martes, febrero 05, 2013

Los muertos



Hoy me ha dado por pensar en los cadáveres que he visto en mi vida. No sé por qué. Bueno, sí que lo sé: he pasado en moto por la zona de Mataró en la que vi uno de los primeros, a la postre una de las escenas más dramática de las que he sido testigo. Se trata de un lugar que hacía tiempo que no frecuentaba, donde se hallaba la empresa de estampados en la que trabajé durante catorce años. En el transcurso de ese tiempo tuve ocasión de asistir casi como testigo directo a la muerte de dos jóvenes. La fábrica ya no existe, demolieron el edificio y ahora es un descampado rodeado de un muro que luce muy buenos grafitis, y en torno al cual se alzan bloques de viviendas que se empezaron a construir por aquel entonces. Cuando he pasado con la moto por el edificio que está prácticamente pegado a la que fuera mi antigua empresa, me ha venido el recuerdo y he fijado la vista en el primer balcón y he vuelto a ver el cuerpo colgado de un hombre meciéndose largas horas a la altura de ese balcón. Perdió la vida mientras trabajaba en la construcción del edificio. Cuando ocurrió yo estaba a pocos metros. Recuerdo perfectamente cómo el mozo de almacén, un adolescente impetuoso y descerebrado, apareció a mi espalda con el rostro demudado y gritando que un tío se acababa de matar en la obra de al lado. Nadie pudo resistir la tentación. Dejamos lo que teníamos entre manos y salimos a la carrera. 

Me causó una gran impresión la escena, más propia de una película que de la vida real: el cuerpo se mecía a tres o cuatro metros del suelo, colgado del pecho por unos cables en los que se había enredado en la caída. La escena era idéntica a la de Richard Harris en Un hombre llamado caballo, cuando los indios lo cuelgan del pecho durante horas en medio de un sufrimiento aliviado con algún alucinógeno, si no recuerdo mal.

El hombre yacía en el hueco por el que se desplazaba el montacargas, una sólida estructura metálica adosada verticalmente a la fachada. Al parecer, había asomado la cabeza en el momento en el que el montacargas descendía, con la mala fortuna que lo había golpeado en la cabeza, se había precipitado al vacío por el hueco y se había quedado enredado en unos cables. Permaneció allí varias horas, hasta que acudió el juez. Mientras tanto, sus compañeros nos pidieron un pedazo de tela con la que cubrirlo, bajo la cual, suspendido como estaba, la escena aún me pareció más espantosa, pues la tela era de un blanco inmaculado y la sangre no tardó en traspasarla. Siempre me pregunté por qué había necesidad de que aquel desdichado permaneciera tanto tiempo colgado, a la vista de todos. 

A pocos metros de esa calle, algún tiempo después, tuvo lugar la muerte de otro joven en cuyas circunstancias se produjo la paradoja de que la empresa en la que yo trabajaba tuvo una responsabilidad meramente azarosa pero determinante, tanto que el chico posiblemetne seguiría vivo de no haber existido la fábrica. El día antes de que ese chico falleciera se produjo una avería eléctrica en la empresa. Una situación habitual, pues la maquinaría era obsoleta y constituía un fuente constante de averías. Cuando sucedía llamábamos al Gonzalez, el lampista al que mis jefes recurrían siempre, en realidad el empleado de una gran empresa de lampistería que tenía asignado en su ruta la fábrica de estampados. Ese día lo llamamos, pero no pudo acudir, por lo que quedó en venir el día siguiente, a primerísima hora. Así fue. No eran las nueve de la mañana cuando apareció con su auto por la misma calle en la que meses antes había fallecido el obrero de la construcción. Sin embargo, por esa calle no se podía acceder en coche a la fábrica. González se detuvo en el stop situado pocos metros más adelante, miró hacia la izquierda, distingió a los lejos una motocicleta que bajaba a toda velocidad, (se trata una calle muy ancha de dos sentidos que conduce a la Nacional II y a la playa de Mataró, y por la que los vehículos alcanzan normalmente una velocidad considerable), aunque calculó que le daría tiempo a incorporarse e inmediatamente girar a la derecha para entrar en el patio, de manera que tomó la primera a la derecha,  y nada más incorporarse volvió a poner el intermitente derecho para entrar en el patio de la fábrica. Por el espejo retrovisor había visto que el motorista no tardaría en adelantarlo por la izquierda, —o eso creyó él—, en dirección a la Nacional II. Pero no fue así. El motorista no contó con que el coche giraría a la derecha para entrar en el patio, y cometió la impredencia de ganar velocidad para adelantarlo por la derecha, de tal modo que el automóvil le cerro el paso, la moto golpeó contra el morro, y el joven salió literalmente volando e impactó con la cabeza contra el tronco de uno de los plataneros alineados en la acera. En circunstancias normales quizá hubiera podido salvar la vida, pero al no llevar el casco sujeto salió despedido y cuando golpeó contra el árbol lo hizo con la cabeza. El casco, por cierto, siguió rodando calle abajo durante unos cien metros, hasta que se detuvo junto a la rueda de un coche estacionado. 

Sé que toda nuestras vidas están sometidas al azar, y no debería darle más vueltas y asumir que cuando salimos de casa y ponemos un pie en la calle, estamos a merced de la casualidad más arbitraria, pero no dejo de pensar en lo fácil que hubiera sido que ese chaval salvara la vida. Hubiera bastado que la máquina no se estropeara la noche anterior, o que González hubiera acudido ese mismo día, y no el siguiente, o que no atendiera la llamada, o que un gato se cruzara frente al coche y lo hiciera frenar solo diez segundos.