lunes, julio 31, 2006

Otro libro

Hoy he realizado un viaje a Barcelona tan imprevisto como necesario. De pasada, finalizados los trámites que han provocado el desplazamiento, he efectuado la visita de rigor a una librería a la que suelo acudir con frecuencia. He acabado adquiriendo un nuevo libro que habrá que añadir a la lista de lecturas estivales mencionada en la entrada anterior. Ya entonces alerté de cuanto de capricho hay en el deambular ocioso que realizamos por librerías quienes apreciamos el libro como objeto meramente estético, al margen de su valor intelectual o docente, elemento éste que siempre se les prosupone, por malo que resulte o parezca. Soy consciente de que careceré ya de tiempo material para leer todos los que se apuntan en ella, pero observar la columna escalonada con leve inclinación a la izquierda que erigen los libros acumulados sobre el anaquel en espera de lectura procura placer similar al de leerlos, imagino que debido a las expectativas que se depositan en ellos. El libro en cuestión es Plata quemada, de Ricardo Piglia, editado por Anagrama. Respiración artificial, la primera obra que leí del autor, me deslumbró y me reveló un escritor portetoso, que concibe ficciones (o cuando menos así obró en Respiración artificial) que tienen la literatura como centro en torno al cual giran, partiendo, las más de las veces, de las preferencias u obsesiones del autor por determinados escritores, un poco a la manera de Vila-Matas. Hay quien afirma no frecuentar a esa clase de autores porque se precisa de un bagaje de lecturas idéntico o próximo al que acumulan ellos para entender por completo la obra. En mi caso particular, sin embargo, despiertan mi interés por los escritores que constantemente mencionan y se convierten en los verdaderos responsables de que las columnas de mis libros sin leer sigan creciendo.

jueves, julio 20, 2006

Funesto



Apenas restan unos pocos días para el inicio de las vacaciones. Ya he realizado la consiguiente búsqueda de libros con los que espero ocupar las horas ociosas tan propias de este período del año. Ayer mismo adquirí, en un puesto de libros de segunda mano que instalan cada año en Mataró con motivo de las fiestas locales de Les Santes, el que imagino será el último libro que la completará (una afirmación un tanto precipitada, habida cuenta las tentaciones constantes a las que estamos sometidos quienes hacemos acopio indiscriminado de libros). Se trata de Los desnudos y los muertos, una extensa novela de Norman Mailler, el magnífico escritor norteamericano, del cual ya había leído con anterioridad El fantasma de Harlot, una vasta obra de más de mil doscientas páginas (regalo, por cierto, obtenido de manera fraudulenta por medio de una ex que se valió de su empleo como cajera en unos grandes almacenes para agenciarse, sin coste alguno, de todo cuanto yo le sugería, preferentemente libros, si bien recuerdo que en una ocasión se hizo con una freidora que he conservado hasta hace bien poco) cuya lectura me produjo inmenso placer y de la cual, desde entonces, espero con impaciencia la publicación de una segunda parte permanentemente postergada. La elección de Los desnudos y los muertos no responde al azar que un afortunado hallazgo casual haya deparado mientras ojeaba el resto de ejemplares a la venta, antes bien es resultado de la lectura muy satisfactoria que me ha procurado el último libro que he leído (regalo de Pilar para el día de Sant Jordi), asimismo una obra de Mailler de reciente aparición, América, un recopilatorio de los mejores textos periodísticos del escritor de Nueva Jersey, editado por Anagrama, cuya lectura proporciona idea precisa del devenir político estadounidense de mediados del siglo XX en adelante, que contiene, además, alguna reseña literaria y varias entrevistas y reportajes, con mención especial al que escribió a propósito del histórico combate de boxeo que disputaron, en Zaire, Alí y Foreman.

Así pues, la lista definitiva de libros de obligada lectura en agosto es: la ya mencionada Los desnudos y los muertos; La vida breve, de Onetti; El Canon occidental, de Harold Bloom y Moments estel·lars de la humanitat, de Stefan Zweig, en su traducción al catalán, atinado regalo de despedida con el que mi amiga Clara, con idea de que no descuidara mi aprendizaje del catalán, me sorprendió antes de emprender viaje por inhóspitas tierras de Brasil, de cuyas peripecias tendré noticias a su regreso y acaso inspire alguna entrada en este blog.
De más está decir que la lista en cuestión es susceptible de experimentar alguna modificación, en función, sospecho, de las visitas que realice a la librería Viader, situada en la bellísima localidad de Sant Feliu de Guixols, establecimiento en el cual adquirí por vez primera, hace ya más de veinticinco años, el primer libro costeado por entero con el dinero de mi paupérrima asignación semanal, que guardé celosamente hasta reunir la cantidad necesaria para comprarlo, momento éste que se demoró interminablemente debido a lo exigua que era la cantidad que me entregaban mis padres, y cuya espera, por fortuna, se vio aliviada gracias a las visitas que los domingos por la mañana realizaba a la librería, donde aprovechaba para coger de la estantería el libro y abrirlo e inspirar el aroma a papel impreso que impregnaba sus hojas, como si necesitara de ese olor reparador para mitigar la espera que había de transcurrir hasta que finalmente me perteneciera. El libro, que aún conservo, era El conde de Montecristo, de Alejando Dumas, en una edición de noviembre de 1980 de la Editorial Bruguera, en cuya primera hoja acabo de descubrir subrayada a lápiz, al abrirlo con motivo de la escritura de esta entrada, la que con toda seguridad es una de las primeras palabras con que inauguré el hábito irrenunciable de buscar en el diccionario todos y cada uno de los vocablos cuyo significado ignorara. La palabra, señalada con un trazo grueso a lápiz , es funesto.

miércoles, julio 19, 2006

Los jubilados y las obras


En ocasiones soy tan previsor que me da por pensar en qué ocuparé mi tiempo cuando esté jubilado. Debido a que soy ocho años mayor que Pilar cualquiera de los quehaceres que se me ocurren pasan por ser, necesariamente, actividades a realizar en solitario. No negaré que semejante perspectiva me produce satisfacción y no poca expectativa, lo cual, a su vez, es motivo de cierta desazón, pues ya saben ustedes que las expectativas difícilmente se ven por completo satisfechas, más aún si el tiempo durante el que son alentadas es tan prolongado como el que nos ocupa. En cualquier caso, las primeras labores que encabezan mi lista son, como no, la lectura o relectura de libros pendientes y el visionado de todas aquellas películas que considere oportuno. Va ganando puestos en la lista, sin embargo, esa actividad tan popular entre los jubilados que consiste en rondar las obras iniciadas en tu ciudad y contemplar o vigilar con atención el trabajo que desempeñan los empleados para, llegado el caso, no tener empacho en llamarles la atención si no lo realizan correctamente.

—Mira niño, yo diría que ese adoquín no parece bien colocado, y aquella tapa de alcantarilla no encaja del todo. A ver si nos esmeramos, hombre de dios, que cuesta lo mismo hacer bien las cosas.

Me pregunto a menudo si el grupo de jubilados de mi ciudad ocupado en tales menesteres se habrá organizado para llevar a cabo dicha tarea concienzudamente, de tal manera que cada mañana se desplazen en grupo de obra en obra, según una ruta establecida previamente, y siguiendo las directrices de un documento o plano en el que constará el emplazamiento exacto de cada una de las obras iniciadas en la ciudad, señaladas por orden de importancia que necesariamente no tiene porque responder a la magnitud de la misma u ubicación sino al grado de torpeza e ineptitud que manifiesten los empleados, ya que cuanto mayor sea éste más estímulo y gozo sienten los ancianos. Dicho plano, presumo, es elaborado por el más ocioso de todos ellos, pormenor éste difícil de dilucidar en un colectivo cuya única actividad diaria, junto con la visita a las obras, consiste en ir a recoger a los nietos diseminados por las distintos colegios y guarderías de la ciudad.

Con ser éste un entretenimiento en continua expansión debido a que la población envejece a pasos agigantados con respecto al índice de natalidad, parece ser que corre el riesgo de desaparecer, pues los jubilados han detectado que el aumento imparable de mano de obra inmigrante en detrimento del autóctono, conlleva problemas de entendimiento, pues muchos de los nuevos trabajadores desconocen nuestro idioma y esa circunstancia no facilita en modo alguno el diálogo cruzado que, por lo general, se suscita entre trabajador y jubilado.

Pa mí que el nivel ese está torsío — exclama el abuelo.

Pa mí que se podría usté ir a tocar lo cojones a otro sitio —contesta el trabajador.

Saborío eres hijo —concluye el abuelo.

El aumento de empleados inmigrantes, algo más recatado y pudoroso que el autóctono, también ha acarreado la desaparición de esa estampa tradicional que era motivo de risas y chascarrillos, ya no sólo en el colectivo de jubilados, sino en todo el que tenía la fortuna de contemplarla, a saber: ese trabajador, por lo general sobrado de peso, con una triste colilla colgando de la comisura de los labios y con el pantalón permanentemente por debajo de un culo blanco, en contraste con el moreno paleta (nunca mejor dicho) del resto del cuerpo, que al agacharse para alcanzar la cerveza depositada a su lado, enseña más de lo que cualquiera con cierto sentido de la estética desea ver.

Los jubilados, pues, abogan con insistencia por no echar a perder las tradiciones que con tanto éxito nos han dado a conocer en el mundo, y exigen que todo empleado de la construcción, sea cual sea su origen, se supedite y comprometa a obrar en consecuencia a fin de que no desaparezcan semejantes costumbres .

jueves, julio 13, 2006

Truco y artificio


Cada vez me disgustan más esos reportajes en los que enseñan, con todo lujo de detalle, cómo se ha rodado una determinada película. Asiste uno a la revelación, un tanto impúdica, de los entresijos y añagazas de los que el director se ha servido para persuadirnos de que cuanto vemos en pantalla sucede tal cual nos es mostrado, y no como consecuencia de las artimañas técnicas elaboradas para la ocasión, y gracias a las cuales la ficción mostrada resulta verosímil durante el tiempo en que se prolonga la película. La proliferación de dichos reportajes, pues, no hace sino debilitar o mermar e incluso eliminar el efecto que una ficción eficaz causa en el espectador, el cual dificilmente se mostrará predispuesto a creerse lo que ve si antes se le ha enseñado al mínimo detalle los artificios utilizados para conseguirlo. Se corre el riesgo de romper o incumplir ese pacto tácito según el cual el espectador dejará en suspenso su incredulidad mientras se desarrolle la historia mostrada en pantalla. También en literatura se pueden hallar ejemplos similares. En la denominada metaliteratura, simultáneamente a la narración de la ficción, la voz autorial aparece de tanto en tanto, las más de las veces sin participar en la historia aunque revelando al lector que cuanto está leyendo así como los personajes que aparecen en el transcurrir de la novela han sido inventados por él, entorpeciendo o dificultando la posibilidad de que el lector se sumerga por completo en la historia y olvide, siquiera durante el tiempo de lectura, que cuanto lee ha sido inventado por otro y no está sucedieno en realidad.

En ocasiones se dan en una película casos no deliberados de metacine. Cuando, pongamos por caso, asistimos a una secuencia de acción en el que tiene lugar un tiroteo y los personajes son alcanzados por espectaculares impactos de bala, aparece abundante sangre salpicada por todos lados, o en esas otras que transcurren en un mar embravecido, de repente, en ambos casos, aparecen salpicaduras de sangre o agua suspendidas en mitad de la imagen, adheridas al cristal de la cámara que filma, lo cual revela su existencia y, por tanto, pone al descubierto el artificio.

Quizá el espectador o lector no debiera conocer jamás cuáles han sido los artificios empleado en la creación de la obra, quizá debiera ser un misterio similar a los trucos de magia, sólo al alcance de los magos.

miércoles, julio 05, 2006

Temores infundados


Le digo con frecuencia a Pilar lo mucho que me manío, que es un neologismo acuñado por mí con el que pongo de manifiesto cuánto me desagradan esas facetas de mi carácter que, por más que lo intento, no puedo cambiar o corregir. Una de las que más detesto es mi absoluta predisposición a no correr el menor riesgo en nada, por calculado que éste sea, lo cual se traduce en permanecer siempre en una posición inmovilista y no planificar ni por supuesto emprender proyectos que deparen la mínima posibilidad de experimentar cierta incertidumbre. Por ejemplo, cada vez que Pilar propone un viaje —porque, obviamente, no sólo es ella quien lo propone sino que, además, se encarga de realizar todos y cada uno de los pormenores que un viaje acarrea y resolver asimismo los contratiempos que surjan, ya sea con anterioridad a su inicio o en el transcurso del mismo—, mi mente inicia unilateralmente —sí, en ocasiones se diría que lo hace sin tener en cuenta la opinión del resto de mi cuerpo ni la parte de mí (mínima parte, bien es cierto) que pueda estar en desacuerdo con los motivos por los que semejante proceso se pone en marcha— inicia mi mente, digo, una suerte de enumeración desesperada de los peligros o contingencias que esa nueva empresa pueda implicar, sin reparar, siquiera un instante, en cuánto de bueno puede aportarme. El año pasado, sin ir más lejos, cuando Pilar propuso visitar Estambul, de inmediato me vino al pensamiento el islamismo extremista y el temor a que en cualquiera de las atestadas calles de esa ciudad maravillosa —de lo que por supuesto sólo me di cuenta cuando hube estado en ella— explotara a nuestro paso un coche bomba, o nos secuestrara una banda de fundamentalistas ataviados con túnicas a fin de obtener un suculento botín a cambio de perdonarnos la vida.

La ciudad que Pilar ha propuesto este año es, nada más y nada menos, Nueva York ¿Y creen ustedes que lo primero que he pensado es que por fin podré deambular por las mismas calles en las que se han rodado muchas de las películas por las que siento pasión? ¿O que podré visitar algunos de los mejores museos que hay en el mundo y contemplar los recovecos de la ciudad icono por antonomasia de la Historia reciente, cobijo de mestizajes en el que confluyen y, lo que es mejor, conviven todas las lenguas del mundo? Pues no, maldita sea, no es en todo eso en lo primero que he pensado, y sí en aviones que colisionan contra edificios, en descomunales policías que aguardan en el aeropuerto con el ceño fruncido para encerrarte en la misma habitación en la que recluyeron al bailarín Antonio Canales, en negros con neumáticos de bicicleta en lugar de labios y con el cuello rodeado de gruesas cadenas de oro, ataviados con chándales quince tallas más grandes y unas gorras de béisbol con la visera encima de la oreja, ofreciéndote crack mientras una vagabunda greñuda que empuja un carro de supermercado lleno de latas te reclama con hostilidad unos dólares.

Si señores y señoras, todo ese cúmulo de estereotipos estúpidos me vinieron a la cabeza en cuanto Pilar pronunció Nueva York, así de ciega e ignorante es la prudencia, tal es el resultado perjudicial que la cautela causa en personajes inclasificables como yo. Afortunadamente ahí esta Pilar, haciendo oídos sordos a tantos prejuicios y dispuesta a suplir con determinación los arrebatos de excesiva cautela de los que tan a menudo soy presa.

martes, julio 04, 2006

Radicalismo



No hace muchos días mi hermana aseguró que mi ateísmo estaba alcanzando cierta radicalidad. El reproche me cogió con el paso cambiado, pues siempre he presumido de contemplar cuanto sucede a mi alrededor con la objetividad y distancia suficiente a fin de mantener mis opiniones a salvo de cualquier elemento contaminador que no pasara por el cedazo del sentido común o la racionalidad. No obstante, lo que me causó sorpresa de la opinión expresada por mi hermana no fue tanto la afirmación misma como que su análisis o conclusión coincidiera con lo que yo sospechaba de un tiempo a esta parte. En efecto, también yo había detectado ultimamente que mi ecuanimidad dejaba de serlo cuando era la cuestión religiosa la involucrada. ¿A qué puede ser debido?, me pregunto a menudo, preocupado acaso por la pérdida paulatina de parcialidad y su consecuencia más indeseable: la desaparición de la capacidad de autocrítica que todos deberíamos ejercer para dirimir asuntos, peliagudos o menores, que a diario nos salen al paso. De ser cierto que yo padeciera ese radicalismo —pues el radicalismo, no lo duden, se padece— ¿podía ser debido al callejón sin salida al que parecen estar abocando al planeta todos aquellos que aseguran pretender salvarlo en nombre de Dios? Empezando por el analfabeto Bush y su paranoíca cruzada cristiana y acabando por los musulmanes radicales a la caza mediaval del infiel, siquiera por representar la figura de Alá mediante inofensivos dibujos?
Lo cierto es que, aunque respetable, siempre me ha parecido una contradicción o paradoja que existan intelectuales que se declaren a la vez practicantes de alguna religión, habida cuenta que el ejercicio de la labor intelectual debería sustentarlo —o así lo entidendo yo— la razón y el análisis casi científico de cuanto a nuestro alrededor sucede, y nada me parece más alejado de ese objetivo que obrar, o peor aún gobernar, en función de las conjeturas improbables, veleidosas y ajenas a la realidad tan propias de la religión, más próximas en todo caso al arte literario o las leyendas que al transcurrir inapelable del mundo real, que necesita algo más que milagros y plegarias para sostenerse en pie.
Quizá sea cierto lo que dice mi hermana, pero, en mi disculpa, no lo es menos que yo, por el hecho mismo de coincidir con ella, es posible que aún no haya perdido mi capacidad de autocrítica. Decía Unamuno que odiaba la razón porque le impedía creer. Yo desapruebo las religiones porque, las más de las veces, impiden razonar.

sábado, julio 01, 2006

Alfi

La perseverancia es una de las cualidades que más admiro en una persona, seguramente porque yo carezco de ella y desfallezco y claudico a la primera dificultad que me sale al paso. La voluntad obcecada de superar una y otra vez los varapalos que te propina la vida está al alcance de unos pocos privilegiados, que, además, soportan la enorme responsabilidad de ser ejemplo imprescindible para quienes carecemos de esa virtud y necesitamos asistir al sacrificio y esfuerzo de otros para estar en disposición de imitarlos y emprender el camino previamente acometido por ellos. Conozco a una persona que se ajusta como un guante a semejante perfil. Alfonso ha superado la prueba de acceso a la universidad para mayores de 25 años y, si todo va bien, comenzará la carrera en los próximos meses. Atrás queda una vida de adversidades a la que se vio abocado por culpa del alcohol y acaso su mala o confundida cabeza. Alfonso ha rozado la mendicidad, ha yacido borracho en las calles de un país extranjero cuya lengua le era entonces por completo desconocida. De regreso ha permanecido ebrio en el suyo propio. Ahora, aunque él parece no saberlo, es un hombre íntegro y digno que cuenta con similar satisfacción e incertidumbre los días transcurridos desde la última vez que bebió y los que restan para comenzar sus estudios. Sospecho que Alfonso no sabe aún, pero sabrá, que todo cuanto ha logrado hasta hoy resulta un bagaje de considerable importancia cuyo valor irá en aumento a medida que transcurra el tiempo y sirva de ejemplo para quienes sufran, en el futuro, las misma desdichas que él padeció. Y es que Alfonso parece conocer aquella cita de Sartre según la cual “lo importante no es lo que han hecho con uno, sino lo que uno hace con lo que han hecho con uno”.