jueves, abril 25, 2013

Divorcio

Se echa hacia atrás en la silla para salvar el obstáculo que se interpone entre su visión y la mía, una columna en mitad de la sala que impide que nos veamos, y alza la mano para llamar mi atención. Acudo. Cuando ha entrado, minutos antes, ya me había avisado de que probablemente necesitaría mi ayuda. Quiere escanear un currículum y no sabe cómo funciona el escáner. No le aviso de que el currículum es mejor tenerlo en formato word, porque los portales para buscar trabajo por Internet no suelen aceptar currículums si no son en PDF o en formato de texto. He desistido de hacerlo porque no acostumbran a hacerme caso. A veces basta la expresión que lucen para adivinar que no entienden una sola palabra de lo que les estoy hablando, que no saben qué es un word, y no obstante asienten como si lo supieran, imagino que para no llevar la conversación hacia un escenario en que quedarían reveladas sus carencias informáticas.

 Deposito el currículum bajo la tapa del escáner y le voy dando instrucciones de lo que hay que hacer mientras yo realizo los pasos. Trato de no hablar rápido, y procuro expresarme como si le estuviera dando instrucciones a un niño. Sé que no les ofende que me exprese de esa forma. Todo lo contrario: lo agradecen (me lo han hecho saber en más de una ocasión), están hartos de cruzarse con técnicos y supuestos expertos que emplean una jerga para especialistas que más que facilitar el acceso a la informática, erigen un muro de hermetismo que provoca el efecto contrario, más respeto, miedo y rechazo al ordenador.

Mientras esperamos a que el escáner se caliente empieza a hablar. Se disculpa por la molestia. Le digo que no tiene que hacerlo, que es mi trabajo. Continúa hablando y menciona el Centro de acogida, donde al parecer duerme o es atendido o acude a comer. No le pregunto cuál es la naturaleza de su relación con él. Dice algo de los ordenadores que tienen allí, pero no acabo de entender a qué se refire, y tampoco le pregunto. Reparo en esa circunstancia, la de no animarme a preguntarle,  un pormenor sobre el que reflexiono con frecuencia: ¿cabe realmente la posibilidad de denominarme escritor si no me interrogo constantemente por todo lo que sucede a mi alrededor, y no adquiero la predisposición permanente de transformar en materia literaria cualquier episodio que me es dado conocer?

Me sorprende, sin embargo, lo del Centro de acogida, pues no luce el aspecto de desaliño que suelen exhibir las personas que estan alojadas en él, muchos de los cuales me visitan a diario. Su aspecto es atildado, correcto. Menciona por primera vez el accidente. Me dice que antes de que lo tuviera sabía un montón de informática, era capaz, concreta, de combinar el Autocad con Photoshop para integrar proyectos complejos. Asiento. Vuelve a menciona el accidente, y ya queda claro que lo hace para que le pregunte por él. Lo hago. Me percato entonces de que sobre la mesa, a lado del teclado, descansa una carpeta de cartón ajada, de color marrón, en cuya tapa observo unas letras manuscritas con rotulador negro que no alcanzo a leer con claridad. Reparo en que casi siempre que acude al centro viene con ella, y reparo, asimismo, en una suerte de evocación retrospectiva inducida por la revelación del accidente, que cuando entra y pasa delante de mi mesa para dirigirse a los ordenadores, siempre arrastra el pie izquierdo. Aunque, en rigor, lo que hace no es exactamente arrastrarlo, ni tampoco se puede decir que cojee; en realidad se trata más bien de un gesto no demasiado ostensible que delata una deficiencia, una anomalía, como si tuviera una piedra alojada en el zapato.

El accidente, pienso.

Me intereso por él. No hacerlo después de la disposición que exhibe a explicarlo sería imperdonable. Me explica que embistieron por detrás su furgoneta cuando estaba parado, y el impacto fue tan fuerte y las lesiones tan severas, que estuvo un mes y pico en coma. Le pregunto cuánto hace de eso. Diez años, responde. Durante el tiempo en que estuve en coma, prosigue, alguien habló más de la cuenta. No sé a qué se refiere, y no le pregunto, en parte porque no me atrevo a indagar sobre pormenores tan privados, en parte porque estoy seguro de que me lo va a contar de todas formas. Así es, se conoce que la expresión de mi cara le ha invitado a explicarse. Alguien, dice, proporcionó información falsa a los médicos, alguien, insiste, les explicó que yo era drogadicto y alcohólico. Parece ser que con esa información los médicos decidieron suministrarle unos medicamentos cuyas secuelas lo han transformado en un completo inútil. Ha perdido memoria, y capacidad de concentración y cualquiera de las habilidades que poseía antes se han visto afectadas, parece que de forma permanente. 

Lanzo un resoplido. Guardo silencio. Cuando alguien me explica intimidades de esa índole me sobreviene un pudor inusitado y temo preguntar más de la cuenta y parecer morboso o demasiado curioso o con una curiosidad malsana. Soy consciente, no obstante, de que la curiosidad es la base de un escritor, y de que mi actitud constituye un obstáculo que debería vencer cuanto antes si de verdad pretendo serlo de todas todas. Me siento, entonces, en la obligación de sonsacarle algunos pormenores que aporten más detalles a la historia o contribuyan a identificar la persona que pudo incurrir en semejante mezquindad, la de mentir y casi embaucar a los médicos, y estoy a punto de hacerlo cuando la mirada pasea por encima de la mesa y se detiene en la carpeta y prestó más atención y casi me inclino sobre la tapa hasta que, por fin, soy capaz de leer la palabra escrita en la carpeta: «divorcio».

No hay comentarios: