martes, agosto 30, 2011

Dios lo tenga en su gloria

Anoche se me murió el móvil. A pesar de que no ha sido algo inesperado, pues lo he oído emitir pitidos agónicos durante toda la noche que anunciaban su inminente deceso, la situación ha resultado igualmente dolorosa. Había llegado a ser un miembro más de la familia, a menudo imprescindible y muy querido. Cuando esta mañana me he levantado lo primero que he hecho ha sido acercarme a la mesa del comedor, donde lo había depositado antes de irme a dormir, con la esperanza de que se hubiera obrado el milagro y se hubise recuperado del precario estado de salud en que lo dejé antes de acostarme. Desgraciadamente no ha sido así. Lo he tomado de encima de la mesa, y con el corazón encogido he pulsado una tecla cualquiera esperando que palpitara el salvapantallas. Ha sido inútil. Estaba muerto. Mi mujer y mi hija se han despertado y los tres nos hemos reunido en torno a él y, rompiendo a llorar, nos hemos fundido en un abrazo.

Sin él, sin su pitido abrupto e inesperado que irrumpía de repente, la casa parece otra. Cualquiera de los objetos o muebles que nos salen al paso en el devenir cotidiano por el piso ponen de manifiesto su ausencia: la mesa o el mueble de la entrada donde por costumbre yo lo depositaba cada vez que entraba en casa; el desconchado que hay en la pared del dormitorio, contra la cual lo lanzaba cada mañana al sonar la alarma; la taza del vater en cuyo interior lo arrojó Martina decenas de veces, experiencia de la que, milagrosamente, no sólo salió indemne, sino que le sirvió para aprender a nadar y a sumergirse en el agua si sufrir el menor desperfecto. Fue entonces cuando decidimos ponerle dos apellidos que se había ganado con creces: Samsung Water Resistent.

Una vez superados los momentos de intenso dolor, hemos puesto manos a la obra a fin de arreglar todos los trámites engorrosos pero indispensables que conlleva todo fallecimiento. Pilar y yo hemos decidido hacer uso de los dos días a los que la ley nos da derecho por el deceso de un familiar, y no hemos acudido a trabajar. Martina no ha asistido a clase. De camino a su colegio se halla la tienda donde adquirimos el teléfono, y hemos considerado razonable evitar pasar delante para evocar recuerdos que nos produjeran más dolor del que ya sentíamos.

Nos hemos puesto en contacto con toda la familia de Corea, y parece ser que una muy nutrida representación de los Samsung acudiera al sepelio, si es que no surge ningún imponderable de última hora que les impida el traslado. Agradecemos el detalle, habida cuenta la distancia y el poco tiempo de antelación con el que los hemos avisado.

Debo confesarlo: a menudo me asalta un sentimiento de culpabilidad. Tres días antes de que se produjera la tragedia, detecté en la pantalla una disminución alarmante de las rallitas de carga de batería, pero pensé que disponía de tiempo suficiente. Después se me olvidó, y semejante descuido imperdonable ha llevado a la muerte a mi móvil. No lo entiendo.Tenía la salud de un roble. Desde entonces no levanto cabeza. Pilar sostiene que la vida sigue, que he de mirar hacia delante y olvidar. Incluso ha sugerido que me compre un Iphone. Pero no puedo hacerlo. La pérdida es demasiado reciente. Es imprescindible que pase el tiempo y se atenúe el dolor.

Descanse en paz.

jueves, agosto 25, 2011

La revuelta

De niño me gustaban mucho las películas de artes marciales. Bruce Lee, cómo no, era mi héroe, y no sé si he explicado aquí que uno de los grandes traumas que padecí en mi niñez (trauma cinematográfico, cabe añadir) fue que en un cine de la Avenida Meridiana, a finales de los 70, a medio metraje de Operación Dragón, cuando Bruce Lee se disponía a batirse con O'Hara, el asesino o instigador de la muerte de su hermana, el pase se interrumpió abruptamente y nos invitaron a abandonar la sala a la carrera a causa de una insólita amenaza de bomba. No fue sino años después cuando pude, por fin, ver completa la película y considerarla la mejor película de lucha que se había filmado hasta entonces.

Cuando salíamos de las salas después de haber asistido a un pase doble de películas de Kárate, mis amigos y yo nos batíamos en combates imaginarios, imitábamos las acrobacias a las que acabábamos de asistir en pantalla, y soñábamos con apuntarnos a un gimnasio en el que aprender la técnica marcial que nos permitiría convertirnos en justicieros callejeros que acudíamos en auxilio de los más necesitados, todos aquellos que a diario eran víctima de pandilleros desalmados, cuyo proceder creíamos idéntico a los que aparecían en las películas, la risa sibilina y estentórea de manual de todos los malos malísimos del cine, esa falta de matices de los personajes clásicos de un película de factura deplorable o directamente de serie B, era la que asimismo creíamos que bastaba hallar para identificar a un malo en la vida real.

Con el tiempo y no pocas decepciones descubres que la maldad palpita en cualquiera, o que, cuando menos, que no todos las personas parecen lo que son, que aquellos que aparentemente semejan poseer buenas intenciones están lejos de llevarlas a la práctica si se les presenta la ocasión, o que llevándolas a la práctica lo hacen para obtener un beneficio a cambio. O aquellos a los que a pesar de haber considerado toda tu vida personas de cuestionables intenciones, te sorprenden un día con un acto de pura nobleza.

A mí, de vez en cuando, todavía me aparece ese justiciero infantil que pretende reparar toda suerte de entuertos, pero la mayoría de ocasiones es apenas un pensamiento que desaparece de inmediato, sepultado por las propias preocupaciones, que se anteponen una encima de la otra como capas de cebolla. Lo más que me atrevo a hacer es imaginar qué haría yo en tal o cual caso si tuviera agallas para hacerlo o estuviera a mi alcance. Ayer, sin ir más lejos, leí que un banco de Gran Bretaña, rescatado hace meses con dinero público, estaba pagando dos mil euros diarios a unos tipos recién contratados, cuando días atrás había hecho pública la intención de despedir a un montón de gente de más antigüedad. Enseguida me imaginé detentando un poder descomunal para irrumpir en ese banco y poner en su sitio a toda esa gente despreciable que con tanta impunidad obra sin que la sociedad haga nada para evitarlo. Y una vez corregida la situación, abandonar el lugar mientras una multitud clamaba mi nombre y aplaudía sin cesar mientras la capa de mi traje se agitaba como la de cualquier superhéroe, aunque fuera gracias al aire acondicionado del banco.

Reflexionando sobre el tema, me pregunto a qué obedece ese rapto de intentar impartir justicia que de vez en cuando sobreviene. Cuando se experimenta de adolescente, es fácil deducir que es una pura fantasía, un juego, pero de adulto quizá se deba a que nuestro subconsciente da por hecho que, en estos tiempos que corren, ahí afuera no hay nadie, ni de la política ni de la judicatura, que esté dispuestos a echarnos una mano, que todo se desmorona sin que se ponga remedio, más allá del que, tarde o temprano, uno decida llevar a la práctica, sin contar con nadie, más allá de los que están en su misma situación.

Vaya, lo que se viene llamando una revuelta o una revolución.



martes, agosto 23, 2011

Conversaciones con Martina (24)

Estamos en el apartamento de Amsterdam. Martina no tiene ganas de desayunar. De normal le hemos de insistir mucho, pero hoy está especialmente desganada. Su madre y yo estamos preparando las mochilas para salir un nuevo día a patear la ciudad. De vez en cuando le instamos a que se acabe el brik de Cola Cao que le hemos comprado.
-Martinaaaaa, bébete la lecheeeeeeee.
Al cabo, se baja de la silla y se encamina a la papelera diciendo.
-Ya está mama, ya me la he bebido, la tiro yo, ¿eh?
Al rato su madre cae en la cuenta. Le parece extraño. Se acerca a la papelera, coge el brik y comprueba que está casi entero.
-¡Martina, pero si está entero! Ven aquí ahora mismo y te lo acabas -dice Pilar, y va detrás de ella por todo el apartamento, y Martina sale huyendo mientras le dice:
-¡No se cogen las cosas de la basura!

viernes, agosto 19, 2011

Amsterdam 2

A mí hay cosas que me resulta difícil creer pero sobre las que guardo silencio para no pasar por tonto o iletrado. Por ejemplo, todavía no ha habido nadie que me explique de forma cabal, esto es, convincentemente, cómo es posible que la gente que habita el Polo Sur no camine cabeza abajo. Comprendo que la fuerza de la gravedad los pegue a la tierra, pero eso no explique que, una vez pegados, se desplacen como lo hacemos por el norte.


Una de las circunstancias sobre las que cada vez me resulta más difícil estar de acuerdo es sobre los beneficios de la dieta mediterránea. Sobre todo cuando viajo a otros países y me cruzo con ciudadanos autóctonos. Si la dieta mediterránea es tan buena y la de los países anglosajones o del norte tan deplorable , ¿cómo se entiende que hasta hace bien poco la estatura media del español fuera 1.20 cm y la del resto de Europa 2.30? Hay cosas que no encajan, vaya.

Ayer, no obstante, encontré una posible respuesta. Visitamos el Rijksmuseum, donde exponen algunas pinturas de uno de mis artistas favoritos, Rembrandt. Antes de entrar, en un parque frontero, Martina estuvo jugando, y allí tuve oportunidad de ver los toboganes que gastan los holandeses, y la razón por la que los niños crecen tan fuertes y robustos. Por lo menos los niños que consiguen sobrevivir a la atracción, que según me he informado a través de fuentes oficiales son cinco de cada diez. El resto perece al intentar trepar tronco arriba, se descoyuntan contra las maderas o se descalabran contra el suelo. Como dicen en las películas malas, lo que cuento es verídico, tuve oportunidad de ver restos de niño debajo de los troncos y alguna placa en memoria de los caídos.









Parece ser, ya digo, que para todo son un poco brutos. Comprobad si no cómo aparcan los bomberos cuando acuden a una urgencia. Esa forma tan poco sutil de estacionar arrojaría luz, sin embargo, a un misterio que me tiene asombrado desde que puse los pies en la ciudad, y que todavía no he conseguido desentrañar: la gran mayoría de bicicletas que circulan no tiene frenos, o por lo menos yo no se los he sabido ver. No sé cómo lo hacen para frenar, habida cuenta que no circulan precisamente con prudencia y moderación, antes al contrario. La única explicación que he sabido dar es que salten de la bicicleta en marcha, a la carrera, y la bicicleta siga sola hasta que se hunde en uno de los canales. Lo cual explicaría, a su vez, por qué cada años las autoridades rescatan de fondo de las aguas centenares de bicicletas.



En fin, no puedo escribir más. Pilar me urge a que salgamos a la calle de nuevo. Esta noche, si puedo, os daré más detalles.

miércoles, agosto 17, 2011

Amsterdam

Dos días antes de emprender viaje hacia Amsterdam nos enteramos de que es recomendable cargar con la llamada Tarjeta Sanitaria Europea. En principio no contemplamos la posibilidad de llevarla, pero yo cometo la imprudencia de llamar por teléfono a la Seguridad Social para informarme, y al otro lado del teléfono se pone un pariente cercano de Nostradamus, y nos mete tal pánico en el cuerpo que acabamos sacando la tarjeta y comprando un par de desfibriladores y un botiquín que ríete tú de el Monte Sinaí de Nueva York. Además me he vuelto a ver todas las temporadas de Urgencias, con lo que estoy preparado para realizar una operación a corazón abierto su fuera necesario.

El caso es que, al final, creo que si en algún lugar está justificado llevar una tarjeta sanitaria es en el puto Amsterdam. No he visto una ciudad más hostil que ella para con los peatones (ya sé lo que pensaréis algunos, pero ni Mogadisco ni Bagdad cuentan, por razones obvias). Las amenazas no vienen tanto de los coches, ni de las motos (por cierto, los motoristas aquí no van tocados de casco) ni de los tranvías, ni siquiera de los barcos, por más que muchos de los que surcan los canales los conduzcan cuatro borrachos que cuando no maman de la botella lo hacen de un porro del tamaño de un brazo de gitano, sino de las putas bicicletas. Las bicicletas son las propietarias de la ciudad, disponen de más espacio físico para circular del que gozan los peatones, y como la separación entre acera y carril bici es tan difícil de ver para quien está de paso, se pasan el día tocando el timbre para que te salgas del medio y lanzándote unas miradas furibundas.

Por si las bicis no fueran suficientemente peligrosas, están los canales, o su agua. En fin, no quiero pensar que suerte puede correr quien se caiga en esas aguas pútridas. Flota de todo en ellas, son oscuras o verdes según cómo incida la luz en ellas, de un verde orina que tira para atrás. Hoy, mientras hacíamos un receso en nuestra caminata y Martina se entretenía en perseguir a palomas, una barca se ha parado en los márgenes y un tipo ha bajado y se ha puesto a hacer la meada más larga que he visto nunca. Allí, delante de todo el mundo, mientras los amigos que aguardaban en el barco lo jaleaban. Hora y media después, cuando ha acabado de mear hasta la última gota de alcohol que había bebido ese día, se ha vuelto a subir y han reemprendido la singladura por los canales, él y sus amigos, todos medio beodos.

Pues eso, que estamos en Amsterdam. Y me gusta mucho, aunque parezca lo contrario.

sábado, agosto 06, 2011

Más Sant Feliu de Guixols

Martina ha adquirido una habilidad inusual en el tío vivo que pone de manifiesto cada vez que algún padre incauto echa un euro. Se arroja de montura a montura cuando no hace el pino en la silla apoyándose en una sola mano mientras con la otra crea unas pompas de jabón perfectas. Demuestra tanta destreza descendiendo por la barra del carrusel que me preocupa que en el futuro decida dedicarse a ser streper en lugar de a cirujana o arquitecta, que son dos de las opciones que yo contemplaba. Por debajo de eso me decepcionaría y no la dejaría entrar en casa.

La resma de libros de los que he venido cargado a Sant Feliu no desciende. Estoy leyendo menos de lo que esperaba, y lo que es peor: a salto de mata. En cambio, salgo a correr cada dos días. Cualquiera diría que me estoy preparando para unas olimpiadas. El penúltimo se me sumó un joven con síndrome de Dow. Me vio pasar junto a él, se sitúo a mi lado, y corriendo ambos al trote nos íbamos saludando simultáneamente. En realidad me saludaba él, yo respondía mal que bien. No soy capaz de correr y hablar a la vez. Al final se cansó y desistió, no sin antes despedirse con un saludo ostentoso y casi afligido, como si de verdad pensara que no me volvería a ver en la vida. Yo creo que hasta le di algo de lástima. Debió de verme muy fatigado, con los mofletes rojos y resollando como un asmático, y pensó: dos telediarios, a este pobre le quedan dos telediarios.

En La Vanguardia refieren la noticia publicada por The Economist, que sostiene lo que no hace pocas semanas vino a decir tan ingeniosamente Felipe Gonzalez: Rajoy va a alcanzar la orilla sin dar una sola brazada, haciéndose el muerto.


Me inquieta la empatía que Martina pone de manifiesto por sus propias defecaciones. Como es costumbre, cada vez que hace caca me llama para que la limpie y, de paso, levantamos acta del aspecto y forma de sus caquitas. Si la fisonomía de las mismas es dispar, esto es, conviven unas de mayor tamaño con otras diminutas, toma partido por las pequeñas, les presta especial atención y observa: "Papa, ¿has visto las pequeñas? Ay, qué monas son.", como si se refiriera a una camada de tiernos cachorros.