martes, noviembre 15, 2016

LA RAZÓN NOS ASISTE


Parece haber una colonia de hormigas en algún lugar de la cocina. Cada día tengo que realizar unos raid y pulverizar con insecticida el mármol. La sensación de poder que me proporciona poseer esa arma devastadora es adictiva. Disfruto realizando varias pasadas —incluso imito con la boca el ruido del avión— a pesar de que basta una sola para acabar con ellas. Sin embargo, lejos de extinguirlas, al día siguiente vuelvo a hallarlas deambulando como solo lo hacen las hormigas: con aspecto de distraidas y obcecadas a la vez. Entonces vuelvo a coger el insecticida y, en un rapto de ira, lo arrojo sin descanso, una y otra vez, hasta diseminar por todo el piso una nube tóxica que, en todo caso, no sacia mi sed de venganza.
Martina y Pilar han hecho causa común y me han reprochado mi actitud. Dicen que esa situación no puede prolongarse por más tiempo, que parezco un marine desquiciado arrojando Napalm sobre una población inocente. ¿Inocente? Pero si nos roban nuestros víveres a hurtadillas, les he dicho yo con cierto deje melodramático; muy propio de mí, la verdad.
El caso es que a Martina ha propuesto una solución: una conferencia de paz. Ayer por la noche citó a las hormigas en la cocina para establecer los primeros contactos con objeto de poner fin al conflicto. A mí no me hace ninguna gracia, pues de alguna manera constituye un acto de claudicación: cedo mi territorio a las fuerzas hostiles en lugar de luchar por él.
Acudí, a disgusto, pero acudí. Las hormigas también. Todas. Y cuando digo todas, digo la colonia al completo. Estaba la líder y detrás de ella no menos 55.796 y pico de diminutas cabecitas. Disculparéis que no pueda precisar la cifra exacta, pero había un grupito reducido en el flanco derecho, cerca de la vitrocerámica, que no dejaba de moverse y me hacían perder la cuenta.
Martina, mi hija de seis años, ejerció de traductora. Desde que aprendió a comunicarse con el loro que tiene el dueño de un bar que hay frente a su colegio, su interés por las lenguas de la fauna ha crecido y a día de hoy prácticamente las domina todas.
Las conversaciones se iniciaron con retraso. La culpa fue de las hormigas, que son tan metódicas y afines a los rituales ancestrales como lo son los japoneses, y antes de dar comienzo realizan las presentaciones y los gestos de rigor. Así, tuvimos que soportar estoicamente cómo desfilaban frente a nosotros las 55.796 y pico de hormigas, saludando lentamente mediante una exasperante genuflexión. Finalmente se expresó la Reina de la colonia.
—¿Qué? —dijo Martina que había sido la primera palabra pronunciada por la líder.
—¿Qué de qué? —le dije a Martina que trasladara a su vez.
—¿Qué de qué, de qué? —respondió la Reina.
Miré a Martina y le pregunté si esa Reina era una reina subnormal.
—No me consta —respondió.
—Pues lo parece.
—Papa, no digas exabruptos o echaras por tierra las negociaciones —me reprochó mi hija.
Finalmente, las propuestas de la reina quedaron sobre la mesa: pleno derecho para circular libremente por el mármol en busca de restos de comida, y mi compromiso personal de que al menos un día a la semana yo comería en la cocina.
—¿Y eso por qué? —le pregunté a mi hija.
—Porque según han podido comprobar por ellas mismas, eres el más guarro de la familia y, por tanto, el que más restos de comida deja a su paso.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Durante todas la negociaciones yo había reprimido el impulso de darlas por acabadas e iniciar una guerra total que extinguiría la población de hormigas de una vez por todas, y lo había hecho por respeto a la buena voluntad de mi hija y de mi mujer. Pero hasta ahí habíamos llegado. En modo alguno podía tolerar que 55.796 y pico de insignificantes hormigas me faltaran el respeto en mi propia casa. Fui presa de la ira, me desembaracé de Martina, que conoce mis prontos y trataba de detenerme, y me abalancé sobre el bote y arrojé toneladas de insecticida sobre todas ellas. Martina rompió a llorar mientras yo contemplaba con fruición como a los bichos se les enturbiaba la mirada y se retorcían lentamente como si estuvieran siendo pasto de las llamas.
—Has acabado con la única posibilidad que teníamos de alcanzar la paz —me dijo Martina entre sollozos, con los cuerpos de las hormigas cayéndo por entre los dedos.
Le sostuve la mejilla, la mire, la abracé contra mi pecho, y le dije:
—Tienes que ser fuerte, hija mía. Esta será una guerra larga y dolorosa. Familiares y amigos se dejarán la vida en el camino. Pero no te quepa duda de que al final, cuando todo haya concluido, seremos nosotros los que seguiremos en pie. Porque la verdad y la razón nos asiste.

jueves, noviembre 10, 2016

Martina, nueve años después



Un día como hoy de hace nueve años nació de improviso Martina. Digo de improviso porque en efecto fue así, pues yo, que suelo ser el último en enterarme de todo, no reparé en que mi mujer había estado nueve meses embarazada hasta que un tipo disfrazado de Águila Roja pero de color verde piscina apareció tras las puertas batientes de una sala del hospital de Mataró con la misma desenvoltura con la que los forajidos irrumpían en los salones de las películas del Oeste. El tipo echó una mirada en redondo, fijó la vista en mí, miró el bulto que sostenía entre los brazos, me miró de nuevo a mí y acto seguido se acercó y depositó en mis brazos un trozo diminuto de carne sollozante envuelta en una manta de rizo.

Tu hija, farfulló tras la mascarilla de quirófano que aun lucía sobre la boca. 
Debe de tratarse de un error, acerté apenas a balbucear.

Me quedé allí, atónito, reprimiendo el primer reflejo que tuve de arrojar ese paquete a la papelera, pues tenía tan rojo e hinchado el rostro que por un momento la confundí con una hamburguesa a medio hacer, y no hay cosa que deteste más que la carne cruda.

El tipo volvió sobre sus pasos y se perdió tras las puertas por las que había aparecido, en lo alto de las cuales alcancé a leer por primera vez: Obstetricia. Entonces, y solo entonces, relacioné causas y efectos y comprendí que la transformación física que Pilar había experimentado en los últimos meses no se debía a un cuadro de gases y flato crónico, como yo había creído, sino que se trataba de un embarazo, y que la visita al hospital de ese día no era, como yo pensaba, para deshacernos de esos gases antes de que mi mujer volara en pedazos como el tiburón de Spielberg, sino para dar a luz a una niña que, a partir de ese momento, todo el mundo coincidiría en afirmar que era mi hija.

Es fue el principio de la aventura de la paternidad, aunque perfectamente podría haber sido el final, pues la primera semana de estar en casa su madre y yo estuvimos a punto de dejarla morir de hambre. La culpa la tuvieron, en realidad, todos esos letrados que se arriman a los padres primerizos y les llenan la cabeza de recomendaciones y consejos de toda índole. Uno de los que más presente teníamos era que por nada del mundo debíamos darle el biberón antes de que su madre la amamantara por primera vez, pues si lo hacíamos la niña se acostumbraría a la tetina y rechazaría el pezón, lo cual, al parecer, constituía una tragedia de dimensiones apocalípticas. Pero la niña no había manera de que se enganchara a la teta, lo cual, dicho sea de paso, sembró en mi la sombra de la duda respecto a si ese bebé era en realidad mío, pues si hubiera sido sangre de mi sangre le hubieran gustado las tetas de Pilar tanto como me gustan a mí, que en modo alguno habría dejado escapar la ocasión de llevármelas a la boca si me hubieran brindado una oportunidad tan clara como le brindaban a Martina.

El caso es que la niña no mamaba. Los letrados y letradas que se reunían en torno a nosotros decían que lo acabaría haciendo en cuanto le subiera la leche a Pilar.

Pero ¿de dónde le tiene que subir?, les preguntaba yo mirando los pies de mi mujer, como si fuera de allí, la parte más baja de su anatomía, desde donde se había de iniciar la ascensión láctea.

Aunque con cierto retraso, la leche acabo subiendo, y a Pilar se le pusieron los senos más hermosos que le he visto nunca. Yo acercaba Martina a los pechos de su madre sin poder retirar la mirada de esas tetas inconcebibles y le susurraba a la niña: tú misma, o te las llevas a la boca tú, o me las llevo yo, pero eso no se puede desaprovechar. Y para mi decepción la niña se acabó llevando el pezón a la boca. Sin embargo, pasaron varios días y cada vez que la pesábamos en la báscula de la farmacia, había perdido peso. Algo no funcionaba y si no poníamos remedio Martina se acabaría consumiendo como una pastilla efervescente en el fondo de un vaso de agua.

Una de esas tardes, a la vuelta de nuestra visita a la farmacia, la dejamos sobre la cama y, realizando un esfuerzo inenarrable, Pilar y yo conseguimos sumar las dos medias neuronas que nos quedaban y las convertimos en una sola. Pusimos a funcionar esa flamante neurona y llegamos a la conclusión de que quizá la niña se llevaba el pezón a la boca pero no comía. Realizamos una prueba para comprobar si Martina estaba saciada: cogimos un bote de leche preparada que nos habían dado en el hospital, le enroscamos una tetina, y tal y como yacía Martina sobre la cama, boca arriba, suspendimos el biberón a unos centímetros de sus labios y le arrojamos unas gotas de leche en la boca. Martina se relamió como un gato hambriento. Era como si a un moribundo sediento perdido en el desierto de repente se le hubiera situado en lo alto de la cabeza una nube y le lloviera encima el agua más deliciosa que había probado nunca.

Ese fue el momento en que todo cambió y, seis años después, nos ha conducido hasta aquí. Descubrimos a tiempo que para ser padres hay que echar mano de lo mismo que para manejarse en cualquier faceta de la vida: el sentido común. Decidimos cuidar y educar de Martina sin acumular en la mesilla montones de libros que explicaban Cómo ser buenos padres o Cómo educar a tu hijo, sin leer revistas de maternidad y sin atender a consejos bienintencionados pero inapropiados, pues cada niño habita un mundo propio que no tiene nada que ver con los mundos que habitan otros.

Solo sentido común.

Y a la espera de las incertidumbres que nos pueda deparar el futuro, creo con franqueza que hasta ahora Pilar y yo no hemos hecho un mal trabajo. La queremos y nos quiere, a nosotros y al resto de su familia, por la que siente una pasión desaforada. Deseábamos que fuera una niña feliz, y la felicidad la desborda. Muestra respeto por la gente, es lista, educada, curiosa, extrovertida, familiar, y, sobre todo, posee un brillo de bondad cintilando en el fondo de la mirada. Es un brillo que conozco muy bien, es un brillo inconfundible que yo o cualquiera de mis hermanas reconoceríamos al instante, porque convivimos con él a diario durante muchos años: es el mismo rastro de bondad y generosidad que latía en la mirada diáfana de mi madre.

Ese es, de hecho, el único motivo de desazón que me ha deparado la paternidad: que mi madre nunca conociera a Martina, y que Martina nunca conociera a mi madre. Siento una punzada de dolor cuando mi hija se sienta a comer a la mesa y pasea la mirada por las estanterías llenas de fotografías, y la detiene en el retrato de mi madre y habla de ella como si fuera una extraña.

Jamás podrá saber cuánto la hubiera querido esa extraña.

Así, mal que bien, con errores y aciertos, hemos conseguido llegar hasta aquí. Nadie dijo que fuera fácil. Ser padres es tomar un camino lleno de incógnitas al que nunca se le ve el final y en el que constantemente te salen al paso vías alternativas que provocan que te cuestiones a diario si has tomado la dirección correcta. A mí, al principio, incluso me costaba pronunciar «Mi hija» de tan ajenas como eran las dos palabras y el significado al que remitían. Trataba de pronunciarlas con naturalidad pero el sintagma se deshacía en mi boca como el azúcar quemado, y cada letra campaba a sus anchas como las cuentas de un collar roto, golpeando contra el paladar y las encías antes de yacer, mortecinas, en medio de la conversación. Supongo que es el precio que hay que pagar por ser padre con cuarenta años. Posees una vida medio encaminada y de repente aparece una intrusa que trata de monopolizarla. Hay días en que Pilar se me acerca y me pregunta si me importa que ella y Martina se vayan de compras un par de horas.

Lo que me importa es que solo sean dos horas, respondo yo, eufórico ante la idea de quedarme a solas con mis libros, con mis series, con mi mesa de dibujo.

Y sin embargo, bastan esas dos horas de ausencia para echarlas a ambas de menos. Y cuando por fin están de regreso y escucho sus voces en el portal, abro la puerta de casa y espero en el rellano a que la voz de Martina llegue antes que ella, ascendiendo escaleras arriba como un fuego fatuo que, fuera de sí, golpea contra techo y paredes, se llega hasta mí, y después de girar vertiginosamente a mi alrededor se desvanece en mi cara como una pompa de jabón. Y al poco aparece Martina, irrumpe en el rellano, se me echa encima gritando «papa», y de entre mis labios resbalan, ya sin vacilación, dos de las palabras que más sentido dan a mi vida y a la vida de Pilar: «Mi hija».