Se
 echa hacia atrás en la silla para salvar el obstáculo que se interpone 
entre su visión y la mía, una columna en mitad de la sala que impide que
 nos veamos, y alza la mano para llamar mi atención. Acudo. Cuando ha 
entrado, minutos antes, ya me había avisado de que probablemente 
necesitaría mi ayuda. Quiere escanear un currículum y no sabe cómo 
funciona el escáner. No le aviso de que el currículum es mejor tenerlo 
en formato word, porque los portales para buscar trabajo por 
Internet no suelen aceptar currículums si no son en PDF o en formato de texto. He 
desistido de hacerlo porque no acostumbran a hacerme caso. A veces basta la 
expresión que lucen para adivinar que no entienden 
una sola palabra de lo que les estoy hablando, que no saben qué es un word, y 
no obstante asienten como si lo supieran, imagino que para no llevar la 
conversación hacia un escenario en que quedarían reveladas sus carencias
 informáticas. 
 Deposito
 el currículum bajo la tapa del escáner y le voy dando instrucciones de 
lo que hay que hacer mientras yo realizo los pasos. Trato de no hablar 
rápido, y procuro expresarme como si le estuviera dando instrucciones a 
un niño. Sé que no les ofende que me exprese de esa forma. 
Todo lo contrario: lo agradecen (me lo han hecho saber en más de una ocasión), están hartos de cruzarse con técnicos y
 supuestos expertos que emplean una jerga para especialistas que más que
 facilitar el acceso a la informática, erigen un muro de hermetismo que 
provoca el efecto contrario, más respeto, miedo y rechazo al ordenador.
Mientras
 esperamos a que el escáner se caliente empieza a hablar. Se disculpa 
por la molestia. Le digo que no tiene que hacerlo, que es mi trabajo. 
Continúa hablando y menciona el Centro de acogida, donde al parecer 
duerme o es atendido o acude a comer. No le pregunto cuál es la 
naturaleza de su relación con él. Dice algo de los ordenadores 
que tienen allí, pero no acabo de entender a qué se refire, y tampoco le
 pregunto. Reparo en esa circunstancia, la de no animarme a 
preguntarle,  un pormenor sobre el que reflexiono con frecuencia: ¿cabe 
realmente la posibilidad de denominarme escritor si no me interrogo 
constantemente por todo lo que sucede a mi alrededor, y no adquiero la 
predisposición permanente de transformar en materia literaria cualquier 
episodio que me es dado conocer?
Me sorprende, sin 
embargo, lo del Centro de acogida, pues no 
luce el aspecto de desaliño que suelen exhibir las personas que estan 
alojadas en él, muchos de los cuales me visitan a diario. Su aspecto es 
atildado, correcto. Menciona por 
primera vez el accidente. Me dice que antes de que lo tuviera sabía un 
montón de informática, era capaz, concreta, de combinar el Autocad con 
Photoshop 
para integrar proyectos complejos. Asiento. Vuelve a menciona el 
accidente, y ya queda claro que lo hace para que le pregunte por él. Lo 
hago. Me percato entonces de que sobre la mesa, a lado del teclado, 
descansa una carpeta de cartón ajada, de color marrón, en cuya tapa observo unas 
letras manuscritas con
 rotulador negro que no alcanzo a leer con claridad. Reparo en que casi 
siempre que acude
 al centro viene con ella, y reparo, asimismo, en una suerte de 
evocación retrospectiva inducida por la revelación del accidente, que 
cuando entra y pasa 
delante de mi mesa para dirigirse a los ordenadores, siempre arrastra el
 pie izquierdo. Aunque, en rigor, lo que hace no es exactamente 
arrastrarlo, ni tampoco se puede decir que cojee; en realidad se trata 
más bien de un 
gesto no demasiado ostensible que delata una deficiencia, una anomalía, 
como si 
tuviera una piedra alojada en el zapato.
El accidente, pienso.
Me
 intereso por él. No hacerlo después de la disposición que exhibe a 
explicarlo sería imperdonable. Me explica que embistieron por detrás su 
furgoneta 
cuando estaba parado, y el impacto fue tan fuerte y las lesiones tan 
severas, que estuvo un mes y 
pico en coma. Le pregunto cuánto hace de eso. Diez años, responde. 
Durante el tiempo en que estuve en coma, prosigue, alguien habló más de 
la cuenta. No sé a qué se refiere, y no le pregunto, en parte porque no 
me atrevo a indagar sobre pormenores tan privados, en parte porque estoy
 seguro de que me lo va a contar de todas formas. Así es, se conoce que 
la expresión de mi cara le ha invitado a explicarse. Alguien, dice, 
proporcionó información falsa a 
los médicos, alguien, insiste, les explicó que yo era drogadicto y 
alcohólico. Parece ser que con esa información los médicos decidieron 
suministrarle unos medicamentos cuyas secuelas lo han transformado en un
 completo inútil. Ha perdido memoria, y capacidad de concentración y 
cualquiera de las habilidades que poseía antes se han visto afectadas, 
parece que de forma permanente.  
Lanzo
 un resoplido. Guardo silencio. Cuando alguien me explica intimidades de
 esa índole me sobreviene un pudor inusitado y temo preguntar más de la 
cuenta y parecer morboso o demasiado curioso o con una curiosidad 
malsana. Soy consciente, no obstante, de que la curiosidad es la base de
 un escritor, y de que mi actitud constituye un obstáculo que debería 
vencer cuanto antes si de verdad pretendo serlo de todas todas. Me 
siento, entonces, en la obligación de sonsacarle algunos pormenores que 
aporten más detalles a la historia o contribuyan a identificar la 
persona que pudo incurrir en semejante mezquindad, la de mentir y casi 
embaucar a los médicos, y estoy a punto de hacerlo cuando la mirada 
pasea por encima de la mesa y se detiene en la carpeta y prestó más 
atención y casi me inclino sobre la tapa hasta que, por fin, soy capaz 
de leer la palabra escrita en la carpeta: «divorcio».
 
 
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