Después de catorce años de relación, hoy ha sido el primer domingo que no he tenido que utilizar el desfibrilador para despertar a Pilar. Lo ha hecho por sí sola. Ha sido sorprendente cómo, de repente, ha aparecido en el pasillo de casa a hora tan temprana. Martina y yo la hemos contemplado estupefactos, como si fuera una aparición fantasmal. Hemos salido a la calle antes de las 9.30 para ir a desayunar a Milola, y de camino ha sido fantástico observar cómo Pilar miraba todo en derredor con la boca abierta, como si descubriera por primera vez todos los objetos que nos salían al paso, exclamando: «entonces es verdad lo que contaban: los domingos están puestas las calles antes de las 12h». «Ya te lo dije», he respondido yo. Y entonces le he ido presentado, uno a uno, a los operarios que ponen las calles: A Faustino, el encargado de colocar las farolas, a Salvador, el que extiende los pasos de cebra, a Heriberto, el que coloca los árboles y ordena en las ramas los pájaros que cantan cada mañana, a Rogelio, que conecta los semáforos y los pone en funcionamiento. Y Pilar les estrechaba la mano a todos, uno a uno, e incluso los abrazaba efusivamente, convencida de que posiblemente ese momento no se vuelva a repetir.
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