viernes, agosto 02, 2013

Las dos manchas

Durante unos días dos misteriosas manchas negras, como de grasa o así, han aparecido adheridas bien visibles entre los intersticios de la piel agrietada y huesuda de mis talones. Al principio pensé que era grasa de la moto, pues en verano gasto sandalias y perfectamente podría mancharme en la moto camino del trabajo. Sin embargo, el fenómeno no ha cesado en vacaciones, cuando apenas la utilizo. Las manchas aparecían de nuevo, y yo empezaba a estar francamente intrigado. De qué coño son estas dos manchas, me preguntaba. Quizá era una señal. Tal vez alguien las ponía ahí por algún motivo. Qué sé yo: quizá alguien se colaba en casa de noche, y se dedicaba a pintar de negro mis talones, y lo que yo tomaba por manchas en realidad formaban parte de algún tipo de mensaje criptográfico que yo tenía que descifrar, y hacerlo con rapidez no fuera que la vida de alguien corriera peligro. Qué digo la vida: el destino de la Humanidad podía depender de mí. Esa responsabilidad me había provocado cierto estado de ansiedad. Es cierto que estoy especialmente dotado para detectar lo que a otros les pasa inadvertido. Por ejemplo, si alguien eructa en mi cara después de comer gambas al ajillo, soy capaz de identificar de inmediato que, en efecto, se trata de gambas al ajillo. Lo mismo me pasa con el chorizo de Cantimpalos y con el Ali-oli. Es cierto, asimismo, que en la mili alcancé el grado de Cabo 1º de Artillería en el Ejército Español y Olé y, por tanto, he sido entrenado para responder eficazmente en situaciones de riesgo, pero una cosa es subsistir en el bosque solo con la ingesta de insectos y raíces, beber tus propios orines, y resguardarte de las bajísimas temperaturas nocturnas durmiendo en el vientre sanguinolento de un oso al que previamente has dado muerte con una navaja suiza, y otra bien distinta salvar la Humanidad. Cuando ya pensaba que pasaría a la Historia como el responsable de la extinción del ser humano, ayer descubrí cuál es el origen de esas misteriosas manchas: todas las mañanas, cuando acabo de desayunar en el balcón, siempre leo un ratito con los pies en alto, apoyándolos en una mesa que, ay, resulta que Pilar, mi mujer, pintó de negro sin avisarme. La verdad, ha sido todo un descanso saber que la suerte de la humanidad no depende de mí.

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