domingo, enero 28, 2007

Breve introducción para reconocer a un Gilipollas

Debido a la somnolencia producida por el sol que acaricia la ventana del autocar que me trae de regreso a Mataró desde Barcelona, me sumerjo en una reflexión lisérgica sobre la existencia indispensable del gilipollas. Al llegar a casa me apresuro a consultar la web de la R.A.E con objeto de conocer el significado exacto del adjetivo gilipollas, y la acepción que aparece, consistente en una única palabra (gilí) no logra sino confundirme más, y por un momento temo que sea una de esas palabras trampa caracterizadas por poseer un significado igualmente desconocido que te deriva educadamente a otro aún más indescifrable de tal manera que cuando te quieres dar cuenta has leído el diccionario de principio a fin. Pero mis sospechas son infundadas, pues pronto gilí me proporciona un concepto que no necesita aclaración, a saber: Tonto, lelo.
Sin duda la del gilipollas es una figura a reivindicar e injustamente denostada con más encono del debido por aquellos que acaso no se han parado a pensar en la importancia que el gilipollas posee para preservar el equilibrio natural de fuerzas entre la estulticia más desatada y la armonía de una cabeza bien amueblada. La necesidad del gilipollas es tanto mayor cuanto más cierta es la constatación de que en el mundo habita un reverso –el negativo– de todo cuanto existe, sin el cual la razón de ser de uno y otro no tendría sentido y por tanto sería incompleta, desparejada, huérfana, debido sobretodo a que ambos se complementan. Es decir, el listo lo es tanto más cuanto más gilipollas es su reverso y viceversa. La diferencia entre ambos radica en que mientras el listo se precia de serlo y efectivamente lo es y además suele jactarse de ello, el gilipollas es alarmantemente gilipollas sin saberlo ni imaginarlo, y por más que algún bienintencionado pretenda advertirle, a modo de sutil sugerencia y con el noble fin de que el grado de gilipollez del que es capaz se atenúe siquiera mínimamente, el gilipollas hace por lo general oídos sordos y persevera en su gilipollez y es capaz de llevar a cabo una tras otra sin apenas despeinarse, pues una peculiaridad que identifica al gilipollas es su feroz insistencia en manifestarse como tal en todo momento y lugar. Esa es la causa por la que en una concentración de gente (pongamos por caso una reunión, una fiesta, etc.) todos los asistentes identifican de inmediato al gilipollas (por lo general se refieren a él con el sintagma preposicional Gilipollas de turno) excepto el propio gilipollas, que pasea ignorante de que es señalado como tal por el resto de personas reunidas, ocupado tal vez en que la gilipollez que diga o haga a continuación supere siempre a la última dicha o hecha, ya que todo gilipollas que se precie se reinventa a sí mismo. Otra rasgo que les caracteriza es que no hay gilipollas que no lo sea de por vida. Difícilmente un gilipollas se domestica o transforma o arrepiente o se lamenta de serlo, ya que para que tal cosa suceda es condición sine quan non ser consciente de tu condición de total y absoluto gilipollas, y ya he señalado antes que el verdadero gilipollas ignora que lo es, de lo que se deduce una conclusión que como poco invita a la reflexión: cualquiera de nosotros puede ser tildado de rematadamente gilipollas sin que lo sepamos.

sábado, enero 27, 2007

Fotos de Nueva York (2)



Pilar y yo en Central Park.




El Flatiron, uno de mis edificios preferidos.




El puente de Brooklyn, again.



Pilar comprando en Chinatown.

miércoles, enero 24, 2007

Crónicas de Barcelona



Me traslado a diario a Barcelona en tren. Los viajes deparan con frecuencia el hallazgo de personajes singulares cuyo proceder destaca por encima de la muchedumbre que por lo general dormita en los vagones. No falta día en que alguien converse a gritos por el móvil sin advertir que las circunstancias personales de las que da cuenta a voces están concentrando el interés de quines estamos a su alrededor. A mí me produce cierto pudor y vergüenza ajena asistir a las confidencias que revelan esas conversaciones que no deberían perder nunca su naturaleza íntima. Hablar por teléfono nos proporciona una extraña ubicuidad: el cuerpo y la conciencia se sitúan en lugares distintos a la vez. Mientras que físicamente nos hallamos en un sitio, en este caso el vagón de un tren atestado de gente, mentalmente se diría que nos deslizamos, como en un vertiginoso tobogán, por los conductos electrónicos del móvil hasta situarnos directamente junto a quien está al otro lado del teléfono.
En la estación del Clot, en el pasillo que conduce a la parada de metro, sentado en el suelo con la espalda recostada sobre la pared, cada mañana un tipo de aspecto bonachón, de procedencia latina, menudo y con los ojos rasgado y la prótesis de su pierna derecha cruzada, tiesa, en medio del suelo como un tronco varado en los márgenes de un río, toca la guitarra y canta y recita con inusitada vehemencia toda suerte de eslóganes en favor de Dios, y en contra de la iglesia y de las sectas y de fornicar y de toda distracción lúdica que nos desvíe de seguir el camino recto que conduce al Salvador. No me pasa inadvertido el empleo malintencionado que realiza el tipo del verbo fornicar, en modo alguno casual y sí con el propósito tendencioso de enturbiar y animalizar el acto de hacer el amor describiéndolo con una palabra embrutecida y hosca, cuya pronunciación evoca más un acto violento y desapasionado y por completo primitivo. Yo lo miro cuando paso frente a él preguntándome si ese renco trovador de voz aguda será consciente de que Dios, a hora tan temprana, es un adolescente tarambana que se ha pasado la noche de bar en bar, al final de la cual yace ebrio en su lecho de nubes marchitas, incapaz de atender asuntos de semejante trascendencia.
En los andenes de la línea tres del metro, la verde, entre las estaciones de Cataluña y Fontanta no es extraño encontrarse con un personaje de porte aristocrático y de muy elevada estatura, bigote fino con las puntas ligeramente enroscadas hacia dentro, delgado, algo más de sesenta años y ataviado pulcramente con una indumentaria impropia de un indigente, condición que yo le he atribuido por algún prejuicio prematuro (pero qué prejuicio no lo es). El individuo se limita a pasear de un lado a otro del andén como si lo hiciera sobre un improvisado escenario –quizá se sueñe en el mismísimo Liceo–, cantando hasta desgañitarse lo que parece ser una ópera o pieza similar, sin pedir nada a cambio y con la gente que aguarda en los andenes y los que llenamos los vagones por todo público. Un hombre, delante de mí, lo observa con atención y una mujer entrada en edad, a mi lado, viendo el interés que despierta en él, le aclara, a él y de paso a todos los que estamos allí, que ese tenor subterráneo lleva treinta años haciendo lo mismo. Yo, cada vez que lo veo, no puedo evitar acordarme de un personaje que aparece en la película Ghost, el fantasma terriblemente feo y desgarbado y siempre malhumorado condenado a vagar por los túneles del metro, que acaba enseñando a Patrick Swayze a tocar los objetos, a sentir su consistencia física desde su condición de espíritu vaporoso y obstinadamente reacio a abandonar el mundo de los vivos sin antes dejar a salvo a la mujer que ama, una hermosa Demi Moore que en esa película protagonizó un de los momentos más bellos que yo he visto en una pantalla: el trazo zigzagueante que describe sobre su mejilla una lágrima que se le desliza demoradamente por encima de sus pómulos hasta quedar, exhausta, colgada de su mentón, meciéndose apenas.

martes, enero 23, 2007

El trueque (Relato)



Saturnino Cortés es propietario de la mayor empresa de jamones de España. Saturnino carece de formación, su universidad, como se suele decir, ha sido la vida. Saturnino es un labriego que ha acumulado una inmensa fortuna gracias a esa verborrea apabullante con la que algunos pocos son bendecidos. Saturnino es a los jamones lo que Shakespeare a la literatura, lo que Bogart al cine negro, lo que McDonals a las hamburguesas.
El teléfono suena con puntualidad británica, y Saturnino, sin retirar la mirada del televisor, lo descuelga con desgana española, castellana, castiza.
–¿Sí?
–Preste atención porque no se lo volveré a repetir. Espero que haya seguido las instrucciones y la policía no esté al corriente de nada, de no ser así su mujer morirá. Queremos cuatrocientos millones, y queremos que nos los entregue usted, nada de intermediarios. El lugar de la entrega le será indicado...
–No.
–¿No? ¿Cómo que no? ¿No qué?
–Que no pago.
–¿Qué no paga? ¿Cómo que no paga? Si no paga matamos a su mujer.
–Cojonudo.
–¡Cómo que cojonudo... !
–Que sí, que sí: cojonudo. Que la maten, que se la carguen, que la dinamiten. Me la suda, me la trae floja, me importa un huevo. Eso sí, dele con ganas y asegúrese de que está muerta, que luego no quiero sorpresas.
–Pero hombre... pero... Vamos a ver, vamos a ver, Saturnino, que estamos hablando de su esposa, por Dios.
–Estamos hablando de una foca engullebollos del copón. ¿Usted sabe el favor que me ha hecho? ¿Usted sabe lo tranquilito que estoy yo ahora? Con mi cervecita delante de la tele, viendo el fútbol del Plus sin que ese aborto de mujer me toque los güevos. Que no, que no, que se la puede usted cargar, faltaría más. Tiene mi bendición.
–Esto es inaudito. Vamos, que le da lo mismo que muera, ¿no?
Por el teléfono, de fondo, Saturnino oye el grito colérico de su esposa.
–¡Saturnino eres un cabrón!
–Lo ve usted: ya está faltando –dice Saturnino.
–Pero como no le va a faltar, hombre, si me está diciendo que la mate.
–Pero coño, tengo motivos. Sólo tiene usted que mirarla. Si nace más fea la multan. Esa mujer es la prueba viviente de que la ceguera es un don del cielo. Mírela, hombre, mírela.
Durante un instante se produce un silencio que el secuestrador, finalmente, acaba rompiendo:
–Vamos a ver, Saturnino. ¿Cuánto me da entonces si la mato?
–¡Usted es otro cabrón! –grita la secuestrada.
–O se calla o le pego un tiro, señora.
–Ahí, hombre, ahí: con dos cojones. Pégueselo ya, no se corte. Hágalo antes de que sufra el Síndrome de Estocolmo ese, que si no luego no se la podrá quitar de encima ni con agua caliente, se lo digo yo. No es pesá la tía.
–¿Pero cuánto me da si lo hago? –insiste el secuestrador.
–Pero que fijación más tonta a cogido usted con el dinero, oiga. Que no pago, hombre, que no pago. No suelto un duro. Es dinero mal gastao.
–Pero Saturnino...
–Dos jamones.
–¿Cómo...?
–Dos jamones, le doy dos jamones y no hay más que hablar.
–¡Dos jamones!, ¡pero hombre, no me joda...!
–¡Eh!, pero buenos de verdad. Pata negra.
–¡Pero no diga tonterías hombre, cómo quiere usted que mate a su mujer por dos jamones! ¿Pero quién se ha creído usted que soy yo? Esto es increíble vamos...
–Joder, que quisquilloso me ha salido usted, pues mejor dos jamones que na, oiga, porque lo que es dinero mío va a pillar bien poco. Ya le digo que no suelto un duro, así que asegúrese al menos los dos jamones, no me haga el feo de rechazármelos.
De nuevo se suscita un prolongado silencio. Saturnino efectúa un ruidoso chasquido con la lengua y apremia al secuestrador:
–Venga hombre, que va a empezar la segunda parte, no se lo piense tanto. No sé qué problema tiene.Si yo, que soy su marido, le digo que la mate, ¡pues mátela coño, mátela! Ni que le hubiera pillao cariño, si a ésa no le tenía cariño ni su madre, que no la parió, la cagó. Si casi me paga por casarme con ella. Venga, no me sea remolón, que tiene usted voz de hombre cabal. Va, venga, que me coge usted en un buen día: dos Pata Negra y por ser usted, escuche bien lo que le digo, por ser usted, y en agradecimiento a la semanita cojonuda que me ha hecho pasar sin ella, una botellita de vino. Un Rioja de la mejor cosecha.
–¿Los jamones son de Jabugo?
–Sí, hombre, sí; güenos de verdad. De lo mejorcito que pueda encontrar.
–Esta bien, va... de acuerdo, pero que conste que no me parece correcto, un secuestro es un secuestro, y el que yo sea un delincuente no es motivo para que no atienda a ciertas normas deontológicas, esto puede acabar con mi reputación, confío en su prudencia…
–Pero hombre de Dios, ¿quién se va a enterar? Además, le digo yo que si me hace caso las perspectivas de trabajo para usted serán mucho mayores. Tengo varios amigos a los que les haría un favor impagable si les quita de encima la mujer. Venga, no se hable más, no bien me haya asegurado usted que ésa no levanta cabeza, se pone en contacto conmigo y lo arreglamos. Pero por su madre, dele fuerte que es más dura que el alcoyano. Le sugiero el tiro de gracia, que nunca se sabe. Venga, lo dicho, vaya usted con Dios, y sobre todo mande a mi mujer con él.
Saturnino cuelga el teléfono y se retrepa en el sillón. Ha perdido interés por el partido de fútbol y contempla el televisor sin prestar atención a las imágenes que se suceden frente a él. Se descalza y extiende y cruza los pies encima de la mesa que tiene delante, sobre la que hay diseminadas una decena de botellas vacías y restos de alimentos diversos. Su mano se mece inerte en el apoya brazos del sillón, sosteniendo entre los dedos índice y corazón un botellín de cerveza, mientras con la otra arroja en su boca abierta cacahuetes que ruedan la mayoría por la curva pronunciada de su barriga. Sus labios, de repente, dibujan una gran sonrisa maliciosa cuando concluye que de ninguna manera desperdiciará dos buenos Pata Negra. Serán del País, piensa. “Porque ése no tiene que tener ni puta idea de jamones”, dice para sí.

domingo, enero 21, 2007

Los de siempre



Cerré de un portazo la puerta y me recluí en mi habitación. La odio, me dije. Es mi hermana, sí, ¿y qué?, ¡joder!, ¿y qué que lo sea?; la odio y punto. Estoy cansado de ella. No puedo soportarla. Cada vez que discutimos surge el mismo interrogante. Y sin embargo cada disputa con ella confirma mi teoría: el vínculo afectivo que une a los seres humanos está equivocado. Los ya establecidos, se entiende. Los que se derivan de la sangre. Es ley natural, dicen los de siempre. Pues la naturaleza yerra. Me pregunto por qué el afecto que siento por un familiar ha de ser, obligatoriamente, superior en calidad y cantidad al que me inspira un amigo. Me parece absurda esa de ley preestablecida que prostituye los sentimientos y les priva del libre albedrío. Por poco que quieras un pariente, ha de ser más que a un amigo. Se trata de tu sangre, hombre. Ya está, te meten esa idea en la cabeza, y luego te sueltan al mundo, y a joderse toca. Porque un buen día llega un amigo y, hostias, descubres, escandalizado —porque encima te escandalizas— que sientes más amor por él que por todo tu árbol genealógico. Y entonces, ¡uy, entonces! Se lía, vaya si se lía. Se lía la de Dios. Para empezar está el sentimiento de culpabilidad, el remordimiento que sientes por tu presunto desarraigo familiar, por tu escasa vinculación a los lazos de la sangre. Se suceden los interrogante y, en consecuencia, te preguntas: ¿seré normal?, ¿seré un monstruo?, ¿un apátrida carnal?
Pongamos por caso que uno contempla a su hermana junto a su mejor amigo, sentados ambos frente a ti, en el sofá por ejemplo, y en ese momento reconoce que puede llegar a quererlos a los dos con idéntica intensidad. Pero claro, los de siempre aseguran entonces que a un amigo, a lo sumo, se le aprecia, pero querer lo que se dice querer es un sentimiento que, dicen, se reduce exclusivamente a los de tu sangre. Yo me armo de valor y les digo, les aseguro, que no sólo quiero a mi amigo sino que, en ocasiones, según ande de humor, siento deseos de besarlo como a cualquier otro familiar. Entonces se lía la Dios y muy señor mío, porque según la disparatada teoría de los de siempre, si me persigue la tentación de besar a un tío es porque poseo tendencias manifiestamente gays que bien haría en evitar o disimular si no quiero que el resto de machotes que deambulan sueltos por ahí me tilden abiertamente de maricón. Al escuchar semejante disparate echo la vista al cielo y me da por pensar cuántos tipos habrá por ahí reprimiendo sus sentimientos u opiniones, de la índole que sean, por temor a desentonar y alejarse de lo preestablecido. Después de cavilar largo rato, me viene a la cabeza la escena típica en la que el hombre no expresa abiertamente sus emociones. Veamos: casualmente se encuentra uno en la calle con un matrimonio amigo. Se abalanza sobre ella y le da en la mejilla los dos besos de rigor, a continuación se dirige a él y, ¡eeh! Cuidado que es un tío. En lugar de besarlo le extiende la mano y se la estrecha con solemnidad, o si la confianza lo permite, le rodea el cuello con el brazo y con los nudillos de la otra mano le fricciona el cuero cabelludo mientras le grita, con júbilo infantil, esa frase hecha con la que los hombres disfrazamos de rudeza el afecto que sentimos por otro tío: ¡Joder, tío, pero que hijoputa eres!, adoptando ese tono que linda entre lo jocoso y lo sincero, pero procurando dejar claro que es un gesto espontáneo sin la mayor trascendencia. Es sólo un amigo. Nada más. Y un amigo que se precie no pierde el tiempo en mariconadas del tipo: te quiero, te aprecio o qué gran admiración siento por ti, porque para los de siempre, la esencia de la amistad masculina radica en suponer esas palabras sin necesidad de pronunciarlas.
Abandoné finalmente de mi habitación, de espaldas a mí, en el salón, vi la cabeza de mi hermana asomando por encima del sofá. Me acerqué en silencio y le propiné una colleja, afectuosa, simpática. Como se la daría a un amigo.

jueves, enero 18, 2007

Docencia

Desde hace años anoto en una libreta el significado de las palabras desconocidas que encuentro a menudo en mis lecturas, y de tanto en tanto les hecho un vistazo para tratar de memorizarlas. Mientras lo hacía hoy he vuelto ha recordar la expresión Mayéutica, que es como se denomina, desde Sócrates, al arte con el que el maestro alienta en su discípulo aptitudes que éste posee sin saberlo. Se produce una curiosa casualidad, el hallazgo de la palabra coincide con un trabajo que debo presentar sobre la docencia y la disposición de alumno y profesor ante ella, circunstancia que últimamente ha sido tema de debate en los medios de comunicación a raíz de las agresiones sufridas por algunos profesores. A ese respecto tengo la percepción de que la exigencia a los alumnos ha disminuido alarmantemente y ha aumentado en cambio la permisividad, también pienso que la calidad de la enseñanza impartida, en cuanto a contenido, se ha diversificado en exceso al punto de que los alumnos poseen sólo ciertas nociones de temas de los que en realidad lo ignoran todo. En lo que atañe a los padres, la impresión es la de que el estado de bienestar alcanzado es tal que no están dispuestos a abandonarlo para concentrar la atención en sus hijos por más necesidad que haya, y por tanto se desentienden de su educación y delegan, unilateralmente, en los maestros, como si educarlos no fuese, como es, una obligación a un tiempo inseparable y legítima del hecho de ser padres.
Yo estoy a favor de una docencia en tanto en cuanto se produzca una relación cercana entre profesor y alumno como única forma de procurarse ambos un beneficio mutuo. El discípulo recibirá, como un presente de valor incalculable, el bagaje de sabiduría que posee el maestro, y éste, a su vez, obtendrá la inapreciable recompensa de renovar y fortalecer su vocación, tan alicaída ahora.

jueves, enero 11, 2007

Los difuntos



Leo que por error el ejército de los Estados Unidos ha llamado a filas, para combatir en Irak, a doscientos soldados que previamente ya habían fallecido en el país árabe. El requerimiento ha sido recibido por los difuntos con cierto fastidio, pues ya se habían adaptado a su flamante y angosto domicilio, en el que impera un sosiego bucólico que no obstante han abandonado impulsados por ese exacerbado patriotismo tan propio del ciudadano norteamericano. Así pues, con más o menos celeridad y predisposición según los casos, y no poca dificultad en función del grado de desperfectos que padecía el cuerpo, han regresado con resignación al remoto país que les vio morir. En un primer momento su llegada ha sido acogida con desaliento por los soldados vivos, pues han constatado que ni siquiera fallecer es garantía de volver a casa, pero pronto han sentido un alivio indisimulado, ya que los oficiales al mando les han asegurado de inmediato que los redivivos se situaran en primera línea del frente, decisión a la que se han prestado voluntariamente los propios fallecidos, después de exclamar, mirando fijo al cielo en actitud marcial e irguiendo su maltrecho cuerpo en posición de firme y el pecho agujereado por las balas henchido como un globo, que puestos a morir les trae sin cuidado hacerlo la veces que sea necesario con tal de evitar bajas en las tropas vivas. Así pues, se han encaminado al poco hacia vanguardia y se han apostado en las posiciones en las que con mayor desafuero y encono se libran las batallas. Tan próximas a ellas se han situado que no han tardado en avistar las tropas enemigas, para estupor norteamericano también formadas por los muertos iraquíes. No se sabe si por empatía súbita o por la más elemental curiosidad, pero los dos destacamentos de occisos se han aproximado unos a otros y han iniciado un diálogo que no ha tardado en desembocar en ese compañerismo propio de quienes comparten circunstancias por completo infrecuentes. Con pretendidas risas que no han pasado de rictus macabro en sus rostros cadavéricos, han departido sin prejuicio alguno y aquellos que se habían dado mutua muerte se han reprochado hacerlo con excesiva virulencia. Se han enseñado los unos a los otros, como trofeos, las heridas sufridas y se han vanagloriado de tenerla más grande. Han reído y se han mostrado e intercambiado fotografías de familiares y se han prometido amistad eterna, después de lo cual allí se han quedado, en un páramo polvoriento de Irak, sin caer ninguno en la cuenta de que por más muertos que estaban no había en derredor el menor rastro de aquél por el que muchos de ellos habían dado la vida o a quien se habían encomendado antes de perderla: Dios

miércoles, enero 10, 2007

(Des)memoria histórica

La Ley de la Memoria Histórica que el gobierno socialista pretende sacar adelante es, en mi opinión, irreprochable desde el punto de vista moral: la búsqueda y posterior exhumación de quienes fueros fusilados y enterrados a hurtadillas, o abandonados en cualquier páramo es, en principio, un acto de justicia y, en cierta manera, una deuda pendiente no sólo con los fallecidos, sino asimismo con los familiares que padecieron su pérdida y han aguardado durante años el hallazgo de sus restos para devolverles mediante un entierro digno la integridad arrebatada.
También me parece una medida cabal deslegitimar los juicios mediante los cuales se les llevó a los improvisados cadalsos, o se les encarceló largos años, o sufrieron todo tipo de asedio y represalia durante el tiempo excesivo en que se prolongó la dictadura. Y digo que se me antoja una medida cabal porque fueron juicios y sentencias falladas por tribunales ilegales, en tanto jurados instaurados por un gobierno ilegítimo que alcanzó el poder por la fuerza, sin contar en ningún momento con el beneplácito y el respaldo que procuran las urnas en toda democracia, que, bueno es recordar para la voluntaria desmemoria de la que adolecen algunos, era el sistema político vigente en el momento de la sublevación militar. Si la ley es, pues, irreprochable en ese sentido, cabe preguntarse cuáles son los motivos que sostiene el partido de la oposición, el PP, para oponerse a ella sistemáticamente, habida cuenta que la ley no desestima dignificar a las victimas caídas en el bando golpista. No sirve –no puede servir– el argumento de que esta ley rescribe la historia y abre heridas innecesarias que el paso del tiempo había cicatrizado, ya que el PP también se mostró en contra de la retirada de símbolos franquistas, y nada hiere y aviva más el recuerdo que la presencia en las ciudades de todo el país de dichos símbolos, a los que en ocasiones se les rinde un tributo obsceno, como en el caso del Valle de los Caídos. La historia, es cierto, no puede ser una arma arrojadiza con la que desestabilizar u obstaculizar el presente, pero tampoco, como pretenden algunos, un montón de basura que se arroja bajo la alfombra. Aunque es una obviedad señalarlo, si algún beneficio impagable proporciona la historia es su existencia como modelo: en ocasiones a seguir, otras a rechazar. Pero difícilmente nada puede ser imitado o descartado si antes no se conoce, si se oculta, si no se recuerda.

sábado, enero 06, 2007

Cabalgata de Reyes en Gerona


Estas dos fotografías pertenecen al año pasaso, y muestran los momentos previos al inicio de la cabalgata.
Por tercer año consecutivo Pilar y yo hemos visitado Gerona para ver la cabalgata de los Reyes Magos que organiza la ciudad, con diferencia la mejor a la que yo he tenido la oportunidad de asistir, lo cual, vaya por delante, es garantía de bien poco, pues no he sido nunca muy aficionada a ellas, ni siquiera de niño me entusiasmó el rito de perseguir los vehículos de los que por lo general se compone la rua real. Gritar con los brazos en alto e increpar por su poco tino a quienes arrojaban caramelos, o devolvérselos con saña y voluntad de descalabrar no ha sido cosa que me haya divertido nunca. En todo caso la de Gerona posee una estética que me recuerda a las mejores películas de romanos vistas en la infancia: la indumentaria que visten, desde el primero hasta el último (en especial el séquito del rey Baltasar, tocados con espectaculares turbantes de color naranja), ha sido diseñada cuidando el menor detalle y con gusto exquisito y, a juzgar por la tela empleada, sin reparar en gastos. No hay en esta cabalgata el menor rastro de atronadores tractores con el distintivo del comercio patrocinador y sí hermosos caballos percherones, en cuyo lomo se posa la enorme capa que porta el erguido jinete que lo monta. El primer año, incluso, hubo varios individuos, debidamente disfrazados y pertrechados de arcos y flechas que cargaban a su espalda, que descendieron haciendo rapel desde lo alto de las antiguas murallas de la ciudad. Cabe destacar un circunstancia que ya advertí el año pasado y éste se ha vuelto a repetir: el servicio de limpieza municipal de la ciudad está compuesto en gran número de inmigrantes negros (de los siete que pude contar ninguno era blanco), ese día situados estratégicamente a la cola de la cabalgata, recogiendo las boñigas que dejan a su paso los caballos, y resultaba una escena curiosa contemplarlos a ellos, legítimamente negros, y un poco más adelante la extensa comitiva que seguía con jolgorio al rey Baltasar, todos ellos, incluido su majestad, blancos de ojos claros con el rostro embadurnado de un negro ilegítimo.
Antes de regresar a Mataró, Pilar y yo solemos concluir la jornada tomando un café con leche en alguna de las muchas cafeterías dispuestas junto al Oñar, desde cuyas ventanas, ya de anochecido, se pueden contemplar unas hermosas vistas del río en penumbra y algún pato rezagado dejando tras de sí, en el agua, el rastro zigzagueante y efímero de su paso.


jueves, enero 04, 2007

Fotografías de Nueva York



Pilar en Central Park al más puro estilo Carrie Bradshaw


El puente de Brooklyn desde el barco

Imagen de esa maravillosa ciudad
tomada desde el puente de Brooklyn


Anochecía, Pilar en el puente de Brooklyn
y la ciudad abriendo sus ojos de luz.


Los dos en Central Park.












lunes, enero 01, 2007

A ella

Hoy es el santo de mi madre. El texto que viene a continuación lo escribí hace ocho años, el día en que falleció. Un recuerdo a su memoria.


Todavía la puedo ver contemplando con la mirada orgullosa a cada uno de sus hijos mientras nos amontonamos alrededor del Trivial. Todavía puedo sentir cómo esa mirada se detiene en mí. Sus ojos coinciden con los míos y sus labios delgados dibujan una sonrisa maliciosa. «Qué, mama», le digo, «¿quieres que te haga unos masajillos?».
Hoy he ido a reunirme con mis hermanos en casa de mi madre. Me ha cogido por sorpresa ver su nombre impreso en la esquela pegada en el cristal de su portal. No he podido evitar permanecer un rato frente a ella, empañándola con mi aliento, pasando los dedos a lo largo de su nombre. Ese trozo de papel me ha roto el corazón, porque me ha confirmado un hecho que me negaba a aceptar, aun habiendo tenido entre mis manos su rostro sin vida; a pesar de haber atusado su pelo y besado sus mejillas frías. He pasado dentro del portal y he llorado como un niño, a lágrima viva. Me he tenido que tapar la boca para que no oyeran mi llanto en toda la escalera, pero ha sido inútil, mis hermanos me han oído y han bajado a hacerme compañía y me han ayudado a subir. A lo largo de mi vida habré pasado con indiferencia frente a numerosas esquelas. Y me he dado cuenta de que la gente pasará con igual indiferencia frente a la de mi madre. Y no sabrán que tras ese trozo de papel había una mujer llena de ternura y humanidad; con nueve hijos a sus espaldas y quince nietos en su corazón.
Parece mentira que un cuerpo tan pequeño soportara tanto sufrimiento.
Parece mentira que un cuerpo tan pequeño desprendiera tanto amor.
Esa era mi madre, cuerpecito pequeño y corazón inmenso.
Esa era mi madre. La mujer más grande que ha existido nunca.


Arcadio García Sánchez, 1 2 de diciembre de 1998