A veces me divierte pensar de qué temas de conversación echaríamos mano durante esos encuentros breves y embarazosos que tienen lugar en los ascensores, o lugares similares, si no existiera la alternativa recurrente de la meteorología:
—Hola.
—Qué tal.
—¿Piso?
—Tercero, por favor.
—...
—Qué, ¿todo bien?
—Turbado por reflexiones sin fin.
—Ardo en deseos de conocer los detalles de esas reflexiones.
—Procedo pues: ¿A usted no le parece que los textos de Derrida subordinan su uso pedagógico al de la mera exhibición retórica, empleando un lenguaje inextricable que, a la postre, se revela tanto más absurdo cuanto podría ser sustituido por uno más accesible para el lector medio y aun al lector experimentado?
—Ah, precisamente sobre ese particular vengo yo pensando toda la mañana.
—Celebro la coincidencia.
—Respecto a la cuestión, eso sucede, a mi entender, porque en los intelectuales no ha existido jamás voluntad alguna de hacer pedagogía y sí una notable predisposición a vanagloriarse de la rica sintaxis que atesoran, pero que, en suma, deviene inservible para el uso más genuino del lenguaje: la comunicación.
—Exacto: el lenguaje subordina su caracter seminal de instrumento de comunicación al mero pavoneo retórico.
—Bueno. Me apeo aquí. Ha sido muy enriquecedor.
—Ciertamente. ¿Asistirá a la conferencia proyectada esta tarde en la biblioteca municipal?
—¿La de por qué las grandes superficies deberían etiquetar los productos en sánscrito? No me la perdería por nada del mundo.
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