lunes, febrero 26, 2007

A cuestas con ella



La rua del carnaval que recorre todos los años el centro de Mataró hubo de ser cancelada por culpa de un súbito aguacero que arreció con inusitada virulencia momentos antes de que diera comienzo, y los responsables municipales, lejos de resignarse a los designios caprichosos de la impredecible meteorología, se revolvieron desafiantes y determinaron celebrarla una semana después. De ser ciertas las predicciones agoreras que vaticinan a no muy largo plazo el cambio climático, quizá la iniciativa tomada en Mataró sea la solución a uno de los problemas (no el más serio ni el que más urgirá reparar, bien es cierto) en relación a esa temida metamorfosis, a saber: la adulteración de toda fiesta por pretender conmemorarla pese a que no acompañe la meteorología propia de ella. Lo cierto es que si no se cumplen las condiciones climatológicas de cada festejo, bueno será que en el futuro restemos importancia a la fecha en la que hasta entonces ha sido conmemorada y emulemos la decisión tomada en Mataró y pospongamos cualquier fiesta hasta que el clima sea el propicio, aunque tengamos que andar cargada de ella por todo el calendario en busca del momento idóneo.
Todo festejo tradicional lo es tanto más cuanto que su celebración popular y populosa se desarrolla en unas determinadas condiciones meteorológicas que condicionan buena parte de su idiosincrasia y sin la cual desaparece la fascinación, hechizo, palpitación o como quiera que se denomine lo que cada uno de nosotros experimentamos mientras se desarrolla. En Navidad, por ejemplo, las calles deberían estar siempre cubiertas de nieve o en su defecto sufrir un tiempo lo suficientemente desapacible como para que la gente pasee con un blanco hálito de vaho surgiendo intermitentemente de su boca, ataviada con atuendo invernal y tocados de gorro de lana y el cuello circundado por una larguísima y confortable bufanda cuyos extremos cuelguen sobre la espalda como las riendas de un animal mitológico. En San Juan, cómo no, debe hacer calor y las enormes piras de madera arder bajo un cielo diáfano repleto de estrellas de brillo lánguido bajo las cuales la gente baile en torno a las hogueras hasta la extenuación, y que la primera claridad tibia del alba les sorprenda haciendo el amor a la intemperie, rodando por el suelo como dos sordomudos, como dice el maestro Sabina.

miércoles, febrero 21, 2007

La ex


Miss Cantabria ha sido destronada por no cumplir uno de los requisitos que constaba en las reglas del certamen, según las cuales en modo alguno podía concursar mujer que hubiera dado a luz o estuviera en trance de hacerlo. Anda la mujer un tanto despechada denunciando el asunto en todos los medios de comunicación que le salen al paso (que son muchos y variados y todos gustan de difundir este tipo de noticias) y erigiéndola dichos medios en inopinada defensora de las mujeres y en fortuito o episódico adalid contra las discriminaciones de las que son objeto a diario. A mí me asaltan las dudas, pues no sé si lo más oportuno o certero o apropiado para luchar contra la discriminación es participar en un concurso de bellaza, que es esencialmente discriminatorio lo mires por donde lo mires. Digo yo que si tanto disgusto le producían esas reglas las podría haber hecho públicas en alguna de las tres veces anteriores en las que fracasó en su intento de erigirse en reina. Cabe preguntarse asimismo qué hubiera hecho la joven si la organización no hubiera averiguado su condición de madre o sabiéndolo no se hubiese dado por enterada. Tengo para mí que la mujer hubiese guardado silencio cómplice y no hubiera difundido esas reglas con las que ahora tan en desacuerdo se muestra y hubiese aceptado presta la corona y la hubiera lucido con orgullo y disfrutado de ella y de su efímero reinado anual, trayéndole al pairo que semejantes normas permanecieran inmutables para perjudicar a las mujeres que después de ella aspiraran al trono.

viernes, febrero 16, 2007

El porqué de la ficción

Es posible que el motivo por el que se lee ficción sea porque necesitamos conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipotesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue.
La literatura nos da reconocimiento: a través de ella sabemos que sabíamos lo que ignorábamos que sabíamos hasta que lo hemos leído.

Javier Marías, Literatura y fantasma.

martes, febrero 13, 2007

El efecto rebote (I)



Visité la casa de mi hermana Yolanda y en el vestíbulo del edificio, en un tablón de corcho colgado en la pared que utilizan para las notificaciones relacionadas con los asuntos de la comunidad de vecinos, me detuve a leer un texto escrito en ordenador en un cuerpo de letra bien grande para que no pasara inadvertido. Decía así: Gracias al desgraciado que tiró una colilla en el macetero el edificio estuvo a punto de salir ardiendo. No tenéis vergüenza. Subí hasta el segundo piso y llamé a la puerta y me recibió mi sobrina Jessica. Le mencioné el asunto y me confió que lo había escrito ella. Le sugerí que tal vez se había excedido al emplear términos tan beligerantes, habida cuenta que quizá se trataba de un accidente que le podía suceder a cualquiera. Me respondió que de eso nada, que todos los vecinos sabían quien había sido pero nadie se atrevía a encararse con él y que el texto era una forma de decirle lo que pensaban de su comportamiento incívico. Le pregunté si su madre volvía a ser presidenta de la comunidad y me respondió que no y añadió que el edificio carecía desde hacía tiempo de presidencia y por tanto en la escalera imperaba la anarquía. Eso lo explica todo, pensé inmediatamente. Uno de los primeros síntomas que delata una situación de ausencia de gobierno es el lenguaje que se emplea. Si en circunstancias normales prevalece lo políticamente correcto y hasta los mayores agravios son dirimidos con moderación y en arreglo a una predisposición mutua de diálogo entre las partes implicadas, el desgobierno alienta la barbarie dialéctica y se dan las condiciones para que se desate en cualquier momento un conflicto de imprevisibles consecuencias.
Una comunidad de vecinos es un microcosmos que depara situaciones fácilmente trasladables a otras de mayor envergadura. El símil de las ondas que produce una piedra arrojada al agua sería una forma precisa de ilustrarlo. Se empezaba por mantener la armonía en tu propia familia, a continuación entre los vecinos, luego en la calle, le seguía el barrio y el ayuntamiento, y así sucesivamente hasta alcanzar el gobierno de la nación.

El efecto rebote (y II)


Como me tengo por un hombre con un elevado sentido de la responsabilidad y comprometido con la democracia y no deseo que un conflicto vecinal acabe por extensión con el gobierno de mi país, le propuse a mi hermana Yolanda presentarme como independiente para presidir su escalera con objeto de instaurar cierto orden. A ella le pareció una buena idea, y no tardó en organizar una reunió a fin de plantearla al resto de vecinos. Rodeado de ellos en el portal constaté que el perfil de los presentes se correspondía con la realidad social y política que domina el país: los había de origen magrebí, africano, catalanes, españoles, gente con aspecto inequívoco de simpatizar con la derecha y otros manifiestamente de izquierdas. A pocos metros mi sobrina asistía con gesto adusto al desarrollo de la reunión. Sin más tardanza les expuse mi proyecto de gobierno: voluntad de restituir la normalidad democrática en la escalera y la exigencia de una inequívoca predisposición colectiva en el empeño, autodisciplina para preservar el estado del mobiliario comunitario y compromiso de perseguir sin descanso a quienes lo deterioran impunemente. La mayoría de asistentes rompieron a aplaudir espontáneamente y mi hermana Yolanda me besuqueo sin cesar cogiéndome de las mejillas con las dos manos abiertas. ¡Qué labia tiene mi hermano!, exclamaba una y otra vez sin dejar de estrujarme los mofletes. Los vecinos dieron por concluida la reunión y se marcharon escaleras arriba no sin antes obsequiarme con unas palmaditas amistosas en la espalda, gesto con el que di por aceptadas por unanimidad mis propuestas de gobierno. Finalmente me quedé en el portal a solas con mi sobrina y un vecino que había permanecido en silencio todo el tiempo. Jessica se acercó y me susurró al oído que se trataba del tipo que había arrojado la colilla al macetero. El hombre señaló sin más en dirección al tablón de corcho en el que colgaba el folio donde se podía leer la frase de marras. Lo que yo quiero es que se sepa la verdad, dijo apuntando con el dedo índice hacia la hoja. Como sería precipitado lanzar acusaciones sin tener a mi alcance todos los elementos de juicio, estimé conveniente proceder con cautela. Haré cuanto esté en mi mano para aclararlo, le dije al tipo. Queremos saber toda la verdad, repitió él. Quizá ya sepamos la verdad, proclamó mi sobrina en un rapto de incontinencia verbal a los que era muy dada. Pero ésa es tu verdad. Yo quiero La Verdad, insistió el hombre. Pero mi verdad es la de todos, añadió Jessica. El vecino se encaró con ella y con el rostro demudado le gritó repetidas veces: Queremos saber la verdad de lo sucedido, queremos saber la verdad de lo sucedido…
Y contemplando la escena me dio por pensar que el símil de las ondas que se expanden en el agua podía perfectamente experimentar un efecto rebote que las contrajera, y en consecuencia todo cuanto contaminaba los círculos más grandes acababa envileciendo los más pequeños.

sábado, febrero 10, 2007

Al tipo le hace gracia.

Tan nauseabunda como la imagen de etarras jactándose de los asesinatos perpetrados, lo es la de ese ex presidente perdonavidas desprestigiado por su propia mediocridad, regocijándose en su ignorancia cuando centenares de inocentes mueren a diario en Irak. Tan despreciable como el respaldo social que alienta a los etarras, lo es el de esa platea babosa que rebuzna con entusiasmo las (des) gracias del que se auto proclama tonto.

jueves, febrero 08, 2007

Esperándola




Tiene cojones la cosa, pienso en el metro cuando hecho un vistazo por encima del hombro de alguien que lee prensa gratuita, y alcanzo a distinguir un gran titular que reza: Tenían la casa hecha un asco pero un televisor en cada habitación. Desconozco los pormenores de los que da cuenta la noticia porque estoy demasiado alejado para leer el resto de texto, y a decir verdad tampoco siento un interés particular por conocerla. Sí me llama la atención, en cambio, ese titular que se me antoja más propio de dos amas de casa que estuvieran lamentando la dejadez de un hijo descuidado que de un periodista al que se le supone cierto sentido literario o un mínimo escrúpulo a la hora de escribir con rigor. Me pongo a pensar en la intención que persigue ese titular y no soy capaz de descifrar si pretende denunciar la desidia y la propensión a relajar los hábitos higiénicos que tiene por costumbre el personal, o en cambio desea alertar respecto a lo innecesario de hacer acopio compulsivo de televisores, o ambas cosas a un tiempo, es decir, si al acumularlos corres el riesgo de descuidar las tareas domésticas, pero descarto de inmediato esa última posibilidad porque mis suegros tienen cinco televisores distribuidos por toda la casa y ésta siempre goza de un aspecto impecable. Al evocar a los padres de mi señora esposa me pregunto por qué un domicilio habitado por tres personas necesita cinco televisores, habida cuenta que la mayoría de las veces están apagados, a excepción del que entretiene a la señora Isabel, la nonagenaria abuela de mi mujer y madre de mi suegra, que con serias dificultades de movilidad le resulta indispensable disfrutar de alguna distracción con la que entretener las horas. Caigo entonces en la cuenta de que doña Isabel es prodiga también en la elaboración arbitraria de titulares a partir de las noticias que escucha de los distintos informativos que ve a lo largo del día, y más de una vez, al entrar en la habitación a saludarla, me ha confiado la exclusiva de un suceso trágico (no existe anciano que no sienta placer en dar cuenta de ellos) cuyo parecido con la realidad suele ser ciertamente casual cuando no inexistente. Doña Isabel, como toda abuela que se precie, tiene el hábito de alertar a sus nietas de toda suerte de peligros acechando en las calles, y les previene cansinamente de no relacionarse con aquellas personas susceptibles de guardar algún parecido con el perfil de delincuente que acostumbra a aparecer en los programas de sucesos a los que es adepta. Tiempo después de iniciar nuestra relación le pregunté a mi señora qué fue lo que primero que su abuela había dicho de un servidor cuando me conoció. Que eras muy enano para mí, me respondió, y no pude por menos de sentirme aliviado, porque conociendo su carácter irascible y su afición a elaborar juicios inmisericordes de todo el que se pone a su alcance, y su predisposición a decir en todo momento cuanto piensa y además de la manera más destemplada, que mi escasa estatura fuera lo único que la había incordiado era como para sentirse afortunado.
Fuera de los que le inspiran esos programas de crónica negra a los que es aficionada, doña Isabel lanza, de tanto en tanto, titulares o sentencias que trasmiten más emoción y poseen más literatura y trascendencia que cualquiera de los que acierte a inventar en un año uno de esos periodistas mediocres. El pasado verano la ingresaron en un hospital por culpa de una seria dolencia de la que ella pensaba no saldría airosa. Nada más entrar en la habitación le pregunté cómo estaba, ella me miró fijo y a continuación dirigió la mirada acuosa hacia el gran ventanal al tiempo que sentenció: “Aquí estamos: esperándola”.
Al hilo de ese recuerdo concluyo que para el hallazgo de un buen titular periodístico se emplean pautas similares a las que adopta un escritor al inicio de una obra nueva. En los manuales clásicos de creación literaria existe una máxima –en franca decadencia, bien es cierto– según la cual es aconsejable comenzar toda narración con una frase deslumbrante que atrape el interés del lector de tal manera que no pueda dejar de leerlo hasta el final. Me pongo a pensar cuál podría dar comienzo a esta crónica y soy presa del desaliento al constatar que la única que se me ocurre carece de rigor y es tan irreverente y mediocre como el titular que ha provocado este escrito: Tiene cojones la cosa.

lunes, febrero 05, 2007

Arriba y abajo




Hace pocos meses vi una tertulia televisada entre periodistas que debatían cuánto de lícito o razonablemente ilícito debe haber en el proceder de todo servicio de inteligencia. El debate se había suscitado a consecuencia de las primeras revelaciones publicadas por aquellos días en prensa en relación a los procedimientos irregulares que la CIA había llevado a cabo en distintos países en su lucha contra el terrorismo. El debate no tardó en hacer mención a la prisión de Guantánamo y su vergonzante existencia como parque temático dedicado a la tortura. En medio de las réplicas y contra réplicas de los efusivos tertulianos se dio paso en directo a una llamada telefónica de un individuo vinculado de manera directa con los servicios secretos españoles (circunstancia no sólo insinuada por él, sino fácilmente deducible de sus palabras). El hombre, que, como es lógico, declino identificarse, realizó una exposición detallada y muy bien argumentada según la cual nosotros, la gran mayoría de ciudadanos, ignoramos todo cuanto traman a todas horas los terroristas o cualquier otro grupo de facinerosos con objeto de perturbar o directamente destruir nuestro estado de bienestar, y asimismo desconocemos –añadió– las medidas que las diferentes fuerzas de seguridad deben tomar para frustrar o prevenir semejantes tentativas. Añadió que si conociéramos los pormenores de una y otra actividad, nuestro quehacer cotidiano sería por completo distinto, viviríamos en estado de ansiedad, con la sensación permanente de peligro acechando en cada esquina. Para concluir, el tipo dijo que la existencia de la cárcel de Guantánamo obedece a una estrategia muy clara: la disuasión, esto es, los terroristas deben saber que si son atrapados irán a parar a un lugar en el que no sólo carecerán de derechos sino que además sufrirán todo tipo de vejaciones. De las palabras de ese tipo cabe deducir, pues, que Guantánamo, aunque monumento deplorable, es un mal menor que los ciudadanos, haciendo de tripas corazón, y si deseamos que nuestro estado de bienestar se prolongue largos años y nada perturbe, como diría Valle-Inclán, nuestra feliz existencia de niños ciegos, es algo que debemos tolerar, ignorar, mirar en otra dirección, en definitiva.
Ayer domingo, meses después de la intervención telefónica de ese individuo, leí el siguiente fragmento, en referencia a Guantánamo, en una entrevista al ex agente de la CIA Tyler Drumheller publicada en El País: Esos tipos (…) que se dedican a planificar atentados en las metrópolis desisten de sus propósitos en cuanto se enteran de que alguien que comparte sus mismas convicciones ha sido capturado y enviado a algún sitio donde tendrá que pagar por sus crímenes.
La cuestión planteada me recuerda a un diálogo de la película Algunos hombres buenos, dirigida por Rob Reiner. En ella, el personaje interpretado por Jack Nicholson, un comandante sospechoso de haber consentido métodos ilegales para escarmentar a un marine presumiblemente indócil, en un rapto de cólera le dice al abogado militar encarnado por Tom Cruise: “(...) estoy harto de los tipos como tú que se van a dormir cada noche con el manto protector que yo les proporciono, y luego cuestionan el modo en que se lo proporciono”.


viernes, febrero 02, 2007

Be water



Apenas debía contar seis o siete años cuando acudí por vez primera al cine a ver una película de Bruce Lee. Se trataba de Operación Dragón, y la sala en la que la proyectaban, de cuyo nombre no guardo memoria, estaba en la Ciudad Meridiana, donde acabaron recalando un importante número de familias inmigrantes procedentes del sur de España, entre ellas la mía. Vivíamos en las proximidades de la Plaza Roja, un barrio lindante al de Torre Baró, por aquel entonces un lodazal de cuyo cieno surgieron no pocos delincuentes adocenados, alguno de los cuales cometieron el desatino, los muy insensatos, de elegir como líderes a mis hermanos para llevar a cabo sus fechorías. Así les fue, (pero esa es otra historia).
El caso es que al poco de comenzar el film, justo en el momento en que Bruce Lee se disponía a batirse con el malo de la película en un combate que acabaría pasando a la historia por su plasticidad y coreografía perfecta y ciertamente asombrosa para lo acostumbrado en la época, la proyección se interrumpió y la sala fue desalojada de inmediato en medio del estupor y fastidio general. Por lo que recuerdo la causa esgrimida fue una amenaza de bomba que, de más está señalar, resultó falsa. No fue hasta años después, con la invención del video, que pude alquilar y contemplar por fin no sólo el resto de metraje de Operación Dragón, sino también toda su breve filmografía. Hasta ese entonces hube de conformarme con ver cientos de películas de factura delezanble (no es que las de Bruce Lee fueran obras maestras, pero su concurso les proporconaba cierto aura) protagonizadas por dobles del pequeño dragón, la mayoría de los cuales guardaban un parecido discutible y carecían del carisma apabullante y la presencia magnética del actor de origen chino aunque nacido en Estados Unidos, una circunstancia ésta, su procedencia norteamericana, por pocos conocida. Bueno es saber, además, que muchos de los primeros gimnasios dedicados a la enseñanza de las artes marciales que se abrieron en la época y que aún permanecen deben su existencia a la influencia que el actor provocó en sus dueños.
De niño siempre sentí una devoción ciega por él. Cuando yo tenía más o menos diecisiete años –ya no tan niño, bien cierto– apareció una revista mensual que llevaba su nombre, un proyecto que sacó adelante un hombre que había pasado parte de su vida coleccionando toda suerte de objetos relacionados con Bruce Lee. La revista (que todavía conservo como oro en paño) publicaba fotografías inéditas y detalles de su vida por completo desconocidos y no pocos documentos sorprendentes, como una fotocopia del informe forense que revelaba las causas de su muerte: un edema cerebral causado por la ingestión de un medicamento llamado Ecuasic al que el actor resultó ser alérgico. Nada que ver, pues, con las conjeturas descabelladas que se propagaron en relación a su fallecimiento, entre las que se contaba la de que en realidad no había muerto y se había refugiado en la misma isla que acoge a todos los famosos fallecidos prematuramente, condición indispensable para alcanzar la categoría de mito.
Uno de los motivos por los que el anuncio de Bruce Lee ha tenido tanto éxito (se trata, por cierto, de una entrevista realizada por la televisión de Hong Kong, cuyo contenido íntegro, doblada al español, se puede ver en este video) es, en mi opinión, a causa de la descontextualización de la figura de un personaje que jamás había sido contemplado fuera del escenario en que se desarrollaban sus películas. Cualquier estrella observada al margen de los artificios que proporciona el cine corre el riesgo de caer en la mediocridad, no así Bruce Lee. Hasta la aparición de ese breve fragmento mostrado en el anuncio, la mayoría de españoles no había tenido oportunidad de escuchar su voz, e ignoraba, asimismo, pormenores significativos de su vida, como que era miope o que siendo niño protagonizó muchas películas y se convirtió en una especie de niño prodigio similar a Joselito, o que estudió Filosofía en la universidad y escribió varios libros en relación a ella y las artes marciales, de las que era un profundo conocedor y estudioso, de todas ellas sin excepción independientemente de cuál fuera su procedencia y disciplina, incluido el boxeo, deporte al que era un gran aficionado, y a cuya influencia se debe los saltitos y esa especie de danza que efectuaba en las películas en torno al contrincante de turno, tan emulada luego por generaciones de adelescentes. Su vasto conocimiento en las diferentes luchas lo condujo a crear su propio arte marcial: el Jeet Kune Do. Una empresa al alcance de muy pocos.