martes, agosto 25, 2009

Ni puta idea

La semana pasada, en el trabajo, se me acercó a la mesa Hamza, un joven de origen magrebí con el que tengo cierta confianza, y me preguntó con preocupación qué sabía yo de la gripe "esa" de la que tanto se hablaba en televisión. Me di cuenta de que era una ocasión inmejorable para exhibir mi oratoria florida, adquirida durante años de lectura pertinaz, y ciertamente desaprovechada debido a mi entorno de trabajo, nada proclive a exhibiciones de ese tipo. Me puse a ello, y le dije la verdad, esto es, que en realidad no sabía gran cosa, que carecía de detalles relevantes que pudieran aliviar su desazón, y que lo poco que había leído en la prensa hasta ese momento me había sumido en una confusión aún mayor, razón por la cual, le insistí, había desistido hacía tiempo en el propósito de saber más. En cualquier caso, proseguí, yo había llegado a la conclusión de que la aparente gravedad de la situación era más una invención de los medios de comunicación, tan propensos a propagar el alarmismo en lugar de evitarlo, que una realidad médica, habida cuenta la unanimidad manifestada por la comunidad científica respecto a ese alarmismo innecesario. Hamza frució el entrecejo y esbozo una expresión de completa incomprensión, muy parecida a la que se le queda a mi hija Martina, de veintidós meses, cuando reclama su chupete y su madre se planta frente a ella y le argumenta por qué motivo no está dispuesta a dárselo. A ver, Martina, le dice mi mujer a la niña, tú y yo hemos llegado a un acuerdo más o menos tácito según el cual el chupete sólo es pertinente en uno de estos dos supuestos: que procedas a conciliar el sueño o que emprendamos un largo viaje en coche, ¿acaso ves que se produzca una de esas dos circunstancias?
Martina permanece en silencio durante unos segundos, mira a su madre y a mí sucesivamente, y al final exclama: ¡Chupete!
Yo miro a Hamza, y él me devuelve la mirada, y yo insisto y lo vuelvo a mirar sin decir palabra, con intención de obligarlo a que realice un pequeño esfuerzo, siquiera mínimo, para descifrar una explicación, la mía, que a mí se me antoja meridianamente clara. Pero él continúa ahí, parado delante de mi mesa, mirándome como si yo hubiera contraído con él una deuda o un compromiso que aún estuviera por zanjar o cumplir.
Ni puta idea de la gripe, Hamza, ni puta idea, le digo, y en lo único que puedo pensar mientras lo veo marchar es en hacer una pira en medio del comedor con todos los libros que atesoro y prenderles fuego.

viernes, agosto 14, 2009

Unanimidad


En mi ya larga relación con los libros jamás había asistido a semejante unanimidad en la elección de la lectura estival. Ni siquiera La sombra del viento o La catedral del mar o, me aventuro a afirmar, el mismísimo El código Da Vinci, del ágrafo Dan Brown, pueden vanagloriarse, ni de lejos, de haber atrapado la atención de una muchedumbre tan apabullante de lectores como en cambio sí ha tenido a bien conseguir la saga Millennium. En los lugares más insospechados he hallado a algún lector sumergido en la lectura absorbente (así cabe deducir a juzgar por la expresión dibujada en sus rostros) de uno de los tres gruesos ejemplares de los que se compone la serie. En alguna ocasión, en la playa, he alzado, medio insomne, la cabeza de la toalla y he presenciado con estupor que de la arena brotaban, como tubérculos, innumerables ejemplares sostenidos en vilo por las bronceadas manos de mis vecinos de parcela arenal, y casi he sentido que quebrantaba alguna ley (siquiera estética) por no haber escogido la misma lectura que el resto compañeros de playa. En efecto, no lo he hecho. Quizá más adelante, cuando el fervor lector haya menguado. Entretanto continúo disfrutando en Sant Feliu de Guixols de uno de los veranos más calurosos que alcanzo a recordar.