lunes, octubre 09, 2006

Moros y Cristianos


Ahora resulta que deberíamos eliminar la tradición de celebrar la fiesta de Moros y Cristianos no sea que algunos musulmanes se sientan ofendidos. Cómo no, llevémoslo a cabo pues. De hecho deberíamos elaborar una lista de cuanto sea susceptible de producir ofensa en las inumerables creencias religiosas que desafortunadamente se precisan para que el ser humano no se sienta a la intemperie, e iniciar, una a una, la suspensión o erradicación paulatina de todas ellas. Eliminemos, para empezar, el jamón de jabugo y todo alimento que provenga del cerdo. Dejemos que las santas vacas deambulen a su antojo por las ciudades, sembrando de inmensas boñigas nuestras calles heráticas. Ya puedo imaginar, con cierto regocigo, el hedor espeso a excemento gravitando a las puertas de las mejores boutique del Paseo de Gracia de Barcelona. De más está señalar, por supuestos, que deberemos instar a nuestras mujeres a que se abstengan de ataviarse con atuendos bajo los que se intuya un cuerpo turgente, el cual, a partir de entonces, no sólo deberá evitar mostrar, sino asimismo sugerir, so pena de ser apedreada en plaza pública hasta morir por inducir a la lascivia.
A mí, en todo caso, se me antoja una empresa menos ardua que inecesaria, habida cuenta que sería más eficaz, y sobre todo justo, declarar, a viva voz y en presencia de taquígrafo y por descontado con absoluta firmeza, que los hábitos, seculares o no, de índole político o civil, que un país tiene a bien manifestar, deberían ser respetados y no puestos en tela de juicio por aquellos inmigrantes que acaban recalando en él. Y si la rutina de la nación de acogida resulta demasiado ofensiva y difiere en exceso de los hábitos a los que está acostumbrado el visitante, quizá debiera regresar a su lugar de origen o buscar un país cuyos hábitos sean similares a los que él desea practicar, o, por el contrario, hacer lo que yo cuando visito tierra extranjera: respetar sus costumbres por más insólitas e inapropiadas que se me antojen.
En la edición de ayer domingo de El Pais, Mario Vargas Llosa lo expresó con claridad meridiana:
Europa no puede renunciar a los valores de la libertad de crítica, de creencias, a la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, al Estado laico, a todo aquello que costó tanto trabajo conseguir para librarse del oscurantismo religioso y del despotismo político, la mejor contribución del Occidente a la civilización. Según ellos, no es la cultura de la libertad la que debe acomodarse, recortándose, a sus nuevos ciudadanos, sino éstos a ella, aun cuando implique renunciar a creencias, prácticas y costumbres inveteradas, tal como debieron hacer los cristianos, justamente, a partir del siglo de las luces. Eso no es tener prejuicios, ni ser un racista. Eso es tener claro que ninguna creencia religiosa ni política es aceptable si está reñida con los derechos humanos, y que por lo tanto debe ser combatida sin el menor complejo de inferioridad.

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