viernes, agosto 30, 2013

Conversaciones con Martina (88)


Diálogo entre Martina y una amiga nueva, en un parque al lado de la Illa Diagonal. Mientras ambas se balancean en el columpio, explica la amiga:
—Mi peor pesadilla es que mi culo se transforma en dos pelotas que salen rodando y me quedo sin culo. ¿Y la tuya?
—La mía —cuenta Martina— que mi yaya se pone de color verde y se convierte en una zombi.

miércoles, agosto 28, 2013

Conversaciones con Martina (87)


Martina irrumpe en el lavabo mientras me estoy duchando. Se sienta en la taza, y, mientras me seco, señala mi entrepierna y empieza a reírse.
—Martina, hija —le digo—, ¿qué te hace tanta gracia? Yo no me río de tu vulva.
—Es que lo tuyo es más gracioso —responde.

lunes, agosto 26, 2013

Conversaciones con Martina (86)


En la orilla de la playa Martina se ha empeñado en erigir con cubos de arena una suerte de Eurovegas. Grandes edificios por entre los cuales discurrirá un río cuyo surco ha empezado a horadar Martina con ayuda de una pala. A mí me ha encomendado la construcción de los edificios. Yo no le digo que se me dan muy mal los castillos de arena, pero ella no tarda en darse cuenta: apenas unos segundos después de darle la vuelta al cubo, la arena se desmorona. Al final, Martina contempla con resignación la orilla sembrada de edificios medio derruidos y, como si no quisiera frustrar mis aspiraciones de arquitecto de tres al cuarto, me dice:
—No importa, papa, haremos como que son ruinas antiguas.

Conversaciones con Martina (85)

Papa, ¿yo cuál fue la primera palabra que dije?
—No lo recuerdo, Martina. Papa o mama, supongo.
—Papa.
—O mama, no sé.
—No, seguro que papa.

martes, agosto 06, 2013

Los coches de la familia.


Este fenómeno extraño que tiene lugar en mi familia me está dando que pensar. Me refiero a que los coches que se muevan solos del lugar en el que los hemos aparcado, como le pasó ayer a mi hermana Yoli, y hace un tiempo a mi cuñado y a mi cuñada. Ambos los habían dejado delante de casa, y cuando salieron el coche se había desplazado cuesta abajo y podría perfectamente haber llegado al mar si no lo frena otro coche que estaba estacionado un poco más abajo. El episodio de mis cuñados resultó hasta gracioso, porque se dejaron dentro a mi sobrina Carlota, y la niña, que le gusta mucho el programa Corazón corazón, saludaba a los vecinos con la mano en alto, como lo hace la reina, mientras el coche se desplazaba lentamente. Ellos, mi hermana y mis cuñados, sostienen que dejaron el freno de mano puesto. Y yo les creo. Y como no contemplo la posibilidad de que ocurran fenómenos paranormales —soy muy incrédulo—, la única explicación que encuentro es que los coches están adquiriendo consciencia de sí mismo como entes vivos, y deciden huir de sus propietarios. Esta hipótesis, sin embargo, posee elementos discutibles que la ponen en tela de juicio. Hasta dónde yo sé, tanto mi hermana como mis cuñados no incurren en el maltrato a sus coches: los cuidan, los limpian a menudo, y los llevan a revisión cuando toca. Es decir, que los vehículos no poseen motivos para marcharse. Todo lo contrario. En cambio, mi Seat Ibiza jamás se ha movido del lugar en el que lo he dejado, y sin embargo tendría todos los motivos del mundo para hacerlo: solo se lava cuando llueve. Incluso por dentro, pues a la que aprieta la lluvia bajo las ventanillas para que el agua se lleve consigo toda la mierda que se amontona dentro: los juguetes que Martina va acumulando a sus pies, las migas de pan diseminadas desde 1994, la piel de fuet, cáscaras de mandarina seca, de pipas, cabeza de gambas saladas. A veces, a pesar de que en casa no fuma nadie —hablo por Pilar y por mí, a Martina se lo tengo que preguntar—, he recogido colillas de la calle y las he arrojado dentro porque me sabe mal que sea el único desperdicio conocido del que carece mi coche. La lluvia ha provocado que crezca una selva, con su propio microclima. Siempre que entro lo hago con un machete para apartar la maleza. Una vez hasta creí ver dentro el dinosaurio de Monterroso. En una ocasión la maleza acumulada en mi asiento hizo que me deslizara por él y me precipité al vacío y me sumergí en una especie de lago que había bajo el asiento. Estaba lleno de pirañas. Me puse a bucear y descubrí cuevas submarinas que conducían a los asientos posteriores, y allí, estupefacto, encontré el cadáver de un explorador cuyas manos aún sostenía una red caza mariposas. Después de todo lo dicho, comprenderéis que no entiendo por qué mi coche no pone pies en polvorosa. Creo que padece el Síndrome de Estocolmo. Eso, o le gusta escuchar las historias que le cuento a Martina mientras vamos de un sitio a otro. Qué sé yo.

viernes, agosto 02, 2013

Las dos manchas

Durante unos días dos misteriosas manchas negras, como de grasa o así, han aparecido adheridas bien visibles entre los intersticios de la piel agrietada y huesuda de mis talones. Al principio pensé que era grasa de la moto, pues en verano gasto sandalias y perfectamente podría mancharme en la moto camino del trabajo. Sin embargo, el fenómeno no ha cesado en vacaciones, cuando apenas la utilizo. Las manchas aparecían de nuevo, y yo empezaba a estar francamente intrigado. De qué coño son estas dos manchas, me preguntaba. Quizá era una señal. Tal vez alguien las ponía ahí por algún motivo. Qué sé yo: quizá alguien se colaba en casa de noche, y se dedicaba a pintar de negro mis talones, y lo que yo tomaba por manchas en realidad formaban parte de algún tipo de mensaje criptográfico que yo tenía que descifrar, y hacerlo con rapidez no fuera que la vida de alguien corriera peligro. Qué digo la vida: el destino de la Humanidad podía depender de mí. Esa responsabilidad me había provocado cierto estado de ansiedad. Es cierto que estoy especialmente dotado para detectar lo que a otros les pasa inadvertido. Por ejemplo, si alguien eructa en mi cara después de comer gambas al ajillo, soy capaz de identificar de inmediato que, en efecto, se trata de gambas al ajillo. Lo mismo me pasa con el chorizo de Cantimpalos y con el Ali-oli. Es cierto, asimismo, que en la mili alcancé el grado de Cabo 1º de Artillería en el Ejército Español y Olé y, por tanto, he sido entrenado para responder eficazmente en situaciones de riesgo, pero una cosa es subsistir en el bosque solo con la ingesta de insectos y raíces, beber tus propios orines, y resguardarte de las bajísimas temperaturas nocturnas durmiendo en el vientre sanguinolento de un oso al que previamente has dado muerte con una navaja suiza, y otra bien distinta salvar la Humanidad. Cuando ya pensaba que pasaría a la Historia como el responsable de la extinción del ser humano, ayer descubrí cuál es el origen de esas misteriosas manchas: todas las mañanas, cuando acabo de desayunar en el balcón, siempre leo un ratito con los pies en alto, apoyándolos en una mesa que, ay, resulta que Pilar, mi mujer, pintó de negro sin avisarme. La verdad, ha sido todo un descanso saber que la suerte de la humanidad no depende de mí.

jueves, agosto 01, 2013

Lucia Echevarría

Ahora lo entiendo todo. Lo que Lucía Echevarría ha pretendido es realizar periodismo de investigación. Con intención de emular a John Hersey o a Michael Herr, se ha infiltrado entre la fauna mediática para revelar al mundo la estulticia que predomina en ese entorno hostil. Dado que ella es licenciada e intelectual, creía, cual superhéroe de la Marvel, poseer poderes especiales que no solo la harían inmune a la necedad, sino que, incluso, podría, con solo posar la mano en la frente «encefalogramaplano» de sus compañeros de juego, curarles y procurarles, de golpe, una inteligencia proporcional al diámetro operado de sus senos. No ha sido así. Y la intelectual ha salido con el rabo entre las piernas, y zarandeada y apaleada a posteriori. Debería haber sabido que todos esos «intelectuales» mediáticos, reunidos en horda insaciable, tienen muchas ganas de coger por banda a todos aquellos leídos que ponen en tela de juicio el reinado y la preeminencia de la que les ha investido la democracia de la audiencia.