por estas fechas. Paseamos por la Gran Vía madrileña, donde no tardaría en sorprendernos una lluvia liviana que pronto se haría intensa. Aprovechando su proximidad, Lidia y Raúl entraron en El Corte Inglés a comprar un paraguas. No tardaron en aparecer con uno marca Vogue: barra y varillas interiores de aleación de titanio, tela impermeable muy tupida y extremadamente fina elaborada con el mismo material con el que fabrican los chalecos antibalas, mango curvo de piel curtida de tigre africano con diamantes incrustados y botón de apertura automático, cuadrado y sensible a la huella dactilar que, al pulsarlo, iniciaba la operación de despliegue con un sigilo asombroso gracias a su engranaje digital. En definitiva la envidia de los cuatrocientos chinos que de inmediato aparecieron vendiendo paraguas a dos euros.
Pronto nos dirigimos a Casa Lucio por el dédalo de calles que rodean la Plaza Mayor, en las cuales proliferan garitos en los que la muchedumbre se concentra en un palmo cuadrado de suelo a fin de dar cuenta de las tapas, deliciosas y variadas. El gran momento se aproximaba y yo no cabía en mí de excitación. Dos días sin probar bocado con idea de que pudiera comer cuantas más patatas y huevos fuera capaz de engullir estaban a punto de culminar con la visita al famoso Casa Lucio. El local guardaba una estética deliberadamente casposa o retro o en apariencia añosa, muy en consonancia a los que proliferan en Madrid, donde al parecer son menos propensos a las moderneces propias de Barcelona, y descuidan sin pudor la forma para concentrarse en el fondo: la comida, y a ser posible servida en abundancia.
En Lucio nos sentaron a una mesa cuadrada, ciertamente pequeña para dos parejas, y además muy próxima a las mesas contiguas, una costumbre que, por lo que pudimos constatar más adelante, es habitual en Madrid. A Lidia no le apetecía, de manera que el resto pedimos de primero, –faltaría más– los populares huevos estrellados Lucio. De segundo, Lidia y Raúl un churrasco inmenso para dos que sirven a medio hacer, Pilar cabrito asado, y yo, un entrecot, después de que me disuadieran de que sería excesivo, redundante y, sobretodo, desaconsejable para mi salud, pedir también huevos estrellados de segundo.
Sin embargo, mi decepción fue enorme cuando el camarero depositó en medio de la mesa una bandeja de patatas fritas con cuatro huevos estrellados encima. ¿Ahora traerá las otras dos que faltan, no?, pregunté, convencido de que tocábamos a bandeja por persona.
¿Qué dos?, me respondió alguien.
Pues las dos que faltan, añadí yo.
Pero si esta bandeja es para los tres, dijo Raúl. Ahora sólo tienes que servirte de ella en tu plato.
Lo miré perplejo.
Pero qué me estás contando, si esta bandeja me la como yo en un abrir y cerrar de ojos.
Pero como te vas a comer eso, si ahí hay cuatro huevos y un montón de patatas.
Nos ha jodío, pues claro que me los como. Será la primera vez.
Pero no seas ansia, no ves que después tienes el entrecot.
Pues renuncio al entrecot y de segundo pido otra de huevos para mí solo y punto en boca.
Pero que te vas a destrozar el hígado, alma mía.
Me da lo mismo. Es mi regalo de cumpleaños y son mis huevos fritos y yo quiero una bandeja para mi solo. Para mi solo.
¡¡Ansia!!, gritaron los tres al unísono no sin cierta saña.
Finalmente pedimos media bandeja más de huevos, y junto al delicioso entrecot que me zampé, el camino de regreso al hotel en lugar de andando lo hice rodando.
Al día siguiente tuvimos la más acertada ocurrencia que imaginarse quepa: desembolsar catorce euros por cabeza para pasear por las ilustres calles de Madrid en un autobús turístico, sin techo, en el día más frío del año. Había que vernos a los cuatro, ateridos, en lo alto del vehículo. Qué feliz idea. Lidia, cuya propensión al frío es de todos conocida (viste pijama de felpa en agosto), se había esfumado, escurrida dentro de su abrigo negro, modelo sarcófago, del interior del cual, donde debía estar su cabeza y su sonrisa luminosa, apenas asomaban un par de cabellos rubios. A Raúl, de tan encogido como iba, le había desparecido el cuello, y en consecuencia la mandíbula parecía soldada a los hombros, y de los dos orificios de su nariz colgaban sendas estalactitas. En lo que a mí respecta, las orejas (esas dos protuberancias aladas que destacan a ambos lados de mi cara) se me habían resquebrajado y desmenuzado en polvo sobre los hombros, como si de caspa se tratase. De los cuatro, Pilar era la que aparentaba mayor entereza ante ese súbito frío polar, debido a que en tales ocasiones prescinde, la muy ladina, de la fragilidad de porcelana de Carrie Bradshaw y recurre a la fortaleza campesina de Agustina la de la Esquina, más curtida en los estropicios que provoca la intemperie. Para colmo de males la narración que escuchábamos a través de los auriculares que nos habían proporcionado no sonaba sincronizada con la velocidad a la que circulaba el vehículo, de tal manera que cuando la voz anunciaba que pasábamos delante de un histórico edificio del sigo XVIII, con puertas de caoba importadas de Brasil con remaches en oro de Bulgaria, en realidad lo hacíamos frente al bar whiskería Encarni ciezoescocío, lo que, sin ánimo de menospreciar los servicios que la tal Encarni pueda ofrecer a su ilustre clientela, convendrán conmigo resta glamour a un viajecito en bus ya de por sí falto de encanto.

sábado, diciembre 09, 2006

Madrid, Agustina y una freake en RENFE (I)

Circula entre mis amigos la leyenda de que soy una persona con especial predisposición a congeniar con los freake más insospechados que imaginarse quepa. Pese a que semejante teoría me parece infundada (responde a esporádicos cruces que he tenido con individuos variopintos, nada que no le pueda suceder a cualquier otro en circunstancias similares) el viaje de regreso de Madrid nos deparó una situación hilarante y disparatada a partes iguales con la madre de todas las freake, a la postre una revisora o vigilante de RENFE (en realidad no sé cual será su cometido en la muy desprestigiada RENFE, quizá la de entretener a los viajeros, tal y como tuvo a bien hacer con nosotros cuatro. Espero en todo caso que no sea la de conducir el convoy. Qué Dios nos acoja en su seno de ser así). Tras la escena (de la que daré cuenta en la siguiente entrada) no pude por menos de pensar que tal vez algo de cierto esconden las afirmaciones de las que me acusan mis amigos.
El viaje a Madrid era una sorpresa que Pilar, con premeditación y alevosía y la participación desleal y silente de mis amigos Raúl y Lidia, había preparado meticulosamente como regalo de cumpleaños. El fin último era cenar en Casa Lucio, donde presumen de servir los mejores huevos y patatas fritas del mundo, o de buena parte de él. Para quien lo desconozca, es bueno aclarar que una montaña de patatas fritas coronada con dos huevos fritos cuya yema se deshaga por entre los intersticios que hay entre una patata y otra es mi comida preferida, y, a mi entender, el mejor y más delicioso plato que existe.
Durante el vuelo a la capital de España no sucedió nada de especial relevancia, acaso la confesión de Pilar, mi santa esposa, que en animada charla, evocando los textos publicados en el blog sobre nuestros días en Nueva York, me confesó no sólo que era cierto lo que había yo afirmado en una de las crónicas neoyorquinas respecto a que en ella latían dos mujeres por completo distintas, sino que además afirmó que había tenido a bien poner nombre a cada una de ellas: a la sofisticada y devoradora de cuanto artículo de última moda apareciera en el mercado, había decidido denominarla Carrie Bradshaw (la admirada protagonista de Sex and the City), y a la provinciana con ademanes de camionera exaltada con tendencia al exabrupto, la había bautizado como Agustina la de la esquina, al parecer un personaje popular del barrio de Cirera, donde Pilar, como sabéis, creció. A este último mote se le ha de sumar la enfermedad o mal o defecto que un día, en un rapto de sinceridad, me confesó padecía, conocido en medicina como El mal del tordo (cara delgada y culo gordo), a lo que yo, en correspondencia a su franqueza, decidí regalarle una confidencia largamente callada: también yo sufría una dolencia similar, conocida como El mal de las gallinas (mejilla delgada y piernas finas), con lo que nuestros destinos acabaron unidos por el azar y una patología avícola que hasta el momento no nos ha deparado más que dicha.
Aterrizamos en la recientemente inaugurada T4, una terminal inmensa y suntuosa dotada con la tecnología más avanzada, cuyos techos altos con elegantes listados de madera, contemplaba Raúl admirado mientras se quejaba de que el edificio en cuestión lo habían construido gracias sus impuestos. En Madrid nos aguardaba un tiempo más desapacible que el que dejamos en Barcelona. Mucho frío y viento y amenaza de lluvia que acabaría por confirmarse. Nos alojamos en el Hotel Mario, de la cadena Romm Mate, situado en el centro de la ciudad, al lado del Teatro Real, a pocos pasos de la Puerta del Sol. Se trata de un lugar agradable, muy limpio y de aspecto cuidado, un tanto sofisticado (los pasillos se iluminaban por sí solos a nuestro paso, el número de cada habitación escrito en negro, en vertical, a todo lo largo de la puerta color blanco inmaculado), decoración alternativa, inspirada en el estilo Ikea, habitaciones espaciosas, baño impecable con plato de ducha, televisor de pantalla plana. Apenas un cuarto de hora después, en espera de que llegara la hora de la cena en Casa Lucio, a las diez de la noche, caminábamos los cuatro por las calles de un Madrid atestado de gente, muchos de los cuales lucían pelucas de múltiples colores.

miércoles, diciembre 06, 2006

Gracias

Desde el primero al último que ha participado en este viaje, muchas gracias a todos. Pilar y yo estamos de nuevo en casa. La feliz idea de volver a encontrarnos con vosotros, los amigos y familiares, todos, descarta la posibilidad de que nos entristezca cualquier nostalgia de unos días que, por otro lado, no nos han deparado sino felicidad y momentos inolvidables, no sólo los que nos proporcionaba a diario la propia ciudad, sino el que vosotros, desde aquí, con los comentarios que escribíais regularmente, nos trasladabais. En muchas ocasiones, las crónicas fueron escritas precipitadamente, de tal forma que hubo infinidad de circunstancias que olvidé narrar, de manera que en los próximos días corregiré algunos errores, añadiré la Ñ allí donde los teclados norteamericanos no deberían haberla quitado nunca, pondré acentos donde sea necesario y demás faltas ortográficas que haya, que las hay y muchas. Asimismo, ahora que estoy en casa y puedo, colgaré en el blog las fotografías que a muchos prometí antes de partir, y que diversos motivos me impidieron llevar a efecto. Gracias y besos a todos.

lunes, diciembre 04, 2006

Noveno dia. Despedida

Nueva York es la exuberancia de un mestizaje tan necesario como inevitable. Nueva York es el aroma a comida de toda procedencia impregnando las esquinas de la ciudad. Nueva York es la estela desvaída de color amarillo que dejan los taxis tras de sí. Nueva York es el vapor que emerge de repente del interior de una alcantarilla cualquiera (¿qué o quién lo provoca? ¿qué clase de monstruo oculta al mundo en sus entrañas esta ciudad?). Nueva York es un indigente desarrapado que despide un insoportable hedor agrio, y que empuja, vacilante, un carro de supermercado lleno de objetos inútiles mientras masculla una letanía inacabable de fracasos. Nueva York es una joven latina, menuda e indispensable, que se expresa indistintamente en ingles o español al otro lado del mostrador de todos los comercios de esta ciudad. Nueva York es un lecho de hojas vencidas que yace a los pies de un árbol de Central Park. Nueva York es una acogedora cafetería en el Soho en la que suena de fondo Tracy Chapman. Nueva York es una afro americana de belleza ofensiva que se desplaza con zancada felina por las anchas aceras, ataviada con chaqueta entallada y falda ajustada y corta, al final de la cual asoman unas piernas fibrosas del color del bronce, calzada con zapatillas deportivas que sustituye al llegar a su lugar de trabajo por unos elegantes zapatos negros. Nueva York es el espíritu de Rosa Parks, la primera mujer de color que se negó a ceder su asiento a un blanco, encarnada en una anciana de aspecto adorable y mirada afectuosa y el cabello encanecido que se sienta frente a mí en el autobús, y al poco se levanta con fatiga de su butaca, y antes de apearse le dirige a un extranjero una sonrisa entrañable a la vez que musita un imperceptible good night. Nueva York soy yo, estupefacto, felizmente perplejo, rendido de admiracion. Pero Nueva York es, por encima de todo, Pilar (ella y sólo ella, ¡cuánto amor concentrado en un solo ser!), que rodea con sus brazos mi cuello, y acerca los labios a mi oído y me susurra este reproche dulce: Y tu no querías venir...

Arcadio Garcia, Apple Center, barrio del Soho,
Lunes 4 de diciembre de 2006

Crónicas de Nueva York. Octavo dia

Son las diez y media de la mañana hora de Nueva York. Comienzo a escribir esta crónica en la cafetería-restaurante Pastis, situada en la novena con la doce, en el barrio de Chelsea. Para quien no haya oído hablar de ella, aclarar que se trata de un local en el que a menudo desayunaban las protagonistas de Sex and the City mientras compartían en animada conversación las peripecias que protagonizaban en la serie. Las referencias a la serie, por otra parte inevitable, han sido constantes durante estos días. Pilar no dejaba de hallar lugares que de inmediato creía haber visto en algún episodio, cuando no visitábamos ex profeso un lugar emblemático en el que sabíamos habían rodado escenas, como la filmada delante del hotel Plaza, en la parte sur de Central Park, donde transcurre la secuencia favorita de Pilar y que es con la que concluye la segunda temporada.
El Pastis es un lugar delicioso, toldos rojos a la entrada, ventanales amplios de madera vieja barnizada, y mesas diminutas en las que apenas cabe el opíparo desayuno que Pilar y yo hemos pedido. Una joven camarera, menuda y de trato dulce y perpetua sonrisa, manifiesta admiración cuando le decimos que procedemos de Barcelona.
Anoche, finalmente, coronamos con éxito la cumbre del Empire State Building. Vale decir que para acceder a los ascensores que te trasladan a velocidad de vértigo a ella, tuvimos antes que atravesar intrincados e inacabables pasillos y vestíbulos que por un momento me hicieron pensar que nos obligarían a subir a pie los 85 pisos que la separan del suelo. Arriba nos aguardaba un frío terrible, insoportable, unas vistas despejadas de un Nueva York anochecido y bello, y un pavor a semejantes alturas que a punto estuvo de provocarme incesantes evacuaciones (por decirlo con cierta delicadeza) y un persistente y visible temblor de piernas. Después de todo, mi hermana Yolanda tenía razón cuando decía que tal vez, inconscientemente, el motivo de postergar indefinidamente este momento no había sido sino mi terror crónico a perecer a causa de un ataque súbito de vértigo. De un tiempo a esta parte, sobre todo en los últimos viajes que hemos realizado, he advertido que mi miedo a las alturas, lejos de disminuir, ha aumentado de manera alarmante.
Pilar se siente en el Pastis como pez en el agua. En esta esposa mía se debaten dos personalidades dispares y encontradas en lucha continua por vencer una a la otra. Está la mujer de gusto exquisito, obstinada en incrementar su fondo de armario haciendo acopio de vestuario sofisticado e inaccesible, y esta la ruda cirereña que se lanza de bruces contra el aparador de una exquisita y exclusiva joyería de la Quinta Avenida, y con el hocico pegado a él, me grita: ¡Tú has visto ese pedrolo! Y en medio de esa esquizofrenia, desconcertante y deliciosa a un tiempo, me encuentro yo, que las necesita a ambas por igual.
Cuando abandonemos el Pastis hemos previsto merodear por las calles de Chinatown, y acercarnos por enésima vez a un Apple Center (¡que hubiera hecho yo sin ellos!) a meditar la posibilidad de adquirir un IPod.
Los días en Nueva York llegan a su fin, y regresamos ambos con la certeza de haber compartidos los momentos más maravillosos que hemos vivido en pareja. Y además convencidos de que volveremos a poco que la ocasión nos sea propicia. El escritor Enrique Vila-Matas dice que la literatura es la única alternativa a las tiranías cotidianas. Se me ocurre pensar que también Nueva York puede ser el remedio. Quizá pensar en visitar algún día esta ciudad sea acaso una forma de mitigar la rutina a la que inevitablemente nos abocan los días. Lo único cierto, en definitiva, es que todavía no me he marchado y ya siento nostalgia anticipada. Pero volvemos a casa no con la triste melancolía de un tiempo acabado, sino con la feliz fortuna de haberlos vivido en toda plenitud. Nos marchamos extasiados, ahítos de sensaciones impagables. Esta es una ciudad fascinante e inabarcable, con una oferta cultural que se regenera continuamente y capaz de satisfacer los más variopintos y dispares sentidos estéticos. Dice Pilar que todos los viajes que emprendimos juntos con anterioridad no fueron más que un preámbulo a éste. Quizá sea cierto, quizá sea porque esta ciudad inmensa, esta ciudad maravillosa y viva y vital como ninguna otra de las que hasta ahora habíamos visitado, contiene todas las ciudades.

domingo, diciembre 03, 2006

Crónicas de Nueva York. Anexo al septimo dia

Ayer me precipité al anunciar que restaba una sola entrada para finalizar estas crónicas improvisadas de Nueva York. Cuando termine de escribir este breve anexo nos disponemos a culminar, de una vez por todas (en el supuesto de que la meteorología nos sea propicia y ningún otro contratiempo interfiera la empresa) el Empire State Bulding, y semejante acontecimiento, que a lo largo de toda la semana se ha ido posponiendo por diversos motivos, no puede pasar sin dar cuenta de ello en una entrada, siquiera corta.
Acabamos de rodear, casi en su totalidad, Central Park, en un largo y contemplativo paseo en el transcurso del cual nos hemos cruzado con toda clase de personas practicando footing, vale decir que algunos de forma dolorosa a juzgar por el estilo con que corrían, a los que parecía les faltaba algún hueso bajo la carne de los brazos que agitaban como si fuera plastilina, o mujeres al trote ataviadas con falda encima del chándal, u hombres corriendo mientras empujaban el cochecito con su hijo de pocos meses cómodamente sentado en él.
Para los que leyendo las crónicas hayáis experimentado una suerte de adicción a Nueva York que os produzca deseos irreprimibles de coger el primer avión que despegue hacia aquí, o formado en todo caso una imagen idílica de la ciudad, es de rigor recordar que también el turismo depara momentos dolorosos que se omite adrede en el testimonio, escrito u oral, que suscite cualquier viaje. Los dos primeros días, por ejemplo, a causa de las interminables caminatas que realizamos, me salieron dos grandes ampollas en sendos pies, y al final de la jornada el trayecto de regreso al apartamento resultaba ser un verdadero suplicio, me arrastraba literalmente por las aceras neoyorkinas, caminando (si es que a ese avanzar alicaído y doloroso más propio del sonambulismo podía denominarse caminar) como un jinete al que le han robado el caballo sin que lo haya advertido, o como un pobre desgraciado al que un negro amanerado de dos metros por dos lo ha sorprendido por sálvese la parte y le ha echado, como se suele decir, el aliento en la nuca. El dolor llegó a ser tan intenso e insoportable que una de las tardes, en el Village, me desplomé en la acera y Pilar y yo intercambiamos el calzado con idea de que el suyo (unas botas cuya altura alcanzaba por debajo de las rodillas) pudiera no provocarme tanto dolor como las mías. El remedio definitivo, no obstante, se lo debo a un crema que Pilar adquirió en un Body Shop que encontramos en el mismo Village, y que obró de forma eficaz e inmediata gracias, sobre todo, a que mi santa esposa, por la noche y la mañana, antes de emprender la marcha, me esparcía ese ungüento milagroso por los pies y los masajeaba pacientemente con la habilidad propia de una profesional.
Ha habido, asimismo, alguna torpeza de provinciano inexperto que en cualquier otra circunstancia hubiera sido motivo de rubor y mofa, pero que en el anonimato que nos proporcionó la penumbra de la Ópera pasó por completo desapercibida. Durante el primer acto, Pilar y yo nos admirábamos del alto nivel que demostraba el público neoyorkino, al reír o manifestar sorpresa o expresar alivio según transcurría la obra, pues nosotros no entendíamos palabra alguna de cuanto los protagonistas cantaban: que nivelazo tiene esta gente, como domina el italiano, nos susurrábamos al oído ambos, verdaderamente admirados y extrañado a un tiempo. Hasta que descubrimos, al comenzar el segundo acto, que frente a cada una de las butacas, en un pequeño monitor rectangular que confundimos con una especie de baranda en la que apoyarse, aparecía en inglés, con sólo pulsar un botón cuadrado de color rojo, todo el texto que recitaban en italiano los actores. A partir de entonces, Pilar me tradujo al oído el texto inglés, previamente vertido del italiano por ese aparato milagroso que había estado todo el rato delante de nuestros ojos sin conocer su verdadera utilidad. De regreso en Barcelona alguien me comentó que posiblemente, de haber continuado pulsando el dichoso botón rojo, también habría aparecido en la pantalla el texto al castellano. Nos hemos fijado el objetivo de constatar semejante pormenor en la próxima visita a la ciudad.

Crónicas de Nueva York. Septimo dia

Concluyo esta crónica navegando sobre las aguas del río Hudson, con Pilar dormitando a mi lado con la cabeza apoyada en la ventana del ferrie que nos conduce a la Estatua de la Libertad. Me temo que empezamos a mostrar síntomas de cansancio. En cualquier caso la de anoche fue una velada inolvidable. Cena deliciosa en el restaurante Rainbown Grill. Tras los cristales de los enormes ventanales que, sin solución de continuidad, rodean el edificio, una privilegiada vista área de Nueva York en penumbra, que yace a nuestros pies fragmentada en millones de diminutas lucecitas de entre las cuales se alzan, poderosos, el uno frente al otro en una rivalidad que se remonta a la época en que fuero erigidos, los edificios Chrisler y Empire State. Éste fue construidos dos años después que aquél, arrebatándole el privilegio de ser el edificio más alto del mundo.
Acudir a tiempo a la cena resultó, sin embargo, una empresa difícil por diversos contratiempos que no habíamos previsto. Como el colapso que paralizaba las calles a causa de un tráfico descomunal, y por la ingente muchedumbre que desbordaba las aceras, en el que a la postre resulto ser el primer día festivo de compras navideñas. A semejante contratiempo cabe añadir que nos demoramos más de lo aconsejable a la salida del Gugghemgeim, por entre los angostos caminos que cruzan Central Park. Presentaba los colores del más puro otoño, con las hojas de color ocre esparcidas en la base de los árboles, o en torno a la cima rocosa que corona los pequeños montículos que se alzan por todos lados. Resultó imposible no sentirse tentado a vagar por el parque sin atender a las exigencias del reloj. Surgió, además, otro imprevisto que me deparó un gran disgusto. En un centro Apple, cuando acababa de escribir la crónica del sexto día, justo en el momento que me disponía a publicarla en el blog, se interrumpió la conexión a Internet y perdí todo lo escrito.
En todo caso nada impidió que no gozáramos de una noche maravillosa que tuvo su momento culminante en el Lincoln Center. Un edificio magnífico, con alfombras rojas ascendiendo escaleras arriba, espectaculares lámparas situadas a pocos metros del suelo que instantes antes de empezar la obra se elevan automáticamente hasta alcanzar el techo, y un amplio vestíbulo frecuentado por la clase alta de la ciudad, que departía animadamente durante el preámbulo a la obra, y por entre los cuales paseaba Pilar, orgullosa y con una sonrisa de oreja a oreja, con una copa de vino blanco en la mano. Quien le iba a decir a esta cirereña de origen con risa explosiva que un día se codearía de igual a igual con la aristocracia neoyorquina.
Como última anécdota cabe destacar que por un instante cundió el pánico al intentar acceder al restaurante. El joven latino que comprobaba la lista de reservas no daba en ella conmigo por más que la repasaba una y otra vez. El motivo: constaba como Arcavit García. Deberé añadir éste al interminable número de nombres disparatados con el que han confundido el mío.

sábado, diciembre 02, 2006

Crónicas de Nueva York. Sexto dia

Hoy amanecido un día diáfano, sin asomo de nubes por encima del escaso cielo que dejan entrever los rascacielos, pero con el frió terrible que antes de emprender viaje temíamos encontrar a diario en Nueva York. Sin duda nos ha acompañado la fortuna y hemos podido disfrutar de un tiempo espléndido y muy propicio, al parecer desacostumbrado en estas fechas. Anoche arreció una tormenta súbita, con abundante lluvia que caía en diagonal a causa de las rachas intermitentes de un viento furioso que incluso dificultaba la apertura de las puertas del autobús que nos trasladó del barrio del Soho al apartamento en el que estamos alojados.
El día se presume emotivo e inolvidable a partes iguales. No sólo porque intentaremos acometer por enésima vez la terca cima del Empire State, sino también porque hoy se cumple una semana de nuestro enlace, y para celebrarlo, luciendo nuestras mejores galas, haremos uso del regalo que Manoli y Yolanda, mis dos hermanas y sus respectivas parejas, nos obsequiaron el día de la boda, a saber: primero una cena en la planta sesenta y cinco del restaurante Rainbown Grill, desde la que se puede contemplar una vista espectacular de Nueva York. Segundo, la conclusión apoteósica de la jornada: dos entradas para asistir, en el Metropolitan Opera del Lincoln Center, a la representación de la opera Tosca.
Entretanto, frente a la grandilocuencia y pretenciosidad sin fundamento que expone el Moma, esta mañana hemos frecuentado el arte más elevado. El Guggenheim en Nueva York ofrece una selecta muestra de pintores españoles en la exposición titulada El Greco to Picasso. Maravillosos cuadros de Dali, El Greco, Velazquez, Picasso, Murillo, Juan Gris, Zurbaran, Goya y un largo etcétera. El edificio debe su belleza a la aparente sencillez de sus líneas, en forma de tubo, muy funcional y práctica, concebido para no perderse en un dédalo inacabable de salas que producen vértigo y desorientación por igual, tan propio de los museos. Una rampa o pasillo sube en espiral desde el vestíbulo hasta la última planta y durante el agradable ascenso se pueden contemplar las obras si temor a dejarse alguna sala por ver. Produce rubor la sola idea de una disparatada comparación con los esperpentos (no todo, bien es cierto) que (DES) luce en su paredes el prestigioso MOMA.

Crónicas de Nueva York. Quinto dia. World Trade Center

Resulta imposible hacerse idea exacta del pavoroso estupor que debieron experimentar los neoyorkinos el 11 de septiembre de 2001. Imaginar esta ciudad descomunal paralizada, esta metrópoli que de bien amanecido presenta un continuo bullicio de gente que va y viene en todas direcciones, pertrechados en una mano del móvil y en la otra del habitual café en vaso de cartón, imaginar, digo, esa corriente humana por lo común ajenos los unos de los otros, concentrando por primera vez su atención en un mismo suceso, y huyendo al unísono en todas direcciones, desconcertadas por culpa de un pavor desconocido hasta entonces, debió ser horrible.
En torno al inmenso boquete sobre el que se erigían las Torres Gemelas se alza una verja que lo rodea por completo y lo hace inaccesible a todo aquel que sea ajeno a la obra en la que actualmente trabajan, que según carteles que cuelgan por doquier, concluirá en 2010. Dudo que la obra arquitectónica que sustituya a las Torres Gemelas, por más espectacular que sea, consiga cicatrizar la herida. Seguirá abierta, lo saben, a perpetuidad.
Enganchados a la verja, una exposición de conmovedoras fotografías recogen, minuto a minuto, los sucesos asombrosos de aquel día. A pocos metros de la zona cero, no muy lejos del rugir constante que producen los grandes camiones que trabajan de manera incesante en el hondo agujero, el Tribute World Trade Center muestra videos y expone objetos rescatados ese día y los que siguieron de entre los escombros. Uniformes destrozados de bomberos, llaves, ticket expedidos segundos antes de que colisionaran las aviones, objetos personales de los fallecidos y hasta la ventana de uno de los aviones. En una pared larga y blanca, fotografías de todas y cada una de las víctimas que perecieron sepultados bajo los escombros, o al arrojarse al vacío o asfixiadas por el humo venenoso que de inmediato se propagó por los dos edificios. Una joven de apenas veinte años rompe a llorar a mi lado en el decurso de un video que muestra las tareas de rescate y el momento en que extrajeron de entre los restos polvorientos los últimos restos hallados, transportados solemnemente por un grupo de bomberos en una camilla que también se expone aquí, junto con la bandera estadounidense con que los cubrieron.
Hoy cae una lluvia persistente camino del puente de Brooklin. Aguardamos a que cese, siquiera levemente, y empezamos a cruzarlo a la caída de la tarde. En dirección a Brooklin todavía realizamos el trayecto con luz. A la vuelta, sin embargo, ya ha anochecido y tengo la inmensa fortuna de asistir a un espectáculo imagino que infrecuente (o eso creo yo, quizá todo cuanto se me antoja inédito es más producto de la perplejidad que me depara esta ciudad): azota un viento fortísimo y las nubes, por encima del perfil de los inmensos edificios, de repente empiezan a avanzar a gran velocidad, como uno de esos montajes cinematográficos en los que las nubes circulan con rapidez vertiginosa. He tomado más de cien fotografías en un corto espacio de tiempo, en algunas creo haber conseguido instantáneas de Pilar más hermosa de lo que nadie la habrá fotografiado nunca. De regreso, al ganar el extremo del puente del que habíamos salido, Pilar y yo hemos sido, por un momento, conscientes del privilegio que supone estar en esta ciudad inimitable.