lunes, febrero 18, 2008

Fobias




Después de tantos años de lecturas diarias me sigue deparando placer y sorpresa el hallazgo de palabras cuyo significado desconozco. El asombro no es resultado de que yo albergara la pretensión o la seguridad de conocerlas todas. De más está decir que semejante empresa es inabarcable. Pero es sabido que los escritores recurren a un número limitado y a menudo idéntico o similar de expresiones y vocablos, de tal modo que si el bagaje de lecturas es considerable o supera la media (lo cual no resulta ciertamente difícil), llega un día en que pocas obras contienen la joya inesperada de una palabra anónima titilando en medio de borbotones de párrafos trillados.

La semana pasada, sorpresivamente, se produjo ese sortilegio, ese fenómeno virtuoso que causa en quien lo experimenta (o cuando menos en mí) el prodigio de detener al instante la lectura para indagar en el diccionario en busca del significado ignorado. El vocablo en cuestión era Brontofobia, que una vez concluida la búsqueda en el María Moliner descubrí que designa a toda persona que siente fobia o pavor a truenos y relámpagos, en tanto, entiéndase bien, fenómenos atmosféricos, y no a las imprecaciones en forma de blasfemias que farfullaban algunos, los personajes de los cómics sin ir más lejos, por ejemplo los que aparecían en El Capitán trueno o en Jabato, cuya lectura, dicho sea de paso, tanto y con tanta fruición frecuenté de niño.

El caso es que el hallazgo de esa palabra me trajo a la memoria una época de mi vida en que la brontofobia (muy lejos todavía de sospechar siquiera su existencia) estuvo muy presente en la vida de mi familia. La responsable: mi hermana Manoli, que de bien pequeña manifestó verdadero pánico a las tormentas y en medio de ellas, aunque la sorprendieran bajo techo o a resguardo en el lugar más seguro e inexpugnable del mundo, era presa de una suerte de histeria irreprimible y desestabilizadora que de inmediato, y de forma irremediable, se contagiaba a los que estábamos a su lado con resultados parecidos. Era mi madre, quién si no, la que ejercía de mediadora en la lamentable escena propiciada, y miraba de apaciguar el sollozo colectivo que, todos a una, entonábamos bajo el estruendo intermitente de una tormenta que parecía fuese a convertir el cielo en unas inmensas fauces que nos engullirían de una sola dentada. La labor de mi madre, aunque de agradecer, solía ser efímera, pues sólo se prolongaba el tiempo que mediaba entre uno y otro trueno.

Quizá si por aquel entonces hubiéramos sabido cómo designar a ese pánico repentino, el resultado hubiese sido bien distinto, acaso hubiéramos afrontado las tormentas con mayor templanza. En ocasiones no es tanto el mal en sí mismo como la sensación descorazonadora de lo anónimo, de lo innombrado. Pero no, qué digo, mi hermana era un brontofóbica sin remedio que hubiera manifestado su fobia igualmente.

Otro vocablo desconocido surge inesperadamente en la lectura: Itifálico, persona que tiene el falo erecto, reza en la acepción que ofrece el diccionario de la RAE. Es decir, una erección. Inevitablemente, también semejante palabra me trae recuerdos, pero el pudor y el escrúpulo me impide dar cuenta de ellos. Espero sepan comprenderlo. Les dejo, en todo caso, una anécdota al respecto que leí hace tiempo. El escritor y premio Nóbel mexicano Octavio Paz (creo que era él, perdonen mi desmemoria) y el filósofo español Ortega y Gasset, ambos ya entrados en edad, se reunieron con motivo de acto cultural de importancia. Los dos departieron animadamente. Paz, en un momento de la conversación, inquiere a Ortega a propósito de su predisposición o no a tener erecciones. Ortega, con flema británica, le responde: una erección es un pensamiento, y yo todavía tengo pensamientos.
Ahí queda eso.

martes, febrero 05, 2008

El elefante




En la prensa de hoy destacan asuntos sobre los que procede alguna reflexión. Para empezar, llega uno a la conclusión de que en este país quién sea más gilipollas que tire la primera piedra. Resulta que los ingleses han puesto el grito en el cielo, al extremo de casi provocar un incidente diplomático, a causa de los insultos que en el Circuito de Cataluña le dedicaron a Hamilton un grupo de exaltados. Parece ser que a las autoridades británicas se les antoja inadmisible semejante comportamiento, y han llamado al orden a los responsables del circuito para que no se vuelva a repetir una situación similar. La ausencia en la prensa de la menor réplica por parte de dichos responsables a la vehemente reacción inglesa sugiere que han ofrecido la otra mejilla y han balbuceado una disculpa apresurada con la que zanjar cuanto antes la polémica.
Quizá hubiera sido interesante saber cuál hubiese sido la respuesta de los ingleses si a la conclusión de su airada protesta se les hubiera recordado cómo, cuando los seguidores de la mayoría de sus equipos de fútbol visitan una ciudad europea con ocasión de un encuentro internacional de su equipo predilecto, orinan por doquier y defecan y se emborrachan y vomitan y ensucian y destrozan el mobiliario público e increpan a quienes recriminan semejante comportamiento y se enzarzan con él e, incluso, propinan palizas a quienes se atrevan interrumpir su particular jolgorio. Y todo ello lo llevan a cabo, las más de las veces, con la aquiescencia de las timoratas e indulgentes autoridades españolas, que no se aventuran a alzar la voz a causa de quién sabe qué complejos.

El tema resulta tedioso, lo sé, pero no puedo evitar mencionarlo: me ha llamado vivamente la atención las declaraciones del presidente de la Conferencia Episcopal, el tal Ricardo Blázquez, publicadas hoy en el Periódico. Afirma el tipo que el Evangelio -léase la Iglesia- no pretende tomar partido por ninguna iniciativa política, que las injerencias en política nacional que llevaron a cabo la samana pasada no perseguía en modo alguno favorecer al PP. Créanme: el buen hombre está en lo cierto. Pero también lo estoy yo cuando les aseguro que hoy he ido a buscar el pan en lo alto del lomo hirsuto de un elefante indio de color verde, que para más señas gastaba bigote y gafas de sol. Casualmente me ha salido al paso de improviso, mientras aguardaba yo, ocioso y distraido, a cruzar la calle en un semáforo próximo a casa. He aprovechado la circunstancia para subir al animal e ir a la panadería con el bicho a la pata coja por en medio de una gran alameda, en cuyos álamos las hojas lucían de un esplendido color rosa fosforescente, y a los pie de los cuales la gente de Mataró, una verdadera muchedumbre, se congregaba a nuestro paso y aplaudían, admirados, las habilidades del enorme cuadrúpedo y su improvisado jinete, y nos arrojaban billetes de quinientos euros a montones, que yo rehusaba aceptar porque en casa ya no me cogen, y mi mujer me ha prohibido que la llene de objetos a los que no se les pueda sacar provecho, y por ese mismo motivo me he visto en la obligación de no mencionarle a mi señora esposa que oculto en el garaje a un elefante indio de color verde que gasta bigote y sabe caminar a pata coja y propicia que la gente se deshaga de billetes de quinientos euros.

Pues eso.

En fin, el bloc de Arcadi Espada recoge una cita de Josep Pla que bien podría explicar qué cosa impele a un creyente a adscribirse en semejante club: es más fácil creer que saber, decía el sabio escritor catalán. Esa cita, sumada a la que un día dijera el genial Borges, las religiones son sino una perezosa solución a los misterios del universo, ponen de manifiesto que acaso cierta voluntad de no realizar excesivos esfuerzos mentales, que cierta propensión a la holgazanería intelectual propicia la proliferación de muchos creyentes. Allá ellos.

viernes, febrero 01, 2008

Náuseas


Cada vez que uno de esos siniestros tipos de oscura sotana y aún más oscura moralidad aparece en televisión, me reafirmo en mi ateísmo. Cada vez que asoman su rostro abyecto, surcado de arriba a abajo por el rastro indeleble de tanta infamia consentida, de tanto calvario infligido, se me revuelve el estómago, y no entiendo (no puedo entender) cómo no se le revuelve a cualquiera que todavía les tenga en consideración. ¿Cabe respetar la opinión o el criterio o las soflamas envenenadas y rancias de una institución que acoge en su seno a tipos violan a adolescentes, que manifiestan públicamente su postura en contra del diálogo para acabar con el terrorismo, que aprovechándose de una ignorancia endémica amonestan, reprenden, recriminan y criminalizan a aquellos pobres y atemorizados cristianos que se sienten tentados a usar un preservativo para no acabar sus días enflaquecidos y moribundos en un mugriento jergón devorados por el SIDA? ¿Alguien con dos dedos de frente tiene alguna duda de que si dependiera de la Iglesia retrodeceríamos a la Edad Media en cuanto a libertades se refiere? ¿Alguien con un mínimo de sentido común ignora que lo que la Iglesia desearía y pretende es inmiscuirse en todos los rincones de nuestra casa, en decirnos cómo y cuándo debemos vestir, comer, follar y pensar? ¿Acaso las mujeres reprimidas que no demasiados años atrás, en las triste España franquista que con tanto entusiasmo la Iglesia contribuyó a perpetuar, se les instaba a que cubrieran su cuerpo de arriba a bajo no guardan relación con las sombras espectrales que hoy día deambulan ataviadas del burka? ¿Cuánto distancia separa una imagen de otra? ¿Qué diferencia existe entre un fanatismo y otro? ¿Qué la Iglesia respalde explícitamente al PP no es señal de que poseen la certeza de que ese partido, si gobierna, llevará a cabo alguna de las directrices o designios que defiende el clero? De ser así, yo tengo muy claro a quien no votar.