jueves, diciembre 15, 2011

Deseos

Algún día se hará justicia, y un comando del SEAL como el que ejecutó a Bin Laden, recorrerá el planeta de arriba a abajo hasta localizar al tipo que instauró la moda de llevar los pantalones por debajo de los calzoncillos y la de colgar de los balcones a muñecos de Papa Noel (sospecho que son el mismo individuo) y le dará lo que se merece.

lunes, diciembre 12, 2011

Diario

Diario

10

Mi naturaleza ermitaña se acentúa notablemente. Ahora estoy pensando en comprar una casa de madera e instalarla en el patio, y amueblarla con la mesa de dibujo y cuatro adminículos indispensables para poder estar tranquilo, entendiendo tranquilo como en la más absoluta soledad, que para mí es el estado ideal del hombre. Me preocupa la aversión que le estoy cogiendo a la humanidad, sobre todo teniendo en cuenta que somos más de seis mil millones, y por tanto cualquier posibilidad de alcanzar la soledad absoluta parece poco probable. Es decir, que, desafortunadamente, todo apunta a que no me quedará más remedio que compartir espacio con más gente.

El otro día llegué a casa y me arrojé sobre el sofá como el toxicómano se abalanza sobre la droga. Puse un cd de jazz, cogí un libro y con el comedor en penumbra me pareció estar en el mejor lugar posible sobre la faz de la Tierra. Me conformo con tan poco que a veces me pregunto si la falta de ambición y el conformismo no constituirá uno de los motivos por los que no he llegado a nada en la vida. Otras me digo que he llegado donde otros no hubieran llegado jamás en las mismas circunstancias que yo he vivido.

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He terminado de leer Verano, de Coetzze, uno de los autores más extrañamente eficaces que conozco. Digo extrañamente porque sin ser un escritor al que le guste realizar piruetas con el lenguaje, acaba creando adicción. Con Coetzze me pasa como con Paul Auster: poseen un estilo muy particular que acaba atrapándote. Los dos son, no obstantes, escritores muy distintos.
Como no tenía nada más a mano me he puesto a leer el último libro de Elvira Lindo, un regalo que le hice a Pilar para nuestro aniversario de boda. Se titula Lugares que no quiero compartir con nadie. No es ficción, sino de reflexiones en relación a Nueva York, ciudad en la que reside largas temporadas. En realidad su marido, Antonio Muñoz Molina, ya publicó algo parecido hace algunos años, Ventanas de Manhattan, uno de los libros que más he disfrutado y releído bajo el influjo del viaje que hicimos a Nueva York.

En las primeras páginas me sorprende descubrir que Elvira Lindo acude a un psiquiatra, pues se le ha diagnosticado ansiedad y una serie de patologías derivadas de ella. Digo que me sorprende porque Pilar y yo hemos hablado a menudo de que Elvira Lindo y Muñoz Molina constituyen el paradigma de pareja a la que nosotros nos gustaría parecernos: ambos viven holgadamente de escribir, y además lo hacen parte del año en nuestra ciudad preferida, Nueva York. Es decir, que a primera vista no deberían sino dar gracias por lo que tienen. Y no obstante, Elvira Lindo padece ansiedad. Sólo se me ocurre pensar que la padece porque teme perder lo que tiene.


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Veo en las noticias a Urdangarín, del cual aparecen imágenes de archivo, y no puede dejar de molestarme que, a pesar de que todo apunta a que ha metido la mano en la caja, el tío tiene aspecto de no haber roto nunca un plato, de ser una persona discreta incapaz de perpetrar todo aquello de lo que se le acusa.
Los prejuicios, idiota, son los prejuicios.

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Voy a correr por una zona donde siempre hay dos prostitutas apostadas en los márgenes de la Nacional (espero que nadie encuentre de mal gusto que haya escrito correr y prostitutas en la misma frase). Al principio solo había una. Recientemente se le sumó la otra, de facciones y cuerpo mucho menos agraciados que la primera. Paso cerca de ellas cuatro veces, dos de subida y dos de bajada, y la mayoría de ocasiones que ha coincidido que una se ha ausentado para desempeñar su trabajo en un descampado contiguo, ha sido la veterana. Entonces me da por pensar cómo es que la recién llegada no se da cuenta de que está en desventaja física respecto a su compañera, y que si pretende tener clientes debería alejarse lo más posible de ella.


sábado, noviembre 26, 2011

Una tarde de verano

Dos veces me han intentado robar en mi vida. Las dos en un vagón de tren. En ambas tuve una reacción inesperada, y eché mano de historias inventadas, improvisadas, que no sólo acabaron disuadiendo del robo a los ladrones, sino que casi se sintieron obligados a darme dinero ellos a mí.
El primero de los intentos de robo me inspiró este relato breve, en el que prácticamente narro cómo se desarrolló el atraco frustrado. Mi reacción me pareció tan inusitada e inesperada que casi me sentí obligado a expresarla por escrito.

Aquí lo tenéis.



Una tarde de verano



Nada más verlo entrar en el vagón supe que me causaría problemas. Lo llevaba escrito en su cara de lolailo militante. No debía de tener más de veinticinco años, el pelo muy corto por encima de las orejas, le caía largo y ensortijado sobre la nuca. Un aro de plata enorme le colgaba del lóbulo izquierdo, el brillo del cual lucía más acusado en contraste con su rostro atezado y duro, curtido acaso en la solana de las obras donde supuse que habría trabajado esporádicamente, ya que no aparentaba poseer el espíritu del que gusta de trabajar con cierta continuidad.

Se detuvo largo rato frente a la puerta abierta que comunicaba los vagones, el traqueteo de los raíles resonó molesto hasta que al fin cerró con uno de esos portazos que inevitablemente acababan asustando al pasajero que contempla ensimismado el monótono discurrir del paisaje.

Alertado por el ruido que la puerta produjo al cerrarse, eché un vistazo a su silueta reflejada en el cristal de la ventana. Vestía camiseta roja y pantalones tejanos elásticos, desgastados y ceñidos como unas mallas de ballet en torno a unas piernas que, aunque estevadas y cortas, se insinuaban robustas. Unos zapatos acharolados de color negro y unos calcetines de un blanco deslumbrante asomando entre el bajo del pantalón y el calzado completaban su atuendo. Un lolailo con denominación de origen.

Se quedó plantado delante de la puerta y echó un vistazo a la hilera de asientos situados frente a él. A continuación me observó a mí, con demora y satisfacción creciente a juzgar por la mueca de placer que su rostro dejó entrever. Apenas dos largas zancadas le bastaron para llegarse hasta mí y sentarse a mi lado, lo que no hizo sino confirmar mis presagios, puesto que, salvo tres o cuatro personas, había asientos desocupados por todo el vagón.

No podía ser de otra manera, el día se precipitaba de manera irremediable hacia un desenlace en consonancia con la tarde lamentable que una vez más había padecido, lo que se estaba convirtiendo en una costumbre que ya duraba varios sábados. Y ese no hubiera sido diferente de no haber abandonado la discoteca presa de una ofuscación desacostumbrada, separado y a distancia del resto de gente que, al cierre del local, salíamos en tropel hacia la estación con la ropa impregnada de olor a tabaco y las mejillas encendidas por el calor sofocante de la sala. Los vagones eran entonces un hervidero de jóvenes alborotados que nos íbamos apeando en las distintas estaciones del Maresme en las que el tren se detenía en su itinerario a Barcelona.

La causa de mi enfado había respondido a un impulso de despecho pueril contra Sonia. Estaba cansado de que no me hiciera el menor caso. Se diría que cerca de ella yo adquiría cualidades traslúcidas, o bien Sonia caía presa de una ceguera selectiva que sólo le afectaba cuando ponía lo ojos sobre mí. Lo cierto era que me sentía como un pasmarote ante su indiferencia, o, en rigor, desconocimiento, puesto que, en honor a la verdad, debido a una timidez patológica y a la zozobra que me paralizaba de continuo, ella no era, que yo supiese, consciente siquiera de mi existencia, y yo, puestos a sincerarnos, jamás había considerado seriamente la posibilidad de que algún día se fijara en mí, y por tanto cualquier reproche del que la hiciera objeto o responsable no eran sino pataletas de un jovencito asustadizo incapaz de articular frase alguna cuando estaba delante de ella. Lo verdaderamente bochornoso era que esa situación, hablar con ella o aun intentarlo, no se había dado nunca. Es decir, yo, iluso hasta el fin, me sumía en plácidas divagaciones en las que imaginaba cómo me aproximaba a Sonia con inusitado arrojo, y cuando al fin acometía un intento de charla en la que le mostraba mis encantos, me sobrevenía un repentino enmudecimiento, una afasia inesperada que mudaba en súbita tartamudez que me dejaba en evidencia y me hacía pasar el mayor de los ridículos. ¿Cómo entonces podía siquiera considerar la idea de darme a conocer si era incapaz de seducir a Sonia hasta en mis propias fantasías? Decidí esperar a que el azar propiciara la ocasión oportuna. Entretanto me consolaba observándola en la distancia, recogiendo agazapado las sobras de alguna mirada perdida, confiando en que se produjera algún suceso prodigioso que le abriera los ojos y Sonia, por fin, cayera rendida ante mí, fascinada por el enorme poder de seducción que, por lo visto, ni siquiera yo era capaz de atribuirme.

Sin embargo, cada vez era más evidente que esa situación no se daría nunca, y los sábados se sucedían uno tras otro sin que ella supiera nada de mí. Y ahora estaba allí, en trance de ser asaltado por un individuo que desde que había tomado asiento no había dejado de examinarme de arriba abajo y de mirar asimismo en derredor, juraría que sonriendo de forma jocosa, como incrédulo y agradecido a un tiempo por mi buena disposición a facilitarle sus labores de hurto al recluirme en la cabeza del tren, un vagón que solía estar medio vacío, pues la gente acostumbraba a concentrarse en los vagones centrales.

—Qué pasa, estás mu serio, ¿no? —dijo al poco.

No te jode, si te parece me pongo a cantar una ranchera, pensé. El tío me iba a robar y todavía pretendía que lo animara a hacerlo, que lanzara vítores o jaleara con entusiasmo su buen hacer. Guardé silencio y giré apenas la cabeza, lo justo para que advirtiera la mirada desdeñosa que le había lanzado, a continuación eché un vistazo a la ventana y de nuevo vigilé en el cristal el reflejo de su silueta estatuaria.

—¿Tienes hora? —me preguntó a continuación.

No se le podía negar cierta sutileza en su proceder. Cualquier otro hubiera arremetido sin ambages antes de que entrara más gente en el vagón. Pero él parecía más preocupado por exhibir buenas maneras, por demorarse en los preámbulos como si no hacerlo fuera un síntoma de falta de profesionalidad.

—No tengo reloj —le respondí. Para que pudiera constatar que no le mentía alcé la manga de mi brazo izquierdo, pero ese gesto no pareció convencerle del todo, y sin disimulo alguno echó hacia delante el cuerpo y alargó el cuello en busca de mi muñeca derecha.

—Que no tengo, hombre, que no tengo —le repetí mostrándosela también. Apenas se molestó en disimular su decepción, y la expresión de su cara demudó en una severidad que no presagiaba nada bueno.

No cabía la menor duda de cuál era su propósito, y pese a que el reloj no constituiría ya parte del botín, yo estaba convencido de que ese primer revés no le habría desalentado, como de inmediato había de demostrarme. Su mano, de improviso, se cerró como una brida en torno a mi muñeca, que descansaba en el apoyabrazos del asiento que nos separaba, a la vez que balbuceó entre dientes con aparente rabia, aunque sin excesivo alboroto, una retahíla de sandeces tan farragosas e indescifrables que sólo por el contexto consideré amenazas.

—¡Ya mes tas dando todo lo que lleves encima, tío! Venga, cagando leches y sin mosquearme o te pincho aquí mismo —proclamó en sordina al tiempo que me zarandeaba el brazo apresado, conminándome con una inclinación reiterada de la cabeza a que mirara la mano en la que sostenía la supuesta arma blanca, oculta tras el apoyabrazos. Yo, desafiante, no sólo no le hice caso sino que me aventuré a sostenerle largo rato la mirada, una actitud inusitada e impropia de mí, ya que me estaba exponiendo a que me partiera la cara o quién sabe si algo peor, y no obstante esa certeza continué desoyendo su exigencia, afectado por un inesperado acceso de arrojo.

—¡Qué mires, coño! —gritó al advertir mi actitud, oprimiendo más mi muñeca e indicándome con un gesto del mentón que mirara hacia abajo.

Con desidia, más a causa de la inercia que por temor a sus amenazas, eché un vistazo en la dirección que me indicaba. No, no podía ser, el tipo debía estar de broma. Tenía que estarlo, de otro modo no podía entenderse que denominara cuchillo a ese artefacto diminuto y ridículo que sostenía en su mano. En todo caso, y siendo, además, generoso en mi juicio, ese utensilio podía pasar a pertenecer, en lo que a mí se refería, al grupo de puñales de mierda de este mundo, porque eso es lo que era y no otra cosa, una mierda de puñal tan grande como la más grande de las casas. ¿Acaso yo no merecía siquiera ser asaltado con cierto rigor? ¿Era pedir demasiado exigir algo más de profesionalidad? El tipo podía haber empleado para la ocasión una pistola de dimensiones considerables y grueso calibre, ostentosa, precisa, sofisticada, o por qué no un enorme machete de filo dentado y acerado, o un tanque, coño, un tanque, pero no ese grotesco y pequeñísimo cuchillito similar a los que regalan en las ferias como premio por haber despedazado en astillas un mondadientes con una de esas desvencijadas escopetas de aire comprimido, me refiero a esos que terminan, con el andar del tiempo, envainados en su funda mimetizada, balanceándose del retrovisor interior del coche.

¿Cabía imaginar mayor ofensa o menosprecio que ese personaje pretendiendo apropiarse de mis pertenencias esgrimiendo apenas un cortaúñas herrumbroso? Yo me sabía un ser apocado y pusilánime y hasta medroso en cierta medida, pero confiaba en no haberlo trasmitido a los demás, ¿y no era esa escena el indicio concluyente que me revelaba la verdad?, esto es, que los defectos que me obstinaba en esconder eran tan evidentes cuanto mayor era mi empeño en ocultarlos.

A medida que asumía esa certeza la ira se fue apoderando de mí, una especie de aire abrasador me trepó de pies a cabeza. Decidí que ya era suficiente, no iba a consentir más humillaciones, pasara lo que pasara ese individuo no obtendría de mí nada que yo no quisiera darle. Era precisa, sin embargo, cierta cautela y, sobre todo, proceder con mucha astucia. Puesto que el tipo partía con la ventaja obvia de una mayor corpulencia, yo debía recurrir a la picardía y hacer uso de una astucia que acaso él no alcanzara a atribuirme.

—¡Pero bueno qué pasa contigo, coño, me das el dinero o qué, hostias! —gritó, soliviantado por mi silencio, apretando un poco más mi muñeca.

—Qué te voy a dar si no tengo un duro —le dije tratando de ganar tiempo.

—No tengo un duro, no tengo un duro, ¡y una mierda no tienes un duro! Venga, yas tas sacando la cartera, cojones.

—Pero hombre que no te miento, te estoy diciendo que no tengo nada, de verdad tío.

—Mira niñato, no me toques más los cojones y ya mes tas dando la cartera, mira que como te pongas tonto y me vaciles te vas a quedar hasta sin gallumbos.

Se había empeñado en apoderarse de mis pertenencias, y ningún pretexto que me molestara en esgrimir le haría cambiar de parecer. Como todo buen ladrón que se precie, descreía de las palabras de su víctima —meras artimañas para evitar el hurto—, y pese a que yo no había faltado a la verdad al asegurarle que no tenía dinero —las pocas monedas sueltas que llevaba encima sumaban poco más de quinientas pesetas—, deduje que él se había excedido en sus expectativas, confundido, a mi juicio, por la indumentaria que vestía esa tarde, que era a la que invariablemente recurría todos los sábados por la tarde durante ese verano: una sencilla camiseta blanca, una americana ligera de lino y un holgado pantalón de pinzas de color crudo que, en mi opinión, me conferían cierta elegancia, y algunas personas sostienen la presunción de que esa cualidad —el saber vestir— viene dada como consecuencia del dinero, pese a que yo, como digo, apenas podía reunir más de quinientas pesetas. Esa era toda mi elegancia.

—Te juro que las pocas pesetas que me quedaban las he gastado en el billete de tren —añadí adoptando un tono de cierto desconsuelo con el fin de inspirarle lástima o hacerlo desistir por puro aburrimiento.

Lanzó un resoplido.

—Lo que tú quieres es quedarte conmigo ¿no? —dijo a continuación—. Eso es lo que pretendes, quedarte conmigo; eres un niñato que va de listillo por la vida y cree que un servidor es tonto, ¿no? Pues mira lo que te digo, pamplinas: o me das lo que llevas encima, o empiezo a darte de hostias y no paro hasta que lleguemos a Barcelona, ¿entiendes o te lo tengo que repetir?

—Entiendo.

—Bien, parece que empezamos a hablar el mismo idioma. Si es que no hay necesidad de malos rollos, hombre. En cuanto te he visto he pensado: este es un buen chaval, lo comprenderá. Pero no, no lo has hecho, y coño, tampoco es tan difícil. Pero escucha, no pasa nada eh, yo te lo explico y punto. Verás, yo me pincho ¿sabes?, y bueno, mientras uno está servido, pues nada tú, de güay. Ahora, cuando empieza a faltar, pues ya sabes lo que pasa: las prisas, los nervios, los sudores, y uno no distingue quién tiene delante ni sabe lo que hace ni cómo lo hace. Así que por tu propio bien no te conviene que me altere. Lo mejor, te lo digo yo, es acabar cuanto antes, me das lo que tengas y se acabó, no me verás más el pelo.

No era necesario ser muy sagaz para darse cuenta de que la historia de la droga era un ardid, una patraña barata con la que pretendía amedrentarme, lo cual era una prueba más de que el empeño en ocultar mi apocamiento no había funcionado y también él creía innecesario gastar energía e imaginación en construir un argumento más elaborado, lo que resultó, a la postre, un mayor acicate para impedir que el tipo se saliera con la suya.

Su mano todavía apresaba mi brazo izquierdo. Me retrepé como pude en el sillón e introduje la derecha en el bolsillo del pantalón, hurgué en él y, al cabo, la extraje de un tirón y le mostré las monedas sueltas.

—Mira —le dije, decidido a salirme con la mía— esto es todo lo que tengo, fíjate, no llega ni a quinientas pesetas. Siento mucho tus problemas con el caballo, pero sabes tan bien como yo que este dinero no te va a solucionar nada, con esto no tienes ni para comprarte una caja de aspirinas.

—Joder, lo que me faltaba por oír. Pero tú qué coño sabes, enterao, que eres un enterao. Anda la leche, a ver si ahora va a resultar que eres farmacéutico, no te jode el tío; si seguramente no has visto una jeringuilla en tu puta vida, hombre.

—¿Qué no he visto una jeringuilla en mi vida? ¿Dices qué no he visto una jeringuilla en mi vida? —Se trataba de una pregunta retórica, una maniobra dilatoria a fin de sortear sus acometidas—. Mira tío, mi hermano también se pincha, así que no me digas que no sé de qué hablo.

Soy del parecer de que en situaciones complicadas uno no debe andarse con remilgos ni consideraciones morales, hay que apelar sin desdoro al miserable que todos llevamos dentro, ése que se vale de todo artificio, por despreciable que sea, con tal de superar la primera dificultad que le sale al paso.

—¿Tu hermano se pincha? —preguntó.

—Sí.

—¡Venga ya!

—Te digo que sí.

—¿Seguro? Mira que como te quieras quedar conmigo va a ser peor ¿eh?

—No, hombre, no ¿Tú crees que se puede bromear con algo así? Precisamente vengo de hacerle una visita. Está en Gerona, en una granja de desintoxicación. Quizá la conozcas, se llama El renacer.

—Ah… sí… El Rehacer… sí…

Renacer —corregí.

—Sí, eso, El renacer, sí…claro. ¿Y qué?, ¿cómo le va?

—Bueno, unas veces mejor que otras. En fin, tú ya sabes cómo funciona eso, se pasa la vida entrando y saliendo de esos sitios, cuando parece que está mejor, vuelve a recaer en la misma mierda, y así una vez tras otra. Es la historia de nunca acabar.

Poco a poco sus dedos habían dejado de ejercer presión sobre mi brazo hasta liberarlo del todo. No obstante sentir palpitaciones en la muñeca y un dolor intenso, decidí que lo mejor era no manifestarlo, no revelarle el menor resquicio de fragilidad por el que pudiera penetrar y campar a sus anchas. Pero el tipo, para mi estupor, y, por qué no admitirlo, para mi decepción —yo ya me había envalentonado y lo que en verdad deseaba era enzarzarme con él en un lance del que pretendía salir redimido con carácter retroactivo de todas las ofensas padecidas hasta ese momento—, el tipo, como digo, ya no parecía estar por la labor del hurto. Se conoce que mi mentira había despertado el lado perezoso de su buena conciencia, ya que de repente largó con inusitado fervor una arenga desatada en favor de la pronta recuperación de mi hermano imaginario, la cual, dicho sea de paso, casi me persuadió de su existencia.
—Te diré una cosa chaval —dijo a modo de conclusión—: no puedes permitirlo; no, qué coño no puedes: no debes permitirlo. ¿O es que él no lo haría por ti? ¡Claro que lo haría, joder! Tu hermano tiene que salir del pozo, hasta ahí estamos de acuerdo ¿no?, ¿sí o no? ¡Contesta hombre!

—Sí, claro, sí.

—Bien, ¿y sabes cómo se puede salir de ese socavón? ¿No lo sabes no? Claro, cómo lo vas a saber. No te lo tomes a mal, pero sólo hay que echarte un vistazo para darse cuenta de que nunca has tenido que echar mano de ellos, pero no te preocupes que yo te lo explico: con dos güevos, ésa es la única forma tío, con dos güevos, a esta puta vida hay que hacerle frente con dos güevos, si no te deja en la estacada en menos que canta un gallo. Te lo digo yo, hombre. La gente siempre está con eso de que hay que pensarse las cosas, meditarlas, razonar, dialogar, y bla, bla, bla. Todo ese rollo inútil. Gilipolleces; sí, lo que yo te diga: gilipolleces, porque al final todo el mundo recurre a lo mismo: a los güevos.

A mitad de la charla se había puesto en pie y echado mano de la entrepierna, se diría que aguardando el aplauso de una multitud enardecida. Mirándome fijo, añadió:

—¿Sabes lo que te digo?, que has caído bien, y mira por donde, gracias a tu hermano, te vas a librar. Me voy tío, siento haberte molestado, cómo podía yo saber… no aparentas… en fin, lo dicho, que me voy, pero antes dime si necesitas algo, de verdad, lo que sea. Mi menda no te va a fallar

Lo contemplé boquiabierto y llegué a la conclusión de que no podía permitir que la historia concluyera de ese modo, puesto que en tal caso mi inesperado acceso de arrojo no habría servido de nada.

—Bueno —dije, no sin cierta vacilación—ya que lo mencionas, verás, resulta que la semana que viene tengo que ir a verlo varios días, un jaleo enorme de trenes, y estoy sin blanca. No te imaginas la vergüenza que me da pedírtelo, pero si pudieras prestarme algo de dinero te lo devolvería enseguida. Quedaríamos un día en la estación, o dónde tú digas, y te devolvería sin falta hasta la última peseta.

Mientras le contaba semejante puñado de mentiras pensé que estaba cometiendo una locura. Te has pasado de listo, me dije, el tipo no puede ser tan estúpido y lo único que has conseguido es mandarlo todo al carajo, ahora se lanzará sobre ti y hará de tu cara un mapa. Sin embargo no podía estar más equivocado, puesto que el tío, sin pensárselo dos veces, echó mano de su cartera y extrajo de ella diez mil pesetas que, en billetes de mil, depositó en rimero sobre la palma de mi mano abierta.

—Aquí tienes —dijo—. Quédatelo, y no te preocupes, al fin y al cabo no es mío, se lo he cogido prestado a un primo que encontré en el vagón anterior. Y por favor, no me ofendas, olvídate de devolverme nada. Faltaría más, coño, faltaría más.

Se dirigió hacia la misma puerta por la que había aparecido y con la mano apoyada en el picaporte aún permaneció quieto frente a ella por espacio de un instante. Acto seguido introdujo la mano en el bolsillo del pantalón, hurgó en él y luego forcejeó para poder sacarla, aprisionada en la estrechez del tejano. Dio media vuelta y se llegó de nuevo hasta mí, y, estirando el brazo, dejó caer sobre mi regazo un reloj de cadena gruesa y ostentosa.

—Toma, hombre, toma —dijo—; no se puede ir por la vida sin peluco. Y no te preocupes, también lo he tomado prestado.

Y desapareció sin más. Lo último que recuerdo de él es el ruido que la puerta produjo al cerrarla tras de sí. Al poco me quedé dormido con una desacostumbrada rapidez, como si la tensión de esa situación imprevista hubiera propiciado una relajación a un tiempo excesiva y extenuante. Cuando desperté y contemplé perplejo las numerosas personas que llenaba el vagón me dio por pensar que quizá él no había existido nunca, y lo sucedido había sido producto de un sueño. Me pregunté de dónde había salido toda esa gente. Sin duda debía haberme quedado profundamente dormido para no percatarme de en qué momento habían subido. Levanté la cabeza por encima de las butacas para echar un vistazo y al ver a Sonia me encogí en mi asiento con un movimiento reflejo. ¿Qué hacía allí? ¿No se había quedado en el local cuando me marché? La única respuesta que se me ocurrió fue que a la salida de la discoteca ella y sus amigos deambularan por todo el tren hasta acabar en el mismo vagón que yo. Miré otra vez a hurtadillas, atisbando por entre los huecos de los asientos. Era Sonia sin duda, a cuatro o cinco metros de mí, rodeada de sus de amigos en un escándalo de risas. Sonia sonriendo tan hermosa, sonriendo y sonriendo sin cesar. Llevándose la mano al pecho, tomando aliento entre carcajada y carcajada, enjugándose con el dorso de la mano las lágrimas incontenibles de esa risa súbita, con demora, cuidando de no esparcirse el rímel.

Cuando quise darme cuenta me había puesto en pie y caminaba hacia ella, que junto al resto del grupo ocupaban —ocho o nueve personas en total, la pandilla inseparable de la que se solía rodear y a la que, por encima de cualquier otra cosa, tanto había yo deseado pertenecer— ocupaban, digo, los asientos contiguos a uno y otro lado del vagón. Me detuve en medio de ellos y mi presencia inesperada provocó un silencio repentino. No tardé en sentir pánico y un rubor irreprimible y me pregunté cómo había reunido el valor suficiente para acercarme a Sonia. Con la cabeza gacha para no encontrarme con su mirada, me dispuse a regresar a mi asiento cuando, al introducir las manos en los bolsillos del pantalón, palpé el enorme reloj que me había entregado mi entrañable lolailo durante lo que yo casi creí que había sido un sueño. Sin sacarlo del bolsillo acaricié una y otra ves su fría superficie metálica. Alcé la cabeza y busqué los ojos de Sonia y sostuve su mirada más tiempo del que jamás había soñado. Infinitamente más. Fue entonces, en ese preciso momento en el que Sonia me miraba con desconcierto, cuando la voz resonó en mi cabeza:

Échale dos huevos, dijo.

Y vaya si se los eché.

martes, noviembre 22, 2011

Diario

Diario


9

Ayer me vi en la obligación de decirle a un tipo que no podía serguir acudiendo en el estado de desaseo y falta de higiene con el que normalmente acude al centro. Vamos, que se lavara. Es la tercera vez que le he tenido que llamar la atención. El hedor es nauseabundo, putrefacto, inconcebible si no lo hueles por ti mismo. Valga decir que tiene que oler muy mal para que a alguien no le quede más remedio que llamarte al orden. Lo mejor es que, cuando se lo dije, levantó la cabeza y preguntó: ¿pero olor a qué?, como si no se hubiera dado cuenta de que en un radio de dos metros en torno a él las moscas caen fulminadas a su paso.


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Me pongo a pensar en los resultados de las elecciones. Podría pensar en muchas otras cosas más divertidas, pero las tertulias que escucho a diario están generando en mí un espíritu inconfeso de tertuliano frustrado, de tal manera que alivio esa frustración convocando tertulias en mi subconsciente, exponiendo argumentos y rebatiéndolos a continuación, no siempre de manera pacífica por culpa de uno de los tertulianos que invita mi subconsciente, que tiene el perfil beligerante y algo pendenciero de los que acuden a Intereconomía, y siempre acabo a hostias con él, citándolo en la calle para que acabemos nuestras rencillas como hombres.

Digo que venía pensando, y lo hacía en esos siete millones de personas que se han quedado en casa y han elegido no votar. Siete millones son muchas personas. Las suficientes para que el resultado de las elecciones hubiera sido otro bien distinto. O no.

El caso es que yo no he faltado nunca a la cita. Desde que tengo edad para hacerlo he votado en todas y cada una de las elecciones que se han convocado. Y antes tenía una opinión muy negativa de la gente que desperdiciaba la oportunidad de hacerlo. Ahora no. Me da lo mismo lo que haga cada cual, y hasta disculpo quienes se sienten engañados y decepcionados por la hueste de políticos que predomina en España.

Durante mucho tiempo se apeló a los cuarenta años de dictadura para hacer reaccionar a los que deciden no votar. Se les insistía que muchas personas habían dado su vida para que ellos gozaran de libertad para expresar el voto. Bien mirado, se trata de un chantaje emocional de primer orden. Es decir, no sé hasta qué punto estará justificado.


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De camino a la escuela de Martina, escucho en la radio algo que yo vengo diciendo desde hace tiempo: esta crisis será tan duradera que ha acabado con el gobierno de Zapatero y posiblemente acabará también con el de Rajoy.



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Hablaba yo el lunes con un compañero de clase sobre varios asuntos, cuando he dejado caer un comentario sobre los resultados de las elecciones, y lo he expresado adoptando un deje de cierto desdén, el que se espera que un hombre de izquierdas manifieste respecto a todo lo que tenga que ver con la derecha. Admito que lo expresé casi sin pensarlo y, en realidad, sin sentirlo, por la costumbre de hacerlo, como para adoptar una postura que se espera de uno por más que no siempre esté de acuerdo con ella.

El caso es que hice el comentario dando por hecho que mi interlocutor coincidía conmigo, pero detecté una expresión que me hizo sospechar lo contrario. Al día siguiente hablamos de nuevo, y alcanzamos un grado de confianza mayor, circunstancia que él aprovechó para soltar una opinión muy desfavorable y vehemente contra el gobierno de Zapatero.

Creo que la gran mayoría de veces no somos conscientes de cuánta gente no coincide con nuestra forma de ver el mundo. Sin apenas darnos cuenta, de forma no abrupta pero sí progresiva, nos vamos rodeando de gente afín a nosotros, de tal manera que uno acaba pensando que la inmensa mayoría coincide con nosotros en cualquiera de las facetas de la vida, cuando en verdad está lejos de ser así.


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Coincido en la cafetería con dos compañeras de clase. Una es búlgara y la otra mexicana. Ambas estudiantes de filología. Hablamos de la asignatura de Literatura, que yo cursé el año pasado y ellas este. Les pregunto por la bibliografía, y sale a colación Edgar Allan Poe, y ninguna de las dos parece conocerlo ni tener referencias previas. Me extraña y alarma a un tiempo. Son futuras filólogas a las que se les supone un conocimiento anticipado de algunos autores. Les digo que Poe fue quien inauguró la literatura de detectives, y añado que Borges amaba sus relatos. Me miran ambos con algo de desconcierto.

Ninguna de las dos sabe quién es Borges.

domingo, noviembre 20, 2011

Soldados de Salamina

Me revuelvo dentro del saco de dormir y caigo en la cuenta de que tal vez no les falte razón a quienes insisten en que soy un poco apretado. Me incorporo y miro si alguien más se ha sumado y constato que sigo siendo el primero que ha decidido pasar la noche a las puertas del colegio electoral.

No pierdo la esperanza.

Estoy seguro de que ante unas elecciones tan importantes, en este clima de crisis descomunal en el que todos los días parece que se vaya a desatar el Apocalipsis, los ciudadanos procederán con responsabilidad y saldrán en tropel a la calle para ejercer su derecho al voto. En consecuencia, semejante muchedumbre reclamando su papeleta acabará por agotarlas y como no quiero quedarme sin ella he improvisado este dormitorio rudimentario a la intemperie.

Y aquí estoy, aguardando turno.

Pero transcurren las horas y no aparece nadie, y me pongo a pensar los motivos y concluyo que tal vez la gente del barrio no sepa cuál es su colegio electoral, por lo que tal vez se han ido la mayoría a hacer cola al lugar equivocado. O quizá lo que pasa es que no han caído en la cuenta, como sí lo he hecho yo, de que las papeletas se agotarán y muchísima gente se quedará sin votar. Semejante reflexión me suscita una sensación de ansiedad y angustia, como cuando uno sabe de la inminencia de una hecatombe que la mayoría ignora y siente la necesidad de advertirlos y sin embargo no puede hacerlo porque siempre surgen obstáculos que impiden difundir la noticia y darla a conocer.

Es pensar eso y ya no poder conciliar el sueño y padecer una sensación de profundo desasosiego. Abro la cremallera del saco, me pongo en pie y me lo echo sobre los hombros y comienzo a pasear frente a las fachadas silenciosas de la calle, apenas iluminadas por la luz lánguida que proyectan las farolas, que se yerguen entre sombras. Miro los bloques y la angustia crece, pues soy plenamente consciente de que en el interior de esos domicilios habitan ahora mismo gente inadvertida que desconoce que su posibilidad de voto se verá frustrado por que no han tenido en cuenta todos los imponderables que yo sí he barajado. Le dicen a uno apretado cuando lo que soy es alguien que se adelanta a los acontecimientos, cuando lo que sucede es que estoy siempre alerta frente a los peligros que acechan a todas horas y de cualquier naturaleza.

Me digo: tanto derecho tiene la gente a vivir de espaldas a la realidad como yo de hacerle frente a diario.

Me acerco a un portal y me decido a llamar a todos los pisos con objeto de ponerles sobre aviso de lo que se avecina, pero en el último momento solo pulso uno, como para hacer una prueba piloto y en función de cómo respondan me animaré con el resto. Al principio lo hago tímidamente.

Una sola vez.

Como no obtengo respuesta insisto con una segunda vez.

Miro el reloj: las 04.30 de la madrugada. Reuno valor y pulso el timbre y dejo el dedo enganchado en él un buen rato. Entonces alguien contesta, y yo empiezo una retahíla de frases mediante las cuales pretendo articular un discurso hagiográfico respecto a los valores democráticos y las oportunidades perdidas y el sacrificio en vidas que restablecer la democracia trajo consigo, y menciono la cantidad de cadáveres inencontrados que yacen sepultados bajo la yerba de los eriales del país.

¿Tú eres gilipollas o qué?, me interrumpe la voz por el interfono, y lo hace justo en el momento en que iba a concluir la proclama con un panfleto conmovedor sobre los hombres caídos en pos de un mundo mejor. En realidad no es un discurso inventado por mí sino una adaptación libre de las últimas páginas de Soldados de Salamina, en las que el narrador Javier Cercas, presa de una emoción desatada, dice: "...ese soldado levanta su bandera abolida, joven, desharrapado, polvoriento y anónimo, infinitamente minúsculo en aquel mar llameante de arena infinita, caminando hacia delante bajo el sol negro del ventanal..."

Ni la interrupción ni el improperio mascullado por la voz metálica que emite el interfono me hacen desistir y retomo el hilo discursivo para en efecto declamar el fragmento de Soldados de Salaminaque me ha quedado pendiente: "...sin saber muy bien hacia dónde va ni con quien va ni por qué va, sin importarle mucho siempre que sea hacia adelante, hacia delante, hacia delante, siempre hacia delante".

Entonces se enciende la luz del portal. Me alejo de la puerta y aguardo a que salga el vecino, y lo hago convencido de que ese hombre que desciende la escalera en mi busca lo hace para abrazarme, para solidarizarse conmigo, pues el pasaje de Javier Cercas lo ha conmovido hasta el extremo de que ha renunciado al primer impulso de rabia por molestarlo en horas tan intempestivas, cuando mejor estaba, cuando más profundo era el sueño, y lo ha sustituido por un sentimiento de generosa solidaridad hacia mí y hacia mi ejemplo de sacrificio.

Se abre la puerta. La luz de la escalera proyecta sobre la acera la sombra de un tipo alto y robusto. Le miro la cara pero me resulta imposible distinguir sus rasgos a contraluz. Abro los brazos, dispuesto a que se funda conmigo en un abrazo. Y sí, se abalanza y de una sola zancada se planta a medio metro de mí.

Retrocede un pie. Gira ligeramente el torso. Extiende el brazo derecho. Y con la mano abierta me da una hostia.

Menuda hostia.

Sólo una.

Con una le basta. Y le basta porque es la madre de todas las hostias. Quiero decir que a lo largo de la historia de la humanidad los hombres se han entregado a rencillas sin fin, a guerras, a conflictos, y en ninguno de ellos jamás nadie habrá dado una hostia semejante.

Estoy seguro.

A decir verdad, jamás he estado tan seguro de algo.

La mano marcada en mi mejilla parece la que dejan las estrellas en el Paseo de la Fama de Wollywood. La dentadura se ha arrancado de cuajo y ha girado dentro de mi boca, para caer invertida sobre las encías. El giro de la cabeza ha alcanzado, si no superado, el límite de rotación y por un momento, solo por un momento, he podido ver mi propio culo y concluir que no lo tengo tan plano como suponía.

Caigo a plomo sobre el asfalto.

Desde el suelo, alzo apenas la cabeza y con la dentadura escurriéndose de un lado a otro como si tuviera en la boca un caramelo de quilo y medio, antes de perder el conocimiento, alcanzo a preguntar:

-¿Quiede edto dedir que no dapetece edpedar codmigo?




sábado, noviembre 19, 2011

Dia de reflexión.

Dicen que hoy es día de reflexión. Ahora entiendo que nos vaya como nos va. Si sólo reflexionamos una vez cada cuatro años lo raro es que no nos vaya peor. Pero aprovechando que hoy es el día, me he puesto a pensar y he conjeturado qué pasaría si me salto la norma y mañana y pasado, y tal vez al otro, siguiera reflexionando. ¿Me sancionarían? ¿Me abrirán un expediente? ¿La Autoridad Competente me llamará al orden porque reflexionar constituye un peligro para su hegemonía Pensadora?

Tal vez a las Autoridades Competentes les parezca un contrasentido que deleguemos en ellos la responsabilidad de Reflexionar mediante el plebiscito de turno, y luego, al menor contratiempo, tratemos de usurpar su papel Pensador. De ser así, habrá que concluir que lo que le sucede a la Autoridad Competente es que acaba manifestando un sentimiento extremo de posesión respecto a su papel de Pensador, como si fuera suyo y sólo suyo cuando, en realidad, la Mayoría sólo se lo ha dejado prestado para que haga un buen uso de él.

Claro que en este punto habría que especificar o aclarar qué quiere decir Buen Uso en el acto de Reflexionar. Según yo lo entiendo, Buen Uso sería aquel Acto Reflexivo que acaba beneficiando a la Mayoría que previamente, mediante el plebiscito, ha decidido quién reflexionará por ellos. Y es evidente que la Mayoría delega en alguien o algo con la condición de que ese alguien o algo no le perjudique mediante un acto de Reflexionar equivocado.

Así, cuando la Autoridad Competente lleva a cabo Reflexiones que solo benefician a ella, como enriquecerse del erario público o llevar a término políticas que excluyen a la Mayoría, se produce una esquizofrenia o una colisión entre la legítima reclamación de la Mayoría de que le devuelvan la capacidad de Reflexión, y la ilegítima obstinación de la Autoridad Competente en detentarla a toda costa, hasta el punto de que acaba considerando que le pertenece por una suerte de Ley Divina, lo que no es sino un sentimiento de posesión que es tanto mayor cuanto más años tiene en su poder el acto de Reflexionar.

Así, la Autoridad Competente acaba aprobando leyes según las cuales a la Mayoría se le prohibirá Reflexionar excepto el día antes de un plebiscito, y, sin embargo, la Autoridad Competente gozará para sí de quince días de campaña durante los cuales, mediante añagazas oratorias y medias verdades, se esforzara denodadamente para que el Día de Reflexión la Mayoría reflexione en favor de los intereses de la Autoridad Competente, con lo que la Autoridad Competente pasa a legitimar su papel Pensador, y a deslegitimar el papel Pensador de la Mayoría.

Y así desde el principio de los Tiempos Democráticos.

Yo voy a liarme la manta a la cabeza y reflexionar mañana y también pasado. A ver qué pasa.

Ya les contaré.

viernes, noviembre 18, 2011

Deseos pendientes de cumplir

Por favor, que Guti no vuelva de Turquía. Que forme una familia y se quede allí. Y si no una familia, que se compre un huerto y siembre zanahorias. Y si no un huerto, una buena caña y se le vayan las horas pescando en el Bósforos mientras rememora mentalmente sus proezas futbolísticas y un pitillo se le consume en la comisura de los labios.

Que haga lo que quiera, pero que no vuelva.

La prima de riesgo

La prima de riego pone a España a las puertas del rescate. Y yo pregunto, ¿qué coño es una prima de riesgo? ¿Una prima tuya algo alocada que viaja sin casco en la moto? ¿Una prima tuya medio descerebrada que riega los tiestos del balcón por fuera de la baranda? ¿O que se ducha con el tostador conectado bajo el brazo? ¿O que grita VIVA ESPAÑA en una herriko taberna? ¿Tal vez una prima que enseña el carnet del PP en una reunión multitudinaria de Perroflautas? ¿O una que enseña las tetas en un congreso de imanes radicales en Pakistan? Joder, que alguien me saque de dudas, quiero saber si tengo una cerca.

miércoles, noviembre 16, 2011

Diario

Diario

9

Hoy toca examen de francés. Después de encerrarme el fin de semana con objeto de desentrañar los misterios inabarcables del tercer grupo de verbos franceses, esta mañana he decidido no asistir a las dos primeras clases y acudir a la biblioteca para estudiar tres horas seguidas. A ver si saco algo en claro y logro el objetivo que me marqué antes de empezar las clases: aprobar francés y griego, aunque sea con un cinco pelado.

En realidad tenía pensado saltarme solo la de griego, pero Normativa del Español se ha suspendido porque había una conferencia sobre el lenguaje jurídico.
El lenguaje jurídico.
Ahí es nada.
Apasionante.

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Después de hora y media estudiando, he ido a tomar un café con leche en la cafetería de la facultad. Mientras sorbía como el que sorbe un tazón de sopa, y un deplorable croaissant de chocolate se desmenuzaba en mis manos como el pellejo carcomido de una momia a la intemperie, he echado un vistazo a la prensa. De todas las imágenes que depara el periodo electoral, tal vez la que más detesto sea la del político que sostiene al bebé de turno. No sé por qué suerte de extraño y sonrojante impulso hay padres que ofrecen a su hijo para que sea tocado por un tipo que, al fin y al cabo, acabará siendo un corrupto, o un mentiroso y un truhán, o, en el mejor de los casos, un haragán con el que cualquier relación, siquiera casual o efímera, yo no haría pública.

Evidentemente, la culpa no es del político sino de esos padres descerebrados que arrojan su inadvertido retoño a los brazos de un desconocido, y dejan la mejilla del bebé a merced de los labios resecos de un tipo que ha estado declamando a viva voz durante un buen rato mientras en la comisura de los labios se le iba acumulando una saliva que se solidificaba y transformaba en una pasta blanca y repugnante.


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Cuando estaba a punto de regresar a la biblioteca para continuar estudiando, he reparado en una noticia que me ha llamado la atención y me ha hecho pensar en Truman Capote, y en su obra maestra, A sangre fría. Quien más quien menos sabrá que ese libro, que relata el asesinato de una familia entera a manos de unos delincuentes de poca monta, se gestó a partir del hallazgo que Capote hizo de la noticia en un suelto de The New York Times. El suceso que me ha traído a la memoria la historia me ha parecido igual de espeluznante: En Girona, un hombre que paseaba por un bosque ha descubierto dos cadáveres colgados por el cuello de un árbol. Un varón de unos cuarenta años y una joven de unos treinta. Por el estado de descomposición y la ropa de verano que vestían, sugiere el periodista que llevaban bastante tiempo muertos. Las primeras hipótesis, se aventura a sostener el periodista, apuntan al suicidio.

He pensado: he aquí una historia que merece ser escrita. La de los muertos, sí, pero también la de ese hombre que se da de bruces con ellos.


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Al final, el examen de francés me ha ido muy mal.

miércoles, noviembre 09, 2011

Cumpleaños de Martina





Los nuevos dibujos de Martina con motivo de su cuarto cumpleaños, mañana dia 10 de noviembre.

martes, noviembre 08, 2011

Diario

Diario


8


El titular de El Periódico de Catalunya de ayer me llamó poderosamente la atención. En grandes letras, propias de una noticia de alcance nacional, cuando no mundial, daba cuenta del número de mascotas abandonadas que deambulan sin amo por Cataluña.


Así es. Mascotas. Animales. Bichos. Y digo yo, con la que está cayendo, ¿a quién coño le importa? Me pareció una frivolidad que destacaran en portada semejante circunstancia, como si la indigencia canina fuera comparable con una tragedia humana de gran magnitud. Ahora mismo, cualquiera que pasee por las calles de su ciudad se da cuenta de que hay más personas buscando en los contenedores que perros vagando en busca de un hueso que echarse al hocico. En Mataró, por ejemplo, yo ya conozco a algunos que a diario realizan en bicicleta la ruta de los contenedores y se introducen en ellos de cintura para arriba en busca de objetos que puedan tener algún valor.
Que a pocas horas de un importante debate entre Rajoy y Rubalcaba, con la dimisión de Papamdreu y la muy probable del fantoche Berlusconi, El Periódico haya decidido prestar atención a una probable crisis de naturaleza animal casi me lo tomaría como una ofensa si no fuera porque he decidido observarlo como un acto de desinencia o desafección periodística: Un medio de comunicación que está hasta la polla de que cada día el mundo esté al borde del abismo, y como nunca acaba de precipitarse a él, concentra su antención en una circunstancia de lo más irreverente.

Deseos por cumplir

Por favor, que Justin Bieber se quede mudo, y que suceda lo antes posible.










domingo, noviembre 06, 2011

Diario

Diario


7

Salgo de la biblioteca justo en el momento en que tres hombres conversan de meteorología en la puerta. Alcanzo a escuchar sus pronósticos agoreros según los cuales ya nada será lo mismo en lo que a las estaciones se refiere, y llegan a la conclusión de que este calor impropio de otoño constituye el principio de un cambio inexorable que nos conducirá a festejar la Navidad en verano, y a coger las vacaciones en invierto. Si tal cosa sucediera para mí constituiría una tragedia, no hay nada más deprimente que celebrar la Navidad en bañador.

Lo de oír conversaciones al vuelo puede deparar momentos de gran hilaridad. No he olvidado nunca una que le escuché en la playa a dos jóvenes. Departían sobre los placeres de una buena paja. En un momento dado a uno se le ensombreció el semblante y le dijo al otro si era consciente de la gran cantidad de descendencia que ambos habían malbaratado por el desagüe cada vez que se masturbaban.


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En el trabajo, voy al lavabo y en medio del pasillo me encuentro con un usuario musulmán rezando en el suelo. No lo interrumpo. Dejo que termine y que regrese a su ordenador y tome asiento. Me acerco y le digo, con toda la educación del mundo, que ese no es un lugar de culto y es mejor que la próxima vez se dirija a la mezquita más cercana o dónde él estime oportuno siempre y cuando no sea allí.

Al cabo del rato, otro que se pasa la tarde mirando videos en Youtube en los que por lo general aparece un imán, me saluda y señala hacia la pantalla y sonríe mientras dice coran, coran, y yo encojo los hombros como para darle a entender que en realidad me trae sin cuidado su religión en particular y todas en general. Lo cierto es que me gustaría decírselo explícitamente, pero me reprimo, y no sé si lo hago porque mi puesto me impide entrar en asuntos semejantes o porque siento temor a la reacción que les depare escuchar cómo alguien pone en tela de juicio la existencia de dios. Una vez se lo insinué a uno, aparentemente de mentalidad más abierta, muy joven y con el que tenía cierta confianza, y el semblante le demudó en el acto, me miró con expresión de perplejidad, echó una mirada rápida en torno a él y me dijo: ¿pero entonces de dónde ha salido todo esto? Es producto de la naturaleza, le vine a decir, y entonces realizó con la mano un gesto de desprecio, como si yo dijera bobadas. Desde entonces he eludido cualquier intento de hablar de religión.

La diferencia de mentalidad y de obrar es tanta entre sociedades laicas y seculares que a veces se hace difícil pensar que convergerán en algún punto en común a partir de los cuales convivir como una sola sociedad, como un solo grupo que se obstine en construir un espacio común. Mientras los jóvenes que pertenecen a sociedades laicas manifiestan una total indiferencia o desafección por la religión, los chavales en cuyos países la línea que separa religión y Estado es ténue o indeterminada o directamente inexistente, tienen una muy elevada consideración por el prócer religioso de turno, hasta el punto de seguir a pie juntillas sus recomendaciones, cuando no dogmas o imposiciones. Según lo veo yo, uno de los grandes problemas y retos actuales, una de las razones por las cuales el problema de la inmigración constituye en efecto un problema reside, creo, en casi la imposibilidad de integrar un pueblo de tradición religiosa en otro laico. O lo que viene a ser lo mismo: un pueblo con manifiestas carencias democráticas en otro que la tienen como principio primordial de convivencia.

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De entre todas las preguntas disparatadas o improvables que me han formulado en mi trabajo hoy destaco la siguiente: Arcadio, ¿sabes a qué hora venden el pescado los pescadores de Arenys de Mar?
Evidentemente no lo sé, aunque prometo informarme, estoy seguro de que habrá hordas de gente deseando poseer una información tan valiosa.


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Como todo persona de bien estoy muy contento de que el terrorismo se acabe. Y soy de los que piensa que jamás debemos olvidar lo que ha pasado. Jamás. Yo, personalmente, poseo algunos recuerdos indelebles de todos esos años: Miguel Ángel Blanco, Irene Villa y su madre, el matrimonio Becerril, asesinados ambos de un tiro en la nuca mientras paseaban con su hijo por el centro de Sevilla. Ahora bien, llevo días preguntándome por qué ahora es importante no olvidar, es necesario recordar a los muertos y las cincunstancia en que fueron asesinados, y cuando atañía a los ajusticiados por el franquismo era mejor olvidar, pasar página, obviar. ¿Acaso los asesinos no son todos iguales? ¿Tal vez los españoles caídos bajo el franquismo no merecen la misma consideración que los que asesinó ETA?

viernes, noviembre 04, 2011

Un relato (casi) autobiográfico.

En el día de mi cumpleaños me apetece publicar un relato autobiográfico, o todo lo autobiográfico que puede ser cualquier narración en manos de alguien con tendencia a dejarse influir por la ficción. En este texto hay un 70% de biografía, el resto es inventado. A vosotros corresponde fabular con qué pasajes son veraces, y cuáles producto de mi imaginación. Se trata de un texto largo, pero lo he escrito con la intenció de que sea ameno y divertido y, en cierta forma, entrañable.



La peluca



Yo estaba solo en casa el día que anunciaron en televisión que habían atentado contra Juan Pablo II. Con sólo trece años de edad dudo de que por aquel entonces fuera muy consciente de la trascendencia histórica de su figura, pero a juzgar por el modo en que los periodistas habían informado del suceso, interrumpiendo la programación habitual y mirando a cámara cariacontecidos mientras daban cuenta de los pormenores de lo sucedido, deduje la importancia del hecho, y presa de esa excitación que deviene cuando uno atesora un objeto codiciado por otros, me preparé para transmitirle la noticia a mi madre. Cuando alcancé a oír la llave hurgando sin tino en el paño, me precipité pasillo abajo gritando hasta desgañitarme:
—¡Mamá han disparado al Papa!
Como entrañaba cierta dificultad distinguir la mayúscula de la minúscula, y yo no añadí ningún dato que facilitara la identificación, como Santo Padre o su Santidad o Sumo Pontífice, mi madre se ciñó a la literalidad del mensaje y dedujo que a quien habían disparado había sido a mi padre. Palideció y sufrió un vahído y se apoyó en la pared a punto de desmayarse mientras sufría accesos de llanto. Yo no acababa de comprender por qué le afectaba tanto la noticia. Nunca se había mostrado especialmente devota ni acudía a misa con regularidad ni había expresado una admiración particular por el Papa si alguna vez había aparecido en televisión. Y de la noche a la mañana parecía liderar su club de fans.
Lejos de resolver el enredo, aún hube de prolongarlo unos instantes.
—No te preocupes, mamá, sólo está herido. Me da a mí que ese hombre tiene más vidas que un gato —dije, y mi madre aumento la intensidad de los sollozos, convencida de que a la tragedia de un marido tiroteado había que sumarle la desdicha de un hijo al que le traía sin cuidado la suerte que corriera su padre.

Aún me llevó unos minutos desentrañar el malentendido, en el decurso de los cuales me afectó mucho ver a mi madre en semejante estado de zozobra. Aquel hecho me deparó una conclusión pertinente: tan malo como padecer un percance es el modo en que se da a conocer. Además, en semanas sucesivas esa anécdota me abocaría a un sin fin de reflexiones que en realidad tenían por objeto dilucidar una cuestión sobre la que no dejaba de cavilar: la sospecha de que de haber sido mi padre el tiroteado no me habría afectado más de lo que a uno le afecta la suerte que corren los insectos que se desintegran contra la luna de un automóvil.  La duda cobró sentido no mucho tiempo después, una tarde, a la salida del colegio.

En circunstancias normales de la escuela a casa apenas solía demorarme más de diez minutos. Veinte a lo sumo si es que me acompañaban el Ramon y el Rafa. Durante el trayecto solían discrepar por defecto en cualquiera de los asuntos que abordaban. Mi papel era entonces el de mediador. Cuando la discusión los abocaba a posturas irreconciliables (lo que sucedía por sistema), buscaban mi mediación. Y yo sólo acababa tomando partido por uno de los dos según el grado de diversión que deparara mi elección, aunque fuera en detrimento de lo que objetivamente era justo.
 Aquel día debatían cuál era el tiempo prudencial que cabía esperar entre una paja y otra para que la leche —ése era el término empleado para referirnos al semen— fuera expulsada con la potencia necesaria para que la paja pudiera ser considerada como tal, y no el alicaído vertido de aguachirri (como el Ramon solía denominar) que deviene al masturbarte sin solución de continuidad, esto es, sin esperar un tiempo recomendable para recuperarse de la paja precedente. El debate había surgido como consecuencia de una controversia previa en la que se habían enzarzado el día anterior, a fin de dirimir quién de los dos había resultado vencedor en el certamen de pajas celebrado esa noche. Certamen, dicho sea de paso, en los que yo tenía por costumbre no participar. Declinaba, como si dijéramos, la invitación; no porque no me masturbara —lo hacía como el que más— sino porque era tremendamente pudoroso y determinadas actividades prefería hacerlas en privado.
Los adolescentes son proclives a asociarse en una suerte de hermandad de cuyos miembros se espera que participen por igual en todo aquello en lo que se aventuren a emprender. Así que el Ramon y el Rafa habían aceptado mi decisión a regañadientes, aunque a cambio habían exigido que ejerciera de juez y determinara quién de los dos conseguía eyacular a mayor distancia, que era, a fin de cuentas, el propósito de la competición.
El concurso tenía lugar en una antigua fábrica de tapones de corcho abandonada y distribuida en diversos barracones derruidos que se erigían a la intemperie en lo alto de una loma situada en medio del pueblo, no muy lejos del colegio. Bajo sus ruinas se habría paso un dédalo de habitaciones que se comunicaban unas con otras mediante puertas en las que ya sólo se apreciaban restos carcomidos de jambas atravesadas por clavos cubiertos de herrumbre. Se trataba de sótanos empleados antiguamente como almacén que habían sido tomados por los críos del pueblo, que agrupados en nuestras respectivas camarillas nos habíamos ido agenciando del espacio en estricto orden de llegada, habilitándolo de pertrechos que fueran susceptibles de tener alguna utilidad, entre los que se contaban colchones, cartones, papel higiénico, hamacas plegables, linternas, radiocasetes, tebeos, y un notable rimero de publicaciones pornográficas que solidariamente pasaba de habitación en habitación para alivio y disfrute de todos. Había tardes en las que incluso los tres cenábamos allí. Prendíamos una fogata entre cuyas brasas dejábamos cocer patatas enteras, que aliñadas con un poco de sal y pimienta resultaba un manjar exquisito, aunque fuera a costa de llegar a casa con la ropa apestando a humo.
 Tan buscada como las pornográficas lo era la revista Supervale, pues venía con un consultorio sexual y sentimental que una semana tras otra nos revelaba pormenores en relación al arcano mundo del sexo. Por aquel entonces el concurso de pajas no había sido convocado oficialmente, pues existían reservas en relación a los efectos secundarios que podía aquejar a quien se masturbara. Habían difundido un rumor según el cual se podían contraer enfermedades gravísimas cuyos efectos eran tanto más evidentes cuanto mayor era la frecuencia con la que uno afilara el lapicero, como el Ramón solía decir. Entretanto leíamos de principio a fin, con cierta ansiedad, el Supervale, con la esperanza de que alguien hubiera remitido al consultorio una carta en la que expresase las mismas dudas que nos asaltaban a nosotros, y la respuesta de la revista acabara demostrando que los efectos perjudiciales eran infundados. Quien más quien menos, no obstante, se aventuraba a masturbarse festivamente, sin manifestar ningún temor a las consecuencias, especialmente el Ramon, lo cual, a su vez, reprimía los impulsos onanistas de el Rafa, que de inmediato vio una relación de causa y efecto y sostenía que el Ramon padecía un grado de imbecilidad superior a la media cuya causa bien podía deberse a su afición masturbatoria, «y con un imbécil en el grupo es suficiente», decía.
Un día, por fin, hubo fumata blanca. El Ramon leía el Supervale, y de repente se puso en pie y empezó a saltar y señalar a el Rafa y a hacer el gesto de masturbarse mientras expresaba a voz en cuello un deseo largo tiempo reprimido:
—¡Ni ciego ni calvo ni pollas en vinagre!
El hallazgo fue una liberación y un alivio para el Rafa, pues se entregó con desafuero al arte masturbatorio con la seguridad de que la imbecilidad de el Ramon era por causas puramente genéticas.

El Ramon y el Rafa caminaban unos pasos por delante de mí, los dos avanzaban de espalda, en sentido opuesto a la marcha, exponiéndome sus respectivos argumentos con objeto de que yo designara de una vez al flamante onanista de la semana. Al doblar la esquina tropezaron con dos individuos. «A ver si miráis por dónde vais», dijo de forma destemplada uno de ellos, el más bajo y panzudo, cerrando la puerta del coche estacionado del que se habían apeado.
—A ver si vais por donde miráis —respondí yo, que por entonces ya adolecía de cierta incontinencia verbal.
—A que te meto niño —dijo el gordo haciendo el gesto de dar una bofetada, mientras el compañero le pasaba el brazo por los hombros y se lo llevaba.
   Los miré de arriba abajo. La naturaleza les había privado de la virtud de la discreción. Vestían sendos trajes que se diría les habían sustraído a un par de mendigos desarrapados de menor talla que ellos, o adquirido en un mercadillo de barrio, mal que bien seleccionados de entre los montones de ropa arrebujada apiladas por doquier. En realidad, por lo que alcanzo a recordar, no era tanto que la indumentaria presentara un gran deterioro cuanto la poca predisposición o maña con la que ellos la llevaban. No era necesario ser un lince para adivinar que el atuendo que ambos vestían era más un atrezzo escogido sin acierto que una muda que llevaran habitualmente.
A partir de entonces avanzaron a la par que nosotros, en la misma dirección, solo que en la acera opuesta, hasta donde se habían desplazado, presumo, para evitar que escucháramos cuanto tenían que decirse, acaso las postreras instrucciones para que concluyera con éxito la empresa para la que habían sido seleccionados. De tanto en tanto se paraban. Entonces daba comienzo lo mejor: se enzarzaban en discusiones de cuyo contenido yo sólo alcanzaba a escuchar el farfullo en sordina del más bajo y regordete, que definitivamente parecía llevar la voz cantante. El otro, larguirucho y corvo como un junco, se limitaba a asentir, como si estuviera subordinado al primero, aunque de vez en cuanto parecía revelarse y mostrar su desacuerdo con accesos de rabia que ponía de manifiesto efectuando aspavientos y ostensibles gestos más propios de un niño. De improviso se fundían en un abrazo, y a renglón seguido se separaban y se procuraban aliento mutuo a la manera de dos futbolistas que celebraran exaltados un gol. Era una escena singular y divertida que yo no podía dejar de contemplar con una mezcla de perplejidad y contento. Al Ramon y al Rafa el espectáculo les estaba pasando inadvertido, pues todo ese tiempo habían seguido de espalda a ellos, porfiando e instándome a que de una vez por todas eligiera el ganador del concurso de pajas. Yo hacía rato que había dejado de interesarme por lo que hablaban. Asentía haciendo ver que los escuchaba pero todo mi interés se centraba en aquella pareja de tipos estrafalarios. A veces sí que les prestaba atención, pero no tanto porque deseara hacerlo como por temor a que los dos hombres me reprendieran si reparaban en que atendía a sus asuntos con tanto descaro. Sólo entonces alcanzaba a escuchar fragmentos del diálogo que el Ramon y el Rafa sostenían, que inevitablemente, si bien era yo, en principio, el objeto de los reproches por haber aplazado el veredicto, acababan discutiendo entre ellos.
 —No sé a qué esperas  —dijo el Ramon señalándome con el dedo—. Decídete ya. Yo creo que está muy claro.
 —Ya. Muy claro quiere decir que ganaste tú, ¿no? —dijo el Rafa.
—Vi claramente la trayectoria de la leche —respondió el Ramón, describiendo con la mano en el aire un itinerario imaginario en forma de arco—. No sólo la mía. También la tuya. Y la mía cayó por delante de la tuya.
—Ya, ¿y cómo sabes que la tuya era la tuya y no la mía?
—Vaya ocurrencia. Pues porque es mía y la conozco. Soy capaz de distinguirla entre mil. Entre diez mil. Tiene un color característico, un tono inconfundible.
—¿Quieres decir que todas las leches son diferentes según las personas?
—Pues claro.
—Menudo enterao estás hecho. Pero cómo van a ser diferentes. ¿Cuántos tipos de blanco piensas tú que hay en el mundo?
—Muchos. Tantos como personas.
—Pero enterao, que eres un enterao, no puede haber uno por cada persona, hombre. Entonces habría millones.
—Pues los habrá.
—Madre mía, pero que enteraoque llegas a ser…
—Aquí el único enterao eres tú, listo, que eres un listo. Piensa un poco, hombre: si entre los millones y millones de personas que hay en el mundo, no hay dos iguales, ¿por qué no va a pasar los mismo con la leche? Si la leche somos nosotros antes de ser nosotros, y nosotros, cuando somos nosotros, somos diferentes los unos de los otros, pues digo yo que la leche también será diferente una de otra antes de ser nosotros. Es que es pura lógica, macho.
El Rafa reclamó mi auxilio para desmoronar las teorías de el Ramon.
—¿Pero tú has oído el montón de tonterías que está diciendo el ganso este?
—Sí.
—¿Y no tienes nada que decir?
—Qué son la leche —dije con una sonrisa.
En el cruce de calles en el que cada uno cogía en dirección a su casa nos citamos en la antigua fábrica de corcho para  una hora más tarde,.
—Lleva algunas patatas —me recordó el Rafa antes de doblar la esquina.
 En ese momento los dos individuos efectuaron un giro imprevisto y entraron en un bar situado al principio de mi calle, un local llamado premonitoriamente La Celda que mi padre solía frecuentar a menudo. A decir verdad era como la sede más o menos oficial en la que se citaban las mentes locales más preclaras en el arte de delinquir, y donde concretaban muchas de sus tropelías.
Lo de entrar en La Celda sucedió otra vez a instancias del tipo más gordo, que condujo al otro adentro sin mayor ceremonia, sorpresivamente. Me acerqué a la puerta y me pegué al cristal y miré haciendo visera con la mano. Frente al mostrador se produjo una escena reveladora. Los tipos de la barra se separaron de la pareja de recién llegados de forma discreta pero significativa, como si apestaran. Eché un vistazo al calzado que llevaban algunos de ellos e identifiqué a los que tenían una relación más estrecha con mi padre por las zapatillas John Smith que calzaban.
En un momento dado el gordo giró sobre sí, situándose de cara a la puerta, y se apoyó en el mostrador y entonces reparó en mí, torció el gesto y se precipitó hacia la puerta y la abrió y dijo.
—Me tienes hasta la polla, niño, vete ya a tomar pol culo a tu casa, hombre.
—¿En que quedamos, hombre o niño? —pregunté con cierta guasa.
—A que te meto, me cago en la puta…
    Eché a correr acera arriba y él desistió de seguirme y volvió adentro.
En casa sólo estaba mi padre. Mi madre hacía doble jornada: por la mañana en el hotel, y por la tarde, dos veces por semana, acudía a limpiar a un domicilio particular. Mi hermana se había quedado en casa de una amiga para hacer los deberes. A mi hermana no le faltaban amigas, en lo que a ella concernía los abruptos cambios de domicilio nunca había constituido un problema. Se adaptaba con pasmosa rapidez a la sucesión de barrios y gente, y hacía nuevas amistades con la misma facilidad con que echaba al olvido las antiguas. Yo, en cambio, era un caso clínico de ermitaño precoz. Podían pasar meses sin que apenas saliera a la calle si no era para ir de casa a la escuela y de la escuela a casa.
No sé por qué extraña razón a mi hermana le disgustaba mi recogimiento voluntario, y hacía todo lo posible por boicotearlo. Así sucedió con el Ramon y el Rafa. Una tarde, a los pocos días de mudarnos a la ciudad, se presentó en casa acompañada de ambos. «Les he hablado a estos amigos de ti», dijo mi hermana situándose entre los dos y echándoles los brazos alrededor de los hombros. «Les he dicho que te gusta mucho leer y que te pasas la vida en la biblioteca, y resulta, ya ves tú qué casualidad, que ellos también, ¿verdad?», y el Ramon y el Rafa asintieron sin abrir la boca. «Y entonces he pensado», prosiguió mi hermana, «que ya que tenéis tantas cosas en común, pues que a lo mejor os gustaría hablar de ellas, y tal». Dicho lo cual retiró los brazos de los hombros, los situó a sus espaldas y los invitó a acercarse hacia mí empujándolos suavemente, y acto seguido se marchó por donde había llegado, no sin antes girarse y decirles a ambos: «luego os daré lo vuestro, y tal».
Me dejó con ellos a solas en el comedor. Me quité las gafas y limpié los cristales con la camiseta y fruncí el ceño a la manera de un profesor de gesto desapacible. «Así que vais mucho por la biblioteca eh», dije volviéndomelas a poner. Si, respondió el Rafa. Es nuestra segunda  casa, añadió el Ramon. «Pues yo no os he visto nunca allí», dije. «Será porque vamos a horas distintas», dijo el Rafa. «Claro, será eso, no coincidimos», dijo el Ramon. «A ver, ¿tú cuándo vas?», preguntó. «Desde que abren, hasta que cierran», respondí. Ambos guardaron silencio. «Claro», dijo al cabo el Ramon, «por eso va a ser, nosotros siempre vamos entremedio de ese horario. Así es imposible coincidir», concluyó.
Mi padre ojeaba la prensa sentado a la mesa del comedor. Puse la cara y la besó sin dejar de mirar el periódico. Con el dorso de la mano me borré de la mejilla el cerco pegajoso de mosto que me había dejado el beso. Pasé a mi habitación, que en realidad se hallaba en el mismo comedor, solo que separada de él por una cortina que colgaba de techo a suelo, detrás de la cual habían improvisado mis padres un dormitorio con el espacio justo para acoger, mal que bien, la litera en la que dormíamos mi hermana y yo. Los pisos que mi padre cogía en alquiler habían ido menguando en dimensiones de manera proporcional a la frecuencia en que nos mudábamos. En trece años ya había conocido siete domicilios distintos. A un ritmo de uno por año, salvo en aquellos en que habíamos conseguido permanecer dos años, que eran los menos, ya que en la mayoría de ellos habíamos puesto tierra de por medio antes de cumplirse un año.

Subí a lo alto de la litera y me senté con los pies colgando. Observé a mi padre con atención. Siempre lo hacía, observarlo a hurtadillas me deparaba cierto placer cuyo significado jamás he podido dilucidar, si bien desde el episodio del atentado al Papa el placer había dejado paso a una suerte de estupefacción, de extrañeza; había, lo supe mucho después, un sentimiento inédito en la forma en que estudiaba sus gestos, porque en realidad eso era lo que hacía: estudiar en detalle su forma de proceder. Por ejemplo,  antes de pasar las páginas se llevaba el dedo a los labios y se los humedecía. Acto seguido las pasaba, y en el comedor en silencio restallaba el áspero crepitar del papel. Por costumbre lo leía sin reclinarse sobre él, con el torso muy recto, como ensartado por el culo en un palo que se abriera camino hasta el pecho. En realidad tomaba asiento tal y como caminaba, tieso, como imitando una postura un tanto marcial, idéntica a la que adoptaba cuando se paseaba entre la gente declamando la venta de lotería, la ristra de décimos colgando del pecho a la manera de condecoraciones reafirmaba el símil castrense.
Para leer situaba la cabeza ligeramente levantada en dirección al techo y la mirada apuntando en sentido opuesto a causa de las gafas bifocales, que incomprensiblemente desaprovechaban las generosas dimensiones de su nariz para situarse en precario equilibrio al filo de ella, afianzadas no obstante merced a una cicatriz que hacia de calza, que le cruzaba de una aleta a otra como una excrescencia que sin embargo no semejaba un rasgo añadido a posteriori, sino un apéndice más, bien que diminuto, de un rostro en el que se adivinaban vestigios de una vida turbulenta sobre la que siempre consideré desaconsejable mostrar interés.
Al lado de la cartera, la botella de mosto y el vaso medio lleno. Nada determinaba más el destino inmediato de la familia que aquella botella de zumo de uva. Cualquiera otra bebida devenía el anuncio de un período tormentoso. Ni siquiera la cerveza sin alcohol constituía una alternativa tranquilizadora. Fuera de su condición aviso, de indicio que nos alertaba sobre lo que había de acontecer: que la preposición sintenía los días contados en favor de con, que más pronto que tarde la acababa sustituyendo, si bien de forma igualmente efímera, pues ambas eran el paso previo para la irrupción del vino, que hacía acto de presencia encima de la mesa en sus más conocidos continentes: la botella de vidrio tradicional o el cartón de tetrabrik, según el grado de degradación al que mi padre se aventurara a descender.
Llamaron a la puerta, y yo hice como que no oía, esperando que prevaleciera la lógica del mínimo esfuerzo y atendiese mi padre al llamado, ya que estaba más cerca de la entrada. Proseguí con mi examen, y reparé en la lámpara suspendida justo encima de su cabeza, proyectando su luz amarilla sobre la calva reluciente, el cráneo ovoide apenas subrayado por encima del cogote con un trazo de pelo entrecano que iba de oreja a oreja. Rescaté el recuerdo del día en que apareció tocado de la ridícula peluca, que semejaba el cadáver de un animal que de improviso le hubiera caído del cielo. La llevó por años, pese a los intentos de mi madre de deshacerse de ella, siquiera extraviándola durante los continuos cambios de domicilio. A decir verdad, uno de los pocos motivos por los que las mudanzas eran más o menos soportables era la esperanza de que pudiéramos deshacernos de esa fea mata de pelo sintético por la que mi padre sentían un aprecio que constituye no solo un misterio insondable sino uno de los testimonios más concluyentes sobre la subjetividad del gusto estético. Si Kant hubiera conocido a mi padre se hubiese evitado escribir Crítica del juicio, o lo hubiera resuelto publicando una fotografía de mi padre tocado de la peluca de marras.
Pero no hubo forma de deshacerse de ella, más pronto que tarde acababa apareciendo al desembalar una caja cualquiera, perfectamente incrustada en un molde de corcho blanco de media esfera que preservaba su forma a pesar de que la mayoría de mudanzas se realizaban sin la menor consideración con los fardos embalados, pues de normal se llevaban a cabo de madrugada, apresuradamente con objeto de que los vecinos no supieran que nos dábamos a la fuga, no fuera que en mitad del trasiego de cajas y fardos aparecieran en pijama reclamando el dinero de sus participaciones premiadas.
Llamaron por segunda vez, y torciendo el gesto apenas mi padre miró en mi dirección y fijó la vista en un punto indeterminado de la cortina y profirió una suerte de gruñido o rebuzno con el que de manera inequívoca estableció la jerarquía parental por encima de los criterios de la lógica del mínimo esfuerzo.
Abrí pues, y al otro lado de la puerta me encontré de frente con la expresión demudada del gordo. El matiz sonrosado de las mejillas le había desaparecido súbitamente en favor de una lividez que le reducía el diámetro de la papada. Me había reconocido al instante, y reparó en que yo había hecho lo mismo. Y se conoce que el imprevisto lo había desconcertado, pues de repente había perdido el habla y ya no mostraba tanta determinación como cuando me los había encontrado de camino a casa.
El larguirucho guardaba silencio, esperando acaso que fuese el otro quien llevara la iniciativa, como a todas luces habrían acordado. Pero como el barrigón parecía ser presa de una mudez repentina, debatiéndose quizá entre abortar la misión o seguir adelante, y el silencio que se había establecido entre los tres podía prolongarse indefinidamente si ninguno le ponía fin, el alto decidió romperlo.
—¿Tu padre? —preguntó.
—Bien, ¿y el suyo? —respondí esbozando una media sonrisa.
—¿Está tu padre, hijo? —intervino el gordo, y a su cara asomó una expresión que iba de la tentación mal que bien reprimida de asestarme un bofetón con el que borrarme la sonrisa, o la conveniencia de no hacerlo para no malograr el encuentro.
—Está —respondí.
—Bien. E imagino que puedes llamarlo, ¿no? —dijo el gordo.
—Imagina usted bien. Por imaginar que no quede.
—Hazlo, por favor.
—¿Para qué? Si no es mucho preguntar, vaya.
—Tú llámalo, hijo —dijo el larguirucho.
—Pero es que mi padre me tiene dicho que no lo moleste sino es por una urgencia.
—Pues es lo que es, una urgencia en toda regla, así que puedes llamarlo que no se va a enfadar —resolvió el gordo.
—Es que es la hora del periódico.
—¿Y qué pasa con esa hora? —preguntó el largo en un rapto de curiosidad sincera, y el gordo le lanzó de soslayo una mirada de reprobación.
—Pues que es sagrada.  ¿No querrán lotería, verdad?
—No, por qué íbamos a querer lotería —dijo el larguirucho.
—Pues por qué va a ser, porque mi padre es lotero. Vende lotería. Si fuese carpintero haría armarios. Pero no es carpintero, es lotero. Y vende lotería.
—Vale, vale. No queremos lotería ni armarios —dijo el gordo.
—Mejor. No vende lotería en casa. Es lotero ambulante. Y no le gusta que vengan a casa. Si no a cuento de qué lo de ambulante. Sería lotero a secas. O lotero a domicilio, que también los hay. Digo yo, vaya.
El largo intervino de nuevo.
—Vale hijo, lo que tú digas, ¿pero no podrías decirle a tu padre que hay unos señores que desean verle?
—Sí claro, ¿dónde están? —dije mirando a uno y otro lado de la calle, y sonreí de nuevo, y maldita la gracia que le hizo al gordo a juzgar por cómo torció la boca en una mueca de fastidio.
—Venga hijo, llámalo que no tenemos todo el día —insistió el larguirucho.
  No fue necesario. Mi padre asomó la cabeza por encima de mí y de la puerta entornada en tanto se interesaba por la visita.
  —¿Quién es? —preguntó.
  —Estos señores quieren hablar contigo.
 Mi padre me echó a un lado y con un gesto de la mano me indicó que les dejará solos. Pasé al comedor, pero aguardé tras la puerta desde la que podía alcanzar a escuchar fragmentos de la conversación. Al principio se desarrolló con suma cortesía. No reconocía a mi padre en la gentileza y casi adulación y hasta servidumbre con que trataba a los extraños.
En seguida le hicieron saber que lo que les traía allí no guardaba relación con la lotería, sino con los permisos de circulación, y estaban interesados en obtener dos, uno para cada uno. El fraude de los carnés de conducir consistía en proveer de ellos a personas que no sólo carecían de él, sino que además no tenían ningún interés en obtenerl o en un futuro próximo mediante los conductos ordinarios. Lo mejor era que la documentación final era completamente legal, pues no se trataba de una falsificación sino que era expedido por uno o varios empleados en la mismísima Dirección General de Tráfico. La tarea de mi padre consistía en buscar clientes, reunir a las personas interesadas, cobrarles la cantidad estipulada, que más tarde repartía con los cerebros mediante un intermediario, pues los que trabajaban en la DGT exigían tener relación con el mínimo de personas.
Mi padre les dijo que no sabía de qué le hablaban. Yo soy lotero, dijo, lotero ambulante, vendo lotería, y me sonreí al entrever el gesto como de tedio que los dos apenas acertaron a ocultar. Se trataba de una medida de precaución rutinaria que llevaba a cabo con las personas que acudían a casa por primera vez en busca del carné. Pero enseguida vencían toda resistencia, pues los márgenes de ganancia de mi padre eran pequeños, y por tanto lo que le interesaba era hacer acopio del mayor número de clientes.
Mi padre hizo tiempo; los condujo pasillo abajo y se detuvo en la puerta de la cocina. Departió con ellos mientras yo recogía el periódico, el vaso, la cartera y los guardaba en un cajón y alisaba el mantel. Deposité sobre la mesa un cenicero limpio y me preparé para salir a la calle, pero cambié de opinión, abrí la puerta e hice como que salía y la volví a cerrar y, sin que alcanzaran a verme, me colé bajo la cama rápidamente, haciendo sitio entre las cajas y cajas de zapatillas John Smith.
 Al poco aparecieron en el comedor. Tomaron asiento en torno a la mesa. Desde debajo de la cama mi visión se redujo a tres pares de tobillos cuyos propietarios en absoluto fue difícil de identificar. Estaba la canilla blancuzca y delgadísima de rapaz de mi padre, cuyo pie no dejaba de moverse incesantemente. Los tobillos lampiños del gordo que más bien semejaban gruesos tocones. Y a su lado la tibia extremadamente pilosa que el larguirucho no dejaba de rascarse nerviosamente. Sentado como estaba el bajo del pantalón le quedaba justo a la altura de la rodilla.
—Ya les digo que no sé a qué han venido —prosiguió mi padre.
—Puede estar tranquilo, somos de confianza —dijo el gordo.
—No digo que no lo sean, pero yo solo soy un lotero, un lotero ambula…
—Eso me ha quedado claro —se apresuró a decir el gordo.
—A los dos, nos ha quedado claro a los dos —añadió el alto.
—Ha llegado a nuestros oídos —dijo el gordo— que de vez en cuando le gusta ganarse un dinerillo extra
—Como a todo el mundo —respondió mi padre.
Cuando uno se sienta a la mesa, en una cita de compromiso o similar, la parte del cuerpo que se oculta bajo ella no rinde cuentas a las normas de cortesía y moderación y protocolo a las que se supedita la visible. A la postre era como asistir a hurtadillas a los pormenores que tienen lugar detrás de un escenario de marioneta. Mientras el largo se llevaba la mano a la tibia y se rascaba con la uña del dedo pulgar e índice, llena de roña y largísima y ancha como para emplearla de cuchara, el gordo juntaba la punta de los pies y separaba los talones y los volvía a juntar, y a continuación apoyaba el empeine en el suelo de tal manera que las suelas de los zapatos quedaba un frente a la otra, en tanto decía:
—Vamos al grano: si nos consigue dos carnés de conducir, uno para él y otro para mí, y si la documentación es de primera, le prometo que nosotros seremos los primeros de una larga lista de gente.
Bien que por azar, habían dado con la combinación perfecta para que mi padre incurriera en su propia delación: el señuelo de un beneficio extra acababa con la poca cautela que pudiera albergar. Es un lugar común que la codicia resta prudencia. Sucede a menudo, el afán recaudatorio desmedido ha malogrado más de una carrera delictiva. Además, con la referencia a los papeles habían puesto en tela de juicio la naturaleza del fraude, lo cual incitaba a esa jactancia tan elemental de la que adolece todo caco que se tiene por más de lo que es.
—¿Que si los documentos son de primera, dice? No es que sean de primera, es que son perfectos, del todo legales, vaya ––concluyó mi padre.
Ahí estaba su confesión. Lo que siguió fue una conversación más o menos distendida, como casi de inmediato los tres pares de pies pusieron de manifiesto. Desapareció la tensión y las piernas se relajaron. El talón de mi padre detuvo el movimiento incesante que había estado realizando todo el rato sobre el eje de la punta del pie afianzada al suelo. El larguirucho había recogido sus uñas retráctiles y ahora se pasaba suavemente la yema de los dedos por la tibia velluda, bajo cuyo vello las uñas habían dejado en la piel seca el rastro blanquecino de las uñas; y en lo que al gordo atañía, incluso se descalzó el pie derecho haciendo palanca con los dedos del izquierdo, efectuado lo cual se entretuvo desentumeciendo los dedos de los pies, contrayéndolos y estirándolos sucesivamente.
Se instaló un cierto compadreo. Departieron de banalidades. Bien que de forma sutil para no delatarse, el gordo y el largo mostraron interés por el tipo que trabajaba en la DGT, y también por el número de personas que se habían hecho con el carné. Mi padre rehusó pronunciarse respecto a la identidad del cerebro del fraude, no así sobre quienes habían pagado para obtener el documento, cuya cifra estimó en torno a las mil personas, lo cual era propio de su espíritu baladrón, pues si no me fallaba la memoria rondaba las cincuenta personas, sesenta a lo sumo.
 Fue entonces cuando escuché por primera vez en mi vida esa suerte de apotegma o chascarrillo que recoge en una sola frase los principios fundamentales que rigen el proceder de todo hombre: tiran más dos tetas que dos carretas, dijo uno de los tres en un momento dado, aunque no pude distinguir quién, pues me distraje sacudiéndome el polvo y la pelusa que se me había adherido a las mangas y al pecho, y tratando de reprimir un estornudo.
Luego de una risa de complicidad, se conoce que alcanzaron mayor grado de familiaridad, pues a instancias del largo improvisaron una glosa jerarquizada de los más destacados culos del panorama televisivo por estricto orden de nalga más respingona, cuanto más pronunciado el arco del glúteo más posiciones escalaba en la lista, lo que desató una risotada súbita que los tres profirieron al unísono, que a fin de cuentas resultó muy oportuno ya que la película de tamo acumulada sobre las cajas de zapatillas deportivas me hizo finalmente estornudar sin que alcanzaran a oírme. También aproveché la circunstancia para situar un par de ellas de tal forma que estuvieran más a mano, pues caí en la cuenta que mi padre seguramente les haría obsequio de ellas y podría descubrirme escondido bajo la cama al ir a buscarlas.
Intuí que algo iba a pasar un instante antes de que se produjera debido a que el gordo introdujo certeramente el pie en el zapato. Lo hizo muy deprisa, como si pensara echar a correr. Acto seguido ambos se pusieron en pie y se identificaron. Las plantas de los pies de mi padre se pegaron al suelo como succionadas por un imán, y las piernas, rígidas, se situaron en un perfecto ángulo recto invertido.
Improvisaron un interrogatorio un tanto esperpéntico, pues la intención era encarnar cada uno de ellos la figura de poli bueno y poli malo, pero en la distribución de los roles no quedaba claro el reparto de papeles. Se conoce que no lo habían ensayado lo suficiente y además saltaba a la vista (al oído, en rigor) que ambos tenían predilección por el malo, de tal forma que quién hacía de bueno se sentía tentado a interpretar a un bueno que tenía algo de muy cabrón y desabrido e impertinente, y el que hacía de malo, para en efecto serlo a conciencia y además aparentarlo mucho más que el otro, estaba obligado a ser un malo malísimo, y por tanto el efecto era un malo que más bien era un cabrón de armas tomar, iracundo y hasta sobreactuado a la manera en que lo hacía la camada del Actor Studio. La pareja tenía poco de poli bueno y poli malo al uso y sí de poli medio hijo de puta y poli hijo de puta del todo.
A continuación desglosaron en voz alta su historial delictivo, encabezado por la venta de millares y millares de participaciones de lotería sin el respaldo de los décimos correspondientes, siempre con ocasión del sorteo del Gordo de Navidad. En efecto, el resto del año mi padre vendía lotería legal. Citaron cada uno de las ciudades donde había sido perpetrado el fraude y el número de denuncias acumuladas. También enumeraron, como para dejar constancia de que conocían al detalle su trayectoria como tahúr, los pequeños estraperlos que había llevado a cabo o de los que era sospechoso. Citaron a tal efecto el interrogatorio del que había sido objeto en la penúltima ciudad en que habíamos residido, en relación al saqueo reiterado de una propiedad privada, un almacén de la empresa de calzados deportivos John Smith situado, relató el gordo como si hubiera memorizado el texto, a una manzana del domicilio en el que residíamos, de cuyo interior, continuó, se sustrajeron no menos de dos centenares de cajas de zapatillas marca John Smith. El robo, dijo, se realizó de madrugada, en un período comprendido de un mes. Y aún habiendo sospechas fundadas que vinculaban a mi padre con el delito, fue imposible, concluyó, probar fehacientemente vinculación alguna con él, debido a que la mercancía sustraída estaba en paradero desconocido. No bien el gordo acabó de hablar tiré hacia mí con sigilo de las dos cajas de zapatillas que había arrastrado fuera.
 Luego de intentar amedrentarlo haciéndole ver que el fraude perpetrado no era en modo alguno baladí sino de extrema gravedad, habida cuenta que había contribuido directamente a que circularan por las carreteras potenciales homicidas que en cualquier momento podían desencadenar una tragedia, de la que él y sólo él y nada más que él sería responsable, le propusieron que delatará a los cerebros de la estafa, y, sobre todo, les entregara una relación detallada de todas y cada una de las personas que habían obtenido el carné con objeto de localizaros sin más demora. Lo exigían, además, por escrito; una glosa en la que constara nombre, apellido, domicilio, teléfono y ocupación. Tal cosa era prioritaria e innegociable. De colaborar, le dijeron, seguramente vería reducida su condena, y en seis meses estaría de nuevo en casa. De lo contrario, no saldría antes de tres años.
Se produjo un silencio. Acto seguido me llegó ruido de vidrio y de un tapón desenroscándose. Casi alcancé a oír el gaznate de mi padre al deglutir el mosto.
—Yo no soy un soplón —sentenció luego de depositar el vaso sobre la mesa.
—Tú mismo, si no cantas aquí lo harás en comisaría —dijo el gordo.
 —Te acabarás pudriendo a la sombra —añadió el largo, y a mí casi se me escapó la risa. Sólo faltaba «picapleitos», «matasanos» y «muñeca» y ya habrían empleado la jerga completa propia de una película de mafiosos.
 Se lo acabaron llevando. Salí de debajo de la cama, y me asomé justo en el momento en que doblaban la esquina. Volví adentro. De una alcayata clavada entre las juntas de los azulejos de la cocina colgaba una bolsa de plástico llena de otras tantas bolsas de las que mi madre hacía acopio. Extraje una. Agarré tres o cuatro patatas y las metí en la bolsa, fui al comedor, y cogí un puñado de periódicos viejos apilados encima del armario. Busqué la peluca y la caja fuerte y las metí también en la bolsa, y me marché antes de que el gordo y el largo cayeran en la cuenta de que para hacer las cosas con cierto rigor quizá procedía un registro minucioso en el domicilio del detenido.
Cuando llegué a la fábrica de corcho el Ramony el Rafa aguardaban al arrimo de una fogata recién prendida que ambos trataban de avivar con sendos cartones.  Deposité en el suelo la bolsa. El Rafa sacó de ella los periódicos y arrojó algunas hojas a las llamas. Con la ayuda de un palo hizo sitio a las patatas y las introdujo y las cubrió. El Ramón miró dentro de la bolsa y soltó una risotada.
—¡Hostias, la melena al viento de tu padre! ¿Dónde vas con esto? —dijo mientras sacaba la peluca. Antes de que me diera tiempo a decirle nada, ya la había desencajado del corcho, y se había tocado de ella.
—¡Quién quiere lotería, señores! ¡Veeeendo lotería! —declamó con la peluca medio ladeada en lo alto de la cabeza.
—¡Quieres parar ya, imbécil —dijo el Rafa, y le asestó una colleja, y la peluca salió volando y cayó en medio de las llamas.
—¡Hostias! —exclamaron los dos al unísono, y el Rafa hizo ademán de abalanzarse  para sacarla de entre el fuego.
—Déjala que arda —le dije, y los tres contemplamos cómo el tono de las llamas mudaba de naranja a un azul marino, y cómo el material sintético del cabello se contraía y retorcía.
—Menudo rebote va a pillar tu padre —advirtió el Rafa con la mirada abstraída, como si el crepitar de las llamas lo hubiera hechizado.
—Ya te digo —añadió el Ramon con idéntico embeleso.
—Donde va a ir no creo que le haga falta —dije.
—¿Tu padre se va? —preguntó el Ramon.
No sé a qué se debió, pero en ese preciso instante sentí un deseo irreprimible de contarlo todo, y lo hice de principio a fin. De corrido. Sin pausa. Empecé por la lotería y concluí con los carnés de conducir, sin olvidar mencionar, entremedio, recuerdos antiguos que creía olvidados, como el día en que apareció con un revolver plateado, reluciente, que depositó encima de la mesa envuelto en un trapo cuyas dobleces fue quitando una a una, muy lentamente, como si dominara los resortes del suspenso, con un brillo como de lascivia cintilando en su mirada,
—¡Joder! —exclamaron ambos.
El Rafa me miró con cierta conmiseración, posó la mano abierta en mi hombro, y apretó levemente.
—Puestos a hacer confesiones —dijo—, hace tiempo que quiero decirte algo que me reconcome por dentro: ¿recuerdas el día en que tu hermana nos presentó? —Asentí—. Pues todo era mentira: ni éramos amigos de ella ni nos gustaba leer, y la biblioteca sólo la pisamos para robar papel higiénico.
—Me dejas de piedra —dije, y me sonreí y miré fijo las zapatilla John Smith que ambos calzaban, viejas y raídas y algo mugrientas y de color desvaído y con el reborde de la suela gastado.
El Ramón se situó entre los dos y nos echó los brazos en torno al cuello y se sumó al juego de las confesiones.
—Mierda, yo también tengo algo que deciros, ¿recordáis la carta que enviaron al Supervale? ¿La que preguntaba por las pajas?
—¿La que hizo que yo también me matara a pajas como tú? —preguntó el Rafa.
 —Equilecuá. Pues la envié yo  —y esbozó una gran sonrisa.
—Macho, por el bien de la humanidad espero que seas estéril para que tu imbecilidad muera contigo —dijo el Rafa.
Saqué el corcho blanco de la bolsa. Hurgué en la parte superior, donde reposaba la peluca. Tiré de un reborde que no se apreciaba a simple vista, y desencajé un trozo que hacía las veces de tapón. Extraje la llave del agujero, abrí la caja fuerte, cogí los folios, y eché un vistazo rápido a la caligrafía de mi padre, una escritura angulosa de letras de factura medieval y afectada que se abría paso con grandilocuencia. A bote pronto efectué un recuento apresurado, y en efecto, yo estaba en lo cierto, eran cincuenta y cinco personas.
—¿Y cuánto tiempo va a estar fuera? —quiso saber el Ramon.
—Con suerte, tres años—respondí, y arrojé los folios al fuego, y las llamas los devoraron con lánguidas dentelladas.