lunes, diciembre 19, 2005

la amistad



No concibo la amistad como un sucedáneo del parentesco, como sentimiento o afecto supeditado, por la tradición o las convenciones establecidas, a la primacía indiscutible de los lazos de la sangre. La fuerza y el valor de la verdadera amistad residen precisamente en asistir cada día a la feliz perplejidad que depara en los amigos saberse no vinculados por parentesco alguno, y no obstante quererse tanto o más que si existiera.

miércoles, diciembre 07, 2005

Insulto a la inteligencia



Siendo moderado en mi juicio, diría no sólo que es tendenciosa la maniobra del PP de enfrentar y enemistar a unos con otros, sino que pone de manifiesto la poca estima o confianza que les inspira la inteligencia del ciudadano medio. ¿Acaso no sabemos todos (y ellos más que nadie) que cuanto adolezca de inconstitucional en el Estatut catalán será rechazado por el Tribunal Constitucional? ¿Tan poca confianza les merecen las instituciones democráticas? Insultar la inteligencia de las personas es un lujo que el PP no debería permitirse con tanta frecuencia, lo hizo los días que precedieron al 14 de marzo, y los ciudadanos actuaron en consecuencia.

lunes, diciembre 05, 2005

Placeres reprimidos



Nada más propicio para estimular la lectura y el ejercicio de escribir que un tiempo desapacible. Frio y lluvia resultan un aliciente definitivo para dejar de posponer indefinidamente placeres semejantes. Uno, sin embargo, se debate entre el deseo de escribir y el temor a que hacerlo te revele carencias insalvables.

miércoles, noviembre 16, 2005

Pilar y yo de vacaciones ( I )







Y allí estaba Pilar, enjabonada de cintura para arriba bajo la ducha en una playa de Castro Urdiales, con los senos enormes al descubierto y un escándalo de pupilas cintilando en torno a ella. Si tuviera que precisar cuál fue el momento exacto en que decidí que algún día escribiría sobre aquello, diría sin duda que fue en ese preciso momento, mientras acontecía, cuando, tumbado a la orilla del mar sobre una toalla, advertí cómo de repente las personas a mi alrededor giraban al unísono sus cabezas y fijaban la mirada a mi espalda, donde pude contemplar la escena y concluir que, después de todo, el viaje había merecido la pena.
Soy una persona sedentaria hasta el aburrimiento, nada proclive a los viajes o traslados, no ya sólo los que surgen de forma espontánea para satisfacer el capricho de última hora de tu pareja o algún conocido inoportuno, sino asimismo los que son planeados largo tiempo, con meses de antelación en los que se suele anticipar y estudiar con exasperante minuciosidad qué rutas seguir o en qué lugares será preciso detenerse a descansar. Mi mujer, Pilar, es, sin embargo, lo más opuesto a mi forma de ser que imaginarse quepa. Se pasa la vida proyectando viajes, ya sea a lugares inhóspitos e inaccesibles o bien a ciudades históricas provistas de suntuosas catedrales e innumerables museos cuyo contenido artístico apenas acierta uno a comprender tras pasar frente a ellos largas horas en actitud contemplativa.
El 26 de diciembre, después de un año de casados, Pilar me sugirió que era momento de empezar a decidir dónde iríamos de vacaciones en verano. Yo le respondí que no había necesidad de precipitarse. Ella añadió que era preciso espabilarse para no quedarnos sin alojamiento por haberlo dejado para el último momento. A partir de entonces, Pilar se preocupó cada mes de recordarme el asunto con una infatigable insistencia, y yo, a su vez, fui demorando la decisi

Pilar y yo de vacaciones ( II )

En recepción nos atendió una mujer que apareció por una puerta situada detrás del mostrador. Debía de rondar los cincuenta años, iba ataviada, para nuestro asombro, con un camisón de raso salpicado de lamparones y un chal echado sobre los hombros, tenía el pelo apelmazado y muy graso y teñido de rubio platino. Nos recibió sin demasiada efusividad, con un mohín severo por toda expresión, como si la hubiéramos interrumpido en medio de sabe Dios qué actividad y eso la hubiera disgustado. Antes de desaparecer en silencio por donde había entrado, nos entregó la llave y masculló el número de la habitación, la 412. Subimos en el ascensor, en el interior del cual la pintura estaba desportillada cuando no rayada con leyendas tales como Aquí estuvo Kojac con su gran polla y alguna que otra ocurrencia jocosa que había de amenizarnos los trayectos en el ascensor durante los dos interminables días que estuvimos hospedados en la fonda.
Podría hallar en el diccionario de sinónimos varios adjetivos que describirían con exactitud el aspecto de la habitación, sin embargo voy a rescatar el primero que pronuncié en cuanto la vi y que, además, puede extenderse al resto del inmueble: mierda. La habitación era una mierda, una mierda enorme y maloliente, una mierda como la más grande de las mierdas que imaginarse quepa. Constaba de una cama destartalada que enseguida imaginé plagada de chinches. A su lado, un gran ventanal con la persiana a medio bajar y un balcón diminuto y descuidado que daba a un patio de luces lóbrego. Carecía de baño. De necesitarlo habría que recurrir al que había comunitario en el pasillo.
Miré a Pilar. Enojado. Muy enojado. «Pero hija mía», le dije, «¿quién te ha aconsejado este antro, un proxeneta?». «Lo busqué en Internet», respondió. Esa noche, aun siendo verano, a fin de evitar el contacto con las sábanas, dormimos los dos completamente vestidos, lo cual no impidió que yo sintiera picores imaginarios por todo el cuerpo. Antes de acostarnos, al intentar bajar por completo la persiana para que no nos molestara la claridad del crepúsculo, me llevé la sorpresa de que ya estaba bajada pero le faltaba el resto láminas. El primer día en Santander no auguraba nada bueno.
Al amanecer, tras horas de duermevela en las que consideré la posibilidad de salir en huída de allí, le sugerí a Pilar que lo más apropiado era pasar el menor tiempo posible en aquel antro insalubre. Lo mejor, propuse, sería dejar la habitación temprano y regresar de anochecido después de visitar cuantos más pueblos mejor, caminar sin descanso y de ese modo derrumbarse agotado al final del día en aquella cama infecta. Acordamos ir primero a Castro Urdiales y luego, tras un baño relajante en sus playas para eliminar del cuerpo la sensación a suciedad que la cama nos había dejado, visitar Santillana del Mar. (Continuará)

Pilar y yo de vacaciones (y III )

Por aquel entonces yo daba por hecho que los hábitos y costumbres de Cataluña, mi comunidad, eran, a grandes rasgos, semejantes al resto de España, de modo que no pude por menos de sorprenderme cuando, al poco de extender cuidadosamente la toalla sobre la arena de la playa y amontonar bajo ella una diminuta colina de arena a la manera de una almohada, alcé la cabeza para echar un vistazo en derredor y descubrí con desazón que no había ni una solo mujer en top-less.
«Qué esperabas, esto no es Cataluña», exclamó Pilar cuando se lo hice notar. No voy a negar mi desilusión. Para quien no tiene por costumbre frecuentar la playa si no es por exigencias de tu pareja, el top-less resulta un aliciente añadido que alivia los rigores del sol. Afortunadamente, ese día tenía más ganas que nunca de bañarme para eliminar de la piel el recuerdo desagradable de la cama. Tras un chapuzón fugaz en el agua helada, cogí la botella de champú y me demoré largo tiempo bajo la ducha. De regreso sobre la toalla, fue Pilar la que se dirigió a las duchas, situadas a unos veinte o treinta metros de nosotros, muy próximas al paseo marítimo del pueblo, que discurría por encima del nivel de la arena, separado de la misma por un muro de un par de metros de alto donde los ociosos se sentaban con los pies colgando a contemplar el mar o a los bañista, y algún anciano ojeaba la prensa cuando no miraba de soslayo a las mozas echadas al sol.
Y entonces sucedió. La gente a mi alrededor miró con expresión de escándalo hacia las duchas. Yo hice lo propio, y allí estaba Pilar, con medio cuerpo cubierto de espuma y los pechos relucientes meciéndose bajo el cielo diáfano. Se había desprendido de los tirantes y se los había enrollado a la cintura, de tal forma que apoyados en las caderas parecían las asas invertidas de una bolsa de plástico. Se esparcía la espuma con lentitud, morosamente, como si estuviera a solas en el baño de casa. Desde el paseo marítimo los transeúntes se paraban a contemplarla, había quien la señalaba sin disimulo y los niños, apoyando el mentón en el pretil, fijaban por siempre su primer estímulo erótico. Cuando salí del embeleso me apresuré hacia Pilar, tan inmersa en el disfrute que no advirtió mi presencia hasta que la llamé. «Pilar, tápate, te está mirando todo el mundo», le apremié. «¿Qué dices?», preguntó. «Que te tapes, te miran todos». «Pues que miren oye, que se alegren la vista». «Pero Pilar…», añadí, «es que me parece que aquí no es costumbre y…». «¡Hay niño, me quieres dejar en paz! Pues que se acostumbren y ya está», exclamó. Regresé cabizbajo a la toalla. Me tumbé boca a bajo, apoyé el mentón sobre el dorso de las manos entrelazadas y, ¡qué diablos!, me entregue a la contemplación de mi mujercita. Allí estaba, con tal expresión de satisfacción en su cara que se diría se duchaba por vez primera. Pensé en el taller que iniciábamos al día siguiente en la Menéndez Pelayo, recordé la fonda y su calamitosa habitación y su cama insalubre, y observé de nuevo a Pilar, y me dije, satisfecho, que por mal que fuera el viaje esa sola escena lo justificaba con creces.

lunes, noviembre 14, 2005

Pilar cocina



Parece ser que mi mujer, Pilar, pretende atrapar mi atención mediante los métodos más insospechados, aun a riesgo de mermar mi salud y causarme algún tipo de enfermedad de carácter irreversible que me postre de por vida en la cama. Resulta que sin haberlo consensuado conmigo se ha inscrito en un curso de cocina oriental cuyas exóticas recetas estaré obligado a probar, dice, con objeto de realizar yo mismo un seguimiento en las mejoras que alcance a medida que avancen las clases. Asegura estar convencida de que con semejante iniciativa adoptaremos el hábito de realizar ocupaciones en común, pues afirma que no dejo de transgredir sistemáticamente el acuerdo que alcanzamos y del que, si recuerdan, doy cuenta en el artículo Mi mujer no desea ser viuda. Dicho acuerdo establecía un pacto según el cual yo debía atender más no sólo sus necesidades e inquietudes, sino las propias que toda pareja consolidada necesita a fin de evitar que la rutina y el tedio la deterioren. Según Pilar nada ha cambiado desde entonces y continúo embelesado en mis cosas y manteniéndola a ella al margen de mis asuntos, esto es, sumergido en mis libros y escritos sin prestarle debida atención. No puedo por menos de reconocer que algo de cierto hay en todo cuanto dice, pero he sostenido en mi defensa que uno no puede, de un día para otro, acabar con esos vicios veniales o manías intranscendentes que años de costumbre han establecido como una hábito arraigado. Mis argumentos, lejos de convencerla, han servido de acicate para continuar adelante con su inconsciente proyecto. Digo que me parece inconsciente cuando no una absoluta irresponsabilidad tratar de aprender una gastronomía por completo desconocida cuando todavía está uno lejos saber cómo manejarse en la propia. Y no es que pretenda subestimar las cualidades innumerables que posee Pilar, sin duda las tiene y muchas, pero nadie más indicado que yo y mi úlcera de estómago para confirmar que entre todas ellas no se encuentra el arte de cocinar.

viernes, noviembre 11, 2005

Sobran las palabras







La Iglesia se manifiesta este sábado en contra de la LOE. Es la segunda vez en poco tiempo que tan ilustre institución sale a la calle pertrechada de pancartas. El 18 de junio pasado lo hizo en contra del matrimonio entre homosexuales. Parece ser que los prelados le están cogiendo gusto a estas pequeñas prebendas que ofrece la democracia. Si es que ya se lo decíamos todos: mala, lo que se dice mala, la democracia no parece serlo. En cualquier caso nunca es tarde si la dicha es buena, si bien es cierto que hubiese sido de agradecer que hubieran tenido en cuenta antes semejante iniciativa, por ejemplo durante la dictadura, cuando tanta gente salió a la calle reclamando libertades. Claro que eso hubiera sido echar piedras sobre el propio tejado. Ahora que caigo, tampoco me pareció verlos ni escucharlos durante las manifestaciones contra la guerra de Irak, media España expresó su desacuerdo a que su gobierno contribuyera a la muerte sistemática de gente inocente: niños, ancianos y mujeres que a día de hoy son asesinados sin contemplaciones. Qué raro que institución tan ilustre no abriera la boca entonces para expresar su repulsa. Hay gestos que retratan a las personas, que las describen sin necesidad de que medien las palabras.

jueves, noviembre 10, 2005

Discusión inútil

Si hay una controversia imposible de dirimir entre dos personas es la que se refiere a la creencia o no en la existencia de Dios. No hay esfuerzo más inútil ni conclusión más previsible que un creyente y un ateo tratando de convencerse el uno al otro de lo equivocado de sus respectivas ideas. Ambos sostendrán sus credos y certezas y expondrán sus argumentos con similar vehemencia y durante el tiempo que sea necesario sin que ninguno modifique en lo más mínimo su posición, no en vano han transcurrido más de dos mil años desde que se iniciara el litigio y no sólo no se ha encontrado una solución sino que cada vez parece más improbable hacerlo.

martes, noviembre 08, 2005

El papel del periodismo

Deberíamos empezar a poner en tela de juicio la supuesta honestidad del periodismo. Con la salvedad de algún reducto obstinado de integridad diseminados aquí y allí, su función hoy día se limita a ser un elemento indispensable de manipulación política de la que los gobiernos se benefician, en ocasiones, de manera no menos manifiesta que vergonzante. La responsabilidad es, en mi opinión, principalmente de los periodistas y profesionales de los medios informativos, sean de la índole que sean, que se prestan a ello sin ofrecer resistencia, esto es, sin anteponer por encima de todo la objetividad y la pluralidad de la que tan amenudo presumen, y, en consecuencia, resulta de un cinismo ofensivo que rindan cuenta a los gobiernos de turno sin antes eliminar la podredumbre que los sepulta a ellos y que, dicho sea de paso, no hace sino restarles credibilidad y acabar con la percepción de integridad atribuida tradicionalmente a un oficio de, hoy dia, cuestionable nobleza.

lunes, noviembre 07, 2005

Mi mujer no desea ser viuda






Resulta que de un tiempo a esta parte Pilar, mi mujer, apenas me dirige la palabra. Cansado de la situación, al preguntarle cuál era el motivo por el que andaba enfurruñada por toda la casa profiriendo maldiciones por lo bajo, no pudo reprimir un sollozo repentino al tiempo que me reprochaba que la hubiera convertido en una viuda. Comprenderán mi perplejidad cuando escuché semejante afirmación en boca de mi esposa, habida cuenta de que la misma conversación que manteníamos en ese instante era prueba manifiesta de que su enfado era infundado, a no ser, pensé con pavor, que yo estuviera experimentando un proceso similar al que padecía el personaje de Bruce Huyáis en El sexto sentido, y resultara que en algún momento del día había sufrido un percance y había fallecido sin percatarme de ello, lo cual hubiera sido en verdad motivo de seria preocupación no tanto por fenecer como por hacerlo sin que me hubiera enterado, puesto que en tal caso se verían confirmadas las acusaciones de las que tan a menudo me hacían objeto mis amigos y mi santa esposa, respecto a que soy un tipo de lo más distraído que ando todo el día embelesado ajeno a cuanto me rodea. ¿Al extremo de no percatarme de mi defunción?, me pregunté alarmado.
Mi mujer me sacó enseguida de mi error y me explicó que había encontrado entre los papeles diseminados por encima de mi mesa del despacho una cita anotada de mi puño y letra en los márgenes de un folio, y al leerla, aseguraba Pilar, había tenido la certeza de que se había transformado en una viuda. Déjenme decirles que los escritores tenemos una predilección especial por el acopio de citas, nos pasamos la vida husmeando en libros y prensa en busca de una frase brillante, de un lúcido epígrafe, para luego recitarla de improviso en medio de una reunión o charla, como el que no quiere la cosa, de tal modo que parezcamos personas más cultivadas y brillantes de lo que en realidad somos. La cita a la que mi esposa hacía referencias la extraje de un periódico, y se le atribuía al escritor español Rafael Sánchez Ferlosio, que en algún momento de su vida dijo que «la mujer del escritor es como una viuda que tuviera el muerto en casa». Así pues, Pilar afirmó que yo era la causa, con mi continuo ir y venir meditabundo por la casa sin pronunciar palabra alguna durante horas, haciendo caso omiso a su presencia, demasiado ocupado urdiendo las historias de mis novelas y rumiando los temas de mis artículos, era la causa, dijo, de que ella se hubiera convertido de la noche a la mañana en la clase de mujer ignorada a la que se refería Sánchez Ferlosio. Decir que mi esposa no estaba en lo cierto era negar la evidencia. Los escritores somos seres proclives a la soledad que erigimos un mundo imaginario que discurre paralelo al real, lo cual no sería motivo de preocupación si no fuera porque la mayoría de las veces pasamos más tiempo sumergidos en la ficción.
Pedí disculpas a Pilar y le pregunté que solución sugería. Me dijo que a partir de ese momento deberíamos pasar más tiempo juntos, compartiendo experiencias. Propuso asimismo que yo estableciera un horario de trabajo, concluido el cual debía olvidarme hasta el día siguiente de lo que tuviera entre manos y dedicarle el tiempo restante a ella y sólo a ella. Asentí a regañadientes y a continuación le pregunté qué tipo de actividades había pensado que podíamos realizar durante ese tiempo ocioso. Mi mujer tomó aire y miró de soslayo al cielo como si echara mano de una lista imaginaria, acto seguido enumeró, una tras otra, las mil y una tareas que a partir de entonces entretendrían nuestras horas libres. Al parecer había ocupaciones de toda índole, de lo más dispares y peregrinas, y créanme si les digo que no dudaría en describirles con todo lujo detalle en qué consistían cada una de ellas si no fuera porque, no bien había mencionado mi esposa dos o tres, se me fue el santo al cielo y ya no pude prestarle atención.

¿Somos todos iguales?

Los disturbios desatados en Francia centran la atención de los medios de comunicación en Cataluña y España. Se preguntan, en su gran mayoría, si lo sucedido allí puede acontecer aquí con igual virulencia, y parecer ser que todos coinciden con unanimidad en que, de no permanecer atentos y cuidar la política de inmigración e integración, tarde o temprano padeceremos una revuelta semejante. Yo no sé hasta que punto es acertado ciertas extrapolaciones que de tanto en tanto les da por realizar a los expertos, habida cuenta las diferencias manifiestas que existen en el temperamento y modo de vida de estados como España, Francia y Gran Bretaña, por citar tres de los países con mayor número de inmigrantes.
Me viene a la cabeza algún momento reciente en el que, tras sufrir catrástrofes de parecida índole, la respuesta de la ciudadanía o de los responsables de seguridad en los países que las padecieron fue radicalmente distinta. En Estados Unidos, a raíz del 11 de septiembre, hubo detenciones indiscriminadas de gente cuyo único pecado era el color de su piel o ir tocado de un turbante o rondar las proximidades de una mezquita. En Londres, tras los atentados del 7 de Julio, la prensa publicó la noticia de que hubo hoteles que incrementaron sustancialmente sus tarifas para beneficiarse de los turistas que no pudieron abandonar la ciudad a consecuencia de los atentados, por no hablar de cómo la policía londinense acabó de manera fulminante con la vida del joven brasileño Jean Charles de Menezes, cuyo único delito fue, no sólo estar en el lugar equivocado en el momento oportuno, sino, de nuevo, poseer una tez oscura impropia, se deduce, de un ciudadano anglosajón en un país que ha hecho de su multiculturalismo un modelo a exportar.
Como España o Cataluña suelen, por sistema, salir mal parados y encabezar la lista cada vez que a un experto ocioso le da por realizar estudios de todo cuanto de malo puede concebir un país (al parecer somos los peores en lo que respecta a índices de paro, de delincuencia, de prevención en riesgo laborar, de consumo de drogas, he llegado a leer incluso que nuestro esperma es el peor de Europa, si bien no me he atrevido siquiera a imaginar mediante qué método han llegado a semejante conclusión) voy a añadir, para acabar, que en las horas inmediatas a los atentados del 11 de marzo en Madrid, los taxistas, en masa, se ofrecieron a llevar gratuitamente a todo aquel que necesitara saber de familiares o amigos víctimas del atentado, que la ciudadanía acudió en oleadas a donar sangre al punto de que las autoridades sanitarias se vieron obligadas a avisar en televisión que dejaran de hacerlo, que millones de personas salieron a la calle a manifestarse en apoyo a las víctimas, y que no se registró, que se sepa, un solo acto de revancha y represalia contra la comunidad de inmigrantes que, dicho sea de paso, padeció asimismo un elevado porcentaje de las muertes de ese día fatídico.
La pregunta es: ¿somos todos iguales? ¿puede la temida globalización afectar también a los rasgos intrínsecos que
nos diferencian a unos de otros?

sábado, noviembre 05, 2005

El maldito Brad Pitt

Me van a permitir que comparta con ustedes una confidencia de la que acaso ya se habrán dado cuenta: hay infinidad de gente que sabe mucho menos de lo que aparenta. Y no me refiero al típico fantasma que no pierde ocasión de vanagloriarse de una cultura de la que carece, o de la que posee escasos datos que en cambio administra sabiamente de tal modo que al escucharlo se diría que es el tipo más cultivado del mundo cuando apenas si alcanza a ser un astuto embaucador. No es de esa clase de apariencia de las que deseo darles cuenta, sino de aquélla cuya razón de ser es resultado de la idea preconcebida que nosotros nos hemos erigido en torno a las personas que creemos la poseen, y de la que ellas, por tanto, no son responsables, puesto que en realidad a dicha gente les trae sin cuidado lo que otros piensen o dejen de pensar de cuanto hacen o dicen.
El comentario viene al caso porque tiempo atrás fui testigo en una sala de cine de una breve conversación que me llenó de desconcierto. Asistía con mi mujer al pase de Troya, la versión libre de La Ilíada que, como saben, protagonizó Brad Pitt, ese individuo de quien debería estar terminantemente prohibido difundir imágenes a fin de que nuestras respectivas señoras no se sintieran tentadas a comparaciones hirientes. Pues bien, sucedió que llegado el momento célebre en que los guerreros permanecen ocultos en la panza hueca del caballo de madera, aguardando la caída de la noche para tomar y saquear Troya y pasar a cuchillo a sus ciudadanos, sucedió, digo, que un hombre situado en una butaca contigua a la mía, al ver cómo los soldados salían del interior de aquel destartalado cuadrúpedo de conglomerado, no pudo evitar exclamar: «¡Hala, tío, qué pasada! ¡Qué ocurrencia!, ¿no?». Acto seguido, cuando un servidor no había salido aún del estupor, el amigo que le acompañaba añadió con idénticas muestras de sorpresa: «¡Sí, tío, qué ocurrencia!». Me quedé perplejo. Los tipos no aparentaban en modo alguno ser un par de analfabetos y, sin embargo, ignoraban la celebérrima historia del Caballo de Troya.
Busqué la mirada cómplice de mi mujer para compartir mi estupor, pero estaba como en trance, a esas alturas de la película se conoce que el cuerpo lascivo del maldito Brad Pitt le había causado una inflamación en el masetero, el músculo que articula la mandíbula inferior, a consecuencia de lo cual no dejaba de segregar saliva o, como se suele decir, babear profusamente.
En tales circunstancias comprenderán que me fuera ya imposible concentrarme en la película, y entonces me dio por reflexionar en cuántos de los sucesos históricos que presumimos que todo el mundo debería conocer son en cambio ignorados. Supuse que acaso hayan existido siempre personas que de manera consciente deciden hacer caso omiso a la información que les rodea, y no escuchen la radio ni lean prensa y se limiten a sumergirse en sus cosas, ajenas al discurrir azaroso del mundo como una forma de higiene mental, excluyéndose así de esa gran mayoría que padecemos con las travesuras bélicas de algunos de nuestros gobernantes. Quizá haya quien incluso desconozca la existencia de la UE, o el asesinato de Kennedy o piense que Franco es un rasgo de sinceridad o que se muestre sorprendido y enojado a un tiempo porque un día se librara una II Guerra Mundial cuando nadie se molestó en avisarle de que había habido una primera.
En esas conjeturas andaba yo inmerso cuando se encendieron las luces de la sala del cine. Me puse en pie dispuesto a abandonarla y pude constatar que mi señora seguía babeando embelesada, de manera que me vi obligado a llevarla a empellones hasta el coche y mientras lo hacía calculé cuántas mujeres de ese grupo de personas ignoraban quién era el maldito Brad Pitt, y tuve la certeza de que mi santa esposa no se encontraba entre ellas.

Manifiesto fálico

Sucede que a veces uno se deja llevar por cierta furia desatada de la que luego se arrepiente. El manifiesto que viene a continuación es una prueba de ello, con la salvedad de que, una vez calmados los ánimos, continúo sosteniendo todo cuanto dije en ese momento.

Manifiesto furibundo y fálico que no se publicará nunca

Estoy hasta la mismísima polla de tanta intransigencia premeditada, vocacional, militante y tendenciosa, sobre todo porque la única satisfacción que dispensa semejante actitud es resultado de la agresión gratuita a otros, y no hay placer más nauseabundo que el que produce el sufrimiento ajeno. Estoy hasta la polla de que todo cuanto alcanzamos a ver y sentir y juzgar lo pasemos por el tamiz de los prejuicios. Estoy hasta la polla de que el negro robe y el blanco sólo tome prestado, de que el negro asuste, amedrente, amenace y el blanco tranquilice, complazca, sugiera. Estoy hasta la polla de que los políticos carezcan de convicciones pero no les falten conveniencias, y estoy hasta la polla de que esas conveniencias no coincidan nunca con las nuestras. Estoy hasta la polla de esa detestable clase política que gobierna en función de una ideología religiosa que jamás debería abandonar el ámbito de lo privado. Estoy hasta la polla de la ignorancia y el analfabetismo, pero sobre todo estoy hasta la polla de que la Iglesia se beneficie de ello, de que el político se beneficie de ello, de que el fuerte se beneficie de ello, de que el bienintencionado padezca por ello. Estoy hasta la polla de que la Iglesia pida y solicite y exija perdón con cientos de años de retraso por todo cuanto de malo ha hecho a lo largo de su lamentable historia, pero sobre todo estoy hasta la polla de que nosotros, todos, se lo concedamos. Estoy hasta la polla de que la gente muera de Sida en África y la Iglesia continúe oponiéndose por sistema al preservativo, y estoy asimismo hasta la polla de que semejante circunstancia le traiga sin cuidado a la Iglesia porque tiene la certeza, la absoluta certeza de que transcurridos unos siglos pedirán y solicitarán y exigirán perdón, y sin duda lo obtendrán. Estoy hasta la polla, hasta la mismísima polla de que un gobierno de mi país haya alentado y colaborado y participado en la muerte indiscriminada e inútil de tanta, tantísima gente inocente, y estoy asimismo hasta la polla de que algunos de esos muertos posean denominación de origen y otros no, de que algunos de esos muertos merezcan minutos de silencio y otros no, de que a algunos de esos muertos se les conozca biografía y a otros no. Estoy hasta la mismísima polla de todos esos periodistas mediáticos que se miran continuamente el ombligo y sientan cátedra desde un programa de radio o televisión mediocre, y se crean por encima de todos y dediquen la mayor parte del tiempo en decirle al gobierno de turno lo mal que lo hace, y sin embargo ellos no se preocupen en ocultar su servilismo a una ideología política concreta, rechazando y denostando y traicionando así el periodismo entendido como instrumento para servir a una sociedad plural. Estoy hasta la polla de las fronteras, de las banderas que señalan y delimitan dichas fronteras, y de quienes asesinan, sojuzgan y aterrorizan bajo el amparo que les proporcionan dichas banderas. Estoy hasta la polla de que el Foro de la Familia sólo aparezca y clame al cielo y se queje y vocifere para tratar de restar derechos a ciudadanos, a buenos ciudadanos, a honrados ciudadanos, y sin embargo haya permanecido vergonzosamente callado, miserablemente mudo cuando miles de mujeres de múltiples generaciones han padecido vejaciones por el mismo modelo de familia al que ellos rinden pleitesía. Estoy hasta la polla de que no sirva de nada estar hasta la polla.