miércoles, enero 22, 2014

La foto del DNI


La fotografía de mi DNI es, con diferencia, la peor foto que me han tomado en mi vida, y posiblemente una de las peores que se le haya hecho a ser humano alguno. Vivo o muerto. Me la hizo un fotógrafo de mi barrio que al día siguiente, cuando regresé para cagarme en sus muertos, ya se había jubilado, y hasta hoy. Desde entonces, deambulo en su busca por Mataró y el día que me lo cruce prometo que seré noticia de primera plana en todos los periódicos del mundo. 

He intentado deshacerme del DNI en infinidad de ocasiones para poder volvérmelo a hacer y cambiar la fotografía, pero no hay forma humana de desembarazarme de él. Me recuerda un peluquín con el que un día apareció en casa mi difunto padre. En realidad no era una peluca sino un animal muerto. En la familia siempre barajamos la hipótesis de que se trataba de un bicho —una rata, un gato, una zarigüeya, nunca lo supimos con certeza— que se había suicidado arrojándose al vacío desde un edificio, y lo había hecho —ya es casualidad— en el momento en que mi padre pasaba por debajo, con tan mala fortuna que fue a caer en lo alto de su reluciente cráneo lampiño, y allí yació durante años, despanzurrado e inerte. Se conoce que a mi padre no solo no le molestaba sino que sentía que favorecía su aspecto, de tal manera que durante años lució con orgullo por peluca el cadáver tieso de un animal desconocido. Sus hijos tratamos de hacerle entender que no se puede ir por la calle tocado de un animal difunto, pero a un hombre que ha sido calvo toda la vida y de repente le aparece esa mata de pelo en la cabeza no hay argumento alguno que le haga desistir de llevarla por más animal muerto que sea.

El peluquín era horrible y ridículo y, lo peor de todo, indestructible. Durante mucho tiempo mis hermanas y yo tratamos inútilmente de deshacernos de él. Por motivos que no vienen al caso en mi familia nos vimos obligados a realizar muchos cambios de domicilio, y en cada uno de ellos lo arrojábamos a los márgenes de la carretera desde la ventana de la furgoneta en la que llevábamos a cabo la mudanza, pero después, como por arte de magia, cuando desembalábamos las cajas, aparecía flamante ante nuestros ojos atónitos. Era un peluquín boomerang: cuando lo lanzabas al aire y te dabas la vuelta con euforia pensando que por fin te habías librado de él, volvía y te golpeaba en la cabeza. 

Pues bien, mi DNI es igual. No hay forma de destruirlo o extraviarlo. Y lo peor es que no lo tengo que renovar hasta el 2017, con lo que todavía me quedan tres años de contemplar esa foto desgraciada e intolerable.

Maldita sea.

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