sábado, febrero 22, 2014

Conversaciones con Martina (106)

—¿Quién es esa? -me pregunta Martina.
—La Infanta Elena.
—¿Y esa quién es?
—Una princesa.
—Pues qué princesa más fea.
—Martina, es que las princesas no son como en los dibujos. De hecho, las de verdad son bastante feas.
—Hombre, alguna habrá guapa, papa.

Conversaciones con Martina (105)

—Qué frío tengo en las orejas -le digo a Martina de camino al cole.
—No me extraña: con esas orejotas que tienes -me responde.

San Valentín

Se conoce que esta noche he sido poseído por el Espíritu de El Corte Inglés y me he levantado por completo entregado a la efeméride de autos, esto es, San Valentín. Con una determinación inusual, me he puesto en pie, y con el dormitorio en penumbra he sacado del armario la muda de hoy. A continuación, veloz como el rayo que debería partir en dos a Gallardón, he buscado una poesía de amor de Mario Benedetti para recitársela a Pilar no bien saliera de la habitación en dirección al cuarto de baño. Mi estrategia consistía en salirle al paso cuando se precipitara a la carrera para aliviar su vejiga. Así que me he situado estratégicamente en mitad del pasillo y cuando Pilar ha abierto la puerta a la hora en que la abre cada mañana, he hincado la rodilla en el suelo e iniciado la lectura de los versos. Para mí decepción y la de todos los hombres de la Tierra que todavía creemos en el amor, y en que el lunar que tu mujer luce en la mejilla jamás se transformará en una verruga por más tiempo que pase, Pilar no solo no me ha hecho el menor caso, sino que se me ha quedado mirando, y, haciendo visera con la mano, con los ojos amusgados por los efectos deslumbrantes de la luz, y hurgándose en el ojo en busca de una legaña pertinaz, ha examinado de pies a cabeza los colores ciertamente arbitrarios que lucía mi indumentaria y me ha preguntado:

-¿Hijo, tú eres daltónico?

La periodicidad de los juegos infantiles

Los juegos de los niños obedecen a una cierta periodicidad que, sin embargo, nadie parece imponer. Lo observo estos día en el patio del colegio de Martina, o a las puertas, cuando se abren y los niños y salen en tropel, como si dejaran atrás el recinto de una prisión inexpugnable. Ahora toca la peonza —yo le llamaba galdufa—, pronto será el yo-yo, y quizá, después, las canicas. Pero ¿quién es el responsable de establecer esa estacionalidad? ¿Quién divide en compartimentos estancos imaginarios la predisposición de los niños a elegir el instrumento con el que jugar? ¿Es una circunstancia arbitraria? ¿O quizá se trata de una estrategia perfectamente planificada por una asociación de bazares chinos?

Conversaciones con Martina (104)

A Martina los Reyes Magos le trajeron un patinete de dos ruedas molón de la muerte. Al poco, me pidió desplazarse al colegio montada en él. Ir y venir. Acepté. Es un engorro —tengo que plegarlo y cargar con él, tanto para ir como para venir— pero es la única manera de llegar antes de que nos cierren las puertas. Los últimos 150 metros que nos separan de la escuela son cuesta arriba, y un día se me ocurrió rodear el manillar con mi bufanda y arrastrarla a la carrera hasta la puerta. Grave error: cualquier concesión que le hagas a un niño se transforma en una obligación irrenunciable. Ahora no solo me exige que lo haga —tirar de ella— sino que me azuza mientras grita ¡Arre, caballo, arre!
Esta mañana, entre resuellos, le he dicho:
—Martina, esto se tiene que acabar. Ir a la escuela en patinete tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Las buenas son que llegas antes, adelantas a tus amigos, vas circulando cómodamente cuando es llano, casi sin hacer esfuerzo. Las cosas malas, pues que cuando es cuesta arriba tienes que impulsarte y cansarte un poco. No hay otra. Hay que estar a las duras y a las maduras.
Ha dejado el patinete a mis pies, me ha dado un beso en la mejilla, y antes de dirigirse a la carrera hacia las puertas, me ha dicho.
—No he entendido nada de los que has dicho, papa.