domingo, noviembre 23, 2008

Genio y figura... (y II)




P
ero sin duda el top ten de circunstancias disparatadas que he tenido el dudoso honor de protagonizar se lo disputan la que ocurrió un domingo no muy lejano, ya en edad adulta para mayor menoscabo mío, y en la que se vieron involucrados dos teléfonos, y asimismo la que tuvo lugar una tarde a la salida de la librería Robafaves. Ésta última en particular se desarrolló como sigue: me dirigía hacia el coche, estacionado a pocas calles de distancia, y lo hacía ensimismado, por completo absorto a causa de mil historias que me rondaban en la cabeza con idea de escribir un relato. Por lo general siempre entro en estado de trance cada vez que visito una librería y ojeo libros durante largos minutos, aunque ese día fue mucho más acusado y se diría que deambulaba en estado de semi inconsciencia. Abrí la puerta del coche y entré. Y allí me quedé por mucho tiempo sentado, caviloso y por completo ausente de cuanto acontecía a mi alrededor. No sé cuánto tiempo transcurrió desde que tomé asiento y el instante en que desperté de mi ensimismamiento letárgico y estiré las manos para arrancar el coche, pero fue entonces, al palpar el espacio vacío en el que de normal debía hallarse el volante, como un soñoliento que camina a tientas por una casa a oscuras, cuando me percaté de que había subido en la parte trasera del coche y allí había permanecido todo ese tiempo como un pasmarote. Cuando fui consciente de lo que me había pasado, sentí tal vergüenza que todavía hube de permanecer largo rato sentado, quieto, como si me ocultara, sin decidirme a bajar, pues se me antojaba más embarazoso el acto mismo de cambiar de asiento que el propio hecho en sí, y temía que al descender del auto una multitud de ociosos ciudadanos que habían sido testigos de todo me señalaran con el dedo en medio de una hilaridad unánime.

También fue memorable el suceso con los dos teléfonos aludidos más arriba, memorable al decir de mi familia y de todo el que acaba conociendo la anécdota. Sucedió, como ya he señalado, un domingo de hace pocos años. Mi mujer (en rigor todavía no lo era oficialmente y tardaría en serlo algún año más, hacía poco que vivíamos juntos, a decir verdad) había salido a hacer un recado y a su regreso estábamos citados para comer en casa de mis suegros. Debo dejar claro que mi esposa es de normal impuntual, de una impuntualidad exasperante y atávica, al extremo que si la impuntualidad fuera una carrera universitaria, ella hace siglos que hubiera obtenido su cátedra y estaría pronunciando conferencias por el mundo entero para ganar adeptos a su causa.

El caso es que a la hora en que la comida estaba programada Pilar no había aparecido y no daba señales de vida por más intentos que hacía yo por localizarla, lo cual era ciertamente complicado, pues además se había dejado su móvil encima de la mesa, al lado del teléfono fijo. Era tal la tardanza que barajé la posibilidad de que hubiera habido un malentendido y ella estuviera esperándome en casa de sus padres mientras yo la hacía de pingoneo por esos mundos de dios, quizá haciendo cola a las puertas de un centro comercial, que son los templos donde se rinde tributo a la religión que profesa Pilar. Eché mano de su móvil (por aquel entonces yo no tenía y no lo tuve hasta que no se me antojó imprescindible, así pues poco sabía de ellos, de cómo funcionaban, aún hoy me cuesta entenderlos y me paso la vida pulsando las teclas equivocadas de tal modo que más que facilitarme la vida me la dificultan), y me puse a palpar botones a diestro y siniestro, me paseé por todas las opciones de menú que un móvil puede tener cuando no alguna más que yo mismo creé en ese toqueteo incesante, hasta que di con la agenda y en la agenda con los nombres y en los nombres con uno que rezaba CASA. Y yo quise entender que CASA era el modo en que Pilar había designado el teléfono de sus padres, al fin y al cabo hasta hacía bien poco en efecto había sido su casa.

Y marqué ese número y casi al instante sonó el teléfono fijo que había junto a mí, depositado sobre la mesa, y yo, sagaz como pocos hay, lejos de sospechar que se trataba de mi propia llamada, y por tanto que CASA no correspondía al número de mis suegros sino a nuestro hogar común, al piso en el que en ese preciso instante me hallaba, no hice otra cosa que descolgarlo rápidamente y responder con un ¿Si? Sostuve contra la oreja el aparato esperando inútilmente que alguien respondiera en tanto en la otra mano sostenía el móvil, mientras repetía con impaciencia un segundo ¿Siiii? menos resolutivo que airado al no obtener respuesta al primero. Y como fuera que al otro lado de la línea no contestaba nadie colgué de un manotazo y proseguí con la tarea de llamar con el móvil a casa de mis suegros al tiempo que no dejaba de farfullar y maldecir en increpar para mí al gilipollas que me había interrumpido con esa llamada inoportuna. Y marqué y de nuevo sonó el fijo que tenía al lado, y déjenme decirles que ya cualquier otra persona más perspicaz y despierta que yo se hubiera percatado que era yo quien me estaba llamando a mí mismo al fijo desde el móvil, pero qué se puede esperar de un tipo que toma asiento en la parte posterior de un coche y casi pasa la noche en él sin perturbarse. Lo único que se puede esperar es que, en efecto, el muy botarate, yo, descuelgue por segunda vez e insista con un ¿Siiii? mucho más impaciente y destemplado que los anteriores, pero un sí al fin y al cabo, y que, de nuevo, me vea obligado a colgar porque al otro lado nadie responde, un abismo de silencio media entre los dos extremos de la línea telefónica. Y una vez colgado el fijo, marco de nuevo las teclas numeradas del móvil en la búsqueda infructuosa de mi mujer mising, y las pulso con ira mal que bien contenida, mientras mi voz irrumpe en el comedor de casa e insulto en voz alta al mamón, al muy cabronazo que no deja de interrumpirme e importunarme con esas llamadas extemporáneas y silentes, y empiezo a pensar que también anónimas, algún hijoeputa que se entretiene a mi costa mientras trato de averiguar el paradero de mi Pilar, secuestrada o captada por una secta o abducida por unos extraterrestres por los que yo no podía sentir más que consternación sincera, sólo de pensar en Pilar haciendo de las suyas en el OVNI o la nave espacial en la que la tuvieran retenida.

Y, ay señores, damas y caballeros, dignos lectores, frecuentadores habituales u ocasionales de este blog, me consta que es difícil de creer, que resulta sorprendente viniendo de una persona, un servidor, que hasta la fecha no ha dado muestras de padecer ninguna anomalía que merme su entendimiento, un tipo que todo parece indicar conserva sus cualidades intelectuales más o menos intactas o, como poco, acorde a la media española. Resulta, digo, asombroso o más bien alucinante y peripatético, pero sí, lo admito, aún hube de realizar una tercera tentativa, una tercera llamada con el móvil por increíble que pueda resultar, antes de que mi mendalerenda recapacitara y razonara y atara cabos y llegara, por fin, a la conclusión de que era yo el que me estaba llamando a mí mismo, y que por esa razón nadie respondían mis ¿Siiiii? cada vez más iracundos, pues para haberlo hecho debiera haber ido yo alternativamente de un teléfono a otro, en una conversación disparatada que hipotéticamente me aventuro a reproducir aquí:

¿Siiiii?
Soy yo,
¿Qué yo?

¿Tú?
Sí, yo, que también es tú. Es decir, que yo soy tú.
Mira, no me toques los huevos, que no está el horno para bollos. Y no ocupes el teléfono que espero una llamada de mi mujer.
Tu mujer es la mía.
¿Mi mujer es tuya?
Y tuya también, que estás hablando conmigo pero también es contigo, porque yo soy tú.
Mira, tú eres idiota tío.
Entonces tú también.
Mamón
Idem pues.
¿Me quieres dejar en paz, mamonazo?.
Pero si eres tú quien me ha llamado a mí.
Yo no te he llamado a ti.
No, claro, en realidad te has llamado a ti, y he respondido yo, que soy tú.
Que te vayas a la mierda, hombre
Pues voy, pero tu vienes conmigo.
Tontoelculo eres tío.
No menos que tú, en todo caso.
Y semejante conversación disparatada podía haberse prolongado hasta la eternidad.

miércoles, noviembre 12, 2008

Genio y figura... (I)



Tengo especial predisposición a que me sucedan las mayores estupideces que imaginarse quepa. Esta no es una afirmación irreflexiva resultado de un rapto de clarividencia repentino. Es una certeza largo tiempo meditada antes de aventurarme a expresarlo en público o ponerlo por escrito. Poseo numerosas evidencias reunidas a lo largo de mi vida que lo confirman. Aquí van algunas.

El primer recuerdo al respecto que soy capaz de evocar se remonta a la infancia. Vaya por delante que siempre he sido una persona excesivamente responsable, muy discreto, y en extremo obediente. Jamás hice campana. No falté un solo día a la escuela ni desobedecí las sugerencias que tenía a bien hacerme mi madre. Nunca ejercí de líder ni encabecé un grupo de niñatos beligerantes dispuestos a hacer frente a códigos sociales preestablecidos. Pero un día, estando en compañía de un grupo de amigos, y en contra de mi costumbre habitual de no inmiscuirme en asuntos que no me atañían, vi pasar a otro amigo que sostenía en su mano un paquete vacío de cigarrillos marca Winston. Me destaqué del grupo y le salí al paso con el brazo en alto y la palma de la mano extendida, como el bandolero que en el camino polvoriento de una sierra remota aborda el carruaje que se dispone a asaltar. Quietoparao, le vine a decir al chico. Y acto seguido, a la manera de un niño resabiado y repelente, recité un largo discurso en el que le enumeré los graves inconvenientes de fumar, y lo muy desaconsejable que era hacerlo a edad tan temprana y asimismo lo muy arrepentido que estaría en el futuro, cuando mudara en un adulto desfondado con alopecia prematura que apenas si pudiera subir dos peldaños sin resollar y lanzar un denso esputo del tamaño de una paellera. Concluido mi discurso le arrebaté sin más el paquete de tabaco y lo rompí en mil pedazos frente a su nariz, y acto seguido arrojé delante de él los trocitos diminutos de cartón, dejándolos caer de entre mis dedos poco a poco, como si depositara con mimo un condimento sobre un plato a medio cocinar. A continuación giré en redondo y regresé al grupo de amigos convencido de haber hecho lo correcto, y persuadido de que algún día el chico me lo agradecería. Al poco apareció el padre, un tipo enorme y corpulento con expresión iracunda. El hijo le iba a la zaga, oculto entre sus larguísimas piernas, con el brazo en alto y el dedo índice delator señalando directamente hacia mí. Resultó que el padre había mandado a su retoño a comprar tabaco, y le había dado como muestra para que no se equivocara de marca, el paquete vacío que yo había hecho pedazos . Y yo me encogí por momentos, me replegué sobre mí mismo como un pene a la intemperie disminuye en un invierno gélido, en tanto el padre me leía la cartilla, para mayor regocijo de mis amigos, que se dieron a la fuga entre risas no fuera que también ellos se vieran salpicados por la bronca.

El 2 de septiembre de 1978, mientras jugaba frente a la televisión con mi muñeco Geyperman, interrumpieron la programación para emitir un especial informativo en el que difundieron una noticia de última hora: el Papa Juan Pablo I, de nombre Albino Luciani, había fallecido repentinamente apenas 33 días después de resultar elegido. Yo estaba sólo en casa, pero en breve había de aparecer mi madre de regreso del trabajo. Supuse que ella y mi padre, así como el resto de mi familia ausente, probablemente aún ignorarían la noticia cuando llegaran a casa. Así pues, a mí y sólo a mí se me había confiado, bien que de manera casual, el cometido de darles a conocer semejante suceso de trascendencia y calado, a juzgar por la solemnidad y el gesto adusto con el que los periodistas habían relatado el suceso en televisión. Yo era, pues, depositario de un secreto de suma importancia y mía era la responsabilidad de darla a conocer con similar solemnidad que la manifestada por los periodistas. Me propuse hacerlo y planifiqué y memoricé las palabras con que lo haría y hasta imité mentalmente el proceder reposado y el tono severo de los periodistas. Sin embargo, cuando oí cómo una llave hurgaba en el paño de la puerta de entrada, me dejé llevar por una euforia desatada y la impaciencia que de adulto me ha caracterizado, como si temiera que algún vecino se me anticipara y me robara la primicia que el azar me había puesto en bandeja, y me precipité por el pasillo gritando con desafuero:
–¡Mama, el Papa se ha muerto! ¡El Papa se ha muerto!

El semblante de mi madre, quieta con las llaves en la mano bajo el quicio de la puerta medio abierta, adquirió de inmediato la lividez de un cadáver y apenas pareció sostenerse en pie en precario equilibrio. Tardo de reflejos como soy, no fue sino al cabo de unos segundos interminables que caí en la cuenta que el Papa fallecido al que yo me había referido no era, ni de lejos, el mismo papa que a mi madre le había venido al pensamiento. Y así fue como por unos segundos fui responsable de que mi madre creyera haber enviudado. (To be continued... qué hay más vaya...)